
Vivimos en una sociedad marcada por la prisa y la búsqueda constante de placer inmediato. El hedonismo y la inmediatez se han convertido en un patrón cultural que impregna casi todos los aspectos de nuestra vida, incluida la manera de entender la salud. Queremos resolver cualquier malestar —físico, mental, social o incluso espiritual— con soluciones rápidas y aparentemente milagrosas. Una pastilla que calme, una cirugía que elimine o modifique, un suplemento que prometa bienestar instantáneo o modele el cuerpo ideal. Se ha establecido un umbral de sufrimiento muy bajo, la tolerancia a la incomodidad parece mínima y la asunción del paso del tiempo y sus consecuencias se rechaza. No hay tiempo para esperar, ni voluntad para afrontar un proceso, ni una evolución lógica. Lo que se demanda es un remedio inmediato que permita seguir sosteniendo ese modelo de felicidad de escaparate, concentrado más en selfies y redes sociales que en la convivencia y las relaciones humanas.
El mantra colectivo se resume en una frase: “quiero una solución rápida, eficaz y duradera que no me suponga esfuerzo ni sacrificio”. Sin embargo, lo que se presenta como modernidad y progreso encierra una peligrosa trampa, la dependencia de una salud entendida como consumo.
Además, la industria farmacéutica y el lobby médico, han convertido los fármacos y la asistencia médica en negocio y en símbolos de prestigio, autoridad y poder. La salud se transforma de esta manera en un mercado en el que se compran expectativas, más que resultados reales.
En este escenario, el cuidado y los cuidados han quedado relegados, cuando no directamente despreciados. Se los identifica casi exclusivamente con la atención a personas mayores, con dependencia o con discapacidad, como si fueran una respuesta menor, subsidiaria, destinada a los márgenes de la sociedad. Pero tampoco se reconoce la importancia del cuidado en sentido amplio. El cuidado de nuestro entorno, de la naturaleza, de lo cotidiano, de lo que sostiene la vida. Se ha abandonado este cuidado esencial por un malentendido progreso que promueve el aislamiento, la dependencia excesiva de la tecnología, las relaciones enlatadas y el desprecio hacia la naturaleza, lo que contribuye a degradar los contextos en los que vivimos, convivimos, trabajamos y nos divertimos, transformándolos en poco saludables o incluso nocivos. En paralelo, se minusvalora el cuidado profesional como una estrategia de salud fundamental, y no se reconoce el autocuidado como una herramienta poderosa al alcance de todas las personas.
La marginación del cuidado no solo es un error, sino una injusticia. Porque cuando los cuidados se relegan a poblaciones o personas que “no tienen otra opción”, lo que se genera es una brecha social y sanitaria aún más profunda. Reforzando un doble circuito, la medicina privada como aspiración de estatus y la sanidad pública reducida a un papel asistencial de beneficencia. El resultado es más desigualdad, menos equidad y una progresiva degradación de lo que debería ser un derecho universal.
Seguir despreciando la fortaleza y la necesidad de los cuidados equivale a un suicidio social. Es programar la muerte de la salud entendida como una forma de vida autónoma, solidaria y feliz, para sustituirla por un espejismo de bienestar artificial que, tarde o temprano, pasa factura. Porque una sociedad que no cuida no se cuida. Y cuando se olvida de cuidar, queda expuesta a la cronificación del malestar, a la medicalización de la vida y a la mercantilización de la salud.
Los políticos, con frecuencia seducidos por titulares que prometen modernidad y eficacia, que ellos traducen en votos, reproducen este modelo en la planificación sanitaria. Y el resultado es el ya conocido de insatisfacción ciudadana, frustración de los profesionales, pérdida de calidad y, sobre todo, pérdida de calidez en la atención. Se construye así un sistema que funciona como escaparate, pero que falla en lo esencial: acompañar y responder a las necesidades reales de las personas.
Frente a esta deriva, es imprescindible recuperar el lugar central de los cuidados. Los cuidados profesionales, pero también los comunitarios, familiares y el autocuidado, son un recurso de salud de primera magnitud. No son un complemento ni una alternativa menor a la medicina, son la base sobre la que puede y debe construirse una sociedad más sana y saludable, más equitativa y más humana. Apostar por los cuidados significa reconocer que la salud no se reduce a la ausencia de síntomas, sino que incluye bienestar, relaciones, autonomía y dignidad.
Se necesitan políticas valientes que inviertan en cuidados, que refuercen la sanidad pública y que sitúen el derecho a la salud por encima de los intereses de mercado. Se necesitan profesionales con voz propia y reconocimiento, que devuelvan el protagonismo al cuidado, incorporando los determinantes morales y la ética como eje fundamental de su prestación. Y se necesita también una ciudadanía consciente de que la felicidad no se compra en una farmacia ni se consigue con una operación, sino que se construye día a día con hábitos, conductas, información, formación, vínculos y compromisos. En definitiva, más cuidados y menos pastillas.