
A Leila, cuya palabra sigue viva entre las ruinas.
A quienes cuidan en medio del dolor y la devastación.
A quienes sostienen la verdad con la tinta de su sacrificio.
Y al pueblo palestino, que, aun rodeado de muerte, se niega a dejar de latir.
“Es mejor ser odiado por lo que eres, que ser amado por lo que no eres”.
André Gide[1]
Prólogo: Salma
El hospital ya no tenía forma de hospital. Era un edificio con la piel levantada, con ventanas que se abrían como bocas de polvo. Se escuchaban golpes sordos desde otras calles, un rugido como de oleaje, y sin embargo allí dentro todo era un susurro de pasos que esquivaban cristales.
Yo, Salma, llegué unas horas después de la explosión. No había sirenas. Había silencio. Los tubos de suero colgaban como hiedras secas. Las camillas estaban torcidas, como si hubieran intentado ponerse a salvo. Olía a metal y a desinfectante viejo, a yeso, a agua rancia que nadie sabía ya de dónde venía.
Al entrar por el pasillo de urgencias vi un montón de ropa apilada sobre una silla. Del bolsillo asomaba un manojo de papeles sujetos con una goma azul. No sé por qué me detuve. Tal vez por el nombre escrito torpemente con bolígrafo, Leila. Reconocí la letra. Leila era enfermera. La conocía de tantas noches en vela en que me dejaban quedarme para entrevistar a gente que no quería hablar. Me tomó del brazo un día que me desplomaba de cansancio y me dio agua, sin preguntarme nada.
Nadie reclamaba esos papeles. Nadie reclamaba casi nada. Todo estaba reclamado por el polvo. Los recogí con una especie de vergüenza, miré a un lado y a otro y me los llevé como quien salva una fotografía de una casa en ruinas.
Esa noche, en la única habitación de la ciudad que aún tenía ventana entera, puse los papeles sobre la mesa, alisé el borde partido de una hoja y empecé a leer. La letra de Leila era firme al principio, luego tropezaba, como si el pulso se hubiera acostumbrado al temblor. No eran informes. No eran recetas. Eran fragmentos. Eran días. Eran una especie de carta sin destinatario.
La lámpara parpadeó. Fuera, a lo lejos, el cielo hacía esas luces mudas que anuncian otra noche larga. Leila, pensé. Y empecé a escucharla.
El manuscrito de Leila
Noche sin luz. Hospital sin techo. Día 412.
No sé si mañana estaré viva. No sé si tú, que lees, estarás donde estás ahora. Escribo para fijar algo que no se lleve el polvo: mi trabajo, mi duda, mi rabia, mi amor. Escribo para no convertirme en piedra.
Hoy atendí a niños con los ojos abiertos y las manos cerradas, como si aún sujetaran sus juguetes. Hoy cambió la ruta del agua y nos quedamos sin lavarnos las manos entre un paciente y otro. Hoy me tembló la voz delante de una madre y bajé la mirada para no romperme. Hoy volví a ver a Daniel.
Mañana blanquecina. Día 413.
Daniel no se llama Daniel, pero lo llamo así para poder escribirlo. Lo trajeron hace semanas con herida de metralla en el muslo, fiebre, mirada de animal acorralado. Nadie me dijo su nombre verdadero. No hacía falta, bastaba con su idioma, con el acento, con el símbolo de su muñeca. Lo vi y supe que ese nombre, aunque inventado, me permitiría acercarme sin que me ardieran las manos.
No vine a este mundo para odiar. Eso me digo cuando le cambio el vendaje. También me digo: no vine a este mundo para que me obliguen a elegir entre mi gente y mi conciencia.
Tarde de polvo. Día 415.
Cuidar en asedio es coser con hilo prestado y a oscuras. Triar no es una palabra técnica; es un nudo en el estómago. Hoy había tres botellas de oxígeno para seis pacientes. Una niña de seis años, un anciano con EPOC, una mujer embarazada al borde del colapso, dos hombres jóvenes, y él. La mano se me fue a la niña sin debate. La mujer respiró mejor boca abajo. Al anciano le di turnos de tres minutos. A los jóvenes, paciencia y mano fría. A él, le acerqué la mascarilla solo cuando bajó la saturación por debajo de lo que mi conciencia podía soportar.
Un compañero me miró y no hizo ningún gesto. En su silencio, me dijo estoy contigo y te juzgo. A veces es lo mismo.
Noche. Día 418.
Fuera, los drones son mosquitos que no se cansan. Adentro, el generador tose. Hoy Daniel me dijo en su idioma, con un hilo de voz, algo que entendí sin entenderlo: “No me toques”. No porque le doliera. No porque desconfiara de mi mano. No me toques, por lo que soy y por lo que eres.
Le contesté, “No necesitas quererme para que te cuide”. Y añadí, para mí: yo tampoco necesito perdonarte para cuidar. Los códigos que juré no mencionan banderas.
Madrugada de preguntas. Día 420.
Mi madre me enseñó a vendar una rodilla cuando yo tenía siete años. Se había caído mi hermano en el patio. Dijo mi madre: “Aprende esto, en la piel de cualquiera caben las manos de cualquiera.” Yo creí que hablaba de una rodilla y en realidad hablaba del mundo. Esta madrugada, mientras enjuagaba una gasa con el último chorrito de suero, la escuché. “No te endurezcas. La dureza no protege, solo que no siente. Y lo que no siente, deja de ser humano.”
Mediodía sin sombra. Día 423.
Vino un hombre del barrio a gritarme al pasillo. Dijo que nos vendemos, que cuidamos al enemigo, que somos blandas. Me llamó con palabras que mejor no escribo. Yo estaba cansada. Le habría ofrecido mi cansancio a cambio de su rabia. No pude. Le dije: “Mañana quizá la cama sea la tuya. Y nosotras seguiremos aquí”. No fue grandeza; fue defensa propia.
Tarde templada. Día 426.
Me pidieron, con esas palabras suaves que quieren sonar corteses, que mis cuidados “no se extralimiten”. Lo pidieron los que mandan detrás de las paredes. “Lo suficiente para que viva; no tanto para que olvide.”
Pregunté: “¿Olvide qué?”.
“Que no es nuestro.”
No respondí. A veces callar es lo único que me permite seguir haciendo.
Noche de lluvia escasa. Día 430.
Escribir cuando todo tiembla es como suturar en la bodega de un barco. Te sale torcido, pero salva. Pienso en los verbos que más digo cada día: hidratar, limpiar, girar, ventilar, cuidar, acompañar. Qué extraño que cuidar sea verbo que se aprende en la universidad. Más extraño aún es que el verbo odiar no tenga higiene posible.
Mediodía. Día 434.
Hoy lo supe. Cuidar a Daniel no redime a nadie. Ni a él, ni a mí, ni a nadie que truena el cielo. Cuidarlo solo me sostiene en el borde del abismo para no caerme. Hay quien piensa que el cuidado es debilidad. Yo he visto a mujeres darle la vuelta a un cuerpo de ochenta kilos con la delicadeza de quien gira una página frágil. Es fuerza. Es cuidado experto. Es ética. Es resistencia.
Noche con lámpara. Día 437.
Daniel preguntó por su madre. No con su lengua, sino con las manos. La pregunta de las madres es universal: ¿viviré lo suficiente para volver? No supe qué decir. Le dije la verdad de la enfermera: “Ahora mismo, respiras. Y no estás solo”. Son verdades pequeñas, pero caben en cualquier boca.
Mañana de listas. Día 441.
Hago listas para no llorar. Lista de cosas que necesito: guantes, hilo, clorhexidina, vendas, paracetamol. Lista de cosas que no necesito y me sobran: escombros, amenazas, discursos, sospechas, consuelos falsos. Lista de cosas que no sé: si vivirá esa niña con hematomas en las piernas, si llegará la leche en polvo, si mañana habrá camas. Lista de cosas que sí sé: que esta noche volverá el zumbido, que mis manos sabrán qué hacer, que mi nombre sigue siendo Laila.
Hay fiebres que se escuchan antes de que el termómetro lo diga: crujen en la voz, apagan el brillo de los ojos, cambian el olor de la piel. Acercas el dorso de la mano y sabes si necesitas agua, sombra y manos frías, si hay que vigilar de cerca, si conviene hablar o dejar que el silencio baje la temperatura. Escuchar también es cuidar.
Tarde de mercado vacío. Día 444.
A veces abro una ventana que no existe y dejo que entre la playa de mi infancia. La arena se me pegaba a las pantorrillas y mi padre me decía: “No te frotes, el mar se lleva el grano que sobra.” ¿Se llevará el mar todo esto? ¿Hay algún mar que quiera esta arena quemada?
Madrugada. Día 448.
No escribir sobre el hambre es una forma de mentir. Se me van los ojos cuando alguien mastica pan en la puerta del hospital. Me odio por eso, por mirar como mira un gato. Me doy la vuelta para no ser yo la que recibe la vergüenza. Luego regreso a pinchar dexametasona y me pregunto si existe alguna inyección contra la humillación.
A media tarde. Día 452.
Me detuve un segundo frente a Daniel. Dormía. Tenía la boca entreabierta, como los niños. No era un niño. Es un hombre que pertenece al bando que nos hace polvo. Y, sin embargo, por un instante, solo vi la vulnerabilidad pura, ese lugar donde todos nos parecemos. No fue amor. Tampoco fue perdón. Fue una tregua breve que mis manos se concedieron para no oxidarse.
Noche con visitas. Día 456.
Vinieron “ellos” de nuevo. Los vigilantes de nuestro dolor, los contadores de límites. Me advirtieron con una sonrisa estrecha del que cree que manda: “No te equivoques con él.” Les contesté con una pregunta que no estaba en mis labios: ¿No nos hemos equivocado ya todos?
Mañana de cristal. Día 460.
Hay un niño con ojos del color del té sin azúcar que me sigue por el pasillo. Su madre dice que quiere ser enfermero. Yo le digo que ser enfermero es aprender a sostener lo que no se arregla, a lavar lo que no se limpia, a acompañar lo que no se cura. Él asiente serio, como si entendiera. Le doy una venda y me mira como si le hubiera regalado un barco.
Tarde de banderas. Día 462.
A veces, cuando salgo al patio a lavar material, veo banderas en mi cabeza. Muchas. En mi espalda se pegan etiquetas: traidora, heroína, cobarde, valiente, santa, criminal. Ninguna me sienta bien. Soy enfermera. Los adjetivos no me ayudan a contar pulsos.
Noche de preguntas grandes. Día 465.
¿Puede una mano odiar y cuidar a la vez? Sí. Lo he visto. Lo he sentido. Pero ese odio cansa. Es como llevar un cubo lleno de piedras mientras corres de cama en cama. Al final te caes. He empezado a dejar piedras en los pasillos. En cada paciente, una piedra menos. No sé si quedará un rastro para volver o una línea que algún día entendamos.
Amanecer. Día 469.
He tenido un sueño raro. Daniel se levantaba de la camilla y me pedía agua. Yo se la daba en un vaso de plástico azul. Él bebía y me miraba como se mira a quien te sostiene la nuca. Luego el vaso se rompía y el agua caía otra vez. Me desperté con la boca seca. Fui al depósito y conté las botellas. Quedan siete para todo el dóa. Los sueños también hacen listas.
Tarde lenta. Día 472.
Hoy escuché a dos compañeros discutir en susurros sobre si es “digno” cuidar a Daniel con la misma esponja con la que cuidamos a Omar, herido en el mercado. Nadie discutió sobre la esponja cuando limpiamos a la niña con arena en los párpados. Las discusiones morales eligen cuerpos donde apoyarse. Fui a por otra esponja para evitar que la discusión se volviera grito. Hay silencios que mantienen el hospital más en pie que el cemento.
Noche de aguante. Día 475.
He aprendido a respirar con un metrónomo imaginario cuando pincho en venas que se esconden. Uno, dos, tres. A veces quisiera un metrónomo para el odio. Uno, dos, tres. Parar. Uno, dos, tres. Recordar que nací de una madre que me dijo: “No eres mejor que nadie, pero nadie es mejor que tú.” Esa frase me salva de muchas rendiciones.
Mediodía sin voz. Día 478.
Me quedé ronca. Hablé demasiado bajito durante días y ahora mi voz no se oye. Daniel dijo una palabra en mi idioma: “agua.” Fue la primera. Me lo dijo a mí, no al que estaba de guardia, no al que estaba de guardia, no al que vigila. A mí. No sentí triunfo. Sentí responsabilidad. Le di el agua despacio. Bebió como quien no quiere que se note. Yo tampoco quise que se notara.
Atardecer. Día 480.
Hoy murió la mujer que respiraba mejor si la poníamos boca abajo. La muerte aquí es una vecina que no llama. En mi barrio, cuando alguien muere, las mujeres entran en silencio, barren, hacen café, se ocupan de la casa para que el dolor tenga un rincón limpio donde sentarse. Aquí no hay casa. Barrimos escombros. Hice café con agua prestada. Repartí tazas pequeñas a quienes quedaban. Nadie agradece el café; el café agradece que aún haya manos.
Noche sin visitas. Día 483.
No vino nadie a vigilar. Curé a Daniel con calma. Le recité en voz baja una canción de cuna que mi abuela llamaba nana de desierto. No entendió la letra. No hacía falta. La música es un idioma que tampoco conoce banderas. Se le relajó la mandíbula. Pensé, quizá el perdón es solo esto, una mandíbula que deja de apretar.
Mañana de interrupciones. Día 487.
Cerraron el paso del agua otra vez. Lavo con lo mínimo. Medimos el tiempo con cubos. Lo más humillante del asedio no es el miedo; es la administración del mínimo. Aprendes cuánto dura una gota.
Tarde de voces ajenas. Día 489.
En la radio sin pilas que a veces capta algo, escuché voces de lejos diciendo palabras de condena administrada. Palabras rectas como uniformes. Me pregunté si alguna vez la voz de este cuarto llega entera a algún oído que manda. Luego me reí, la risa es otra forma de higiene.
Anochecer de recuentos. Día 492.
Pasé por pediatría a devolver un tensiómetro que no era nuestro. Las camas parecían barcas en un puerto. Los niños a veces miran al techo como si allí hubiera gaviotas. Les conté una historia sin final y prometí que mañana lo tendría. Mentí. No supe inventar un final bueno y verdadero a la vez.
Madrugada de reloj parado. Día 495.
Daniel tuvo fiebre alta. No puedo escribir cómo resolví lo que no teníamos. Lo resolví. Mi trabajo no es contar milagros sino recordarle al cuerpo cómo seguir.
Me miró con los ojos perdidos. Dijo, en su idioma: “¿Por qué?”. Le contesté, en el mío: “Porque soy enfermera.” Me pidió repetir la palabra. En-fer-me-ra. La dijo despacio, como si fuera un santo. Ojalá los santos fueran verbos.
Mañana con cartas que no llegan. Día 498.
Escribo sin saber a quién. A veces creo que escribo a mi hija que no tuve. O a mi yo de hace diez años. O a ti que has entrado aquí sin pedir permiso. Si llegas a esta línea, te pido una sola cosa, no me llames heroína. No me llames víctima. No me pongas en tu altar ni en tu estadística. Dime por mi nombre mientras lees, Leila. Y recuerda que cuidar a quien te quita el aire no es santidad; es la última frontera antes de convertirte en lo mismo que odias.
Tarde con arena. Día 500.
Me pregunté si Daniel piensa en mí cuando me voy de la sala. No quiero que lo haga. No quiero que nadie me deba nada. Quiero que el cuidado sea como el agua que pasa, limpia, se va, no deja deudas imposibles.
Noche con sueño. Día 503.
Soñé que caminábamos por un pasillo lleno de retratos. En cada marco había una persona a la que había cuidado. Al final del pasillo, uno estaba vacío. Me asomé y vi mi propia espalda. Me dio risa. Me desperté con el corazón tranquilo, como si alguien me hubiera dicho: aún puedes reír.
Mediodía con noticias. Día 507.
A una compañera la interrogaron al salir. Le preguntaron si yo “hacía demasiado” por Daniel. Demasiado. Qué palabra rara en un hospital que tiene de todo demasiado poco. Ella dijo que yo hago lo que hay que hacer. Me lo contó y lloramos sin lágrimas. ¿Se puede llorar sin agua? Se puede.
Tarde de inventario íntimo. Día 510.
Inventario de lo que me sostiene, el olor a jabón barato de manos limpias, el primer suspiro profundo después de una nebulización, un trozo de algodón que se convierte en almohada pequeña, una venda que aprende la forma de una rodilla, una mirada que por fin confía, una palabra nueva en una boca vieja. Inventario de lo que me rompe, el zumbido sin reloj, el niño que pregunta por una bicicleta sin ruedas, la madre que no puede lavar a su hijo, el pan que cruje a la puerta mientras adentro el suero se acaba.
Noche con gratitud. Día 514.
Hoy Daniel dijo “gracias” en mi idioma. No supe qué hacer con esa palabra. La dejé en el aire, como se deja un pájaro a ver si sabe volar. Voló. Se pegó al techo. Volvió a nosotros. No cambiaron las cosas. Cambió algo en mí que no sé escribir.
Amanecer de humo. Día 518.
Nos dijeron que hoy habría “movimiento”. Palabra que aquí significa que la muerte saldrá de ronda. Preparé la sala como quien prepara un espacio de cuidado: quitar ruido, abrir un claro para la mirada, acercar una silla a la altura del duelo. Las enfermeras sabemos de ritmos y presencias: cuándo acompañar y cuándo dejar un silencio; dónde apoyar una mano y cuándo retirarla para que la persona respire; cómo orientar el cuerpo para dar intimidad, aunque no haya paredes; qué palabras sostienen y cuáles sobran; cómo hacer sitio para el que llega sin invadir al que se queda. Hacer sitio también es cuidar.
Tarde de grietas. Día 520.
Ase agrandó una grieta en el techo de Daniel. Me quedé mirándola mucho rato. Si cae, cae todo. Pedí mover la cama. No quisieron. Dicen que no hay manos ni ganas para mover lo que no es nuestro. Insistí. Al final, la moví yo con ayuda de una camilla vieja. Nadie me lo prohibió porque nadie quiso verlo. Aprendí hace tiempo que mucho de lo que hacemos se sostiene en la invisibilidad.
Noche de silencio raro. Día 523.
No hubo zumbido. El silencio es otra forma de amenaza. Los músculos se tensan igual que con el ruido. Me quedé junto a la cama de Daniel más rato del que necesitaba. No sé por quién tenía miedo.
Mañana de papeles. Día 525.
Hoy releí este manuscrito desde el principio. Leí lo que había escrito en papeles sueltos, etiquetas de suero, márgenes de informes, sobres vacíos. Lo paso a limpio en hojas que me dio Salma un día que vino con sus preguntas quietas. Tal vez nunca lea esto. Tal vez sí. Tal vez seas tú, desconocida o desconocido, quien ahora sostiene mis folios con las manos. Si es así, sostienes un trozo de día, no una historia. Los días no acaban; se cortan.
Tarde con sombra. Día 527.
Una mujer del barrio me trajo un ramo de hojas verdes sin flores. “Para el cuarto”, dijo. Lo puse en una taza sin asa. Daniel lo miró. No sé si reconoció que aquello era belleza. Yo sí. En la belleza caben también los sitiados. No quiero renunciar a esto, poner algo vivo al lado de lo que se muere.
Noche de pregunta que cala. Día 530.
¿Y si mi pueblo me juzga? ¿Y si mi hija que no tuve me juzga? ¿Y si mi madre –sí, tú– me juzgas por escribir que cuido al que aturde el cielo? Te lo digo aquí porque en voz alta no me atrevo. Prefiero el juicio de los míos a perder mis manos. Si me las arrebatan, no sé quién seré.
Madrugada de plegarias mudas. Día 532.
Aquí la gente reza con los ojos abiertos. Yo rezo con las manos ocupadas. No pido milagros, pido minutos. A veces los minutos llegan como gotas, fríos y necesarios. Hoy pedí veinte minutos más de saturación estable. Llegaron dieciocho. Los otros dos los puse yo como enfermera, que también fabrico tiempo.
Mañana con rencor doméstico. Día 535.
Lavé un vaso que nadie quería lavar porque “es de él”. No sabía de quién era. Lo lavé igual. Luego lo usó una anciana para tomar su medicación. El agua a veces sabe a cosas que no le pertenecen. A veces el rencor es eso, un vaso sin lavar que hace que todo sepa peor.
Tarde de palabras prohibidas. Día 538.
Me lo dijo, en voz baja, la coordinadora de comunicación de una ONG internacional que trabaja con el hospital, que, por seguridad, evite escribir “genocidio” en notas que puedan circular. Pero yo no soy jurista. Yo escribo lo que veo. Familias enteras borradas, barrios sin mapas, hambre como política, hospitales desechos, niños con cicatrices que no tendrán infancia para olvidar. Si esa palabra es demasiado grande para mis manos, que alguien venga a darme una más precisa que quepa en esta cama y no nos mienta. Mientras tanto, escribiré lo que duele con las letras que tengo. Desde entonces, guardo estas hojas dobladas en el bolsillo y escribo solo cuando el pasillo queda vacío.
Noche de tregua mínima. Día 541.
Leí un cuento al niño del tensiómetro. Me preguntó si el final feliz consiste en que no te bombardeen esa noche. Le dije que el final feliz, hoy, consiste en dormir diez minutos sin despertarte con un salto. Se quedó pensando. Me dijo: “Entonces hoy tendremos final feliz.” Ojalá su aritmética siga siendo solo esa.
Amanecer con visita inesperada. Día 543.
Una mujer joven, pelo recogido, entró buscando a su marido. No lo encontró. Se sentó. Me preguntó si estaba mal dejar de esperar un día. Le dije que no. Que hay días en que esperar es una forma de morir dos veces. “¿Y si vuelve justo cuando dejo de esperar?” Me mordí la lengua. Hay preguntas que no admiten anestesia. Le di agua. Bebió y se fue sin despedirse. Algunas despedidas son gentilezas que nos ahorramos.
Tarde de aprendizaje invertido. Día 546.
Daniel me enseñó a decir “gracias” en su idioma. Me salió mal. Nos reímos. El vigilante no entendió de qué. Me miró como quien apunta algo en una libreta invisible. Aprendí que la risa tiene también un umbral de seguridad, mejor debajo del ruido del generador.
Noche con promesa pequeña. Día 549.
Promesa: si salgo de aquí, seguiré cuidando. No sé a quién. A quien toque. No para olvidar, sino para recordar bien. No para absolver, sino para no convertirme en piedra.
Día sin fecha.
He perdido la cuenta. Tal vez no importe. Lo que no quiero perder es la medida humana de todo esto. La medida humana está en lavar, dar de beber, escuchar, mirar sin apartar, decir el nombre de quien tienes delante. A Daniel no lo llamé por su nombre verdadero. Quizá nunca lo sepa yo. Pero cuando le digo “Daniel”, digo también: “No eres un símbolo ahora. Eres un cuerpo que sufre. Y eso me basta para estar aquí.”
Noche de viento.
¿Y si algún día él habla de mí al volver a su casa? ¿Y si dice que una mujer le cambió el vendaje con manos firmes? ¿Y si miente? ¿Y si dice que fui cruel? No podré corregir su relato. No corregimos relatos; levantamos camas. A veces las camas sostienen verdades que luego otros atropellan con palabras gordas. Está bien. Que hablen. Yo escribo.
Mañana de espejo roto.
Me miré en un trozo de ventana. Me vi mayor. Me vi más niña que nunca. Me vi con la espalda recta. Me vi cansada. Me vi viva. Me dije el nombre en voz baja, Leila. Dije también el nombre de mi madre, el de mi abuela, el de mi barrio. Dije tres veces “enfermera” para no olvidarlo si me arrancan la voz. En-fer-me-ra.
Tarde de despedida sin adiós.
Si alguien lee esto y llega hasta aquí, que sepa que no espero medallas ni titulares. Solo espero que cuando digan “hospital” no piensen primero en paredes, sino en manos. Y que cuando digan “enemigo” recuerden que a veces es un hombre dormido con la boca entreabierta.
Si mañana muero, que no escriban que fui mártir. Si mañana vivo, que no escriban que fui traidora. Fui lo que aprendí a ser y sentir, enfermera que, aun rota, sostiene.
La luz hace un amago y vuelve. El generador huele a metal caliente. Del techo cae un polvo fino, ya vienen. El zumbido se estira en golpes largos; la marea se acerca como un tren sin vías. Si estas hojas se cortan aquí, que conste: cerré los ojos un instante para escuchar mejor quién me llamaba.
Cierro ahora. Fuera, de nuevo, la marea. Dentro, mis manos. Aún están aquí.
Epílogo: Salma
Apagué la lámpara cuando fuera empezó el zumbido. Me llevé las hojas al pecho, como si abrazara a alguien. Releí un párrafo al azar: “No corregimos relatos; levantamos camas.” Pensé en cuántas camas sostienen el mundo sin que nadie las nombre. Pensé en Leila, en su madre, en el niño del tensiómetro, en Daniel con su boca entreabierta.
Quise escribir una crónica y me encontré con una voz. No sé si publicaré estos papeles. No sé si tengo ese derecho. Sé que tengo el deber de que no se pierdan. La ciudad no recuerda sola; hay que ayudarla con manos, con palabras, con hojas sujetas por una goma azul.
En estas semanas he escuchado, desde lejos, un léxico de emergencia racionado como ayuda. Condenas “contundentes”, llamamientos “urgentes”, “pausas humanitarias” que llegan cuando ya no queda pulso. Hay protocolos que, en nombre de la neutralidad, perfeccionan la distancia; calendarios diplomáticos que atropellan el tiempo de los cuerpos que cuidamos; calendarios diplomáticos que atropellan el tiempo de los cuerpos.
A veces el silencio no es ausencia, es procedimiento. Comités que no alzan la voz, negociaciones que fingen moverse, mapas de corredores seguros que nadie puede cruzar. Llamamos “comunidad internacional” a una suma de cautelas que aquí, cada noche, se parece demasiado a una resta de vidas. Si publico estas páginas, no es contra nadie, es contra ese silencio.
Guardé el manuscrito de Leila en una funda de plástico que olía a plástico. Lo puse debajo de la cama, como se esconden las cosas valiosas en las casas pobres. Salí al pasillo y olía a yeso mojado. Al fondo, alguien reía. La risa, aquí, siempre parece una pequeña fe en algo.
Me asomé a la ventana entera de mi habitación entera. El cielo estaba encendido, pero esta vez, por un segundo, no sonó. Pensé en escribirle una carta que no leería nunca. Pensé en volver mañana al hospital sin hospital. Pensé en Daniel, en si aprenderá a decir gracias con la boca limpia. Pensé en el vaso lavado que ya no sabe a rencor.
No hay final. La ciudad respira a tirones. Yo también. Tal vez el lector espere un cierre contundente, una moraleja, un juicio. No lo tengo. Solo tengo estas hojas y la certeza de que nombrar a Leila por su nombre es ya una manera de cuidar.
Mañana volverán los pasos que esquivan cristales. Mañana alguien traerá otra taza sin asa con hojas verdes. Mañana un niño preguntará por un final feliz. Y yo, que no sé inventarlos, guardaré este manuscrito para que otros se pregunten lo mismo que me pregunto ahora:
¿Qué queda de nosotros cuando solo quedan nuestras manos?
De entre las ruinas y el silencio emergieron los papeles de Leila, recogidos por Salma junto a su cuerpo aún caliente. El ejército israelí había apagado también su vida, convencido de que así apagaría su voz. Pero hay verdades que no mueren con la sangre derramada; verdades que atraviesan los muros, que resisten a la mentira y que permanecen en la memoria de quienes no se rinden.
Este testimonio no es solo suyo, es un eco que se multiplica en cada enfermera y en cada profesional de la salud que sostiene la vida entre cenizas; en cada periodista que arriesga y, tantas veces, entrega la suya por contar lo que quieren ocultar. En cada hombre, mujer, niño o anciano del pueblo palestino que se niega a desaparecer pese a la crueldad de una guerra tan desigual como inhumana.
Leila ya no está, pero su palabra arde todavía. Y en ella habita la resistencia de todo un pueblo por mantener su identidad y dignidad.
El cuidado no se mata.
La verdad no se silencia.
Un pueblo no se borra.
[1] Escritor francés, ganador del Premio Nobel de Literatura en 1947 (1869-1951)