
Trump ha conseguido que la palabra “arancel” se instale en la conversación política y económica internacional. Pero reducirla a un asunto comercial es quedarse en la superficie de un problema mucho más profundo. Sus aranceles no se limitan a gravar mercancías; son también aranceles morales, culturales y políticos que restringen libertades, frenan derechos conquistados y levantan muros invisibles que resultan tanto o más dañinos que los económicos.
Quien todavía crea que lo que hace Trump solo afecta a los estadounidenses comete un gran error. El eco de sus políticas, discursos y decisiones trasciende fronteras, contamina debates, legitima discursos reaccionarios y ofrece un modelo a imitar para dirigentes que comparten su visión autoritaria. Pensar que se trata de un asunto interno norteamericano es cerrar los ojos ante la amenaza global que representa.
Los aranceles de Trump a la migración, tanto legal como ilegal, no solo buscan limitar la entrada de personas, sino deshumanizar al diferente, reducirlo a una amenaza y negarle su dignidad. Lo mismo ocurre con su fobia al feminismo, al aborto, a la eutanasia, a la diversidad sexual o a cualquier reivindicación que cuestione la supremacía blanca, masculina y heterosexual que defiende sin pudor. Cada una de estas posiciones actúa como un arancel moral. Limita derechos, impone castigos simbólicos y manda un mensaje claro al mundo de quién merece vivir con plenitud y quién debe ser excluido.
Pero los aranceles no se quedan en el terreno social. Trump ha mostrado también su hostilidad hacia la cultura, el conocimiento, la ciencia e incluso la salud. Sus ataques a las universidades, los museos, el cine, el teatro o la música son un atentado contra el pensamiento crítico y la creatividad. Atacar a la cultura es atacar a la libertad, porque es en la cultura donde una sociedad piensa, imagina y se reconoce. La salida de EEUU de la OMS o el negacionismo en temas tan importantes como las vacunas son aranceles a la salud global. Estados Unidos se presenta como el faro de Occidente, pero bajo esta lógica lo que proyecta no es luz, sino sombras. Sombras que se proyectan sobre países que acaban replicando sus dinámicas.
Son cada vez más los líderes que siguen con entusiasmo la estela de Trump. Orbán en Hungría, Milei en Argentina, Meloni en Italia o Bukele en El Salvador han encontrado en él un espejo en el que mirarse y un aval para aplicar sus propias versiones de los aranceles morales y políticos. El problema se agrava cuando algunos de estos países forman parte de la Comunidad Europea, donde la erosión democrática en un miembro acaba implicando y debilitando a todos.
A esta corriente se suman las dinámicas populistas de ultraderecha que crecen en España, Francia, Alemania, Grecia, Países Bajos o Suecia, donde partidos y líderes radicales avanzan a lomos de la misma narrativa. El miedo al diferente, el rechazo a los derechos conquistados, la exaltación de un nacionalismo excluyente y la desconfianza hacia las instituciones democráticas. Los discursos de odio y los recortes a la diversidad se convierten así en una suerte de aranceles que restringen la ciudadanía plena, que limitan quién puede formar parte del “nosotros” y quién queda relegado al “ellos”.
Frente a este panorama, la pasividad no es una opción. Urge tomar posiciones claras que limiten, neutralicen o eliminen estos aranceles reaccionarios antes de que se conviertan en norma y los suframos todos. La defensa de la democracia no puede reducirse a declaraciones retóricas ni a gestos simbólicos. Es necesario un compromiso firme con los derechos humanos, con la igualdad, con la diversidad y con la cultura como bienes irrenunciables.
La experiencia histórica demuestra que las democracias no mueren de golpe, sino que se erosionan poco a poco, a base de concesiones y de normalizar lo intolerable. Cada vez que se relativiza un discurso de odio, cada vez que se acepta una limitación de derechos en nombre de una supuesta seguridad, patria o tradición, se está levantando un nuevo arancel moral que cercena libertades.
El siglo XXI enfrenta desafíos globales que exigen más cooperación, más apertura y más solidaridad, no menos. El cambio climático, las migraciones, las crisis económicas o las pandemias no entienden de fronteras ni de muros. Pretender resolverlos con aranceles, ya sean económicos o morales, es no solo inútil sino suicida. Por eso, el verdadero debate que debemos sostener no es si Trump volverá o no a la Casa Blanca, sino cómo impedir que sus ideas sigan contaminando el presente y el futuro de nuestras democracias.
La espada de Damocles que representan sus aranceles cuelga sobre todos nosotros. No se trata únicamente de una batalla ideológica en Estados Unidos, sino de una amenaza directa a los principios fundamentales que sostienen la libertad en todo el mundo. Reconocerlo es el primer paso; actuar para frenarlo es una obligación moral y política de quienes creemos que la democracia, con todos sus defectos, sigue siendo el mejor sistema para garantizar una vida digna, justa y en libertad.