IGUALDAD DE LA MUJER. RESPONSABILIDAD Y COMPETENCIAS ENFERMERAS

                                                  “No hay barrera, cerradura ni cerrojo que                                                                 puedas imponer a la libertad de mi mente”.

                                                                Virginia Woolf, escritora británica.

Un año más llega el 8 de marzo en el que se celebra el día Internacional de la Mujer. Debería ser un día festivo en el que poder celebrar colectivamente tanto el logro de objetivos sobre igualdad como la eliminación de barreras, dificultades o desigualdades que siguen concretándose en un número totalmente insoportable y denunciable en la violencia que sobre las mujeres sigue ejerciéndose como parte casi natural de la triste actualidad.

Así pues, se mantiene una fecha que sigue teniendo muchas más sombras que luces y en la que los propósitos de conciencia, las manifestaciones, los posicionamientos, los discursos y las promesas son claramente insuficientes, no ya para evitar esta lacra, sino ni tan siquiera para reducirla.

Las mujeres siguen siendo noticia más por las injusticias, las presiones, las desigualdades o los ataques que de toda índole sufren, que por los avances en alcanzar sus derechos o por las aportaciones relevantes que realizan. Derechos que parecen ser más un premio o algo a añadir de manera esporádica e incluso anecdótica, que algo que les corresponde disfrutar como personas y ciudadanas que son de cualquier sociedad. No es tanto lo logrado como lo evitado, lo que sin duda sigue situando a la mujer en una posición de clara y manifiesta desigualdad en el entorno de una sociedad que no suelta lastre del machismo que impregna su cultura y su educación, aunque trate de disimularlo. Teniendo en cuenta que la cultura no hace a las personas, sino que las personas hacen a la cultura y por tanto son las personas las que deben cambiar para que cambie la cultura.

Ante esta tozuda y cruel realidad me pregunto, ¿Por qué no hay días internacionales, o cuanto menos nacionales, contra la hipocresía, el cinismo, la mentira, la indolencia, la inmoralidad, la displicencia, la permisividad, la indiferencia, la incredulidad, la intolerancia, el desprecio, la invisibilidad, la impunidad, la culpabilidad, la resignación, la demagogia… que rodean a la a la mujer?, ¿Cuántos años más vamos a tener que celebrar este día de la vergüenza, el oprobio, la sin razón, el dolor, el sufrimiento, la muerte en femenino?, ¿Cuándo sabremos diferenciar que el género está entre las orejas y no entre las piernas?, ¿Cuándo entenderemos que lo que nos pasa, como país, como cultura, como comunidad, como sociedad, es que carecemos de la más mínima conciencia de cambio, de respeto, de igualdad, de tolerancia, de educación en valores y de respeto, que vayan más allá de identificar las diferencias en función del sexo y de las normas sociales que siguen encorsetando una normalidad que se presenta muy alejada de lo que pretende aparentar pero que resulta evidente no logra?

            Seguimos instalados en la permanente apariencia de los gestos inútiles, aunque puedan ser o parecer muy bien intencionados, en los discursos de denuncia que se diluyen en el estruendo de una realidad escandalosa, en las manifestaciones que tan solo recuerdan muertes, en las discusiones estériles de quienes debieran defender la igualdad, en los enfrentamientos que resucitan desigualdad, en los gestos que enmascaran la realidad, en las promesas que paralizan soluciones, en los hechos insuficientes que perpetúan la violencia, en la privacidad que oculta el acoso, en la indiferencia que apuntala la tragedia, en la excusa que acompaña a la muerte. Todo ello aderezado con negacionismos lacerantes a la vez que irritantes o censura manifiesta disfrazada de veto parental, con el argumento de una libertad y una democracia en la que ni creen ni respetan, quienes las utilizan para lograr sus fines desestabilizadores como si de cargas de profundidad se tratase. Hasta la pandemia se ha contagiado de ese peligroso virus machista atacando con desigualdad a las mujeres. Contribuyendo a que aumentase la violencia, aunque quedase oculta en un cómplice confinamiento o abocándolas al paro en mucha mayor medida que a los hombres. Todo acaba confluyendo en ese acosador machismo.

            Seguimos creyendo que por mucho repetir que no somos machistas, lo mismo que homófobos o xenófobos, se va a convertir en una realidad. Realidad que las víctimas, muertas o vivas, nos recuerdan día a día que estamos muy lejos de que sea una certeza que nos devuelva la dignidad como sociedad.

            No poder manifestarse, concentrarse o reunirse el día 8 por razones obvias, no significa en ningún caso que la fuerza, la razón o el valor de una reivindicación, que debiera ser un derecho ya consolidado, pierda sentido. Al contrario. Hay que trascender a los gestos o las apariencias para situarse en los hechos concretos que dejen en evidencia a quienes están claramente en contra de los avances por la igualdad. Los gestos son importantes, sin duda, pero las acciones son fundamentales. Los lemas llaman la atención, por supuesto, pero las ideas y los argumentos logran vencer las resistencias y cambiar los comportamientos.

            En este triste escenario social las enfermeras, además de ser parte de esa sociedad, muda, sorda y ciega, somos profesionales que tenemos la obligación, que no la opción, de contribuir a que la lacra machista no siga ocasionando dolor, sufrimiento y muerte.

Las enfermeras no podemos ni debemos mirar hacia otro lado. No podemos ni debemos, permanecer impasibles esperando a que otros solucionen el problema. No podemos ni debemos creer que, curando un hematoma, vendando una pierna o un brazo, suturando una herida… estamos cumpliendo con nuestra competencia y responsabilidad profesional. Porque un hematoma, una fractura, una herida, son tan solo signos superficiales de un gran problema de salud al que las enfermeras debemos prestar cuidados profesionales.

            Cualquier indicio, sospecha, signo, alarma, palabra… debemos estar en condiciones de observarlo, captarlo, indagarlo, seguirlo, atenderlo, para acompañar a la mujer en momentos de duda, miedo, incertidumbre, negación… para que sea capaz de identificar que nos importa, que no rehuimos, no rechazamos, no obviamos su situación que oculta por vergüenza, que niega por temor o que rechaza por orgullo. Ninguna herida duele más que la que provoca la sensación de no ser entendida ni atendida, aunque esté siendo asistida. Pensar que lo que le pasa no es problema nuestro, no nos corresponde, no es nuestra competencia, no, no, no… es negar la responsabilidad que tenemos y que queremos eludir amparándonos en las débiles e inadmisibles excusas de respetar la privacidad o el silencio. Porque la privacidad la determina la mujer y no nosotras y porque el silencio puede ser el más desesperado grito de socorro que pueda emitirse.

            Pero no tan solo en los efectos que la violencia provoca en la mujer se concreta nuestra necesaria prestación cuidadora. Es más, me atrevo a decir que esa es tan solo la mínima parte, aunque no por ello menos importante. La identificación, el seguimiento y el acompañamiento en la violencia, sea del tipo que sea, tan solo responde a la los efectos de aquello sobre lo que debemos trabajar para que desaparezca. Trabajar en la raíz del problema supone la verdadera y necesaria apuesta por la que debemos apostar las enfermeras en cualquier ámbito de actuación, pero de manera muy particular en Atención Primaria de Salud.

            Las intervenciones comunitarias, con especial significación en las escuelas e institutos, conjuntamente con los agentes de salud comunitarios que en cada caso correspondan, deben constituir un objetivo prioritario de cara a desarrollar estrategias que modifiquen conductas, hábitos, comportamientos, relacionados con la igualdad de la mujer. Tan solo desde la educación y la alfabetización en salud seremos capaces de erradicar aquello que alimenta la diferencia, la desigualdad, la falta de respeto, el desprecio y la violencia, sobre todo en niñas/os y jóvenes que replican y perpetúan, sino es que refuerzan, idénticos patrones de comportamiento machista para adaptarse a los requerimientos que sigue marcando una sociedad que sitúa en la resignación y la culpabilidad el rol de la mujer. Intervenciones que deben ser mantenidas en el tiempo desde una planificación rigurosa en la que se marquen claramente los objetivos, pero también los indicadores que permitan evaluarlas. Intervenciones participativas, trasndisciplinares e intersectoriales que impliquen a toda la sociedad en el logro común de erradicar tópicos y estereotipos, de vencer a la intransigencia cultural, de asumir responsabilidad individual y colectiva, de vencer tabús que paralizan, de derribar las barreras que impiden ver la realidad, de construir puentes de diálogo, de rechazar la indiferencia, de anular la intransigencia, de denunciar la intolerancia, de acabar con la mentira, de valorar la diferencia, de luchar por la igualdad, de vivir sin miedo. Porque como dijera Michelle Bachelet[1], “la igualdad de género ha de ser una realidad vivida”, porque es más que un objetivo en sí mismo, es una condición previa para lograr una sociedad mejor.

            Las enfermeras en general y las comunitarias en particular debemos liderar estos procesos de intervención y partición comunitarias que se alejen del patriarcado asistencialista como única respuesta a la desigualdad y la violencia.

            No se trata de un discurso más, de una promesa añadida, de un deseo anhelado, de una propuesta puntual, de una anécdota. Se trata de una necesidad que las enfermeras debemos interiorizar y asumir desde la responsabilidad y la competencia cuidadora que tenemos con la sociedad. No es una cuestión de mujeres. Ni tan siquiera un tema de mujeres maltratadas. Se trata de un problema de salud pública y comunitaria que nos afecta a todas/os con independencia del sexo o de cualquier otro factor, que debemos afrontar con urgencia, con determinación y con implicación para cambiar la realidad social que está contagiada de prejuicios y condicionantes que perpetúan las conductas machistas, que impregnan comportamientos y acciones, pensamientos e ideas, acciones y omisiones, que alimentan la ignorancia sobre la que se construye la desigualdad.

            No podemos seguir pensando que todo depende de otros. Que no es posible tener capacidad de iniciativa. Que es algo que no es de nuestra competencia. Que no lo determina el protocolo. Porque pensar de esta manera, actuar desde la omisión, cuidar desde la ignorancia o hacerlo desde la rigidez insalvable de un protocolo, va en contra de la ética profesional, nos devalúa como enfermeras y nos sitúa en el conformismo paralizante que contribuye a alimentar aquello por lo que deberíamos esforzarnos en combatir.

Nosotras que como enfermeras hemos luchado y seguimos luchando por lograr y mantener nuestra autonomía e identidad propias, deberíamos ser conscientes de lo mucho que esto cuesta mantener y lo frágil que resulta sin un compromiso firme y decidido. Por eso, con mayor motivo si cabe, debemos luchar por lograr la libertad que afianza la igualdad. Desde el respeto que no es lo mismo que el miedo. Desde la humildad que no significa pobreza. Desde la solidaridad que no supone pérdida de referencia.

            No eludamos nuestra responsabilidad argumentando que es cuestión de especialistas, de juristas, de políticos, de sociólogos, de psicólogos… es cuestión de todas/os y muy especialmente de nosotras por ser enfermeras. Negar esta evidencia es negar la propia identidad profesional, es renunciar a lo que nos identifica, es rechazar nuestra esencia cuidadora para situarnos en la subsidiariedad asistencialista, técnica y falta de conocimiento propio, que no contribuye a solucionar el problema de salud.

            ¿Cuántos 8 de marzo más vamos a tener que celebrar con la losa de las muertes, las agresiones, los maltratos, los huérfanos… anuales en forma de estadísticas, datos, números, cifras… impersonales y fugaces que no se solucionan con silencios institucionales, ni con manifestaciones ciudadanas, ni con leyes ambiguas?

            Quiero, deseo, anhelo, un 8 de marzo en el que, lo que celebremos sea los logros de las mujeres, sus conquistas, sus metas, sus aspiraciones cumplidas, en igualdad y con respeto. Quiero un 8 de marzo en el que las niñas no sean identificadas ni etiquetadas socialmente como futuras cuidadoras, limpiadoras, madres, esposas, amantes… por el hecho de haber nacido niñas, sino simple y principalmente como futuras mujeres, como personas con identidad propia y con idénticos derechos a los de cualquier otra. Quiero un 8 de marzo en el que los hombres no se sientan superiores por el simple hecho de serlo. Quiero un 8 de marzo en el que la política acabe con las ambigüedades, la hipocresía y el cinismo apoyados en tradiciones, costumbres, creencias o normas dogmáticas que se utilizan contra las mujeres. Quiero un 8 de marzo en el que no se utilice a las mujeres como arma partidista y oportunista. Quiero un 8 de marzo en el que no se identifique la defensa de las mujeres como doctrina sino como derecho. Quiero un 8 de marzo en el que la violencia, la muerte, el maltrato y la desigualdad sean tan solo recuerdos, malos recuerdos, de un pasado que debemos superar cuanto antes, sin que ello signifique que se tenga que olvidar.

            Como ciudadano, como enfermera y como hombre quiero que la desigualdad y la violencia contra las mujeres deje de ser algo naturalizado en nuestra convivencia para convertirse en un hecho aislado que nos inquiete y refuerce nuestra posición contra las mismas de manera decidida y continuada y no tan solo supeditada a la celebración de un día al año.

            Hoy estamos a tiempo. Mañana, a lo peor, ya habrá una nueva víctima que hubiésemos podido evitar con nuestra intervención enfermera. ¿Queremos asumir esa responsabilidad o asumimos la que nos corresponde?

 

[1] Política chilena.