EL CUIDADO A TRAVÉS DEL CINE

“El cine es un espejo pintado.”

Ettore Scola[1]

Todavía resuenan en el aire las últimas notas de aquella canción que parecía susurrarnos al oído. La música, con su capacidad de envolvernos en una intimidad única, nos había conducido hasta un territorio de memoria, emoción y reflexión. Pero como toda melodía, también se desvanece, dejando tras de sí un silencio expectante. En ese silencio damos un paso más, salimos del espacio sonoro y nos adentramos en otro escenario, la sala de cine.

El tránsito no es brusco. Llevamos todavía las vibraciones en la piel cuando atravesamos el vestíbulo iluminado, recogemos la entrada y nos dejamos guiar hacia un pasillo en penumbra. Hay un murmullo contenido de conversaciones, un olor mezcla de palomitas y moqueta vieja, un aire frío que contrasta con el calor exterior. Poco a poco, las luces se atenúan y lo cotidiano se convierte en ritual. Los móviles iluminan la oscuridad para ser silenciados, las butacas se ocupan, los cuerpos se disponen a entrar en otro tiempo.

La pantalla en blanco, inmensa, ocupa el lugar central como un lienzo dispuesto a recoger luces y sombras. Si la música nos había acompañado en soledad, ahora el cine nos invita a una experiencia comunitaria, la de mirar en grupo, de emocionarnos en paralelo, de reír o llorar sabiendo que a nuestro lado alguien más está sintiendo lo mismo. Sin embargo, esa experiencia compartida sigue siendo íntima, cada espectador, en el interior de sí mismo, construirá un relato distinto a partir de las mismas imágenes.

El cine, como la música, tiene la capacidad de hacer transcendente lo cotidiano. Allí donde los cuidados suelen quedar relegados —en los márgenes, en lo cotidiano, en lo que no llama la atención—, la cámara puede detenerse y mostrarlos. El paso de la vibración sonora a la imagen en movimiento no es, por tanto, un cambio de lenguaje, sino la complementariedad de una misma búsqueda porque la música acompañará a la imagen para hacerla más intensa, más atractiva, más tensa o más vibrante. Porque permiten, de manera acompasada, descubrir en el arte el reflejo de quienes cuidan sin ser vistos, de quienes sostienen la vida desde la sombra. La oscuridad de la sala se convierte así en un umbral. Dejamos atrás el mundo conocido y nos disponemos a entrar en un territorio donde el cuidado, tantas veces negado o ignorado, puede hacerse visible en el rostro de un personaje, en un gesto mínimo, en un silencio cargado de sentido, o en una palabra que acompaña.

El cine como narrador de lo invisible

El cine ha sido siempre un gran contador de historias, capaz de condensar en imágenes lo que a menudo se nos escapa en la realidad cotidiana. Con sus artificios y recursos, con sus juegos de luces, ángulos y silencios, nos permite ver aquello que en la vida diaria pasa desapercibido. Los cuidados encuentran en la pantalla un espacio inesperado para ser narrados. A veces de manera explícita, otras de modo tangencial, pero siempre reveladores.

Pensémoslo un instante: ¿cuántas veces recordamos de una película la trama completa, las grandes frases, o su banda sonora, y sin embargo queda en nuestra retina y nuestra memoria, un gesto pequeño que nos atravesó? Un hombre que acompaña en silencio los recuerdos perdidos de su compañera, un amigo que acude a la llamada de quien afronta una pérdida, alguien que ayuda a otra persona a superar el sufrimiento de un problema. El cine, con su poder de detener la mirada, nos enseña a dar importancia a esos instantes mínimos que sostienen la vida y que rara vez tienen un lugar en los discursos grandilocuentes de la sociedad.

Lo invisible en el cine se presenta como lo que no suele tener nombre, lo que no se busca destacar, pero cuya ausencia rompería el equilibrio de toda historia. Una mano que acaricia, una mirada que anticipa una necesidad, un silencio que respeta un dolor. Son escenas que no aparecen en los carteles ni en los tráileres, pero que, al quedar registradas en la memoria del espectador, adquieren un poder enorme porque nos recuerdan que la vida no se sostiene en grandes actos, sino en la constancia callada de quienes cuidan.

El cine, además, puede prolongar donde el ojo cotidiano se distrae. Una cámara que se queda fija en un rostro devastado por el dolor de una desgracia, en unas manos temblorosas que buscan apoyo, en un cuerpo frágil sostenido por otro cuerpo. Esa insistencia de la mirada fílmica nos incomoda y nos educa al mismo tiempo. Nos obliga a ver lo que preferiríamos evitar, a contemplar la vulnerabilidad que habitualmente nos esforzamos en esconder.

Y aunque no siempre exista la intención consciente de mostrarlo, el cine termina por convertirse en un espejo de lo humano. En él descubrimos que los cuidados atraviesan todas las historias, desde los grandes dramas hasta las narraciones más íntimas. Incluso en aquellas películas que parecen hablar de otra cosa —la guerra, la soledad, la pérdida, la pobreza, la migración—, el cuidado aparece como un hilo secreto, sin el cual la historia perdería sentido. Esa condición latente del cuidado en el cine nos invita a reconocer que, también en la vida real, lo que sostiene a las sociedades no son solo los grandes discursos, sino la red indispensable de cuidados que las atraviesa.

Quizás por eso, al salir de la sala, lo que nos acompaña no siempre es la espectacularidad de los efectos ni el giro inesperado de la trama, sino esa escena breve en la que alguien cuidaba de otro. Lo sutil se convierte en lo inolvidable. Y es entonces cuando comprendemos que el cine no solo entretiene. También nos enseña a mirar de otra manera la fragilidad humana y el poder transformador de los cuidados.

Escenas de cuidado en la gran pantalla

Hablar de cuidados en el cine no es hacer una lista de películas que los representan, sino descubrir un hilo profundo que recorre muchas de ellas, aun cuando no lo nombren de manera explícita. Es preguntarnos qué papel juega el cuidado en esas historias, qué mirada lo ilumina y qué silencios lo ocultan. Es, en definitiva, reconocer que cada vez que una cámara se detiene en la fragilidad, nos está ofreciendo una lección sobre la dignidad, sobre la compasión, sobre el cuidado.

En Amour de Michael Haneke[2], la intimidad de una pareja de ancianos muestra la frontera difusa entre amor y agotamiento, entre ternura y desesperación. Ese cuidado extremo, casi asfixiante, nos recuerda que acompañar al final de la vida implica también mirarse a uno mismo al borde del abismo. Y ese eco encuentra un diálogo inquietante en Wit-Amar la vida[3] de Mike Nichols, donde la deshumanización hospitalaria convierte a una mujer culta y autónoma en objeto de estudio y dependiente, y solo una enfermera devuelve algo de humanidad al final del camino. Dos películas distintas que se responden. Una muestra el cuidado absorbente que devora al cuidador, la otra el cuidado enfermero que rescata la dignidad. En esa tensión se cifra una de las preguntas esenciales del cine sobre el cuidar: ¿qué significa sostener al otro sin desaparecer en el intento?

Roma[4], de Alfonso Cuarón, nos obliga a mirar los cuidados atravesados por la desigualdad. Cleo cuida porque no tiene alternativa, porque su condición de mujer indígena y trabajadora doméstica la sitúa en el margen. Su gesto heroico en la playa, salvando a los niños, es el punto culminante de un trabajo invisible que sostiene la vida de otros sin reconocimiento. Y esa escena dialoga con Azul oscuro casi negro[5] de Daniel Sánchez Arévalo, donde el protagonista ve su juventud devorada por la obligación de cuidar a su padre enfermo. Dos contextos distintos, un mismo dilema. Cuando el cuidado no es una elección, sino un destino impuesto, ¿qué espacio queda para el proyecto vital de quien cuida?

En La lengua de las mariposas[6] de José Luis Cuerda, el cuidado adopta la forma de educación, de vínculo que alimenta la libertad. Don Gregorio cuida enseñando a pensar, a mirar el mundo con ojos propios. Ese cuidado, tan político como íntimo, es destruido por la violencia del odio. Años más tarde, en Hable con ella[7], Almodóvar muestra otra cara, el cuidado como presencia obsesiva, como entrega que se desborda hasta la invasión. El espectador, incómodo, se ve obligado a preguntarse: ¿hasta qué punto el cuidado puede confundirse con dominación? ¿Dónde está la línea entre acompañar y poseer? El cine, al poner estos contrastes, no nos ofrece respuestas fáciles, pero sí nos obliga a cuestionar nuestras certezas.

La habitación del hijo[8], de Nanni Moretti y Siempre Alice[9], de Richard Glatzer, Wash Westmoreland, nos acercan al cuidado emocional en el duelo y en la pérdida progresiva de la memoria. En ambas, lo insoportable se hace visible. La ausencia del hijo, la disolución de la identidad. El cuidado aquí no es curar, sino estar, sostener, compartir el dolor sin pretender borrarlo. Estas películas se convierten en auténticas pedagogías de la mirada, nos muestran que cuidar es, muchas veces, resistir juntos a la desolación.

El desconcierto de la vejez y la demencia aparece con fuerza en El Padre[10], de Florian Zeller, donde la cámara nos arrastra al interior de la mente confusa de un hombre mayor. El espectador experimenta la pérdida de referentes, la angustia de no reconocer a los suyos. Y en ese vértigo, el cuidado aparece como tarea ingrata y esencial, reconstruir una y otra vez un mundo seguro para quien lo ha perdido todo. Esa misma tensión entre fragilidad y compasión recorre Million Dollar Baby[11], de Clint Eastwood y Mar adentro[12], de Alejandro Amenábar, donde el límite del cuidado se sitúa en la decisión de dejar partir. ¿Puede el cuidado incluir el acto radical de liberar al otro de una vida que ya no desea? El cine, al plantear estas historias, abre debates éticos que atraviesan también la práctica enfermera.

Y en La vida secreta de las palabras[13], Isabel Coixet nos recuerda que cuidar no es solo dar, sino también sanar heridas propias. La mujer que cuida al trabajador herido es, precisamente, una enfermera, alguien que, desde su profesión, encarna la tensión entre el cuidado profesional y la fragilidad personal. Ella carga con su propia historia de dolor, y en el acto de cuidar encuentra una forma de recomponer su identidad quebrada. Aquí el cuidado se revela como experiencia mutua, como intercambio de vulnerabilidades que transforma tanto al que recibe como al que ofrece.

Cada una de estas películas, en diálogo entre sí, compone un mosaico de lo que significa cuidar en distintas circunstancias: en la vejez, en la enfermedad, en el duelo, en la desigualdad, en el amor y en la desesperación. El cine, con su poder de narrar lo invisible, nos muestra que el cuidado no es un gesto aislado, sino el verdadero sostén de la vida humana. Y al hacerlo, nos invita a mirarnos en el espejo: ¿qué lugar damos en nuestra sociedad a esos cuidados que en la pantalla nos conmueven, pero en la realidad tantas veces despreciamos?

El cine como pedagogo de la sensibilidad

El cine no solo refleja los cuidados, también educa nuestra manera de mirarlos. La experiencia de sentarse en una sala oscura no es neutra, moldea la sensibilidad del espectador, despierta emociones dormidas, obliga a enfrentarse a realidades que quizá prefiere mantener lejos. Cuando vemos a Georges cuidar de Anne en Amour1 o a Susie sostener a la protagonista de Wit2, no somos testigos distantes; estamos siendo formados en una pedagogía de la empatía. La incomodidad, las lágrimas, incluso el rechazo que sentimos son parte de un aprendizaje que va más allá del entretenimiento.

Desde una mirada enfermera, esta pedagogía adquiere otra dimensión. Quien se dedica profesionalmente a cuidar encuentra en esas escenas no solo emoción estética, sino resonancia con su práctica diaria. En Wit2, la enfermera que ofrece un helado y escucha en silencio encarna la esencia del cuidado enfermero, sostener donde la técnica abandona, cuidar cuando la ciencia ya no cura. El cine, sin pretenderlo, devuelve a la enfermería un espejo en el que reconocerse, aunque ese reconocimiento llegue de manera fragmentada y excepcional.

El cine actúa como un espejo pedagógico porque nos expone a la vulnerabilidad ajena y, por extensión, a la propia. Nos recuerda que la fragilidad no es excepción, sino condición humana. En este sentido, películas como Siempre Alice8 o El Padre9 cumplen una función social que va más allá del relato personal. Nos entrenan para mirar la demencia y la pérdida no como rarezas, sino como experiencias que podrían habitar nuestra propia vida o la de quienes amamos. Para una enfermera, ver esas escenas es también un ejercicio de reflexión profesional, cómo acompañar sin imponer, cómo sostener sin anular, cómo encontrar recursos cuando los manuales no bastan.

Además, el cine nos educa en la ambigüedad del cuidado. Hable con ella6 nos confronta con la línea difusa entre presencia y abuso, entre acompañar y apropiarse del otro. Esa incomodidad que sentimos al mirar la película es también una lección, porque cuidar exige ética, límites claros, reconocimiento del otro como sujeto y no como objeto. Para la enfermera, esta lección es vital: recordar que el poder de cuidar conlleva siempre la responsabilidad de no invadir, de no suplantar la autonomía de la persona.

La función pedagógica del cine no se agota en mostrarnos escenas de cuidado. Se amplifica en la capacidad de hacernos sentir parte de ellas. El espectador se conmueve, pero la enfermera que mira lleva esa experiencia al terreno de su práctica, se pregunta cómo traducir esa emoción en acción, cómo transformar la incomodidad en criterio profesional. En El Padre9, por ejemplo, la confusión y el desconcierto obligan a ensayar una empatía radical, acompañar desde la paciencia, desde la humildad de aceptar que el mundo del otro ya no coincide con el nuestro.

Hay una pedagogía aún más radical: la de enfrentarnos a nuestros propios miedos. Million Dollar Baby10 y Mar adentro11 nos sitúan frente a la pregunta incómoda sobre los límites del cuidado: ¿hasta dónde es legítimo prolongar una vida que ya no se desea? ¿es cuidado sostener a toda costa o liberar del sufrimiento? ¿es lícito o ético acogerse a la objeción de conciencia? Estas películas no nos ofrecen respuestas, pero nos educan en la duda, en la necesidad de pensar el cuidado también como un espacio ético donde la libertad y la compasión se entrelazan de manera compleja. Para la enfermera, que acompaña a diario decisiones límite, estas escenas son una oportunidad de reflexión crítica sobre la propia práctica.

El cine también puede ser un espacio de reparación simbólica. En La vida secreta de las palabras12, la enfermera que cuida a un hombre herido encuentra, en ese acto, una vía para reconstruir sus propias heridas. El espectador descubre que cuidar no es unidireccional, que en el acto de ofrecer también se recibe. Para las enfermeras, esta representación es especialmente poderosa: muestra cómo el cuidado profesional no borra la condición humana de quien cuida, sino que la integra, convirtiendo la vulnerabilidad compartida en fuerza.

Cada vez que el cine nos incomoda al mostrar un cuerpo deteriorado, una dependencia extrema o una decisión límite sobre la vida y la muerte, nos está educando en la sensibilidad moral. Nos invita a abandonar la indiferencia, a reconocer la dignidad del otro, a preguntarnos qué haríamos nosotros en ese lugar. Para la enfermera, estas escenas son también un recordatorio de que su práctica no es solo técnica, sino profundamente ética y humana. Esa pedagogía silenciosa, tejida de emociones y de imágenes, es quizás uno de los mayores aportes del cine a la cultura del cuidado.

En última instancia, el cine nos enseña a mirar. Y mirar es ya un acto de cuidado. Porque quien mira con atención reconoce, legitima, hace existir. La cámara que se detiene en una caricia o en un suspiro nos entrena para ver esos mismos gestos en la vida real. Nos prepara, quizá sin saberlo, para ser más humanos, más capaces de cuidar y de dejarnos cuidar.

La imagen de las enfermeras en el cine

Mirar el cine desde una mirada enfermera es comprobar hasta qué punto la pantalla ha moldeado —y a veces encorsetado— la percepción social de la profesión. No se trata solo de detectar errores técnicos o anécdotas de utilería, sino de descifrar el código profundo con el que el cine ha contado (o ha omitido) el trabajo de cuidar. Durante décadas, la enfermera ha sido filmada a través de tres lentes recurrentes: la del ángel maternal que consuela, la del objeto sexualizado que adorna y la de la subordinada obediente que ejecuta órdenes ajenas. Tres miradas que comparten una raíz: el cuidado visto como extensión “natural” de lo femenino y no como saber experto, pensamiento científico y responsabilidad autónoma.

La cámara, casi siempre aliada del héroe médico, acompasa su movimiento a la bata blanca que decide y diagnostica; la enfermera, en cambio, entra y sale de plano como una presencia funcional. Deja material, toma constantes, desaparece. Si el médico encarna la épica del instante —el gesto espectacular que salva—, la enfermera habita la ética del tiempo —la constancia que sostiene—. Pero el tiempo del cuidado es un tiempo difícil de filmar, no estalla, no grita, no culmina en un clímax; avanza en capas de escucha, educación, reevaluación, acompañamiento, compasión. El cine, impaciente por naturaleza, ha preferido muchas veces la pirueta narrativa a la respiración larga del cuidado. Y así, la enfermera queda fuera de foco.

Hay además una genealogía de estereotipos que el cine ha repetido hasta convertirlos en sentido común. El arquetipo del “ángel” dulcifica y desactiva. Convierte la competencia en ternura innata, la pericia en vocación sacrificada, el juicio clínico en intuición maternal. El arquetipo sexualiza y trivializa a través de uniformes ajustados, coqueteos de pasillo, la insinuación como rasgo de carácter. El arquetipo de la villana disciplinaria —la jefa que controla y castiga— proyecta sobre la enfermera el malestar de instituciones rígidas, como si la violencia del sistema fuera atributo natural de quien gestiona el cuidado aparece la figura siniestra: la enfermera rígida, autoritaria, incluso sádica, como en Alguien voló sobre el nido del cuco[14], de Milos Forman. Entre esos polos —el ángel, la tentación, la villana— apenas queda espacio para una representación veraz de lo que significa ser enfermera en el mundo contemporáneo. . En los tres casos, la profesional desaparece: no hay lenguaje propio, ni toma de decisiones, ni responsabilidad ética compleja; solo roles al servicio de la trama.

Desde la práctica enfermera, estas representaciones no son inocuas: condicionan expectativas sociales, moldean relaciones en los espacios de atención, informan la autoestima profesional y, no pocas veces, legitiman desigualdades dentro de los equipos. Si el público cree que “cuidar” es solo acompañar con dulzura, cualquier decisión de la enfermera parecerá intrusiva; si asume que su papel es decorar la escena, su voz será prescindible; si la imagina como agente de control, toda acción de seguridad de la persona será percibida como frialdad. El cine no solo refleja, también produce realidad simbólica.

Hay, sin embargo, fracturas luminosas en ese relato. Wit-Amar la vida2 coloca a una enfermera —Susie— en el centro moral de la historia, es su escucha la que rehumaniza una medicina deslumbrada por su propia técnica. No es un “ángel” abstracto, es criterio, presencia, palabra que protege, decisión que acompaña. Y en La vida secreta de las palabras12, el cine por fin nombra. La mujer que cuida es enfermera. No una “chica compasiva”, sino una profesional que, aun arrastrando su propio trauma, sostiene desde la competencia y el silencio el restablecimiento del otro. Son dos gestos importantes que devuelven a la enfermera su nombre y su densidad humana.

Pero conviene no engañarse, incluso cuando el cine quiere dignificar, a menudo resbala hacia el cliché. En no pocas películas bélicas o melodramas hospitalarios, la enfermera aparece como figura abnegada cuya virtud consiste en desaparecer en el sacrificio. Queda intacto el reparto tradicional. La autoridad clínica, masculina; la contención emocional, femenina. El supuesto “homenaje” perpetúa la asimetría. La contradicción se hace evidente: el cine pretende ensalzar a quien cuida, pero lo devuelve al lugar de lo accesorio, de lo que sostiene sin contar.

Hay también representaciones de signo opuesto que han hecho daño: la enfermera como amenaza. La pantalla ha utilizado su cercanía al sufrimiento para alimentar narrativas de control o de violencia (la “guardiana” que somete, el “profesional” que oculta). Cuando esa veta se convierte en género —el thriller sanitario, el morbo hospitalario—, la profesión queda atrapada entre el miedo y la sospecha. La mirada enfermera reclama matiz. Sí, existen abusos y fallas éticas en todas las profesiones, y deben ser contadas; pero cuando el cine convierte la excepción en norma, deja de mirar la realidad para alimentar un prejuicio.

Más allá de los arquetipos, el mayor ausente es el conocimiento enfermero. Rara vez vemos el proceso de atención integral, el juicio profesional que prioriza riesgos, la planificación de cuidados, la comunicación terapéutica, la educación para la salud, la coordinación interprofesional, la gestión de cuidados complejos, la investigación aplicada. La cámara no entra en las reuniones de enfermería, no filma los las transiciones, no escucha la negociación con la familia, no muestra la prevención como éxito. El éxito cinematográfico necesita un “antes y después” evidente; el éxito enfermero, casi siempre, es que “no pase nada”, que no haya caídas, infecciones evitables, delirium no detectado, dolor no tratado. ¿Cómo filmar lo que no sucede porque alguien, a tiempo, lo evitó? Ese es el desafío estético pendiente.

También pesa el sesgo de clase, género y raza en la representación. Cuando la película retrata a una enfermera racializada o migrante, con frecuencia lo hace desde la servidumbre o el exotismo; cuando muestra a un varón enfermero, tiende a convertirlo en chiste, en excepción heroica o en el médico que quiso y no pudo ser. La realidad es más compleja. Equipos interprofesionales en los que mujeres y hombres, personas locales y migrantes, sostienen con saber y esfuerzo un sistema que funciona gracias a su trabajo, competencia y conocimiento. El cine que no reconoce esa diversidad replica, sin quererlo, las jerarquías que dice criticar.

Desde la mirada enfermera, lo que falta no es “buen corazón” en los guiones, sino estructura narrativa para contar el cuidado sin traicionarlo. Filmar la autonomía profesional no exige discursos grandilocuentes, sino decisiones visibles. Una valoración que cambia un plan terapéutico, una intervención educativa que previene un reingreso, una negociación ética sobre límites y voluntades anticipadas, una necesidad de afrontamiento ante un problema de salud, una escucha activa para identificar necesidades. Hay cine en todo eso, si la cámara se atreve a mirarlo.

Podrían sumarse otras miradas que, sin ser perfectas, abren grietas. Historias donde la enfermera es denunciante ante una mala praxis, líder de un equipo comunitario, referente de educación para la salud, investigadora que traduce evidencia en práctica, profesional que decide y coordina en urgencias. Cada una de esas figuras rompe un nudo del estereotipo. Muestra que cuidar es pensar, decidir, sostener y, a veces, resistir frente a estructuras que deshumanizan.

Escribir esto con el alma implica también hablar del costo. La pantalla pocas veces filma el cansancio que no se confiesa, la culpa que pesa cuando la muerte llega a pesar de todo, la soledad después de una jornada imposible, la risa cómplice que salva a un equipo en medio del caos, la herida moral de ver cómo el sistema recorta tiempo precisamente allí donde más falta hace. Quien mira como enfermera sabe que cuidar es un verbo valiente. Te coloca cerca del dolor sin blindajes. Esa cotidianidad —sin focos ni banda sonora— merecería, alguna vez, primer plano.

Por eso, cuando pedimos otra imagen de las enfermeras en el cine, no pedimos propaganda ni hagiografías; pedimos verdad. Una verdad que cabe en una secuencia bien mirada: una enfermera que entra en una habitación, baja el tono de la luz, toca el timbre del dolor, negocia con la familia, revisa el plan de cuidados, detecta un riesgo, actúa a tiempo, documenta, explica, acompaña. No hay épica estridente ahí; hay humanidad competente. Eso, justamente, es lo que más se parece a la vida. Y es también lo que el cine, si quiere estar a la altura, tendría que atreverse a contar.

En el recorrido por las películas que hacen visible lo invisible del cuidado, merece detenerse también en dos títulos que tensionan los límites mismos de la ética y la compasión. Johnny cogió su fusil[15], de Dalton Trumbo, nos enfrenta a un cuerpo reducido a la conciencia y atrapado en la parálisis absoluta. Allí, la enfermera no es figura decorativa o intrascendente. Es ella quien logra establecer una forma de comunicación con el protagonista y quien se convierte en cómplice silenciosa de su deseo de morir. Su cuidado no consiste en prolongar lo intolerable, sino en escuchar lo indecible, en satisfacer necesidades que es incapaz de hacer por él mismo, en arriesgarse a respetar la voluntad ajena frente a un sistema que solo sabe prolongar. La película coloca así al cuidado en el lugar más difícil, el de acompañar incluso cuando el sentido está en soltar.

De modo distinto, Las invasiones bárbaras[16], de Denys Arcand, retrata un final de vida envuelto en redes familiares y de amistad, pero también sostenido por profesionales. La enfermera aquí no es tampoco adorno ni presencia etérea. Es la que facilita de manera discreta los materiales necesarios para que el protagonista pueda aliviar el dolor en su tránsito hacia la muerte. Su gesto revela cómo, en ocasiones, el mayor acto de cuidado es proveer alivio y respetar la autonomía, aunque ello suponga traspasar las fronteras normativas. Ambas películas recuerdan que el cine, cuando se atreve, puede mostrar la dimensión ética más radical del cuidar, reconocer que la vida no siempre se mide en tiempo, sino en dignidad.

Desde la crítica enfermera, habría que preguntarse: ¿qué historias se han dejado de contar por mantener esos clichés? ¿Cuántas películas podrían haber mostrado a enfermeras liderando equipos, investigando, tomando decisiones críticas, acompañando en comunidades, transformando entornos de salud? ¿Por qué casi nunca vemos esas escenas en pantalla? La respuesta es, porque la enfermera sigue siendo vista desde una mirada médica y patriarcal que la necesita subordinada para mantener su hegemonía.

Sin embargo, el cine también puede ser un espacio de transformación. Al mostrar, aunque sea de manera fragmentaria, la potencia del cuidado enfermero, abre la posibilidad de imaginar otros relatos. Lo que necesitamos son narrativas que presenten a las enfermeras como lo que son, profesionales con conocimiento propio, capaces de sostener la vida no solo en hospitales, sino en domicilios, en comunidades, en contextos de exclusión y vulnerabilidad. Relatos que muestren que el cuidado no es solo ternura femenina, sino ciencia aplicada, ética encarnada, política cotidiana.

Escribir con el alma sobre las enfermeras en el cine es reconocer la herida de su invisibilidad, pero también la esperanza de un futuro distinto. Cada vez que una enfermera aparece reducida a un cliché, perdemos una oportunidad de educar la mirada social sobre lo que significa cuidar. Y cada vez que una película se atreve a mostrarla en toda su complejidad, se abre una grieta luminosa que dignifica no solo a la profesión, sino al ser humano. Porque mirar a la enfermera con justicia en la pantalla es, al fin y al cabo, aprender a mirar mejor el cuidado en la vida real.

Hacia un cine del cuidado visible

Pensar el futuro del cine desde la mirada enfermera implica preguntarse qué historias faltan y qué imágenes podrían reparar décadas de silencios y estereotipos. Falta un cine que filme la inteligencia colectiva de los equipos, el arte de organizar un cuidado complejo, la creatividad con que las enfermeras diseñan estrategias para humanizar lo que la técnica enfría. Falta un cine que muestre que la ciencia del cuidado no es secundaria, sino condición para que la sanidad funcione. Que la investigación enfermera no es curiosidad, sino herramienta de supervivencia poblacional. Que la educación para la salud no es adorno, sino política pública cotidiana.

Ese cine del cuidado visible tendría que aprender a filmar la lentitud y la continuidad, a narrar lo que no sucede porque alguien lo previno, a darle dramatismo a la prevención sin necesidad de catástrofe. Tendría que atreverse a colocar la cámara en la periferia de un hospital, en un centro de salud comunitario, en un domicilio donde una enfermera negocia con la familia rutinas, miedos y esperanzas. Tendría que dar protagonismo a las palabras pequeñas, a los gestos reiterados, a la ética de lo cotidiano. En definitiva, tendría que desplazar el foco de la espectacularidad médica a la trascendencia del cuidado.

La narrativa audiovisual posee el poder de transformar imaginarios colectivos. Cuando una película cambia nuestra manera de nombrar, también cambia nuestra manera de vivir. Si el cine consigue que el público vea en la enfermera no solo ternura, sino conocimiento; no solo obediencia, sino liderazgo; no solo sacrificio, sino agencia ética, entonces habrá contribuido a reparar una deuda histórica. Habrá abierto un horizonte donde la enfermera exista en la pantalla como lo que ya es en la vida: una profesional científica, humana y decisiva.

Cerrar los ojos tras los créditos y salir de la sala conmovidos no basta. El reto es que la emoción se convierta en conciencia y que la conciencia se transforme en reconocimiento social. Solo así podremos decir que el cine, además de entretener, ha cuidado. Porque visibilizar el cuidado —nombrarlo, narrarlo, dignificarlo— es también una forma de cuidar a quienes cuidan.

[1] Director de cine italiano, representante de la commedia all’italiana (1931-2016)

[2] https://www.filmaffinity.com/es/film768126.html

[3] https://www.filmaffinity.com/es/film188028.html

[4] https://www.filmaffinity.com/es/film850453.html

[5] https://www.filmaffinity.com/es/film536424.html

[6] https://www.filmaffinity.com/es/film545489.html

[7] https://www.filmaffinity.com/es/film780724.html

[8] https://www.filmaffinity.com/es/film976572.html

[9] https://www.filmaffinity.com/es/film249518.html

[10] https://www.filmaffinity.com/es/film701512.html

[11] https://www.filmaffinity.com/es/film314359.html

[12] https://www.filmaffinity.com/es/film936995.html

[13] https://www.filmaffinity.com/es/film492064.html

[14] https://www.filmaffinity.com/es/film371621.html

[15] https://www.filmaffinity.com/es/film746268.html

[16] https://www.filmaffinity.com/es/film157991.html

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *

× ¿Cómo puedo ayudarte?