
Parece que lo sucedido en 2008 con la burbuja inmobiliaria, fruto del boom del ladrillo, se nos hubiera borrado de la memoria colectiva. Aunque los expertos, o quienes actúan como tales, insisten en señalar que la situación financiera actual es distinta, lo cierto es que la realidad que hoy vivimos tiene demasiados elementos en común con aquella que nos llevó al desastre. Quizá las diferencias técnicas existan, pero lo preocupante es que se silencian o se ocultan las similitudes que, una vez más, sitúan a la vivienda en el epicentro de un problema social y económico de gran magnitud.
Se esfuerzan en recordar que la crisis de entonces no puede repetirse porque ahora el sistema bancario está más blindado. Sin embargo, obvian que el acceso a la vivienda se ha convertido en un desafío de proporciones gigantescas, con especial impacto para la juventud. Los precios se disparan, los alquileres asfixian, y mientras tanto la política, prisionera de intereses demasiado concretos y poderosos, permanece pasiva ante un problema que no es tan solo de económico, sino que se trata de derechos, de equidad y de salud.
El relato oficial nos quiere convencer de que hay una carencia de viviendas, como si ese déficit justificase dejar vía libre a una construcción especulativa y descontrolada. Pero lo que sucede es exactamente lo contrario, unos pocos acumulan propiedades como negocio e inversión, mientras una mayoría creciente se ve incapaz de aspirar a una vivienda propia e incluso de afrontar un alquiler sin hipotecar su vida. La paradoja es obscena. Según el último Censo de Población y Viviendas de 2021, en España existen 3,8 millones de viviendas vacías, el 14,4% del parque total. Y, aun así, se nos sigue diciendo que faltan casas.
El suelo continúa siendo objeto de especulación, y en vez de tomar medidas eficaces para regular lo que debería ser un derecho constitucional —el acceso a una vivienda digna—, se recurre a parches mediáticos. Se anuncian con pompa programas de vivienda social que apenas suponen unas gotas en el océano, mientras la construcción privada sigue avanzando con precios de escándalo y sin regulación efectiva. Lejos de intentar un consenso tan necesario como deseable en torno a la vivienda, los políticos convierten el problema en un arma arrojadiza, sin propuestas serias ni realistas y con resistencias evidentes para alcanzar una solución estable. Los fondos buitres, las grandes multinacionales y el capital extranjero se reparten el mercado con una voracidad que contrasta con la impotencia —o complicidad— de las administraciones públicas. A ello se suma un turismo que, lejos de ser regulado para equilibrar beneficios y perjuicios, actúa como un potente acelerador de la especulación. Viviendas convertidas en apartamentos turísticos, barrios enteros expulsando a sus vecinos y precios inasumibles que hacen de la vida cotidiana una carrera de obstáculos. Por su parte, la denominada clase media, esa que se vendió como símbolo de estabilidad, asiste indignada e incluso resignada a la imposibilidad de comprar o alquilar sin sacrificar su futuro.
Conviene recordar que este no es un problema exclusivamente económico. La vivienda es un determinante de salud. No disponer de un hogar adecuado afecta a la estabilidad emocional, a las relaciones familiares, al tejido comunitario. Genera inseguridad, precariedad, ansiedad y enfermedad. La dificultad para acceder a una vivienda digna no solo precariza la economía doméstica, también desgarra los vínculos sociales y transforma la manera en que configuramos nuestras vidas.
El impacto va más allá de lo individual. En el territorio se refleja con crudeza. Masificación de zonas urbanas, encarecimiento del suelo y expulsión de vecinos de sus barrios; despoblación forzada en áreas rurales donde la falta de inversión en accesibilidad, servicios y comunicaciones condena a los pueblos a la desaparición. El vaciamiento rural no es una consecuencia natural del cambio de estilos de vida, sino el resultado de un abandono deliberado y persistente. Y las consecuencias ya las conocemos, entornos desprotegidos, incendios forestales devastadores como los de Castilla y León, Galicia o Extremadura, pérdida de biodiversidad y fractura social.
La vivienda, lejos de ser solo un bien económico, es el pilar de un proyecto vital. Y, sin embargo, seguimos atrapados en el mismo error, dejar que la especulación marque la pauta. La memoria de 2008 debería servirnos de vacuna, pero parece que la anestesia del relato oficial y la resignación colectiva borran cualquier posibilidad de reacción.
¿Tenemos que esperar a que la crisis nos devore nuevamente? ¿Continuaremos creyendo en lo que nos cuentan quienes solo defienden intereses particulares? ¿Por qué no existe una resistencia real frente a la especulación que convierte un derecho en un privilegio? Las respuestas no llegan o lo hacen envueltas en retórica y demagogia. Mientras tanto, la vivienda se aleja del horizonte de millones de personas, la desigualdad se expande y la esperanza de un futuro digno se desvanece