LA PALABRA QUE CUIDA Más allá de los libros

                                                                                 La pluma es lengua del alma; cuales fueren los conceptos que en ella se engendraron, tales serán sus escritos.

Miguel de Cervantes Saavedra[1]

 

Hay palabras que curan, y silencios que hieren. Desde el principio de los tiempos, el ser humano ha buscado en la palabra un modo de comprender, de aliviar, de dar sentido al dolor y de celebrar la vida. Antes incluso de que existieran los libros, ya se contaban historias al calor del fuego para espantar el miedo y acompañar la noche. Aquellas narraciones, transmitidas de voz en voz, fueron las primeras formas de cuidado. Cuidar era hablar. Escuchar era sanar. Y recordar, una manera de mantener viva la esperanza.

La palabra escrita nació como un eco de esa necesidad de cuidar. Cada letra trazada en la arena, en la piedra o en el papel encierra la misma intención que el gesto que alivia un malestar, dejar una huella que resista al olvido. Por eso escribir es, en el fondo, un acto de amor. No solo porque se escribe para decir, sino porque se escribe para acompañar, para preservar lo que importa. En ese sentido, toda escritura auténtica es un modo de cuidado. Cuidar la memoria, cuidar la verdad, cuidar a quien la leerá algún día y encontrará en ella consuelo, sentido o compañía.

La literatura, en su esencia, es una forma de solidaridad. Nos recibe, nos acoge y nos transforma. Al abrir un libro, el lector entra en la casa del otro, en su cuerpo, en su fragilidad, en su mundo interior. Leer es una forma de acercarse con respeto a la vida ajena. Es ponerse en los zapatos de quien sufre, de quien ama, de quien resiste. Y eso, en sí mismo, es cuidar. La lectura reflexiva —esa que se hace despacio, con los ojos del alma abiertos— se convierte en un ejercicio ético. Leer con atención y ternura es tan importante como cuidar con las manos o con la mirada.

Cuidar y escribir comparten una misma raíz moral, reconocer al otro como sujeto de dignidad. Tanto quien cuida como quien escribe saben que el dolor ajeno no se posee, se acompaña; que no se trata de salvar, sino de estar. La palabra que cuida no impone, no explica, no dicta. La palabra que cuida escucha, comprende, abraza. En ella resuena lo que Jean Watson llamó la “presencia compasiva” del cuidado, ese espacio simbólico en el que se encuentran dos vulnerabilidades que se reconocen[2].

No toda palabra, sin embargo, cuida. Las hay que humillan, que hieren, que matan lentamente. Las palabras, como los gestos, pueden ser veneno o remedio. Por eso cuidar el lenguaje es también una forma de cuidar el mundo. Las sociedades se enferman cuando las palabras se degradan, cuando se convierten en ruido, en consigna, en arma arrojadiza. En cambio, cuando el lenguaje se ennoblece, cuando se utiliza para comprender, educar o sanar, florece la humanidad. En esa tensión entre palabra que hiere y palabra que cuida se juega buena parte de nuestra salud moral colectiva.

Enfermería, entendida desde su raíz más profunda, ha sido siempre un arte de la palabra. No solo del hablar, sino también del escuchar, del nombrar con calidez lo que duele, del acompañar con silencio y con presencia. El cuidado profesional tiene un componente narrativo que rara vez se reconoce, pero que atraviesa toda su práctica. Cuidar es leer la vida del otro, interpretar sus gestos, sus miedos, sus silencios. Cuidar es escribir, día tras día, un relato invisible en la piel del tiempo, una historia hecha de gestos pequeños y de palabras esenciales.

En el ámbito iberoamericano, donde las lenguas —el español, el portugués y las múltiples lenguas originarias— se entrelazan como raíces de un mismo árbol, la palabra ha sido un instrumento privilegiado del cuidado colectivo. Desde los cantos de las comunidades indígenas hasta las crónicas de la colonia, desde los poemas de la esperanza hasta las cartas de las madres que buscan a sus hijos desaparecidos, la escritura ha servido para cuidar la memoria de los pueblos, para mantener viva la llama de la dignidad. Iberoamérica ha cuidado a través de sus palabras tanto como a través de sus manos.

La literatura de este contexto ha sido, más que ninguna otra, una literatura del cuidado. No del cuidado entendido solo como atención, sino como compromiso con la vida y con la justicia. Las obras que han surgido de este espacio comparten una sensibilidad común. La de cuidar lo humano frente a la barbarie, lo frágil frente al poder, la ternura frente a la violencia. De ahí que poetas, narradores, cronistas y pensadores hayan encontrado en la escritura la forma más alta de resistencia y de esperanza[3].

Cuando Gabriela Mistral escribió sobre el amor, lo hizo como quien cura una herida abierta. Cuando Mario Benedetti hablaba del desconsuelo, lo transformaba en ternura. Cuando José Saramago narraba la ceguera, en realidad nos hablaba de la necesidad de mirar. La literatura iberoamericana está llena de palabras que cuidan, porque está llena de voces que han vivido el sufrimiento, la pobreza, la exclusión y el deseo de sanar. Su fuerza no radica en el artificio, sino en la verdad con la que nombra lo humano.

Y así, la palabra —esa herramienta sencilla que todos poseemos— se convierte en un instrumento de cuidado universal. En ella se encuentra la posibilidad de unir lo disperso, de reparar lo roto, de recordar lo olvidado. La palabra que cuida es siempre un acto de justicia poética. Porque allí donde alguien elige escribir con amor, leer con respeto o hablar con verdad, el mundo se vuelve un poco más habitable y digno.

La literatura y el sufrimiento: narrar para cuidar

Toda palabra nace de una necesidad de cuidar. La literatura, cuando es auténtica, es una forma de acompañamiento. No pretende resolver el dolor, sino nombrarlo, reconocerlo y hacerlo llevadero. Quien escribe sobre el sufrimiento lo hace para cuidar la memoria de lo vivido; quien lee esos textos lo hace para cuidar la humanidad compartida. En ese intercambio silencioso entre quien escribe y quien lee se teje una red invisible de afectos, de comprensión y de presencia: la red del cuidado.

Desde siempre, los relatos del sufrimiento han cumplido una función de amparo. La palabra escrita ha sido el refugio de quienes han padecido la pérdida, la enfermedad o la injusticia. Cuando alguien convierte su experiencia de dolor en relato, transforma el aislamiento en vínculo. Escribir sobre el sufrimiento no lo borra, pero lo acompaña, y en ese acompañamiento hay cuidado. La literatura del dolor es, en realidad, una literatura del cuidar. Cuidar lo que se rompe, cuidar lo que aún late, cuidar la dignidad de lo frágil.

Albert Camus, en La peste, no describe una tragedia sanitaria, sino una historia de humanidad frente a la adversidad[4]. Sus personajes cuidan porque resisten, resisten porque se comprometen, y se comprometen porque no conciben el mundo sin el otro. Ese es el núcleo del cuidado, la capacidad de sostener la vida incluso en el límite, de mirar la vulnerabilidad sin miedo ni superioridad moral. Del mismo modo, Los miserables de Victor Hugo y Crimen y castigo de Dostoievski son también tratados literarios del cuidado, porque en ellos la compasión, el perdón y la ternura emergen como fuerzas morales frente al egoísmo y la desesperanza[5],[6]

El cuidado que habita la literatura no tiene rostro fijo. Puede aparecer en una madre que consuela, en un desconocido que tiende la mano, en un amigo que espera, o incluso en el gesto anónimo de quien escucha. En todas esas formas, el cuidado rompe la lógica de la utilidad. No busca recompensa, no se mide en resultados. Cuidar, como escribir, es una decisión de presencia, una declaración silenciosa de amor por la vida en todas sus manifestaciones.

En El diario de Ana Frank, la escritura se convierte en un modo de cuidar su propia humanidad y la de quienes la rodean[7]. Escribir era su forma de no desaparecer, de mantenerse viva como persona y no como víctima. Cada palabra que dejó fue un acto de cuidado hacia sí misma y hacia quienes, al leerla, cuidarían su memoria. La lectura, al devolverle voz y sentido, prolonga ese cuidado en el tiempo. Leerla no es solo conocerla, es acompañarla, es negarse a olvidarla.

La literatura iberoamericana, quizás más que ninguna otra, ha hecho del cuidado un eje vital de su identidad. En ella, cuidar significa también resistir. Desde los poemas de Gabriela Mistral, que cuidaron la infancia, la maternidad y la educación como bienes sagrados, hasta los textos de Mario Benedetti o Eduardo Galeano, donde las palabras abrazan la vida cotidiana de los oprimidos y los olvidados, el cuidado aparece como una fuerza moral y política2,[8]. En este territorio de lenguas hermanas, el cuidado se escribe en múltiples variantes de una misma lengua, pero siempre con el mismo acento, el del amor, la ternura y la justicia.

Cuidar a través de la palabra implica reconocer el valor de lo pequeño. La literatura nos enseña que la grandeza del cuidado no está en los grandes gestos heroicos, sino en la constancia del acompañamiento. En cada novela, poema o carta donde alguien se preocupa, espera, sostiene o recuerda, la palabra se convierte en gesto. En eso la literatura se asemeja profundamente a la enfermería, ambas son formas de cuidado que, sin hacer ruido, transforman el mundo.

La enfermería cuida cuerpos, pero también biografías. Cuidar no es solo asistir, sino escuchar la historia que cada persona encierra, que es atender. En ese sentido, la práctica enfermera es también una práctica narrativa. Cada abordaje, cada conversación, cada acompañamiento, son fragmentos de una trama humana más amplia. La palabra escrita, en la literatura o en la enfermería, protege la vida del olvido. Ambas comparten un mismo compromiso, cuidar la memoria de lo que fue, la presencia de lo que es, la posibilidad de lo que será.

El sufrimiento, cuando es narrado, se convierte en un territorio común donde nadie está completamente solo. Lo que diferencia al sufrimiento cuidado del sufrimiento ignorado es la mirada que lo acompaña. La literatura iberoamericana ha sostenido, durante siglos, esa mirada atenta sobre el dolor humano. Desde los poemas de las madres de desaparecidos hasta las crónicas de los barrios, desde las novelas sobre la pobreza o la migración hasta las historias de amor en medio de la guerra, la palabra escrita ha cuidado las heridas colectivas de nuestros pueblos. Palabras que no han podido ser silenciadas, ni olvidadas, porque quedaron impresas para la posteridad aunque se trataran de eliminar con la censura o la hoguera.

Frente al ruido, la prisa y la indiferencia, la literatura —como el cuidado— exige tiempo, silencio y presencia. No hay cuidado sin escucha, ni lectura auténtica sin respeto. Leer de verdad implica detenerse, entrar en la vida del otro, hacerse responsable de su relato. Por eso, cuidar y leer son acciones hermanas: ambas suponen dar espacio, reconocer la vulnerabilidad y ofrecer un lugar donde el otro pueda descansar.

En los tiempos actuales, en los que el lenguaje se utiliza con violencia, banalidad o desprecio, recuperar la palabra que cuida es un acto revolucionario. Significa devolver al lenguaje su poder de encuentro, su capacidad de crear puentes entre lo roto. La “modernidad líquida”, como señaló Zygmunt Bauman, ha disuelto la densidad de las relaciones humanas y también la profundidad de las palabras[9]. Vivimos en una época en la que el lenguaje se acorta, se contrae, se deforma y se llena de expresiones ajenas a la lengua que lo sustenta, vaciándose así de contenido ético y de calidez. Ese empobrecimiento del lenguaje no es inocente, arrastra consigo un empobrecimiento del cuidado. Allí donde la palabra pierde su sentido, el cuidado se vuelve fugaz, fragmentado, deshumanizado. En Iberoamérica, donde la historia está tejida de heridas y esperanzas, el cuidado a través de la palabra no es una opción exclusivamente estética, sino una necesidad moral. La literatura, con su ternura y su rebeldía, nos recuerda que cuidar es, ante todo, no dejar que nadie quede fuera del relato humano.

El cuidado narrado: la enfermería como escritura del mundo

Toda práctica de cuidado es una narración. En cada gesto de atención, en cada palabra susurrada junto a la cama o en cada silencio compartido, se escribe una historia. Enfermería, más allá de su dimensión asistencial o científica, es una de las formas más puras de literatura humana. Un relato continuo sobre la fragilidad, la esperanza y la vida que resiste. Cuidar es, en el fondo, escribir sobre la piel del mundo.

Cada persona cuidada es un texto único. No caben los estándares ni las estandarizaciones. En su cuerpo y en su mirada se concentran capítulos de encuentro, de miedo, de ansiedad, de resistencia y de memoria. La enfermera lee esa historia con respeto y la reescribe con sus manos, con su presencia, con sus decisiones. No existe otra profesión tan íntimamente ligada a la palabra, aunque no siempre sea escrita. El cuidado es verbo antes que sustantivo. Cuidar es decir “estoy aquí” incluso cuando no se dice nada.

Por eso, Enfermería puede entenderse como una forma real de literatura viva. Como una escritura que no necesita papel, porque se traza sobre los cuerpos, sobre los días, sobre la existencia. Como cuando la enfermera se expresaba dibujando las palabras en la piel de Jhonny (Johnny cogió su fúsil)[10]. Cada turno, cada atención familiar domiciliaria, cada acompañamiento en el límite de la vida son fragmentos de una novela infinita que no se publicará jamás, pero que sostiene la humanidad del mundo.

En el contexto iberoamericano, esta dimensión narrativa del cuidado adquiere un significado especialmente profundo. Las enfermeras —en hospitales rurales o urbanos, en centros de salud, en comunidades campesinas, en escuelas, en hogares, en territorios empobrecidos o heridos por la violencia— han escrito sin escribir la historia del cuidado colectivo. Han tejido, con su hacer y su palabra, la trama de un continente que sobrevive porque se cuida.

El pensamiento enfermero iberoamericano se ha construido precisamente sobre esa vivencia compartida del cuidar como vínculo humano, ético y político[11]. No hay cuidado neutro. Cuidar es una forma de tomar posición frente a la indiferencia, la injusticia o la desigualdad. En la literatura del cuidado —sea académica o poética— late una misma convicción, cuidar es resistir a la deshumanización.

Enfermería, en su sentido más amplio, cuida historias, familias, comunidades, territorios y sueños. Cuida lo visible y lo invisible. Cuida el dolor físico, pero también la herida moral, la soledad, la pérdida de sentido, la dificultad ante el afrontamiento de un problema. En su práctica cotidiana, las enfermeras escriben la biografía emocional de la humanidad. Y esa escritura, aunque no figure en las bibliotecas, es tan importante como cualquier novela que haya narrado la compasión o la esperanza o cualquier compendio de farmacología o cirugía.

Las enfermeras iberoamericanas, en su diversidad cultural y lingüística, han sabido convertir el cuidado en palabra y la palabra en acción. Desde los pueblos andinos hasta las ciudades costeras, desde las comunidades indígenas hasta los barrios periféricos, desde el Pacífico hasta el Mediterráneo, el cuidado se ha expresado a través del lenguaje de la proximidad: canciones, rezos, cartas, silencios, relatos orales. Cada una de esas manifestaciones constituye una literatura del cuidado popular, una poética del acompañamiento que no necesita autores famosos ni premios literarios para ser universal.

Ese es el legado de Iberoamérica al mundo, la convicción de que la palabra puede cuidar tanto como las manos, y que cuidar es también una forma de escribir el futuro. Nuestros pueblos han aprendido que el lenguaje no solo nombra la realidad, sino que la transforma. Cuidar es, en ese sentido, un acto lingüístico. Decir “te acompaño”, “creo entenderte”, “te escucho”, es crear un territorio simbólico de amparo donde la persona puede habitar su fragilidad sin miedo.

El cuidado narrado no se mide por su extensión, sino por su hondura. Las enfermeras que acompañan a quienes lo necesitan no buscan dejar testimonio, pero lo hacen. En sus cuadernos de campo, en sus registros, en sus reflexiones personales o colectivas se acumula una memoria que merece ser leída. En esas palabras cotidianas se encuentra una sabiduría ancestral y moderna a la vez, la certeza de que cuidar no es un acto aislado, sino una trama de relaciones que sostienen la vida.

En las últimas décadas, las enfermeras iberoamericanas han empezado a reivindicar con fuerza la palabra como parte esencial de su ciencia y de su arte[12]. Ha entendido que el lenguaje configura la identidad profesional y que sin narrativa no hay reconocimiento. Cuidar es comunicar, y comunicar es crear cultura. Las palabras que usamos para nombrar el cuidado no son inocentes, determinan cómo se valora, cómo se enseña, cómo se respeta. Nombrar es dignificar. Callar es invisibilizar.

Por eso, la escritura enfermera —cuando existe— no solo aporta conocimiento, sino también justicia simbólica. Escribir sobre el cuidado es cuidarlo. Publicar, enseñar, compartir experiencias de cuidado no es tan solo un gesto académico, sino una forma de afirmar que cuidar tiene valor, belleza y profundidad. En cada texto que una enfermera escribe se está ampliando el patrimonio cultural del cuidar. Es la forma moderna de perpetuar una tradición que nació antes con la humanidad, la de quienes cuidan porque creen en la vida.

En este punto, literatura y enfermería se encuentran y se abrazan. La primera cuida con palabras lo que la segunda cuida también con gestos y con ciencia. Ambas comparten una misma ética, mirar al otro sin pretender dominarlo, reconocer su historia, respetar su tiempo, acompañar su tránsito. Ambas, también, se rebelan contra el olvido. El escritor cuida la memoria del mundo; la enfermera, la del cuerpo y del alma de las personas que lo habitan. Ninguna de las dos puede existir sin atención, sin sensibilidad, sin lenguaje.

Tal vez por eso los grandes textos de la literatura universal —de Tolstói a Saramago, de Mistral a Benedetti— parecen escritos desde el corazón mismo del cuidado, porque allí donde alguien se detiene ante el sufrimiento del otro y lo convierte en palabra, ya está cuidando. Y tal vez por eso Enfermería es, en su raíz más profunda, una forma de literatura ética, porque su práctica cotidiana no se sostiene en el heroísmo ni en la técnica, sino en la capacidad de narrar la vida mientras la cuida.

La palabra enfermera, como la palabra literaria, no busca convencer, sino conmover, comprender, entender, acompañar, facilitar. Su fuerza no está en el discurso, sino en la presencia. Cuando Enfermería se reconoce como voz narrativa del cuidado —no como simple ejecutora de acciones—, recupera su poder transformador. La palabra, entonces, deja de ser complemento para convertirse en herramienta, en hogar, en legado. Y es ahí, en esa intersección entre lenguaje, experiencia y humanidad, donde Enfermería se revela como lo que siempre ha sido: una escritura viva del cuidado que atraviesa generaciones, culturas y fronteras.

La palabra iberoamericana: cuidar desde la memoria, la identidad y la comunidad

Iberoamérica es un territorio de palabras que cuidan. Desde sus raíces más antiguas, la palabra ha sido un modo de sostener la vida, de nombrar lo que otros callan y de mantener unida a la comunidad. Aquí, donde conviven lenguas hermanas y memorias heridas, el lenguaje ha sido tanto refugio como resistencia. La literatura iberoamericana —como el propio cuidado— nace de la mezcla, del mestizaje, de la diversidad, de esa tensión entre lo individual y lo colectivo que da sentido a la existencia.

Cuidar, en este espacio plural, significa no olvidar. La memoria es una de las formas más hondas del cuidado. Los pueblos iberoamericanos han cuidado su historia contándola. En los cantos indígenas, en los diarios de exilio, en los poemas del desarraigo, en las novelas que narran el hambre, la injusticia o la esperanza. Cada palabra escrita para preservar la memoria de un dolor o de una alegría común ha sido un acto de resistencia frente al olvido.

Miguel Hernández lo expresó con ternura infinita en sus Nanas de la cebolla[13]:

“Desperté de ser niño:

nunca despiertes.

Triste llevo la boca:

ríete siempre.”

Esa risa, invocada desde el hambre y la prisión, es el símbolo más puro del cuidado como acto de amor. En ella, el poeta no busca consuelo para sí, sino alivio para el otro; no intenta escapar del dolor, sino transformarlo en ternura. Su palabra cuida porque sostiene, acompaña y protege. Por eso la palabra iberoamericana tiene un valor terapéutico, pero sobre todo ético, porque su función no es curar, sino recordar y cuidar.

Gabriel García Márquez dijo que la vida no es la que uno vivió, sino la que uno recuerda y cómo la recuerda para contarla. Esa frase resume la esencia del cuidado narrativo iberoamericano. Cuidar es contar para que no se pierda la dignidad de lo vivido. En la literatura de nuestros pueblos, los relatos del sufrimiento, del amor, del abandono o de la esperanza son también relatos del cuidado, porque nacen del respeto profundo por la vida común. La palabra escrita es la casa simbólica donde esa vida encuentra cobijo.

Iberoamérica ha sido escenario de injusticias, guerras, exilios y desigualdades, pero también cuna de ternura, solidaridad y humanidad. Esa dualidad atraviesa toda su producción literaria y su cultura del cuidar. Los cuentos de Benedetti o las narraciones de Isabel Allende están impregnados de la convicción de que el ser humano se sostiene por los lazos que lo unen a los otros. La literatura iberoamericana no escribe sobre héroes solitarios, sino sobre comunidades que resisten y personas que acompañan. El cuidado, en ella, es una forma de amor político y de esperanza colectiva[14],[15].

Pero el cuidado no solo habita en la gran literatura. Está también en la palabra que se pronuncia cada día con ternura, en las frases que reconfortan, en la voz que calma el miedo o invita a pensar. José Luis Sastre, en Las frases robadas, rescata precisamente ese poder cotidiano de la palabra para cuidar[16]. En sus textos, el lenguaje se vuelve refugio, espejo y abrazo. Nos recuerda que cuidar no siempre implica grandes discursos, sino la capacidad de elegir las palabras que no hieren, las que sostienen, las que alumbran. En una época dominada por el ruido, su escritura muestra que la palabra sigue siendo un lugar donde el ser humano puede sentirse a salvo.

Del mismo modo, La sonrisa etrusca, de José Luis Sampedro, es una de las más bellas novelas del cuidado humano[17]. En ella, el encuentro entre un anciano y su nieto simboliza la continuidad de la vida, el vínculo entre generaciones, el poder sanador —en el sentido ético, no sanitario— del afecto. Es una historia en la que el cuidado emerge como sabiduría, como entrega, como reconciliación con la propia fragilidad. Sampedro no escribe sobre la enfermedad ni la muerte, sino sobre la ternura como forma de resistencia. Su protagonista, a través del amor y del acompañamiento, descubre que la debilidad compartida es el lugar más fuerte de la existencia.

Esa misma mirada impregna el pensamiento y la práctica enfermera del ámbito iberoamericano. Las enfermeras de este contexto cultural y lingüístico, pero también enfermero, comparten una comprensión del cuidado que trasciende lo asistencial. Cuidar significa estar presente en la historia de los pueblos, en sus crisis y en sus renacimientos. Su acción profesional se teje con los mismos hilos que la literatura de su entorno. Compasión, justicia, hospitalidad y compromiso. En ambos casos, el lenguaje es esencial. Cuidar es hablar, escuchar, escribir, acompañar, compartir. Algo que queda reflejado en las palabras de enfermeras iberoamericanas en el libro “Cuidados del Buen vivir y Bienestar”, con una mirada que trasciende a lo normativo, el estándar o lo establecido, para situarse en el sentimiento, la cultura y la esperanza como líneas de construcción saludable colelectiva[18]

La palabra iberoamericana cuida porque integra lo espiritual, lo social y lo político. No se conforma con narrar lo íntimo, se atreve a denunciar lo injusto, a iluminar lo invisible, a ofrecer una mirada esperanzada sobre lo común. En ella, el cuidado aparece como un gesto radicalmente humano, pero también como una apuesta por la equidad, por la vida digna, por la salud entendida como relación y no como ausencia de enfermedad. En sus páginas, el dolor no se niega: se sostiene. El amor no se idealiza: se practica. La ternura no se oculta: se proclama.

En la literatura y en la enfermería iberoamericanas, el cuidado tiene acento propio. Es un cuidado que se expresa con palabras cálidas, con gestos sencillos, con miradas cómplices. Alejadas de la fascinación tecnológica y las lenguas ajenas, de la cultura globalizada o el neoliberalismo privatizador. Es un cuidado que no se avergüenza de la emoción ni del silencio. Que encuentra belleza en lo cotidiano y dignidad en lo pequeño. Es, también, un cuidado profundamente comunitario, nadie cuida solo. Cada acto de cuidado es una red de voces, de historias, de manos entrelazadas que se acompañan unas a otras para sostener la vida común, para construir redes en las que sostenerse y protegerse mutuamente.

Cuidar, en Iberoamérica, es también defender la palabra frente a la mentira, la memoria frente al olvido, la cultura frente al desprecio. La palabra escrita es una forma de resistencia contra la indiferencia. Cada vez que una enfermera escribe un relato sobre el acompañamiento de una persona a la que cuida, o que un escritor retrata la ternura que salva una vida en medio de la oscuridad, se está ampliando el territorio simbólico del cuidado. Ambos gestos, el literario y el enfermero, son expresiones del mismo compromiso: el de sostener la humanidad en tiempos de deshumanización.

Por eso la palabra iberoamericana no se limita a describir, sino que convoca. Llama a cuidar, a implicarse, a no mirar hacia otro lado. Es una palabra política en el sentido más noble del término. Una palabra que construye comunidad, que da voz a los sin voz, que repara con ternura los daños del poder. Las enfermeras comparten esa misión. No cuidan solo a personas, sino también valores, vínculos, territorios y memorias. En ese cruce entre literatura y enfermería, entre narración y cuidado, se encuentra una de las más bellas expresiones de lo humano, la de quienes, con palabras y con manos, sostienen la vida sin pedir nada a cambio.

Porque cuidar es escribir en el aire el relato de la esperanza. Es dejar constancia de que, a pesar del dolor y la pérdida, la vida sigue mereciendo ser sostenida. Cuidar es no permitir que el tiempo ni la indiferencia borren las huellas de la humanidad. Es escribir con el alma lo que el cuerpo siente y la razón comprende. Cuidar, en definitiva, es una forma de narrar el mundo para que no se apague la luz.

Las bibliotecas, los museos, las librerías o las estanterías de un hogar son el refugio de la palabra escrita. Son millones los libros que se guardan, protegen, restauran y conservan para poder ser leídos, estudiados y amados. Los cuidados, en cambio, no habitan en anaqueles ni vitrinas. No se almacenan, no se exponen, no se heredan en papel. Pero poseen algo aún más poderoso: la memoria viva de lo que han sostenido.

Cada cuidado deja una huella indeleble en la historia de las personas y de los pueblos. En cada vida acompañada, en cada persona aliviada, en cada miedo escuchado o cada soledad compartida, hay un acto de cuidado que no se olvida, aunque nadie lo haya escrito. Los cuidados no necesitan bibliotecas, porque son ellos quienes construyen la biblioteca esencial de la humanidad. Esa que no se mide en volúmenes, sino en vínculos; no en páginas, sino en presencias.

Las enfermeras —esas narradoras sin libro pero con voz, esas escribanas de lo humano— son las guardianas de esa memoria. Su trabajo diario, constante y presente, teje una red que une la palabra con la vida, la ciencia con la compasión, el gesto con la historia. Mientras los libros custodian el saber, las enfermeras custodian el sentido. Allí donde falta la palabra, ponen cuidado; donde no llega la escritura, ponen calidez y compasión; donde se apaga la esperanza, ponen presencia.

Quizás por eso, el cuidado enfermero es la más grande de las literaturas, porque se escribe con manos, con miradas, con silencios, con gestos que no se borran. No necesita papel, porque se imprime directamente en la piel y en la memoria colectiva. Y aunque no figure en las bibliotecas, es el texto más leído del mundo. El relato inacabable de la humanidad que cuida para seguir siendo humana.

[1] Escritor español (1547-1616)

[2] Watson J. Nursing: The Philosophy and Science of Caring. Boulder: University Press of Colorado; 2008.

[3] Mistral G. Ternura. Madrid: Espasa Calpe; 1924.

[4] Camus A. La peste. París: Gallimard; 1947.

[5] Hugo V. Les Misérables. París: A. Lacroix; 1862.

[6] Dostoievski F. Crimen y castigo. San Petersburgo: Russki Vestnik; 1866.

[7] Frank A. El diario de Ana Frank. Ámsterdam: Contact Publishing; 1947.

[8] Galeano E. El libro de los abrazos. Madrid: Siglo XXI; 1989.

[9] Bauman Z. Modernidad líquida. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica; 2003.

[10] https://www.filmaffinity.com/es/film746268.html

[11] Collière MF. Promouvoir la vie. De la pratique des femmes soignantes aux sciences infirmières. París: InterÉditions; 1982.

[12] Yáñez Flores Kathia, Rivas Riveros Edith, Campillay Campillay Maggie. Ética del cuidado y cuidado de enfermería. Enfermería (Montevideo)  [Internet]. 2021  Jun [citado  2025  Oct  06] ;  10( 1 ): 3-17. Disponible en: http://www.scielo.edu.uy/scielo.php?script=sci_arttext&pid=S2393-66062021000100003&lng=es.  Epub 01-Jun 2021.  https://doi.org/10.22235/ech.v10i1.2124.

[13] Hernández M. Cancionero y romancero de ausencias. Buenos Aires: Losada; 1958.

[14]Benedetti M. Inventario. Madrid: Alfaguara; 1963.

[15] Allende I. Paula. Barcelona: Plaza & Janés; 1994.

[16] Sastre JL. Las frases robadas. Madrid: Península; 2022.

[17] Sampedro JL. La sonrisa etrusca. Barcelona: Plaza & Janés; 1985.

[18] Cuidados del Buen Vivir y Bienestar desde las Epistemologías del Sur. Conceptos, Métodos y Casos

https://fedun.com.ar/wp-content/uploads/2021/09/CUIDADOS-DEL-BUEN-VIVIR.pdf . Edit FEDUN, 2021

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