EL CUERPO COMO TERRITORIO DE CUIDADOS Anatomía de la dignidad

“El cuerpo es nuestro medio general para tener un mundo.”

Maurice Merleau-Ponty[1]

 

Soy Aitana, estudiante de enfermería en una Facultad de Ciencias de la Salud donde también se imparte medicina y fisioterapia. Esto permite contar en el centro con una sala de disección. Un lugar donde el conocimiento anatómico se materializa en cuerpos donados a la ciencia. Desde el primer día nos insistieron en que debíamos guardar el máximo respeto hacia ellos, porque no eran simples objetos de estudio, ni muñecos de simulación como los que existen en otro espacio de la facultad, sino personas que entregaron su cuerpo para que otros aprendiéramos. La idea era clara: nuestro futuro profesional estaría sostenido sobre el gesto generoso de quienes ya no estaban.

Aun así, el día que me tocó entrar por primera vez a la sala de disección, el nerviosismo me atenazaba. No había visto nunca un cadáver, y mucho menos en las condiciones que lo haría allí. Desnudo, expuesto, dispuesto para que un grupo de docentes y estudiantes lo abriéramos en busca de músculos, huesos, ligamentos, órganos… Sentía un nudo en el estómago que oscilaba entre la curiosidad por el aprendizaje y un profundo pudor.

Una vez dentro, frente a mí, sobre una mesa de acero, se encontraba el cuerpo de una mujer. Su edad era difícil de precisar; quizás joven, aunque la ausencia de vida parecía borrar las referencias habituales. Su identidad era un secreto. No sabíamos ni su nombre, ni su historia, y esa falta de datos la convertía en un enigma absoluto.

Al principio me limité a seguir las indicaciones, intentando concentrarme en lo técnico. Los docentes hablaban de inserciones musculares, de trayectorias nerviosas, de la complejidad de los vasos sanguíneos. Yo asentía, tomaba notas, repetía mentalmente los términos. Pero pronto, casi sin darme cuenta, mi mirada se desplazó del objeto anatómico a la persona que alguna vez fue, mirando a los ojos sin vida de la mujer, como si quisiera obtener alguna señal.

Las marcas en su cuerpo, las fracturas antiguas, las huellas de un sufrimiento difícil de disimular me fueron desviando del guion académico. ¿Qué le había ocurrido? ¿Había sido víctima de un accidente, de una enfermedad, de violencia de género? ¿Quién había sostenido su mano en el último momento, si es que alguien lo hizo? Lo que para mis compañeros parecían ser tan solo heridas y señales de interés clínico, para mí se convirtieron en rastros de una vida marcada por el dolor.

La mujer ya no estaba viva, pero su cuerpo hablaba. Y hablaba en un lenguaje que no estaba en los manuales de anatomía ni en las explicaciones del profesor. Un lenguaje silencioso, que me interpelaba de manera más profunda que cualquier disección. Sentí que allí, en aquella sala fría y llena de olor a formol, el cuidado se me presentaba de la forma más brutal y, a la vez, más verdadera.

Ese día salí con la cabeza confusa y el corazón revuelto. Me pregunté si había hecho bien en elegir estudiar enfermería. Hasta entonces lo había tenido claro: quería ser enfermera como mi tía Anna, que siempre me hablaba de personas y no de pacientes como tanto me insistía, de problemas y no de diagnósticos, de cuidados y no solo de curas. Ella me había transmitido la convicción de que ser enfermera era un compromiso vital con la vida y con la dignidad. Pero allí, frente a un cadáver convertido en objeto de estudio, sentí que esa visión se tambaleaba. ¿De qué servía hablar de cuidados si lo primero que hacíamos era diseccionar cuerpos sin nombre, reduciéndolos a sistemas y aparatos?

Inquieta, decidí hablar con mi tía. Necesitaba su voz, su experiencia, su mirada para ordenar mis pensamientos. Cuando se lo conté, me escuchó sin prisas, dejando que mis dudas y miedos salieran a borbotones. Y cuando terminé, con esa serenidad que siempre la ha caracterizado, me dijo algo que nunca olvidaré:

—Aitana, lo que viste no es un cadáver. Es un cuerpo. Y un cuerpo nunca es solo un conjunto de huesos, músculos y órganos. Ese cuerpo fue alguien, vivió, sintió, amó, sufrió. Lo que viste no es la negación del cuidado, sino una invitación a comprenderlo en toda su profundidad.

Guardé silencio, intentando comprender.

—Piensa —continuó— que el cuerpo de esa mujer ahora vive en ti, en lo que aprendes gracias a él. No está para ser reducido a piezas, sino para recordarte que cada parte encierra dignidad. Cuando seas enfermera, cada ojo que mires, cada mano que sostengas, cada voz que escuches, cada espalda que acompañes, te pedirá cuidado. Lo que aprendiste en la sala de disección no debe quedarse en la técnica; es el primer paso para aprender a ver el cuerpo como territorio de cuidados.

Aquellas palabras me devolvieron la calma y, al mismo tiempo, encendieron en mí una llama distinta. Comprendí que lo que me había descolocado no era un error de mi elección, sino una carencia en la enseñanza. Nadie nos había hablado del cuerpo como expresión de humanidad. La anatomía era necesaria, por supuesto, pero resultaba incompleta sin esa otra mirada, sin ese puente entre la ciencia y la vida.

Ese día dejé de pensar en la sala de disección como un espacio de muerte y lo empecé a ver como el umbral de una nueva conciencia. El cuerpo de aquella mujer no era solo objeto de estudio; era el principio de la ética del cuidado. Un recordatorio de que cada vena, cada músculo, cada cicatriz son también historias, memorias, silencios.

Entendí, gracias a mi tía Anna, que enfermería no se aprende únicamente a través de memoria y buenas notas. Que el verdadero arte de cuidar exige mucho más. La mirada atenta de los ojos, la escucha activa del oído, la voz que da aliento, el corazón que vibra, las manos que sostienen, los pies que caminan acompañando, la piel que abraza y protege, la espalda que carga y descansa.

Aquel cadáver, como lo llamaban mis profesores, se convirtió para mí en maestra silenciosa. Y la voz de mi tía, en el mapa que me enseñó a recorrer el cuerpo no como un conjunto de órganos, sino como el territorio donde habitan los cuidados.

Mi tía, me pidió que respirara hondo y que cerrara por un momento los ojos.

—Lo que viviste en la sala de disección, Aitana, fue solo el primer umbral —me dijo—. Pero si de verdad quieres ser enfermera, tendrás que aprender a recorrer el cuerpo de otra manera. Y en ese recorrido, también tu propio cuerpo entra en juego. Cuidas con tus ojos, con tus oídos, con tu voz, con tu pensamiento… Cuidas con todo lo que eres y sientes.

Yo la miraba en silencio, como quien sabe que está a punto de recibir algo más que un consejo, un aprendizaje, una forma de vida.

Los ojos

—Empieza siempre por los ojos —continuó—. Porque antes que cualquier técnica, antes incluso que cualquier palabra, lo primero que llega al otro es tu mirada.

Mi tía me explicó que los ojos podían abrir o cerrar mundos. Una mirada huidiza podía transmitir inseguridad; una mirada indiferente, desprecio; una mirada apresurada, prisa. Pero también había miradas que acogían, que sostenían, que daban calma.

—No se trata solo de ver —me dijo—, sino de mirar. Y mirar sin juzgar. Tus ojos serán la primera frontera entre la persona y tú. Con ellos puedes reducirla a un objeto de asistencia, o puedes reconocerla como alguien con una historia, con una dignidad irrenunciable.

Me habló de la importancia de observar detalles que van más allá de lo evidente. La tensión en un gesto, la manera en que alguien se sienta, las fotografías en una mesita, la grieta en una pared que habla de pobreza.

—Tus ojos deben aprender a captar el contexto —insistió—. Porque no cuidas solo a un cuerpo biológico, sino a alguien que habita un hogar, una calle, una comunidad. Lo que ves en su entorno es parte del diagnóstico del cuidado.

Yo pensé en los ojos de la mujer sobre la mesa de disección. Cagados para siempre, ya no podían devolver mirada alguna. Pero en adelante, mis propios ojos tendrían que aprender a mirar lo que ella ya no podía mostrar.

El oído

—Después están los oídos —prosiguió Anna—. Y no hablo solo de la capacidad física de oír, sino de la disposición profunda a escuchar.

Me explicó que escuchar era mucho más que registrar sonidos. Era acoger relatos fragmentados, dar espacio a la emoción contenida, atender al silencio que se instala cuando las palabras ya no alcanzan. Decodificar mensajes que duelen.

—La mayoría de la gente oye, Aitana, pero no escucha. Tú tendrás que educar tu oído para percibir lo que duele detrás de un suspiro, lo que se calla por vergüenza, lo que se repite una y otra vez porque nunca fue escuchado de verdad.

Me dijo también que el oído debía estar afinado no solo para las personas, sino para las comunidades. Escuchar el rumor de un barrio que se queja del abandono, las quejas de un colectivo vulnerado, las voces que a menudo el poder prefiere no oír.

—Cuidar es también dar espacio a esas voces —añadió—. Y a veces tendrás que ser puente. Recoger lo que otros te confían en privado y hacerlo resonar en los espacios públicos donde puedan cambiar las cosas.

Yo recordé cuántas veces, en la facultad, las prisas por avanzar en el temario nos impedían escuchar. Y pensé que tal vez uno de los aprendizajes más difíciles sería ese, hacer silencio dentro de mí para poder escuchar de verdad al otro.

La voz

—La voz —continuó Anna— es el cruce donde el aire que nos mantiene vivos se convierte en palabra que nos identifica. Es la forma en que nos expresamos. Y, sin embargo, es también donde más fácilmente se instalan los nudos del miedo, de la censura, del silencio impuesto.

 

Me dijo que muchas personas vivían con la voz bloqueada. Mujeres que no se atrevían a denunciar, ancianos a quienes nadie escuchaba, jóvenes que callaban por miedo a la burla.

—Ahí entrarás tú, Aitana. A veces tu tarea será ayudar a liberar esas voces. Otras veces, será prestar la tuya para que la voz del otro se escuche. Dar palabras a quien no las encuentra, traducir emociones en frases sencillas, sostener un grito cuando nadie más quiere escucharlo.

Anna insistió también en que mi propia voz sería herramienta de cuidado:

Una voz suave para acompañar en la agonía.

Una voz firme para defender derechos en una reunión con gestores.

Una voz clara para explicar un procedimiento sin tecnicismos que confundan.

Una voz cálida para hacer que alguien sienta que importa.

—Tu voz será a la vez altavoz y refugio —concluyó—. Nunca la uses para humillar o imponer. Úsala para cuidar.

Pensé entonces en la voz acallada de aquella mujer de la sala de disección. Nunca sabría si gritó en vida, si su voz fue escuchada, si alguna vez se quebró en un susurro de auxilio. Pero comprendí que una parte de mi responsabilidad sería que ninguna otra voz quedara condenada al silencio.

El cerebro

—El cerebro es todavía, en muchos sentidos, un enigma. Es objeto de estudios e investigaciones para tratar de entender qué esconde y cómo se comporta. Sin embargo, pocas veces se piensa en el cerebro como centro de emociones, sentimientos, sufrimiento… Muchos creen que el cuidado se da con las manos y con el corazón, y olvidan la importancia del cerebro. Pero sin cerebro, Aitana, no hay cuidado posible. Porque el cerebro no es solo un depósito de datos. Es memoria, es juicio, es creatividad.

Me explicó que el cerebro guardaba la memoria personal y colectiva. Los nombres de las personas a las que atendemos, las historias de sus familias, las injusticias repetidas que marcan generaciones. Recordar es cuidar, porque quien siente que es recordado, siente que importa.

—Pero el cerebro no solo recuerda —añadió—. También imagina. Y cuidar exige imaginación. No todas las situaciones tienen una respuesta en los protocolos. Habrá momentos en los que deberás plantear una manera nueva de acompañar, de consolar, de motivar. Tu cerebro debe estar siempre dispuesto a abrir caminos, no a cerrarlos.

Me habló también de la importancia de pensar críticamente:

Cuestionar lo establecido cuando se convierte en rutina deshumanizadora.

Preguntarse si lo que se hace responde de verdad a las necesidades de las personas.

Evaluar no solo resultados clínicos, sino también experiencias humanas.

—El cerebro —me dijo— es el lugar donde la técnica se encuentra con la ética. Allí decides si atiendes como autómata o si lo haces como ser humano que comprende. Allí eliges si obedeces sin pensar o si pones tu conocimiento al servicio del cuidado integral.

Yo comprendí que el cerebro era, en cierto modo, el laboratorio de la esperanza. En él se tejían recuerdos y sueños, protocolos y creatividad, ciencia y humanidad. Y entendí que mi tarea sería no dejar nunca que la razón técnica apagara la chispa de la imaginación y de la ética.

Anna guardó silencio un instante, como para dejar que todo lo dicho se asentara.

—¿Ves, Aitana? —dijo finalmente—. Tus ojos, tus oídos, tu voz, tu cerebro… son parte de tu cuerpo, pero también son tu manera de estar en el mundo. No son solo instrumentos para percibir lo que le pasa al otro; son territorios desde los que tú misma transmites cuidado. Por eso digo que cuidar es un encuentro de cuerpos. El de quien recibe y el de quien da. Y en ese encuentro, cada gesto, cada palabra, cada silencio importa.

Yo sentí que lo que me transmitía no era una lección más, sino una revelación. La anatomía podía ser disección, pero también podía ser metáfora. Y esa metáfora daba sentido a mi elección de ser enfermera.

El cuerpo en acto de cuidar

Anna me dijo que no bastaba con los sentidos ni con la mente. Que el cuidado también se encarna en lo que sostiene, en lo que toca, en lo que camina, en lo que carga.

—Aitana, nunca olvides que cuidar no es una abstracción. Cuidar es cuerpo en acto.

El pecho y el corazón

—El pecho —empezó— es el lugar donde resuena la vida. El pecho de una mujer alimenta y da vida. Allí late el corazón, allí se expanden y contraen los pulmones. Allí se alojan la emoción y la respiración compartida.

Me explicó que el pecho era símbolo de empatía y compasión activa. No una compasión que se queda en lástima, sino la que se abre al dolor del otro sin huir de él.

—Cuando alguien está triste, lo notas en el pecho, ¿verdad? —me preguntó—. Te pesa, te oprime. Y cuando estás alegre, sientes que el pecho se expande. Pues bien, cuando cuidas, tu pecho se convierte en resonancia de lo que vive la otra persona. Si aprendes a sentir con el pecho, sabrás acompañar de verdad.

El corazón, me dijo, late de forma individual, pero se sincroniza con otros en los vínculos. Por eso, cuidar es también respirar juntos, acompasar latidos. No siempre en armonía perfecta, pero sí en una sintonía ética, reconociendo que mi vida resuena con la tuya.

Anna añadió que el pecho también debía transmitir calma. Que, en momentos de angustia, bastaba con colocarse cerca, respirar a un ritmo lento, y esa respiración podía contagiar serenidad.

—Tu pecho puede ser refugio, Aitana —me dijo—. Pero también puede ser barricada. Ahí está la valentía de hablar cuando nadie se atreve, de ponerse delante de la injusticia. El pecho no es solo ternura, también es coraje.

Yo pensé en cuántas veces había sentido miedo en mi propio pecho, y entendí que no se trataba de no tener miedo, sino de aprender a transformarlo en energía para cuidar.

Las manos

Después habló de las manos.

—Las manos son el símbolo más evidente del cuidado. La gente piensa en enfermeras y lo primero que imagina son manos que curan, que canalizan vías, que administran medicación. Y es cierto, las manos hacen. Pero hacen mucho más.

Me contó que las manos podían acariciar, sostener, limpiar, escribir, tejer, crear espacios de encuentro. Que las manos podían transmitir tanto seguridad como violencia, tanto cercanía como distancia.

—Tus manos hablarán incluso cuando tú calles —me dijo—. Hablarán en la forma en que te expreses cuando hablas, en cómo expliques algo, en cómo sostengas una mano temblorosa.

Insistió en que debía aprender a usarlas no solo con destreza técnica, sino con presencia humana. Porque una mala noticia puede doler menos si la mano la acompaña con el cuidado, y el dolor puede aminorarse si las manos transmiten tranquilidad y sosiego.

—Pero no olvides —añadió— que también tus manos deben aprender a recibir. No solo a dar. Habrá personas que te tomen la mano buscando apoyo, habrá niños que te agarren con fuerza, habrá ancianos que necesiten que les sostengas la suya para no sentirse solos. Tus manos no son solo herramientas, son puentes.

Recordé entonces que en la sala de disección mis manos habían tocado la piel acartonada y fría de la mujer, con un guante de látex de por medio. Comprendí que algún día mis manos tendrían que aprender a tocar no solo con guantes, sino con cercanía, con reconocimiento, con calor humano.

La piel

Anna me habló luego de la piel.

—La piel es frontera y es puente al mismo tiempo. Es lo que nos separa del mundo y lo que nos conecta con él. A la piel llegan gran cantidad de terminaciones nerviosas y venosas que la hacen sensible y la mantienen cálida. Por eso, en la piel se juega gran parte del cuidado.

Me explicó que la piel era un territorio de memoria. Guarda cicatrices, arrugas, manchas que cuentan historias de vida. La piel es biografía visible.

—Si aprendes a mirar la piel, Aitana, leerás en ella no solo enfermedades, sino vidas enteras. La piel curtida de una trabajadora del campo, la piel tatuada de un joven que buscó identidad en la tinta, la piel frágil de un anciano que se desgarra con facilidad, la piel herida de una mujer golpeada… Cada piel es un relato.

Pero también me dijo que la piel era el lugar donde más intensamente se transmitía el cuidado, en el contacto físico. Una caricia puede aliviar más que un analgésico, un abrazo puede devolver dignidad a alguien que se siente descartado, un roce de la mano puede evitar que alguien se derrumbe.

—La piel es lenguaje —dijo—. Y tu piel también debe hablar. No tengas miedo de ofrecer cercanía cuando haga falta. Porque hay momentos en que lo que se necesita no es una explicación técnica, sino sentir que alguien está ahí, piel con piel, aunque sea a través de un roce ligero.

Me advirtió, sin embargo, que también debía aprender a poner límites. Cuidar no es invadir, no es apropiarse. La piel enseña también el respeto de la distancia, de la cultura.

Yo pensé en mi propia piel, que tantas veces había sentido vergüenza, pudor, inseguridad. Entendí que como enfermera tendría que reconciliarme con ella, para que pudiera ser vehículo de cuidado y no barrera de miedo.

Los pies

Después me llevó hacia los pies y me sentí confundida. No sabía qué me querría transmitir con relación al cuidado. Por eso escuché con atención.

—Los pies, Aitana, parecen poco importantes, pero son fundamentales. Son los que te arraigan a la tierra, los que te permiten moverte, los que te llevan a donde está el cuidado.

Me explicó que los pies eran símbolo de territorio y desplazamiento. Que, sin pies, el cuidado se queda quieto; con pies, puede acercarse, caminar al lado de las personas, recorrer barrios, entrar en casas, atravesar fronteras.

—Tus pies, son la expresión del movimiento, de la acción, del avance. Te harán estar donde otros no quieren ir al hogar de la persona olvidada, en el barrio marginal, en el refugio de migrantes, en la habitación donde todos sienten miedo de entrar. Tus pies hablarán de tu disponibilidad.

Me dijo también que los pies enseñaban humildad. Que arrodillarse para curar, inclinarse para hablar, ponerse al nivel del otro eran gestos de humanidad que partían de los pies.

—No cuidas desde arriba —me recordó—. Cuidas al mismo nivel. Y tus pies te recordarán siempre que estás hecha para caminar junto al otro, no para imponerte desde la distancia.

Pensé en mis propios pies, tantas veces ansiosos por correr, por llegar rápido, por huir de lo incómodo. Entendí que como enfermera debería aprender a que mis pies no huyeran del dolor ajeno, sino que se quedaran allí donde era más difícil permanecer.

La espalda

Finalmente, Anna me habló de la espalda.

—La espalda es el lugar donde cargamos. Y como enferemra, Aitana, cargarás muchas veces. No solo cuerpos frágiles que necesitarán tu fuerza, sino también historias que se te quedarán pegadas.

Me explicó que la espalda representaba resistencia y vulnerabilidad a la vez. Resistencia, porque nos permite sostener peso. Vulnerabilidad, porque es lo que no vemos de nosotros mismos y lo que más fácilmente puede ser atacado.

—Habrá momentos en que sentirás que llevas demasiado a cuestas. El dolor de una familia, la injusticia de un sistema, la impotencia ante la muerte. Tu espalda se resentirá. Por eso, también deberás aprender a compartir la carga, a dejar que otros te sostengan, a no asumir sola todo lo que pesa.

Me dijo que cuidar la espalda era también aprender a pedir ayuda, a reconocer límites, a confiar en el equipo. Que nadie cuida solo.

—Y recuerda —añadió— que tu espalda habla incluso cuando tú no la ves. Si la inclinas con respeto, transmites humildad. Si la enderezas con firmeza, transmites dignidad. Tu espalda, como todo tu cuerpo, será lenguaje.

Pensé en la espalda de aquella mujer de la sala de disección. Quizá había cargado demasiado en vida. Hijos, trabajos precarios, golpes de la vida o de alguien. Su espalda callaba, pero contaba a gritos. Y yo entendí que, en adelante, mi espalda debía aprender a cargar sin romperse y a descansar cuando hiciera falta.

Anna terminó su recorrido con un suspiro.

—¿Ves, Aitana? El cuidado no está solo en lo que haces con las manos o en lo que sabes con la cabeza. Está en cómo miras, en cómo escuchas, en cómo hablas, en cómo piensas, en cómo respiras, en cómo tocas, en cómo caminas, en cómo sostienes. Cuidas con todo tu cuerpo. Y cuando cuidas con todo tu cuerpo, el otro también puede recuperar el suyo como lugar de vida y no solo de enfermedad.

Yo sentí que cada palabra se me quedaba grabada en la piel, como si en ese instante hubiera comprendido lo que hasta entonces era solo intuición. El cuerpo de la mujer de la sala ya no era un cadáver. Era un espejo, una maestra silenciosa que, junto con la voz de mi tía, me mostraba que ser enfermera es un acto encarnado, un arte con todo el cuerpo.

Me enseñó a diseccionar no tan solo piel o músculos, sino a diseccionar emociones, valores, sentimientos, miedos, ilusiones… que como un entramado neuronal se conectan para cuidar.

Cuidar con todo el cuerpo

Anna se quedó en silencio después de su largo recorrido. Yo sentía que algo había cambiado en mí. El cuerpo de aquella mujer ya no era un cadáver anónimo sobre una mesa fría, sino un territorio de memoria y de dignidad. Y mi propio cuerpo ya no era solo un instrumento biológico, sino una casa desde la que podía ofrecer cuidado.

Me atreví a decirlo en voz alta:

—Entonces, tía, ¿cuidar significa poner en juego todo mi cuerpo?

Ella sonrió.

—Exacto, Aitana. El cuidado no es solo lo que haces con tus manos o lo que piensas con tu cerebro. Es cómo miras, cómo escuchas, cómo usas tu voz, cómo respiras, cómo caminas, cómo sostienes. Cada parte de ti se convierte en lenguaje de cuidado.

Sus palabras me atravesaron con la fuerza de una verdad sencilla y, al mismo tiempo, profunda. Comprendí que la enfermería que yo quería ejercer no podía reducirse a técnicas ni a conocimientos. Tenía que ser una forma de estar en el mundo con todo el cuerpo, con toda la presencia.

Pensé entonces en lo que había visto en la sala de disección, músculos, tendones, nervios, órganos… todo fragmentado, separado, nombrado en clave científica. Y entendí que el riesgo era ese, cosificar los cuerpos, tratarlos como piezas de un atlas, olvidar que cada cuerpo fue una vida.

La voz de Anna resonaba como un contrapunto:

—La anatomía es necesaria, Aitana. Necesitas conocerla para poder intervenir, para poder aliviar. Pero no te quedes en ella. No te conviertas en una técnica sin alma. Deja que tu cuerpo recuerde siempre que el cuidado es mucho más que procedimientos.

Yo sabía que ese sería mi reto, moverme en un sistema de salud que muchas veces prioriza la prisa, la productividad, la fragmentación, y al mismo tiempo sostener la convicción de que el cuidado es encuentro de cuerpos. Que enfermería es, sobre todo, una práctica encarnada, humana, sensible.

Cuidar con todo el cuerpo, pensé, significaba también rebelarse contra la deshumanización. Significaba no aceptar que la persona se redujera a cama, paciente o diagnóstico. Significaba mirar a la persona y ver en él a un hijo, a una madre, a un vecino, a un ciudadano. Significaba usar mis sentidos y mi presencia para devolverle dignidad.

Anna concluyó con una frase que aún me resuena:

—Recuerda siempre, Aitana: cuidar con todo el cuerpo es cuidar con toda tu vida. No se trata solo de lo que haces en el trabajo, sino de cómo habitas el mundo, de cómo te relacionas, de cómo te dejas tocar y transformar por el dolor y la alegría de los demás. Porque no tan solo se trata de ser enfermera, sino de sentirse enfermera.

Yo asentí. Y en ese momento supe que mi convicción era real. Que mis dudas no eran debilidad, sino puerta hacia una comprensión más profunda de la enfermería.

Salí de aquella conversación con mi tía con una certeza renovada. Quería ser enfermera no solo con mi cabeza ni con mis manos, sino con mis ojos, mis oídos, mi voz, mi piel, mis pies, mi espalda, mi pecho entero. Quería ser y sentirme enfermera con todo mi cuerpo.

Porque cuidar con todo el cuerpo es mirar sin juzgar, escuchar de verdad, hablar con honestidad, pensar con ética, sentir con empatía, tocar con respeto, caminar con humildad, sostener con fortaleza y, cuando haga falta, dejarse sostener.

Cuidar con todo el cuerpo es, en el fondo, habitar el territorio común de la vida. Allí donde lo individual se enlaza con lo colectivo, donde lo íntimo se convierte en político, donde lo cotidiano adquiere dimensión artística. Allí donde cada gesto cuenta.

Y pensé que quizá eso era lo que aquella mujer, sin saberlo, había permitido legarnos con su cuerpo, la oportunidad de aprender no solo anatomía, sino humanidad.

Tras la conversación con mi tía, asistí a mi última sesión en la sala de disección. Ese día vi a la mujer —me da pena y rabia no poder nombrarla con su nombre, o al menos con un nombre— con otros ojos, con otra mirada. Ya no solo veía ese cuerpo mortecino, diseccionado, abierto, expuesto… veía a la persona que fue. Y aunque sé que no es posible, que no es cierto, por un instante creí percibir que en su ajado rostro se dibujaba una leve sonrisa de agradecimiento.

[1]  filósofo fenomenólogo francés, fuertemente influido por Edmund Husserl. (1908-1961).

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