¿CON CEBOLLA O SIN CEBOLLA?

El CIS ha preguntado a la ciudadanía si prefiere la tortilla de patatas con cebolla o sin cebolla. Aunque a primera vista parezca una broma, la cuestión se ha instalado en los titulares, en los debates de sobremesa y, cómo no, en las redes sociales. Algunos lo celebran como un gesto simpático; otros lo critican como frivolidad; otros, simplemente, lo utilizan como excusa para reafirmar su identidad culinaria.

Más allá de la anécdota, el asunto me provoca extrañeza y cierta perplejidad. Porque la pregunta encierra un error de base: si hablamos de tortilla de patatas, hablamos de patatas y huevo. La cebolla podrá estar presente o no, pero su inclusión ya nos sitúa en otro terreno. Sería como preguntar si la tortilla de cebolla gusta más con pimientos. Es mezclar planos, forzar una categoría y abrir un debate en falso.

Y aquí aparece la primera reflexión. ¿Cuántos de los debates actuales, promovidos por instituciones, partidos o medios de comunicación, no son más que “tortillas con o sin cebolla”? Es decir, discusiones planteadas de manera tramposa, que aparentan dar voz a la ciudadanía pero que en realidad la encierran en un marco limitado, superficial, donde la respuesta ya está condicionada.

El ejemplo es gastronómico, pero la dinámica es política. Cuando se pregunta si se prefiere bajar impuestos o mejorar los servicios públicos, se está generando la ilusión de una dicotomía imposible. Cuando se pregunta si la inmigración es buena o mala, se simplifica un fenómeno complejo y se alimentan prejuicios. Cuando se plantea si hay que elegir entre economía o medio ambiente, se construye un dilema artificial que sirve más para dividir que para resolver.

La encuesta sobre la tortilla parece inocente, pero refleja el riesgo de convertir la política y la vida pública en una sucesión de encuestas triviales, de debates reducidos a titulares, de preguntas que entretienen pero no transforman. Una democracia fuerte no se sostiene sobre gustos culinarios ni sobre dicotomías simplonas, sino sobre el debate serio de los problemas de fondo: precariedad laboral, desigualdades sociales, acceso a la vivienda, calidad de la educación, sostenibilidad del sistema sanitario, crisis climática…

No cuestiono que se realicen encuestas sobre asuntos como este, aunque puedan tener algo de trampa, porque también forman parte del campo de la sociología y ayudan a entender costumbres o preferencias colectivas. Lo que me duda no es la pregunta en sí, sino que como sociedad no sepamos distinguir entre lo trivial y lo importante, y que acabemos metiéndolo todo en el mismo saco, otorgando la misma relevancia a lo anecdótico que a lo esencial.

La banalización no es inocente. Convertir la vida pública en un escaparate de curiosidades refuerza la idea de que la política es espectáculo, y la ciudadanía, audiencia pasiva. Se juega a la polarización de las pequeñas cosas para no afrontar la polarización de las grandes. Se alimenta la trinchera de “con cebolla” y “sin cebolla” mientras se posponen debates urgentes sobre equidad, justicia y derechos.

Es cierto que el humor es necesario, que la vida no puede ser todo solemnidad y gravedad. Pero cuando lo frívolo ocupa el espacio de lo esencial, corremos el riesgo de confundir participación con entretenimiento. Se nos pregunta por la tortilla de patatas como si fuera un ejercicio democrático, cuando en realidad lo importantees, qué modelo de sociedad queremos, cómo afrontar las crisis que nos atraviesan o qué futuro deseamos para las próximas generaciones.

La tortilla con o sin cebolla puede dividir familias en una comida de domingo. Pero lo grave es que la trivialización divide también a la sociedad, porque nos hace creer que nuestros desacuerdos fundamentales son de ese mismo calibre. Y no, no lo son.

Yo, personalmente, tengo mi preferencia sobre la tortilla, como todo el mundo. Pero me preocupa mucho más si la juventud tendrá trabajo estable, si las pensiones serán dignas, si la salud pasará a ser un lujo, si la emergencia climática se niega. Esos son los ingredientes que deberían preocuparnos de verdad. Lo demás son condimentos.

En el fondo, el debate sobre la tortilla de patatas revela algo más hondo: la facilidad con que nos dejamos arrastrar por discusiones menores, mientras dejamos en manos de otros las decisiones que sí determinan nuestra vida. Y ahí es donde radica la responsabilidad ciudadana. No basta con indignarse por la frivolidad de una encuesta. Hay que exigir que se nos pregunte por lo importante, que se nos incluya en la deliberación de lo esencial, que se nos reconozca como nuestra participación real en una democracia y no como simples consumidores de encuestas.

Porque la tortilla de patatas seguirá dividiendo gustos, y bien está que lo haga en los bares y en las cocinas. Pero en política, lo importante no es la cebolla: lo que importa es que no nos quiten las patatas.

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