
Acaba de hacerse público un estudio elaborado por la Universidad Politécnica de Valencia junto a la Universidad Internacional de Valencia en el que se analizan los bulos que circularon durante la DANA. Los resultados son demoledores. Se demuestra cómo la manipulación de la información tiene la capacidad de modular la opinión de la ciudadanía, orientar sus percepciones y condicionar sus reacciones en un sentido u otro. Lo que podría parecer un simple rumor, un mensaje más en el torrente inabarcable de las redes sociales, se convierte en un instrumento de influencia de gran alcance que no deberíamos subestimar.
Es cierto que la mayoría de los bulos se gestan en el ecosistema digital, especialmente en plataformas sociales donde la inmediatez y la viralidad priman sobre la veracidad. Pero no es menos cierto —y quizá más preocupante— que algunos acaban saltando a los medios de comunicación tradicionales, que al hacerse eco los amplifican y les otorgan un sello de aparente credibilidad. Lo que empezó como una falsedad en un perfil anónimo de una red social termina ocupando titulares, colándose en tertulias televisivas o siendo citado en columnas de opinión. Y cuando esto sucede, el daño está hecho. Distinguir entre información y manipulación se convierte en un ejercicio cada vez más difícil para la ciudadanía.
El estudio pone de manifiesto una realidad que viene denunciándose desde hace tiempo y que incluso ha generado debates políticos en torno a la necesidad de regular la difusión de bulos. Pero aquí tropezamos con un dilema, ¿cómo articular una regulación sin que ello choque con la libertad de expresión? La respuesta no es sencilla. Quizá no se trate tanto de control como de responsabilidad, no tanto de limitar como de exigir mayor ética en quienes informan, opinan o se presentan como referentes de lo que es verdadero.
Los bulos no se circunscriben a determinados ámbitos o a perfiles marginales. Su fuerza radica en que cualquier persona, organización o colectivo puede utilizarlos como estrategia para atraer atención y alcanzar objetivos concretos. El impacto que generan y la capacidad de influencia que despliegan actúan como un poderoso incentivo para quienes buscan notoriedad, beneficio, conflicto o confrontación.
El peligro crece cuando los bulos son recogidos y difundidos por personajes públicos que se amparan en su profesión, en su estatus social o en su posición institucional para darles visos de credibilidad y autoridad moral. Cuando lo que se transmite es una distorsión de la realidad, el riesgo se multiplica. No hablamos solo de un fallo informativo, sino de una amenaza a la credibilidad de los medios, a la confianza ciudadana y, en definitiva, a la salud democrática de la sociedad.
No podemos olvidar que la mentira, cuando se convierte en estrategia, deja de ser una anécdota para transformarse en un arma. Una mentira repetida puede construir una verdad paralela. Una falsedad convenientemente adornada y validada por voces con prestigio puede instalarse en el imaginario colectivo y orientar decisiones políticas, sociales o personales. No hablamos de ocurrencias aisladas, sino de un mecanismo de manipulación con consecuencias muy reales.
Conviene subrayar que no se trata de una cuestión de derechas o de izquierdas, de progresistas o de conservadores. Los bulos, su generación y su difusión, no entienden de ideologías. Se trata de un problema que afecta a todos y que exige ser abordado desde la seriedad, la coherencia y el sentido común. Cuando la manipulación informativa se convierte en un instrumento de confrontación, ya sea en manos de partidos, de líderes sociales, de tertulianos o de figuras con capacidad de influencia, se olvida lo esencial. Lo que está en juego no es la ventaja coyuntural de unos frente a otros, sino la calidad de la convivencia, la confianza en las instituciones y la salud democrática de la sociedad en su conjunto.
Ante esta situación, hay al menos tres actores que no pueden eludir su responsabilidad. Los medios de comunicación, porque su función social no se limita a informar, sino a garantizar la veracidad y contextualización de lo que publican y a no dar voz a quienes se sabe que mienten, pero son afines y acallar a quienes se sabe dicen la verdad o denuncian la mentira, pero no gusta. Los profesionales y personajes públicos, porque su palabra tiene un peso social que no puede ser usado de manera frívola o interesada. Y la ciudadanía, porque el consumo acrítico de información es terreno abonado para que prosperen las mentiras. La educación mediática y el pensamiento crítico son herramientas imprescindibles para inmunizarnos frente a la intoxicación informativa.
Estamos ante un reto que marcará el futuro inmediato de nuestras democracias. O plantamos cara al fenómeno de los bulos, exigiendo responsabilidad a quienes informan, discernimiento a quienes opinan y espíritu crítico a quienes leen, o corremos el riesgo de normalizar un escenario en el que la mentira deje de ser un problema y se convierta en parte del paisaje. Y entonces, cuando la confusión y la desconfianza sean la norma, será demasiado tarde para reclamar la verdad.