
Hace unos días conocíamos la noticia de una mujer que acudió al Hospital de Terrassa por un problema de salud mental y tras esperar más de dos días para ser hospitalizada por falta de camas, se quitó la vida. El suceso evidencia que el discurso, repetido hasta la saciedad por responsables sanitarios, ese que asegura que “las personas son el centro del sistema”, se derrumba ante la crudeza de los hechos.
En este caso —y en otros muchos— la persona no es el centro, sino un número más atrapado en un engranaje incapaz de responder a lo esencial: cuidar, proteger y acompañar a quienes más lo necesitan. El contraste entre la retórica institucional y la realidad cotidiana es doloroso y, lo que es peor, se repite con una normalidad que debería escandalizarnos.
Quizá convenga preguntarse: ¿cuándo dejaron las personas de ser personas para pasar a ser solo pacientes, números, patologías? Porque ese cambio de mirada es el que realmente las desplaza del centro real y las sitúa en una periferia difusa y asistencialista, donde se vuelve casi imposible reconocer su dignidad y atenderlas como lo que son, seres humanos con historia, con vínculos y con necesidades que van mucho más allá de una patología.
Como suele ocurrir, ahora vendrán las lamentaciones. Se abrirán investigaciones, se emitirán notas oficiales, se hablará de “tragedia” y de “aprendizaje”. Pero también, como tantas veces, aparecerá la evasión de responsabilidades. La culpa se irá pasando de despacho en despacho como si fuese una patata caliente, hasta que algún profesional acabe señalado como negligente, cuando en realidad también es víctima de un sistema que no le permite atender con dignidad. La tragedia personal se convertirá en un expediente administrativo y, al cabo de unos días, el silencio lo cubrirá todo.
Mientras tanto, no faltarán las voces oportunistas que reclamarán más personal, más recursos, más tiempo, más protagonismo. Es el guion conocido, convertir cada tragedia en munición para reivindicaciones corporativas. Pero la realidad es más incómoda. No basta con pedir más de lo mismo. No es solo una cuestión de cantidad, sino de calidad y calidez. No se trata únicamente de recursos materiales, sino de humanidad.
El problema es estructural. Lo que falla no es la falta puntual de camas, sino un modelo de atención que sigue atrapado en parámetros caducos de autoridad vertical, lógica asistencialista centrada exclusivamente en la enfermedad, decisiones que priorizan indicadores sobre vidas. Un modelo anacrónico que convierte a las personas en sujetos pasivos, que relega la salud a un segundo plano y que ignora, sistemáticamente, la dimensión social, moral y comunitaria del cuidado.
En este esquema, la ciudadanía queda desarmada. Se le nombra en discursos grandilocuentes, pero se la excluye de los espacios de participación real. Se insiste en el “paciente -que no la persona- en el centro”, pero lo que en realidad ocupa el centro son las inercias de poder, los intereses corporativos y la comodidad de un sistema que mira hacia dentro en lugar de mirar hacia fuera.
No se trata de buenos y malos, de luchas interdisciplinares, de gestores contra profesionales. Ese es un debate estéril que solo alimenta trincheras. El verdadero problema es que las disciplinas, enfrascadas en defender su parcela, olvidan que la misión común es atender a las personas en toda su complejidad. La salud no puede seguir reducida a lo biológico, ni la organización sanitaria puede permanecer anclada en un modelo hospitalcentrista y reactivo con sesgos de inversión que deja fuera la promoción, la prevención, y, sobre todo, la dignidad de quienes esperan respuestas.
La tragedia de Terrassa no es un fallo aislado, es el síntoma de un sistema enfermo. La respuesta debe ser política, estructural, valiente. Supone cambiar de raíz la manera de concebir la salud. Pasar de un modelo de poder y autoridad a otro basado en la participación y la corresponsabilidad; de un sistema centrado en la enfermedad a uno orientado a la vida y a la salud en sentido amplio; de un simulacro de centralidad de la persona a un compromiso real con sus necesidades y derechos.
Esto implica transformar la gestión, incorporar de verdad la perspectiva comunitaria, reconocer que la salud es una prioridad social y dejar de maquillar la falta de humanidad con campañas publicitarias. Implica escuchar a la ciudadanía, dar voz a quienes sufren, abrir espacios de participación reales donde construir respuestas compartidas. No hay fórmulas mágicas, pero sí caminos posibles.
La pregunta es tan sencilla como dolorosa: ¿cuántas personas más deben morir?, ¿cuántas deben quedar desatendidas, para que quienes tienen la capacidad política de decidir dejen de mirar hacia otro lado? La respuesta no debería esperar a la próxima tragedia, pero mucho me temo que volveremos a lamentar sufrimiento y muertes evitables mientras seguimos repitiendo el mantra vacío de que “las personas son el centro del sistema”.