EL SILENCIO COMO FORMA DE CORRUPCIÓN

En la trágica DANA del pasado año, la falta de información a la población y la pésima, cuando no nula, gestión de los principales responsables de la Generalitat, con su presidente Mazón a la cabeza, costó la vida a 229 personas y dejó miles de damnificados. No fue un desastre inevitable, sino una cadena de negligencias agravadas por la ausencia de comunicación, por el silencio institucional que se impuso cuando la ciudadanía más información y orientación necesitaba. La desinformación también mata, y en este caso lo hizo con la frialdad de quienes priorizan su imagen a la verdad.

Hace apenas unos días, el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, quiso complacer a sus socios de VOX apoyando una propuesta tan cruel como absurda, obligar a los funcionarios municipales a advertir a las mujeres que soliciten una interrupción voluntaria del embarazo sobre el “síndrome de Vietnam”, sin respaldo científico. Bajo la apariencia de una medida “informativa”, lo que se pretende es manipular y culpabilizar. No se trata de proteger a las mujeres, sino de ejercer sobre ellas un paternalismo disfrazado de preocupación moral. Y lo más grave es que se haga desde una institución pública, utilizando la mentira como instrumento político y la desinformación como arma ideológica.

La semana pasada, otro ejemplo se sumaba a esta cadena de despropósitos. En Andalucía, fallos graves en el sistema informático de la Consejería de Sanidad impidieron durante meses que muchas mujeres conocieran los resultados de sus mamografías en el programa de detección precoz de cáncer de mama. La consejera trató de minimizar la situación hablando de “unos pocos casos”, mientras que el presidente Moreno Bonilla justificó el ocultamiento afirmando que no querían “provocar ansiedad”. Nada más insultante. Negar información bajo el pretexto de proteger es otra forma de violencia simbólica, especialmente cuando se trata de la salud de las mujeres. La ansiedad no la provoca la verdad, sino la mentira y la incertidumbre.

La misma lógica de desprecio a la ciudadanía se repite en otros escenarios. En Castilla y León, la gestión de los incendios dejó a cientos de familias sin casa, en parte por la deficiente información y la falta de coordinación de los servicios públicos. En todos estos casos —la DANA, las mamografías, el aborto y los incendios— el denominador común es la manipulación o el ocultamiento de la información. Ya sea por negligencia, cobardía o cálculo político, los responsables de las instituciones han decidido que la población no necesita saber, que es mejor protegerla de la verdad, o simplemente que no merece conocerla.

Esa actitud, tan autoritaria como arrogante, refleja un profundo desprecio hacia la inteligencia de la gente. Se comportan como si gobernaran una sociedad infantil, incapaz de comprender o de asumir la realidad. Pero la información no es un privilegio de los poderosos, sino un derecho de la ciudadanía. Sin información veraz, no hay democracia posible. Y cuando quienes gobiernan utilizan el silencio, la ocultación o la manipulación para proteger sus intereses, están incurriendo en una forma de corrupción tan grave como la económica.

En Madrid y en Andalucía, además, la desinformación adquiere un sesgo de género. Se manipula la información sobre la salud y los derechos sexuales y reproductivos de las mujeres, se decide por ellas, se las infantiliza y se les niega la capacidad de discernir. ¿Por qué no se aplica el mismo celo “preventivo” a los hombres que deciden hacerse una vasectomía? ¿Por qué no se permite a los funcionarios objetar ante esa obligación de desinformar? La respuesta es evidente: porque se parte de una visión patriarcal que considera que las mujeres necesitan tutela, no libertad.

El paternalismo que impregna todas estas decisiones no es inocente. Es una estrategia de poder. Informar selectivamente, mentir o callar según convenga, es una forma de control. La ciudadanía bien informada es crítica, exige responsabilidades, vota con criterio. La desinformada, en cambio, es manejable, miedosa y dependiente. Por eso el silencio institucional se convierte en una herramienta política, y la verdad en una víctima colateral del poder.

Resulta preocupante, además, que ninguno de los responsables de estos episodios haya asumido la más mínima responsabilidad. Ni Mazón, ni Almeida, ni Moreno Bonilla, ni Mañueco han dimitido, ni siquiera han pedido disculpas. Prefieren presentarse como víctimas de conspiraciones o errores técnicos antes que reconocer su negligencia. La impunidad se protege con el discurso, con los eufemismos, con la manipulación del lenguaje y la saturación mediática. Mientras tanto, la ciudadanía paga las consecuencias con muertes evitables, diagnósticos retrasados, derechos vulnerados y confianza quebrada.

En este contexto, no sorprende que el desencanto crezca y que los populismos de nuevo cuño aprovechen el vacío de credibilidad para presentarse como alternativa. Pero ese camino conduce a un terreno aún más peligroso, el de la manipulación sistemática, donde la mentira se normaliza y la verdad se convierte en una rareza. La corrupción no siempre se mide en sobres ni en comisiones. También existe cuando se roba la información que pertenece a la gente, cuando se manipula la realidad para ocultar la incompetencia o para alimentar el odio. La desinformación, cuando mata, enferma o divide, es la más cruel de las corrupciones.

Regenerar la política no pasa solo por perseguir el enriquecimiento ilícito. Pasa también por exigir transparencia, por recuperar la confianza en la palabra pública, por hacer de la verdad una prioridad moral. Porque una sociedad que tolera el silencio de sus gobernantes acaba siendo cómplice de su propia desinformación. Y el silencio, cuando se convierte en norma, no es prudencia ni prudencia, es corrupción.

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