
De todos es conocida la importancia de la sanidad y la educación. Son los pilares que sostienen el bienestar, la equidad y el desarrollo de cualquier sociedad. Sin embargo, la aparente unanimidad se desdibuja cuando se analizan las percepciones según quién recibe, presta o gestiona. Ahí radican muchos de los problemas.
Para la ciudadanía son derechos fundamentales. Se espera seguridad, confianza, acceso universal y calidad. Una sociedad que no es saludable o carece de educación de calidad pierde libertad, oportunidades y capacidad de proyectar un futuro digno. Por eso las familias exigen una escuela pública bien dotada y una sanidad, igualmente pública, que no las condene a costear servicios privados.
Para los profesionales, la prioridad es ejercer con dignidad, medios y estabilidad. Sus profesionales saben que su trabajo impacta en la vida de las personas. Pero también que, sin recursos, una organización eficaz y eficiente, plantillas suficientes, formación ni reconocimiento, el compromiso se resquebraja y desgasta. La precariedad, los modelos obsoletos, los recortes, la burocracia o la ausencia de carreras profesionales minan la motivación y se traducen en peores resultados para la ciudadanía.
Conviene reconocer, además, que en ocasiones los intereses corporativistas desvirtúan el sentido último de la sanidad y la educación. La defensa cerrada de privilegios, cuotas de poder o parcelas de influencia genera resistencias a cambios necesarios y alejados de la lógica del bien común. Esa mirada egocéntrica, aunque menos visible, también debilita a dos sistemas que deberían tener como única prioridad a las personas, su salud y su educación.
Las diferencias entre ciudadanía y profesionales pueden entenderse. Pero cuando hablamos de política, se complica. Los políticos convierten la sanidad y la educación en armas partidistas, en instrumentos de poder y de posicionamiento ideológico. Y ahí se pervierte el fin último de ambos sistemas, que no es otro que responder a la salud y al crecimiento intelectual de la sociedad.
La ausencia de consensos provoca permanentes cambios. Cada gobierno, estatal o autonómico, modifica constantemente currículos, leyes educativas, planes sanitarios o modelos de gestión. Se presentan como reformas históricas lo que en realidad son bandazos sucesivos basados en ocurrencias u oportunismos o intereses mercantilistas, sin tiempo para consolidarse ni demostrar resultados. La inestabilidad se convierte en norma, y profesionales y ciudadanía quedan atrapados en un ciclo de expectativas frustradas.
A esta inestabilidad se suma la ideologización. La educación se convierte en campo de batalla cultural donde se confunden valores democráticos con intereses partidistas. La sanidad, por su parte, se transforma en terreno de juego para discutir sobre privatización, copagos o modelos de gestión, más que sobre promoción, prevención, equidad o resultados en salud. Así, las necesidades de la población quedan relegadas frente a los discursos políticos. Todo ello a través de una gestión caótica en manos de estómagos agradecidos o convertida en una correa de transmisión de las consignas dictadas por los políticos de turno.
No podemos olvidar, además, la presión de los lobbys. En sanidad, las grandes farmacéuticas, las aseguradoras privadas o las patronales marcan con frecuencia la agenda de las políticas públicas. A ello se suma el peso de lobbies profesionales, cuya influencia condiciona la organización del sistema, perpetuando jerarquías y resistencias frente al desarrollo de otros colectivos. En educación ocurre lo mismo con editoriales, patronales de centros concertados, universidades privadas o plataformas digitales, además de corporaciones profesionales con gran capacidad de presión. Su influencia distorsiona aún más las decisiones, alejándolas de los criterios científicos, técnicos y profesionales que deberían guiar cualquier planificación seria.
Estamos ante una paradoja. Todos coinciden en que sanidad y educación son esenciales, pero son los sectores más castigados por falta de consensos. La ciudadanía no recibe la atención a la salud y la educación que espera y merece. Los profesionales no disponen de las condiciones necesarias para ejercer con calidad. Y, los políticos no trabajan por alcanzar la estabilidad que predican.
Ante esta situación, es imprescindible reclamar lo obvio, que la sanidad y la educación estén blindadas frente al uso partidista. Que se conviertan en pactos de Estado, protegidos de la improvisación y la pelea ideológica. Que los partidos asuman que su deber no es utilizarlas como armas arrojadizas, sino garantizar su solidez para las próximas generaciones.
Sanidad y educación no pueden seguir atrapadas en un bucle de reformas inconclusas, presupuestos insuficientes y discursos vacíos. Urge una planificación a largo plazo, basada en la evidencia científica, en el conocimiento profesional y en la participación ciudadana. Urge garantizar financiación estable y suficiente, con inversiones que respondan a necesidades reales y no a cálculos electorales o intereses profesionales. Y urge, sobre todo, recordar que invertir en sanidad y educación no es un gasto, sino la mejor inversión en democracia, cohesión social y futuro.
Lo que está en juego no es tan solo la salud y la educación, que siguen vivas gracias al empeño de la ciudadanía y de los profesionales. Lo que está en juego es la dignidad de una política que, cuando convierte estos pilares en moneda de cambio, deja de servir a la sociedad para servirse a sí misma. Y ese es el mayor fracaso democrático y el peor de los riesgos sociales.