
Recientemente, el canciller alemán ha declarado que el actual sistema de bienestar no es sostenible. Una afirmación de tal calado no puede entenderse en abstracto ni desligarse del contexto en el que se pronuncia. Porque lo que resulta difícil de aceptar es que se cuestione la viabilidad de los pilares sociales que han permitido construir una Europa más equitativa mientras, al mismo tiempo, se multiplican de manera exponencial los gastos en defensa. Si algo merecería una revisión en profundidad es precisamente esa deriva hacia lo militar, alentada y en gran medida impuesta por las exigencias de Trump y de la OTAN, que han convertido la seguridad armada en un nuevo arancel político y económico para los países miembros.
No es la primera vez que este tipo de mensajes se lanzan como globos sonda, tanteando la opinión pública y preparando el terreno para eventuales recortes. Pero lo inquietante es que, en un escenario internacional de tanta inestabilidad, este discurso no es inocuo, tiene un eco y una trascendencia que trascienden lo coyuntural. Cuestionar el Estado de Bienestar equivale a golpear la línea de flotación de las democracias europeas. No se trata de un sistema perfecto ni exento de contradicciones, pero sí de un marco que ha garantizado durante décadas derechos fundamentales como la salud, la educación, la vivienda o las pensiones. Debilitarlo o desmantelarlo, como se sugiere con calculada ambigüedad, nos devolvería a una lógica asistencialista en la que los servicios públicos se convierten en beneficencia, condenando a millones de personas a sobrevivir con lo mínimo, sin oportunidades ni garantías.
El riesgo es mayor cuando este tipo de declaraciones provienen del canciller alemán. Sus palabras no son una anécdota, marcan tendencia y pueden generar un efecto dominó inmediato en gobiernos que ya avanzan, con paso firme, aunque disimulado, por la senda del neoliberalismo más duro. No olvidemos que en Europa soplan vientos reaccionarios y autoritarios. Y cuando se combinan austeridad social, desigualdad creciente y tentaciones autoritarias, el resultado no solo es preocupante, sino potencialmente explosivo.
España es un ejemplo claro de cómo este retroceso no se anuncia de manera abierta, pero se ejecuta en silencio, disfrazado de “modernización de la gestión” o “racionalización del gasto”. Comunidades autónomas gobernadas por la derecha y la ultraderecha aplican medidas que erosionan lentamente el Estado de Bienestar. El crecimiento exponencial de la sanidad y la educación privadas, en paralelo a un deterioro premeditado de lo público, está provocando ya una fractura evidente en la igualdad de acceso. Quien puede pagar obtiene servicios de calidad; quien no, se resigna a un asistencialismo cada vez menos humanizado o a una enseñanza cada vez más precarizada. Los profesionales, mientras tanto, sufren condiciones cada vez más difíciles y muestran un descontento creciente que es sistemáticamente desoído.
Decir que el Estado de Bienestar no es sostenible no es solo un diagnóstico equivocado, es un anuncio peligroso. Si de verdad creemos que no podemos mantenerlo, deberíamos preguntarnos qué tipo de sociedad estamos dispuestos a aceptar en su ausencia. La respuesta no es alentadora. Y todo ello en un continente que, paradójicamente, gasta más que nunca en armas mientras mira hacia otro lado cuando se trata de proteger a su propia ciudadanía.
Conviene recordar que las guerras no siempre se libran con bombas. Hay guerras que se hacen con hambre, con exclusión, con desmantelamiento de derechos. Lo estamos viendo en Gaza, donde la hambruna se ha convertido en un arma destructora para Israel. Lo podríamos ver también en nuestras propias sociedades si la demolición calculada del Estado de Bienestar se consolida. No con imágenes de destrucción inmediata, pero sí con generaciones condenadas a vivir peor que sus padres, con jóvenes expulsados del acceso a una vivienda digna, con pensionistas convertidos en carga y no en sujetos de derechos o con una sanidad o educación para pobres.
La ciudadanía parece haber entrado en una peligrosa catatonia, anestesiada por un discurso que disfraza la desigualdad de meritocracia y la precariedad de oportunidad. Nos dicen que los recortes son inevitables, que el bienestar es insostenible, que la austeridad es la única opción. Pero detrás de esas palabras se esconde un proyecto político muy concreto, concentrar la riqueza en manos de unos pocos y reinstaurar un modelo social basado en el privilegio y el sometimiento.
Aceptar ese relato es renunciar a lo que nos hace sociedades más justas y cohesionadas. Defender el Estado de Bienestar no es una cuestión ideológica, es una cuestión de supervivencia democrática. Porque sin él, lo que queda es un espejismo de prosperidad que solo disfrutan unos pocos, mientras la mayoría vuelve a caminar por los senderos de la pobreza, la dependencia y la resignación. Y ahí, como bien sabemos por nuestra propia historia, empiezan otras guerras que no siempre se llaman con ese nombre, pero que dejan cicatrices igual de profundas.