VIDAS QUE NO IMPORTAN Eugenesia Social

A todas las personas que, por su edad, sexualidad, religión, raza, procedencia, salud… son discriminadas, ignoradas o maltratadas. Porque el derecho a la dignidad no responde a patrones sociales, económicos o políticos.

 

“Uno no puede ponerse del lado de quienes hacen la historia, sino al servicio de quienes la padecen.”

Albert Camus[1]

 

Vivimos en una sociedad que, bajo una apariencia de progreso y derechos, ha institucionalizado formas sutiles pero poderosas de exclusión. No se trata ya solo de negar derechos, sino de clasificar y gestionar la diferencia, el defecto, la «anomalía». Se tolera la diversidad siempre que se comporte, siempre que no incomode, siempre que no cuestione la hegemonía de la norma. En este escenario, los cuerpos que no encajan —por edad, por condición, por salud, por historia, por diversidad— son convertidos en objetos de intervención y control. La enfermedad, la discapacidad, la vejez, la cronicidad, la salud mental, la soledad, se transforman en categorías administradas más que en realidades vividas. Y eso tiene un precio humano altísimo.

Este tipo de gestión excluyente, que jerarquiza las vidas según su rentabilidad social o económica, recuerda las formas contemporáneas de una eugenesia social silenciosa, no declarada pero eficaz, que determina qué vidas merecen cuidados y cuáles son consideradas prescindibles. Lejos de los discursos clásicos de la eugenesia biológica del siglo XX, hoy asistimos a una versión neoliberal que actúa mediante la omisión, el abandono o la negación de derechos básicos, disfrazada de racionalidad económica y eficiencia técnica[2].

Uno de los mecanismos más crueles de esta lógica es el edadismo. La discriminación por razón de edad, que afecta de forma especialmente grave a las personas mayores. En una cultura que idolatra la juventud, la rapidez, la belleza y la eficiencia, envejecer se convierte en un estigma. Se presupone deterioro, lentitud, dependencia, gasto. Se asocia vejez con obsolescencia, y se olvida que la vida en plenitud también puede ser larga. La pérdida de autonomía se percibe como una carga, y no como una fase natural del ciclo vital que merece cuidados, respeto y presencia[3].

Paradójicamente, en esta misma cultura que margina a quienes envejecen y patologiza el deterioro físico o mental, tampoco se admite con naturalidad que una persona pueda decidir poner fin a su vida cuando el sufrimiento, la dependencia o la pérdida de sentido vital se tornan insoportables. La eutanasia, aunque legal en algunos contextos, sigue siendo percibida como una amenaza al orden simbólico que impone la prolongación de la vida como valor absoluto, incluso cuando esta se aleja por completo de la dignidad o del bienestar. No encaja en los patrones de “normalidad” que exaltan la juventud, la autonomía, la productividad y la apariencia saludable. La muerte voluntaria se transforma así en un tabú más dentro de una sociedad que no sabe acompañar ni el final de la vida ni los procesos de fragilidad. Se invisibiliza el derecho a elegir cómo morir, al tiempo que se medicaliza y controla cada etapa del envejecimiento. Se protege el cuerpo que estorba, pero no se escucha el sufrimiento que habita en él[4].

Esta lectura mercantilista de la existencia, propia del neoliberalismo, evalúa la utilidad de las personas en función de su capacidad de producir o de consumir. Lo que no produce, estorba. Lo que cuesta, molesta. Y desde ese marco, se construyen políticas, se justifican recortes, se organizan servicios. Durante la pandemia de COVID-19, por ejemplo, este desprecio se hizo brutalmente visible en muchos contextos. Las personas mayores fueron literalmente descartadas de la atención necesaria. Se impusieron criterios de exclusión por edad en los triajes hospitalarios, y se desatendieron residencias enteras, convertidas en espacios de confinamiento y muerte[5]. No fue un fallo, fue una decisión estructural al margen de los más elementales determinantes morales y la ausencia total de humanidad.

Algo similar ocurre con la discapacidad. A menudo se construye desde el capacitismo, que define el valor de las personas por su funcionalidad. En lugar de transformar los entornos para hacerlos accesibles, se recluye a las personas con discapacidad en circuitos asistenciales segregados. La discapacidad se sigue entendiendo como un déficit individual, y no como una construcción social fruto de la falta de inclusión, del diseño excluyente, del prejuicio cultural[6].

Y en ambos casos, depende de la condición socio-económica para poder tener acceso a una atención digna. Pagar una residencia privada de personas adultas mayores o un centro de personas con discapacidad funcional, solo está al alcance de unas pocas personas. El resto debe conformarse con los pocos y no siempre dignos recursos públicos, en el caso de conseguir superar las eternas listas de espera.

La otra opción, pasa por el modo en que la sociedad traslada la responsabilidad del cuidado a las familias, especialmente a las mujeres, reduciendo la atención a un ámbito doméstico invisibilizado y que, en muchas ocasiones, es tan solo valorado como un recurso para reducir la demanda de atención del sistema de salud y no como personas con necesidades en el proceso de cuidados que atienden de manera continua y permanente. Algo que se sabe y se utiliza para obviar la responsabilidad de su atención. Aunque se establecen programas de “ayuda a domicilio” o “prestaciones económicas” para cuidadoras familiares, estos no garantizan derechos sino tan solo pretenden contener demandas sociales más amplias[7]. El sistema no busca resolver las causas estructurales, sino silenciar sus efectos mediante pequeñas compensaciones y de esta manera mantenerlas calladas y activas.

Se trata de un fenómeno que se repite en múltiples escenarios. Las enfermedades raras, por ejemplo, evidencian los límites del enfoque hegemónico. Por otra parte, patologías como la fibromialgia, la esclerosis múltiple o los síndromes de sensibilización, quedan atrapadas en un bucle de sospecha, medicalización insuficiente o nula y desconfianza institucional. Se deslegitima el sufrimiento, se cuestiona la validez del dolor y se estigmatiza la experiencia al no encajar en el patrón de diagnóstico clásico. Lo mismo sucede con muchas condiciones de salud mental, con la infancia neurodiversa, con la adolescencia que no responde a patrones normativos de comportamiento. Lo que no puede ser domesticado se etiqueta, se encierra, se ignora.

La medicalización del ciclo vital representa uno de los mecanismos más extendidos de control social. Desde las primeras etapas de la vida, la sociedad convierte procesos naturales en objetos de intervención sanitaria. En la niñez, se etiquetan como patológicos comportamientos que en muchas ocasiones no son más que expresiones de diversidad emocional, neurobiológica o del entorno familiar y escolar[8]. Se sobrediagnostica el Trastorno por Déficit de Atención e Hiperatividad (TDAH), se medican trastornos de conducta sin analizar el contexto que los genera, se imponen terapias normalizadoras desde una mirada adultocéntrica.

Durante la adolescencia, los vaivenes emocionales, la búsqueda de identidad, la experimentación y los conflictos se traducen en diagnósticos de ansiedad, depresión o trastornos de personalidad, en una dinámica envolvente y persecutoria de salud mental que se desvirtúa y convierte en una nueva oportunidad de asistencialismo medicalizado y estigmatizante. Esta visión patologizante desactiva la capacidad del sistema educativo y sanitario de acompañar desde la escucha, la comprensión, la compasión y el diálogo[9]. La adolescencia se convierte en un problema a controlar más que en una etapa a comprender y con ello se culpabiliza a quienes transitan por dicha etapa vital en lugar de acompañarlos y cuidarles en su necesario afrontamiento. En definitiva, se incorporan a la moda impuesta de salud mental en la que cabe todo, aunque no se aborde y solucione nada.

En la adultez, el sistema médico dominante tiende a normalizar el estrés laboral, el sufrimiento emocional, la sobrecarga del cuidado o el vacío existencial como desajustes químicos o psicológicos, recetando tratamientos farmacológicos antes que intervenciones comunitarias, de reorganización del tiempo de vida o de mejora de las condiciones sociales[10]. Se medicaliza el insomnio, la fatiga, la tristeza, sin preguntarse por las causas estructurales que los originan. Se sobrevaloran determinados profesionales, como los psicólogos, mientras se ignoran o desprecian otros, como las enfermeras especialistas en salud mental y enfermería familiar y comunitaria. De tal manera que la salud mental, acaba siendo un nicho de oportunidad profesional en lugar de un problema a resolver.

La menopausia, por su parte, es tratada como un déficit hormonal a corregir, no como una transición natural de la mujer. Se oculta su dimensión vivencial, se uniformiza su tratamiento y se elimina su agencia, cosificando, una vez más, a la mujer.

En la vejez, la polimedicación es la norma. Múltiples fármacos para múltiples diagnósticos que, en muchos casos, responden más a protocolos estandarizados que a necesidades reales, y que comprometen la calidad de vida, la autonomía y la dignidad de las personas mayores, con quienes, además, cuando tienen condiciones para ello, no se cuenta para consensuar los citados tratamientos por considerarlas “inhabilitadas”[11]. Se cronifica la cronicidad desde esa salud persecutoria del sistema medicalizado, dependiente e invalidante.

Este proceso de medicalización totaliza la vida. Cada fase es convertida en un campo de intervención médica, cada diferencia es tratada como riesgo, cada desviación como déficit. Tiene efectos insidiosos. Cada etapa del ciclo vital es reinterpretada como un conjunto de déficits, trastornos o disfunciones. Esta mirada no solo empobrece la experiencia, sino que oculta la riqueza de los procesos de adaptación, de resistencia, de resignificación que caracterizan a cada fase de la vida. Invisibiliza los recursos personales, familiares, sociales y comunitarios, desvaloriza el acompañamiento cuidador, desplaza a las enfermeras de su función relacional hacia una técnica que es la que interesa, y refuerza un modelo asistencialista fragmentado, instrumental y tecnocrático[12].

Frente a esta tendencia, el paradigma enfermero tiene la capacidad, la competencia, y la responsabilidad, de proponer otra mirada. Una mirada que reconozca la riqueza del ciclo vital, que valide las múltiples formas de estar y ser en el mundo, que acompañe sin clasificar, que cuide sin invadir. Comprender la vida más allá del síntoma es una apuesta ética, política y epistemológica que lamentablemente no se traduce en estrategias impulsadas y apoyadas por quienes manejan y controlan los sistemas de salud, que tienen otros intereses.

Incluso, cuando surge alguna dinámica que trata de revertir lo establecido e incorporar respuestas terapéuticas alejadas de la dinámica existente, se colonizan y adaptan al lenguaje médico dominante y excluyente. Un claro ejemplo es la indicación social para responder a determinados procesos que se ha demostrado muy eficaz (actividades musicales, culturales, de actividad física…). Esta indicación, que las enfermeras han utilizado siempre, es automáticamente apropiada transformándola en prescripción social con receta médica (que por ley es exclusiva de los médicos), convirtiéndola en una “orden médica de obligado cumplimiento y de exclusiva potestad médica”, en contra del carácter de consenso con el que se deben incorporar estas indicaciones entre profesionales y personas que pueden “consumir” dicha indicación terapéutica. Falta saber si, en algún momento, también querrán recetar el oxígeno que consumimos para respirar.

Frente a este reduccionismo, el binomio médico-farmacológico ofrece respuestas rápidas, estandarizadas, eficaces desde la lógica del mercado, pero profundamente deshumanizadas. La atención se convierte en prescripción, el sufrimiento en protocolo, la diversidad en desviación, la necesidad en negocio. En lugar de construir salud, se gestionan patologías o se mercantiliza con ellas. Este modelo hegemónico ha sido ampliamente criticado por promover la cronificación de los problemas y obstruir respuestas verdaderamente preventivas, participativas y comunitarias.

Se trata de un sistema que convierte los cuerpos en consumidores cautivos y que desplaza los recursos hacia lo técnico, lo instrumental y lo rentable. Los procesos de sufrimiento vital, de duelo, de conflicto emocional o de malestar social, son transformados en entidades clínicas etiquetables y tratables farmacológicamente. En muchos casos, se ignoran los determinantes sociales que originan estos malestares y los morales que permiten dar respuestas desde la ética. Se medicalizan las consecuencias de la pobreza, la precariedad, la violencia o la soledad[13]. Como señalara Illich, la medicina moderna ha colonizado la vida cotidiana y ha sustituido la capacidad colectiva de dar sentido a la experiencia humana por un tecnicismo alienante[14].

Este modelo, sostenido por la industria farmacéutica y legitimado por estructuras profesionales altamente medicalizadas, perpetúa una asistencia centrada en la enfermedad, excluyendo propuestas salutogénicas y el fortalecimiento de capacidades comunitarias. Frente al síntoma, se impone el medicamento. Todo ello contribuye a una despolitización de los malestares, que deja a las personas en soledad terapéutica y en dependencia crónica de un sistema que no escucha ni comprende[15].

El concepto de salud, por su parte, ha sido progresivamente vaciado de contenido en la práctica institucional. En muchos contextos, salud ha pasado a significar únicamente la ausencia de síntomas, la normalización de indicadores biomédicos o la adhesión a un tratamiento. Esta reducción técnica del concepto no solo invisibiliza los determinantes sociales, culturales, económicos y morales de la salud, sino que despoja a las personas de la posibilidad de construir significados propios en torno a su experiencia vital¹¹. Incluso la fertilidad y la maternidad son objeto de control y negocio[16].

El paradigma enfermero parte de una concepción holística de la salud y el cuidado. No se centra exclusivamente en la enfermedad o en el síntoma, sino en la experiencia de las personas, en sus significados, en su entorno y en su historia vital. A diferencia del modelo biomédico, que opera desde una lógica fragmentada, diagnóstica y protocolaria, el paradigma enfermero reconoce la complejidad de la vida humana y su vínculo inseparable con el contexto social, político y emocional en el que se desarrolla.

Desde esta perspectiva, las enfermeras comunitarias son agentes estratégicos del sistema de salud. No solo por su cercanía a las personas y su presencia constante en los territorios, sino porque poseen competencias específicas para trabajar con redes sociales, para identificar activos para la salud y recursos comunitarios, para generar confianza en entornos vulnerados y para acompañar procesos de salud-enfermedad desde una ética y estética del cuidado. Las enfermeras comunitarias no se limitan a aplicar procedimientos. Analizan contextos, detectan factores de riesgo, movilizan recursos, y promueven procesos colectivos de salud[17].

Esta función transformadora está respaldada por una sólida base científica que integra conocimientos clínicos, sociológicos, antropológicos y éticos. Las enfermeras comunitarias operan en la intersección entre la persona y la comunidad, entre la ciencia y la vida cotidiana, entre la técnica y la escucha. Su rol es indispensable para superar el enfoque patogénico y fragmentado que hoy predomina, y para avanzar hacia un modelo más integral, participativo y centrado en las personas.

A pesar de ello, su participación en los espacios de planificación y toma de decisiones sigue siendo residual. La lógica androcéntrica del sistema de salud no reconoce el valor estratégico del cuidado. Esta exclusión impide que el paradigma enfermero transforme el modelo de atención y perpetúa un asistencialismo fragmentado, centrado en el procedimiento y no en la persona[18].

Reivindicar el paradigma enfermero no es solo una exigencia profesional. Es un imperativo ético y político. Significa defender el derecho de las personas a ser cuidadas con dignidad, a participar en las decisiones que afectan su salud, y a habitar sistemas que prioricen la vida antes que la rentabilidad¹⁶. En este sentido, las enfermeras no son un recurso técnico. Son una fuerza social capaz de articular respuestas justas, humanas y sostenibles ante los desafíos de nuestro tiempo. Desde, en y con la comunidad, las enfermeras son capaces de leer las tramas familiares, los silencios institucionales, las redes informales. Su proximidad les permite detectar desigualdades, identificar activos para la salud, anticiparse al deterioro, activar recursos. Pero además, están en condiciones de denunciar lo que el sistema invisibiliza, el abandono de personas mayores, la desatención a la salud mental, la soledad no deseada, la medicalización excesiva. Su intervención no se limita al plano clínico, sino que abarca lo político, lo ético, lo social.

Existen experiencias internacionales e iberoamericanas que muestran que este cambio es posible[19],[20],[21]. Estas propuestas no solo enriquecen el paradigma enfermero, sino que permiten tejer puentes entre epistemologías diversas y construir sistemas más inclusivos, equitativos y sostenibles.

Otro ejemplo es el paradigma del Buen Vivir (Sumak Kawsay en quechua), que ofrece una contribución esencial para cuestionar las lógicas medicalizadas, individualistas y mercantilistas que predominan en los sistemas de salud actuales[22]. En el campo de la salud, implica desplazar el foco desde la persona hacia el tejido social y reconocer que el equilibrio comunitario es tan importante como la salud personal[23].

Sin embrago, se corre el riesgo de pensar o plantear que esta visión/acción es “útil” tan solo para poblaciones indígenas, vulneradas o de determinadas culturas, lo que en sí mismo es una forma sutil, o no, de cuestionamiento y desvalorización, dado que incomoda al modelo medicalizado que impregna los sistemas de salud.

Porque en un mundo que mide la vida en función de su rentabilidad, cuidar es un acto revolucionario. Porque frente al descarte, la dignidad. Porque el paradigma enfermero no solo cuida cuerpos, sino que transforma estructuras. Y ese es el verdadero poder de las enfermeras.

[1] Novelista, ensayista, dramaturgo, filósofo y periodista argelino-francés. (1913-1960).

[2] Barros D. La biopolítica del abandono: formas actuales de eugenesia social. Rev Colomb Sociol. 2021;44(1):25-46.

[3] Butler J. Cuerpos que importan. Paidós; 2002.

[4] Casado Da Rocha A. La eutanasia: por qué no puede ser una cuestión sólo médica. Bilbao: Universidad de Deusto; 2021.

[5] Abellán García A, Aceituno Nieto P. Una estimación de la mortalidad real por COVID-19 en España. Fundación BBVA; 2021.

[6] Oliver M. The politics of disablement. Macmillan; 1990.

[7] Federici S. El patriarcado del salario. Traficantes de Sueños; 2018.

[8] Kleinman A. The Illness Narratives. Basic Books; 1988.

[9] Montero A, Hernández S. Medicalización de la vida cotidiana. GacSanit. 2021;35(2):97–101.

[10] Collière MF. Promover la vida. Interciencia; 2003.

[11] Antonovsky A. Health, stress and coping. Jossey-Bass; 1979.

[12] Tronto JC. Moral boundaries. Routledge; 1993.

 

[13] Castro A. Medicalization and social control. Annu Rev Anthropol. 2016;45:89–103.

[14] Illich I. Némesis médica: La expropiación de la salud. Barcelona: Barral; 1975.

[15] Metzl JM, Kirkland A. Against Health: How Health Became the New Morality. New York: NYU Press; 2010.

[16] Pichardo Galán A, Díaz Vázquez A. Maternidad subrogada: ¿libertad o mercantilización? Rev Bioét Derecho. 2020;(50):1–19.

[17] Bagnasco A, Rossi S, Zanini M, Aleo G, Catania G, Sasso L. A qualitative study of the role of community health nurses in Italy: insights for developing care models. BMC Nurs. 2020;19(1):76.

[18] Ballesteros Cano J. Participación de las enfermeras comunitarias en la planificación sanitaria: análisis de barreras estructurales. Gac Sanit. 2019;33(5):456–9.

[19] Pinheiro R, Mattos RA, organizadores. Cuidado: as fronteiras da integralidade. Rio de Janeiro: Abrasco; 2009.

[20] Kreitzer MJ, Monsen KA, Nandram S. Buurtzorg Nederland: A Global Model of Social Innovation, Change, and Whole-Systems Healing. GlobAdvHealthMed. 2015;4(1):40–44.

[21] McCarthy J, Cornally N, Moran J, et al. The role of community nurses in promoting health and preventing disease: a systematic review. PublicHealthNurs. 2022;39(1):16–27.

[22] Martínez-Riera, JR. En: Cárcamo, Silvia Noemí. Cuidados del buen vivir y bienestar desde las epistemologías del sur. Conceptos, métodos y casos / SilviaNoemí Cárcamo. – 1a ed. – Ciudad Autónoma de Buenos Aires: Editorial FEDUN, 2021.

[23] Herrán A, Martínez de la Hidalga A. Salud comunitaria e interculturalidad: el reto de integrar cosmovisiones. Rev Mult Gerenc Salud. 2020;18(3):1–15.

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