
“La vida es como el ajedrez: cambias una jugada y cambia toda la partida.”
Anatoli Karpov[1]
El ajedrez es mucho más que un juego. Nacido hace más de mil años, ha viajado por culturas y épocas hasta convertirse en un lenguaje universal de estrategia, inteligencia y paciencia. Desde el antiguo chaturanga en la India hasta los tableros de las cortes europeas, ha sido símbolo de poder, diplomacia, guerra, arte y ciencia. Reyes y emperadores lo practicaron como ejercicio mental; los filósofos lo utilizaron para explicar la lógica y la táctica; los educadores lo han incorporado como herramienta para enseñar a pensar. Su estructura inmutable —un tablero de 64 casillas y 32 piezas— esconde, sin embargo, un universo de posibilidades infinitas. Ninguna partida es igual a otra. Cada movimiento, por pequeño que parezca, puede cambiar el destino de la contienda.
En su esencia, el ajedrez es un sistema dinámico. Avanza, se adapta, responde al rival, evoluciona sobre la marcha. Sin embargo, a lo largo de la historia, también ha sido tratado como algo estático, reducido a un ritual rígido que se repite sin alma cuando se pierde la capacidad de imaginar jugadas nuevas. Lo mismo ocurre con los sistemas sanitarios, nacen con un propósito noble, evolucionan para responder a las necesidades de la población, pero corren el riesgo de fosilizarse, de quedar atrapados en inercias que impiden su renovación. Como dice el proverbio hindú, “El ajedrez es un mar en el que un mosquito puede beber y un elefante bañarse.”
El paralelismo no es casual. Así como el ajedrez ha servido durante siglos para entrenar la mente en la anticipación y la estrategia, un sistema sanitario eficaz debería cultivar la capacidad de prever amenazas, mover recursos con agilidad, proteger a sus piezas clave y adaptarse a un tablero que cambia sin cesar. Importantes cambios demográficos, nuevas enfermedades, crisis económicas, avances tecnológicos, transformaciones sociales. Pero con demasiada frecuencia, en lugar de ser dinámico y atractivo, el sistema sanitario se vuelve lento, prisionero de estructuras rígidas y normativas obsoletas. Se juega siempre la misma apertura, se repiten los mismos movimientos, aunque las circunstancias reclamen otra cosa.
Aquí es donde la metáfora se vuelve poderosa. El tablero sanitario no debería ser un espacio de jugadas predecibles y previsibles, sino un escenario vivo, en el que cada pieza tenga la oportunidad de desplegar su máximo potencial y en el que las combinaciones posibles sean tantas como demandas y realidades existan en la sociedad. Un sistema que se limite a “cumplir con lo de siempre” será como una partida jugada con desgana, piezas movidas por inercia, ausencia de riesgo calculado, falta de innovación y, al final, una derrota anunciada.
En este tablero sanitario, las casillas alternan claros y oscuros. Zonas de acceso fácil y áreas de sombra, inequidades que marcan diferencias según el lugar de residencia, el nivel socioeconómico o la cobertura disponible. Desde el inicio, sabemos que no todas las partidas comienzan en igualdad de condiciones. Hay tableros donde la luz es abundante y la movilidad amplia, y otros donde las sombras son más densas y los movimientos más restringidos.
Si nos fijamos bien, en el ajedrez la disposición inicial de las piezas condiciona mucho el desarrollo posterior de la partida. En salud, ese “orden inicial” lo marcan la dotación de recursos, la planificación estratégica, la formación de los profesionales, la capacidad tecnológica, las redes comunitarias y la voluntad política de priorizar la salud. Hay sistemas que inician la partida con una disposición casi perfecta. Recursos abundantes, coordinación entre piezas, gestores que conocen las jugadas maestras. Otros, en cambio, parten con un despliegue caótico, con piezas mal situadas o debilitadas antes de comenzar. Y eso, como en el ajedrez, hace que algunas partidas estén condenadas a la defensa desesperada desde el primer movimiento.
En este juego, las piezas representan a los distintos actores que participan en la construcción y protección de la salud. No todas se mueven igual, ni tienen las mismas funciones, pero todas cumplen un papel imprescindible si el objetivo es cuidar y preservar la vida.
El Rey es, en la partida sanitaria, la figura del médico. No porque sea más importante que el resto, sino porque el sistema, durante décadas, ha estado diseñado para que su preservación simbólica sea el núcleo de la partida. En ajedrez, el rey tiene un poder de movimiento muy limitado, solo puede avanzar una casilla en cualquier dirección, y necesita estar protegido para no caer. Rara vez se expone de forma directa, y suele avanzar de manera lenta, rodeado de otras piezas que cubren sus flancos. En el sistema sanitario, el médico ha sido históricamente el centro de la estrategia. Todo gira en torno a su actividad, su agenda, sus diagnósticos y tratamientos. La metáfora no pretende ensalzar ni devaluar, sino reflejar un hecho. Gran parte de la organización y de los recursos se han estructurado para que el “rey” se mantenga a salvo, reforzando un modelo que lo coloca como figura protagonista pero limitada en su capacidad real de recorrer todo el tablero social de la salud.
La paradoja es que, igual que en ajedrez, perder al rey significa el final de la partida; si desaparece la función médica, el sistema tal como lo conocemos se derrumba. Sin embargo, su capacidad de cambiar radicalmente el curso de la partida es reducida si actúa en solitario o sin la cobertura de las demás piezas. Durante la pandemia de COVID-19, por ejemplo, vimos que, por muy cualificados que estuvieran los médicos, sin el apoyo de otros profesionales, de los recursos comunitarios, de la logística, de la salud pública y de la coordinación institucional, el tablero entero se desmoronaba. El rey necesitaba la cobertura de todas las demás piezas para no quedar en jaque continuo.
La Reina es, sin duda, la pieza más versátil y poderosa del tablero. En nuestra analogía, representa a la enfermera. Capaz de moverse en cualquier dirección y recorrer grandes distancias, la reina articula la conexión entre la defensa y el ataque, entre lo cercano y lo distante, entre la base y la vanguardia. En salud, la enfermera combina capacidades clínicas, promotoras, preventivas, comunitarias, de gestión y de acompañamiento que le permiten actuar allí donde el sistema más lo necesita, cruzando las fronteras entre ámbitos de atención y contextos.
A diferencia del rey, la pérdida de la reina no supone el final inmediato de la partida, pero todo jugador de ajedrez sabe que es un golpe devastador. La estrategia se desorganiza, las posibilidades de defensa y avance se reducen drásticamente, y la partida entra en un estado de vulnerabilidad extrema. En un sistema sanitario, la ausencia de enfermeras o la reducción drástica de su papel provoca consecuencias similares. Deterioro de la continuidad asistencial, pérdida de capacidad resolutiva en proximidad, debilitamiento de la educación para la salud, del afrontamiento de los problemas de salud y de la capacidad de respuesta comunitaria. La reina no busca protagonismo individual, pero su función es vertebradora, sin ella, las demás piezas se ven obligadas a cubrir huecos para los que no están diseñadas.
Una jugada clásica que lo evidencia es el mate con dama y rey. En este final, la reina controla amplios espacios, limita las salidas del rey rival y reduce progresivamente su margen de maniobra. El rey, con movimientos cortos, acompaña a la dama para cerrar el cerco. Ninguno podría culminar la partida sin el otro: es la estrategia compartida, la unión de fuerzas, la que garantiza el éxito. Trasladado a la salud, refleja que ni médicos ni enfermeras, actuando en solitario, pueden sostener la partida. Es en el trabajo conjunto, en la complementariedad estratégica, donde se asegura que la salud de la población pueda defenderse y avanzar.
Las torres, con su desplazamiento rectilíneo y capacidad de alcanzar grandes distancias, representan a las infraestructuras y estructuras organizativas: hospitales, centros de salud, sistemas de transporte sanitario, laboratorios … Son piezas robustas, capaces de generar una defensa sólida o de proyectarse hacia el otro extremo del tablero. Sin embargo, requieren espacio y tiempo para desplegar todo su potencial, y no siempre son útiles en situaciones de inmediatez o proximidad. Son necesarias, pero la acción no depende de su existencia en el tablero, lo mismo que sucede con la atención, sobre todo, en Atención Primaria que no se limita al centro de salud, sino que abre a la comunidad.
El enroque ayuda también a entender esta dinámica. En esta jugada, el rey se protege detrás de una torre, que al mismo tiempo se activa en una posición estratégica. En el tablero sanitario, esta acción simboliza cómo los médicos encuentran refugio en las estructuras hospitalarias o en los centros de salud, que se convierten en su nicho ecológico y en su zona de confort. El enroque asegura la defensa, pero también puede encerrar al rey en un espacio limitado, restringiendo su proyección. De igual modo, un sistema que se organiza únicamente para preservar al médico en su fortaleza pierde flexibilidad y capacidad de movimiento, desaprovechando el potencial de otras piezas fundamentales como la reina o los peones.
Los alfiles, que se mueven en diagonal, simbolizan a los profesionales y servicios especializados que cubren áreas concretas y aportan perspectivas singulares. Su desplazamiento oblicuo les permite sortear obstáculos y llegar a zonas donde otras piezas no alcanzan, pero siempre dentro de su propia diagonal. Son imprescindibles para abordar problemas complejos o muy específicos, pero necesitan trabajar en coordinación con el resto para no quedar aislados.
Los caballos, con su movimiento en “L”, encarnan a quienes tienen capacidad de intervención creativa y de penetración en espacios cerrados o inaccesibles. Unidades móviles, equipos de intervención rápida, profesionales de enlace que conectan servicios dispares o figuras capaces de romper inercias y generar nuevas rutas.
Los peones, lejos de ser piezas menores o prescindibles, son en esta versión sanitaria el soporte estructural y social. Agentes comunitarios, líderes vecinales, voluntariado, asociaciones, redes de apoyo mutuo… configuran un entramado que facilita y articula el desarrollo de la partida de salud. Despreciarlos supone un grave error que puede llevar a la derrota en cualquier tipo de intervención que quiera desarrollarse.
Entre apertura, medio juego y final, la metáfora también ayuda a entender dónde fallan los sistemas. La apertura es la promoción de la salud y la prevención, donde se disputan los espacios, se controlan los centros y se define la iniciativa, si se descuida, se entra al medio juego —la atención a la salud— en posición de debilidad. El final son los cuidados de larga duración, la rehabilitación, los paliativos y el acompañamiento. Allí donde la precisión, la paciencia y la humanidad deciden la partida. Demasiados sistemas invierten casi todo en un medio juego hospitalocéntrico y asistencialista, que les llegar tarde a la apertura y exhaustos al final. El resultado es conocido, partidas ganables que se pierden por mala gestión del tiempo, de los recursos y del propósito.
Las manos que mueven las piezas
Pero más allá de la importancia de las piezas y de sus movimientos, éstas responden eficazmente en base a quienes determinan su avance. En el ajedrez, el verdadero protagonista no es ninguna pieza, sino quien las mueve. Del mismo modo, en el sistema sanitario, el papel decisivo lo tienen quienes dirigen y gestionan la partida. Responsables políticos, gestores, planificadores, líderes de equipos y autoridades sanitarias. Conocer las reglas básicas —saber que la torre avanza en línea recta o que el caballo salta en “L”— es apenas el inicio. No basta para conducir una partida con éxito. Lo importante es la capacidad de leer el tablero entero, anticipar jugadas, prever amenazas y articular movimientos que, lejos de responder a impulsos, obedezcan a un plan sólido y flexible a la vez. Se trata de planificar estrategias que respondan en cada momento o partida al planteamiento que se “dibuja” en el tablero.
Tradicionalmente, esas manos han sido, casi siempre, las de un hombre. Y, con frecuencia, pertenecientes a un mismo perfil social, académico e incluso económico, como si el derecho a dirigir el juego fuera patrimonio exclusivo de un grupo reducido. Este patrón, heredado tanto de la historia del ajedrez como de la organización jerárquica de los sistemas sanitarios, ha excluido de la dirección a muchas personas con talento, visión y capacidad, solo porque no encajaban en el cliché establecido.
El sesgo se amplifica en el ámbito sanitario. La creencia —nunca sustentada en evidencias— de que los sistemas deben ser gestionados por médicos ha funcionado como una barrera invisible pero férrea, fundamentada en la presión ejercida desde el poder y la jerarquía y no desde la capacidad y la competencia. Esta visión ignora que existen profesionales altamente cualificados, con competencias de gestión, visión estratégica, solvencia técnica y actitud ética, que han demostrado su capacidad para liderar con eficacia y eficiencia cuando se les ha permitido hacerlo. Entre ellos, muchas enfermeras, que han conducido con éxito proyectos, centros y áreas de salud complejas, desplegando una gestión orientada tanto a los resultados como a las personas.
El problema es que, precisamente porque saben hacerlo, su acceso al “tablero” de la gestión se ve limitado o directamente impedido. Una razón es incómoda pero evidente, su buen hacer deja en evidencia a muchos malos jugadores que ocupan posiciones de poder más por inercia o contactos que por mérito. La otra es la resistencia a ceder parcelas de un poder que algunos consideran de su exclusividad, como si el liderazgo fuera un privilegio hereditario y no una responsabilidad que exige competencia y compromiso.
En ajedrez, cerrar el juego a determinados perfiles significa perder posibles campeones. En el sistema sanitario, impedir la entrada de gestores cualificados por prejuicios de género, disciplina o clase social no solo empobrece la dirección: compromete la calidad, la equidad y la sostenibilidad del propio sistema. Las manos que mueven las piezas deberían elegirse por su maestría, no por su pertenencia a un grupo predeterminado. Porque, al final, el éxito de la partida no depende de quién sostiene las piezas, sino de cómo las mueve para proteger y mejorar el juego de todos. Sobre todo, porque el tablero no pertenece a los expertos en exclusiva, también es de la comunidad que lo habita. Cuando las personas y colectivos participan en el diseño de la estrategia —definen prioridades, co-gobiernan recursos, evalúan resultados— el juego se vuelve más justo, más creativo y, sobre todo, más eficaz.
Epílogo: la jugada perfecta y la partida perdida
En un sistema sanitario ideal, la jugada perfecta, se desarrolla cuando el tablero se despliega con armonía, cuando todas las piezas saben cuál es su función y ninguna actúa para su propio lucimiento, sino para sostener el conjunto. El rey, protegido, pero también implicado, se mueve con prudencia y visión. La reina recorre el tablero cerrando brechas y anticipando amenazas. Las torres son sólidas y cercanas a las necesidades reales. Los alfiles cruzan sus diagonales complementando miradas y saberes. Los caballos saltan donde otros no llegan, llevando innovación y flexibilidad. Los peones avanzan firmes, sostenidos por todos, sabiendo que su recorrido puede convertirlos en piezas de enorme valor.
En este escenario, las manos que mueven las piezas no improvisan.Estudian cada jugada, anticipan varias por delante, adaptan la estrategia a las circunstancias y mantienen la calma incluso bajo presión. No hay sacrificios innecesarios, ni piezas olvidadas en una esquina, ni movimientos dictados por intereses ajenos a la salud. La partida no termina con un jaque mate, sino con un tablero en el que todas las piezas permanecen activas y la salud de la población se mantiene estable, protegida y en mejora constante.
En el otro extremo está la partida perdida. El tablero comienza desordenado, con piezas fuera de lugar, algunas debilitadas antes del primer movimiento. El rey exige protección excesiva, la reina es infrautilizada o apartada, las torres están mal situadas, los alfiles chocan con sus propias diagonales, los caballos no pueden saltar porque el tablero está bloqueado. Los peones, sin apoyo, caen en las primeras jugadas. Las manos que mueven las piezas desconocen las reglas o, peor aún, las ignoran.
El contrario —la enfermedad, la inequidad, la crisis, la migración, la violencia de género— avanza sin apenas resistencia. El jaque mate no llega de forma súbita, sino como un lento desmoronamiento, con servicios colapsados, profesionales desmotivados, comunidades desprotegidas, ciudadanos que pierden confianza en un sistema que debía cuidarlos. La derrota no se debe a la fuerza del rival, sino a la incapacidad propia para jugar la partida con inteligencia, coordinación y respeto por el objetivo final.
Esta metáfora no pretende ser un mero juego literario. Recuerda que la salud es una partida que se juega cada día, en cada decisión, en cada coordinación y en cada omisión. Y que, a diferencia del ajedrez, aquí no ganamos derrotando a nadie, sino cuidando a todos.
No necesitamos “genios” que prometan jaques espectaculares, sino equipos que sepan leer el tablero con humildad y coraje; no necesitamos guardianes celosos de privilegios, sino liderazgos abiertos que pongan a las personas en el centro; no necesitamos repetir la apertura de siempre, sino atrevernos a imaginar nuevas líneas, fortalecer la promoción de la salud y la prevención, cuidar los finales y propiciar la participación con la comunidad. Cambiar la partida no basta, hay que cambiar el juego.
En ese juego renovado, cada movimiento que acerque a una persona a mejores condiciones de salud, de autonomía y de dignidad es, de hecho, un jaque al viejo orden. Lo demás —todo lo demás— son peones movidos por inercia en un tablero que ya no puede permitirse seguir igual.
[1]Gran maestro internacional de ajedrez, campeón del mundo entre 1975 y 1985, y campeón mundial versión FIDE entre 1993 y 1999 (1951)