
El último bombardeo ruso sobre Ucrania ha vuelto a dejar en evidencia la absoluta falta de voluntad de Vladimir Putin para sentarse a negociar una paz que cada día parece más lejana. No se trata ya solo de una estrategia militar, sino de una demostración calculada de poder, de desprecio hacia la comunidad internacional y de un mensaje claro: la paz no está en su agenda. Ante semejante escenario, cabría esperar una reacción firme de quienes lideran el mundo libre. Sin embargo, la respuesta de Donald Trump, desde la propia Casa Blanca, ha sido tibia, cuando no directamente condescendiente. En el fondo, lo que ocurra en Ucrania le importa bastante menos que su propio rédito personal.
Algo similar sucede con Gaza, convertida en un territorio asfixiado donde Israel, bajo el mando de Benjamin Netanyahu, ha hecho del hambre un arma más de guerra. El bloqueo, la falta de suministros y la violencia constante han provocado una crisis humanitaria que Naciones Unidas califica ya de insoportable, declarando oficialmente la hambruna.
Más allá de los análisis geopolíticos, lo que resulta evidente es que Trump juega a algo muy distinto, la distracción, la confusión y la dilación. Un día se muestra ambiguo, otro se exhibe firme y cambia la denominación del Departamento de Defensa por el de Guerra; en ocasiones se presenta como un adalid de la paz, en otras como un socio inquebrantable de quienes ejercen la violencia sin disimulo. Todo depende de lo que convenga a sus intereses personales. Y ahí es donde surge una hipótesis que, curiosamente, apenas se ha mencionado en los medios, su obsesión por el Premio Nobel de la Paz.
Netanyahu, en un movimiento que no esconde su naturaleza aduladora para mantener el apoyo de Trump, ya lo ha propuesto como candidato. Y Trump, siempre atento a lo que alimenta su ego, parece haber encontrado en ese gesto el incentivo perfecto para mantener un equilibrio imposible entre Putin y el propio Netanyahu. Mientras la concesión del galardón esté sobre la mesa, nadie debería esperar que se mueva ni un milímetro en una dirección que pueda incomodar a alguno de ellos. Su objetivo no es resolver conflictos ni aliviar sufrimientos, sino sumar una medalla simbólica con la que poder presumir, especialmente frente a Barack Obama, su enemigo íntimo, que lo obtuvo en 2009. Desde entonces, el Nobel de Obama es una espina clavada en la vanidad de Donald Trump, y no es difícil imaginar que le robe las horas de sueño que no le borran las muertes en Ucrania o Gaza.
La paradoja es terrible. Mientras miles de familias huyen de las bombas, mientras los niños palestinos mueren desnutridos, mientras Europa se desangra en debates interminables sobre su seguridad, Trump se concentra en alimentar su ego. Y en esa obsesión, su papel se vuelve esencial en la construcción de un triángulo mortal junto a Putin y Netanyahu. Entre los tres suman una agenda marcada por la violencia, el desprecio a la vida humana y la manipulación de la política internacional. El tablero en el que juegan recuerda demasiado al Risk, aquel viejo juego de mesa en el que se conquistaban territorios a base de dados, estrategias improvisadas y alianzas frágiles. Solo que, en esta partida, las fichas no son de plástico, sino vidas humanas.
Los teloneros de este espectáculo tampoco ayudan a confiar en un futuro más estable. Orbán en Hungría, Milei en Argentina, Abascal en España o Meloni en Italia, entre otros, funcionan como actores secundarios que refuerzan el guion principal del populismo, autoritarismo y desprecio por los derechos humanos.
Resulta difícil imaginar que Alfred Nobel, aquel químico que inventó la dinamita, pero quiso redimirse legando al mundo un reconocimiento al progreso humano, pudiera sentirse orgulloso del uso que hoy se hace de los premios que llevan su nombre. Convertir el Nobel de la Paz en una herramienta de vanidad personal o en una moneda de cambio para reforzar alianzas es una perversión de la idea original.
Sin embargo, esa perversión es real y visible. Y mientras tanto, la comunidad internacional parece atrapada en un bucle de declaraciones estériles y reuniones que apenas alteran el rumbo de los acontecimientos. Se multiplican las llamadas a la calma, se repiten las apelaciones a la legalidad internacional, pero en el fondo lo que predomina es la impotencia. El triángulo formado por Trump, Putin y Netanyahu se alimenta precisamente de esa debilidad, saben que pueden avanzar sin freno porque la respuesta será, como mucho, un comunicado solemne o una resolución sin consecuencias.
Quizá sea ingenuo pensar que el Nobel de la Paz conserva todavía la capacidad de marcar diferencias. Pero lo que sí resulta intolerable es que se convierta en el motor oculto de estrategias políticas que siembran destrucción y sufrimiento. Si la paz se convierte en un accesorio más del marketing político, entonces el mundo habrá renunciado a uno de sus últimos símbolos de esperanza.