
La Conselleria de Sanidad ha presentado un nuevo programa de productividad que, según sus responsables, busca premiar la eficiencia del personal sanitario. La fórmula es aparentemente sencilla. Más puntos para quienes reduzcan las listas de espera y el gasto en fármacos o material sanitario. Una ecuación lineal que esconde un problema de fondo, confundir el compromiso profesional con la lógica mercantil y trasladar a la ciudadanía la idea de que la atención en salud se puede regir por criterios de bonificación económica.
En teoría, nadie puede estar en contra de mejorar la accesibilidad o de hacer un uso racional de los recursos, como tampoco de incentivar a los profesionales de la salud. Las listas de espera y el gasto farmacéutico son dos de las variables que más condicionan la percepción de la calidad de la atención y la sostenibilidad del sistema. Pero convertir esos objetivos en requisitos imprescindibles para recibir una prima económica abre un dilema ético profundo.
La pregunta es obvia, si los profesionales pueden reducir las listas de espera a cinco días y disminuir la factura en medicamentos o productos sanitarios, ¿por qué no lo han hecho antes? La insinuación implícita es que no lo hicieron porque no quisieron, y no porque las condiciones estructurales del sistema lo impedían. Y ese planteamiento es, además de injusto, insultante para quienes sostienen día a día la sanidad pública con sobrecarga, precariedad y recursos limitados.
Dichos incentivos introducen un riesgo indeseable. Que la toma de decisiones se vea condicionada por la posibilidad de ganar o perder un extra salarial. ¿Se retrasará una derivación, se reducirá un tratamiento o se ajustará una indicación farmacológica o de material sanitario para alcanzar el objetivo económico? Confiamos en que los profesionales antepondrán siempre el bienestar de las personas, pero no es aceptable que la Administración les sitúe en la tesitura de tener que elegir entre lo que consideran mejor y lo que les permitirá cobrar más.
La propuesta tampoco resiste un análisis desde la perspectiva del trabajo en equipo. Si los criterios decisivos son la reducción de listas y de gasto en medicamentos, ¿qué papel juegan otras categorías profesionales? ¿Cómo se evaluará la aportación de otros profesionales de la salud que no sean los médicos? Más allá de las cifras, el riesgo es sembrar desconfianza y fracturas dentro de los equipos, fomentando comparaciones y tensiones donde debería primar la cooperación.
La perversidad de la propuesta se amplifica cuando se incluye a los equipos directivos entre los beneficiarios. Los gerentes podrán alcanzar hasta 6.000 euros adicionales si se cumplen los objetivos. Resulta evidente que ello no hará sino trasladar presiones verticales a los equipos de base, generando una cadena de exigencias que poco tiene que ver con la mejora real de la atención y mucho con la obediencia a las consignas que, actuando como correa de transmisión, permitan alcanzar unos resultados con los que sacar rédito político.
Conviene no perder de vista tampoco el contexto. La sanidad valenciana arrastra problemas estructurales. Falta de profesionales, infrafinanciación, modelos de gestión obsoletos, precariedad laboral y ausencia de planificación a medio y largo plazo. Ninguno de estos déficits se corrige con un sistema de incentivos ligado a parámetros tan discutibles, ni con promesas reiteradamente incumplidas a las que nos tienen acostumbrados. Al contrario, se corre el riesgo de agravar la desafección profesional, deteriorar la confianza de la población y, en última instancia, incrementar la desigualdad en la atención.
Es legítimo exigir eficiencia, pero no a costa de distorsionar la esencia de lo que significa cuidar y atender. La eficiencia en salud no puede medirse únicamente en euros ahorrados ni en menos días de espera. La verdadera eficiencia se construye fortaleciendo la Atención Primaria, dotando de recursos a los equipos, estabilizando plantillas, invirtiendo en promoción, prevención y salud comunitaria, definiendo los perfiles competenciales y generando condiciones que permitan trabajar con calidad, calidez y seguridad.
Lo que propone la Conselleria no es una política seria de mejora, sino una ocurrencia revestida de modernidad. Una trampa que traslada la carga de la culpa a los profesionales para ocultar la incapacidad de quienes deberían asumir la responsabilidad de reformar un sistema agotado. Y es también una falta de respeto. Al sugerir que la dedicación y la ética profesional necesitan el estímulo de un bonus para funcionar, se desvirtúa el sentido mismo de los profesionales.
El sistema sanitario no necesita profesionales de la salud convertidos en gestores económicos. Lo que requiere son profesionales respaldados y respetados por un sistema sólido, con medios suficientes y condiciones dignas para trabajar eficazmente. Lo que debería garantizar la Administración no son incentivos perversos, sino un modelo sanitario justo, equitativo, humanizado y sostenible.
La ciudadanía no pide listas de espera maquilladas ni tratamientos más baratos a cambio de incentivos. Reclama un sistema fuerte, confiable y humano. Un sistema que plantea pagar a sus profesionales para que sean “eficientes” en base a dichos criterios es un sistema que ha perdido el rumbo. La verdadera eficiencia nace de la ética, de la organización y de la justicia. Lo demás es comprar espejismos con dinero público y poner a los profesionales a los pies de los caballos.