PREBENDAS Y PRIVILEGIOS

Cada vez me resulta más difícil entender por qué algunas personas gozan de prebendas y privilegios que parecen sacados de otro tiempo. Inviolabilidad, infalibilidad, autoridad indiscutida… términos que se convierten en escudos protectores frente a cualquier crítica, error o cuestionamiento, y que colocan a determinadas figuras en una esfera diferente, ajena a la igualdad que debería regir en una sociedad democrática.

Sorprende, por ejemplo, que se siga hablando de majestades, excelentísimos, santísimos o doctores sin más justificación que la de pertenecer a una determinada escala nobiliaria, clase política, confesión religiosa o profesión concreta. Lo llamativo no es solo que reciban esos tratamientos de respeto y cortesía, sino que muchas veces se les otorgan sin que quienes los reciben actúen con la ética que debería corresponderles, el dogma que predican o la competencia que se autoatribuyen.

Ni el monarca o el político deben estar blindados por el hecho de serlo, bajo el supuesto de que así desarrollarán mejor su cometido, cuando de todos es sabido que la inviolabilidad o el aforamiento se utilizan en ocasiones con fines bien distintos de los que se supone que justifican esas figuras. Ni el religioso, por muy representante que diga ser de lo divino en la tierra, puede disponer del superpoder de no equivocarse nunca. Y tampoco quien se erige en autoridad exclusiva y excluyente en su campo profesional debería disponer de la capacidad de manejar ese ámbito para reforzar un prestigio que, en demasiadas ocasiones, es más autoimpuesto que demostrado.

Lo que existe, en realidad, es la conformación de una clase distinta. Personas que, por el hecho de ocupar un cargo político, representar un credo o pertenecer a un determinado ámbito profesional o lobby corporativo de poder, son tratados como si estuviesen por encima de los demás. Se les concede el privilegio de equivocarse sin consecuencias, de hablar sin ser cuestionados, de imponer sus decisiones sin posibilidad de réplica. En una sociedad que presume de luchar contra la desigualdad de clases, se perpetúa así una diferencia estructural, la de quienes están blindados y la de quienes están expuestos.

Esa diferencia no solo se manifiesta en la esfera legal o simbólica, sino también en la práctica cotidiana. Las personas que disfrutan de esos privilegios gozan de un poder amplificado. Sus discursos, muchas veces más dogmáticos o prescriptivos que razonados, se presentan como verdades absolutas que la mayoría debe aceptar. La ciudadanía acaba asumiendo que poco puede hacer frente a ellos, más allá de soportar sus decisiones o plegarse a sus dictados. Se instala, de este modo, una sumisión cultural y social que fortalece sus privilegios y debilita cualquier intento de pensamiento y debate crítico.

Voces que además son reclamadas, aplaudidas y difundidas con excesiva alegría en medios, foros o espectáculos, sin un contraste riguroso de lo que dicen o pretenden trasladar, que se da por válido por venir de quien viene, generando no solo confusión, sino también confrontación gratuita e innecesaria.

¿Necesitamos identificar a figuras, denominadas líderes políticos, religiosos o profesionales, que nos digan qué está bien o mal, qué es virtud o pecado, qué nos sana o nos enferma, evitando así pensar y mucho menos decidir sobre nuestra vida, nuestras creencias o nuestra salud? Porque es lo que hacemos. Algo que, en el fondo, no se aleja mucho de la jerarquía feudal. Lo paradójico es que esta situación no solo se tolera, sino que se naturaliza.

Resulta urgente repensar qué significa vivir en una sociedad igualitaria. Si la igualdad se limita a proclamarse en leyes y discursos, pero se quiebra en la práctica con blindajes que colocan a unos por encima de otros, entonces no hablamos de igualdad, sino de un sistema de clases encubierto.

No se trata de negar el respeto que merece cualquier persona por lo que representa, ni de ignorar la complejidad de ciertas funciones. Se trata de recordar que nadie debería estar por encima de la ética, de la crítica ni de la rendición de cuentas.

Pensemos además que todo ello acaba por repercutir negativamente en aspectos tan dolorosos como la desigualdad, la violencia, la pobreza o la inequidad, aunque muchas veces se disfracen de eufemismos que pretenden suavizar o considerar inevitable lo insoportable. Con el riesgo añadido de que en dichos privilegios y prebendas se amparan, precisamente, quienes quieren utilizarlos como medio para imponer su autoridad, su credo o sus decisiones que, lamentablemente, se alejan de los principios y derechos que rigen una sociedad que convive respetando la diferencia.

En definitiva, lo que marca la diferencia entre una democracia madura y una sociedad jerárquica disfrazada de democrática es la capacidad de cuestionar, de exigir coherencia y de impedir que los privilegios se conviertan en barreras contra la justicia. Y, porque, aunque algunos intenten convencernos de que están por encima de la crítica, la realidad es que nadie lo está.

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