EL PRECIO DEL MIEDO: CÓMO SE FABRICA LA PRIVATIZACIÓN SANITARIA Del escándalo andaluz a la trampa global

          A todas las personas que están padeciendo la voracidad privatizadora de sus representantes.

 

Las masas humanas más peligrosas son aquellas en cuyas venas ha sido inyectado el veneno del miedo…. del miedo al cambio.

Octavio Paz[1]

 

El síntoma visible: la gestión fallida y la alarma social

La reciente alarma generada en Andalucía por la gestión deficiente de las pruebas de detección del cáncer de mama ha actuado como una sacudida colectiva. No solo por la gravedad de los hechos en sí —miles de mujeres afectadas, retrasos inadmisibles, silencios administrativos y opacidad institucional—, sino porque ha dejado al descubierto una trama más profunda, el desmantelamiento progresivo del sistema público de salud mediante una estrategia de privatización sistemática y planificada. Lo que en apariencia es un error técnico o un fallo organizativo, delata una enfermedad de fondo que amenaza con corroer los cimientos del derecho a la salud.

Andalucía no es una excepción, sino un espejo. Lo que allí sucede —subcontrataciones masivas, externalización de servicios, derivación de pruebas a centros privados y progresiva degradación de la red pública— responde a un patrón que se repite en otras comunidades autónomas como Madrid, Castilla y León, Murcia, la Comunidad Valenciana o Galicia, que comparten ese mismo proceso de vaciamiento institucional bajo la retórica de la “eficiencia” y la “colaboración público-privada”[2]. Lo que cambia es el ritmo, no la dirección.

Detrás de cada retraso en una mamografía, de cada persona que espera más de lo razonable a ser atendida, de cada unidad cerrada por falta de personal, hay una decisión política. Una decisión que responde a una lógica economicista que convierte la salud en mercancía y la atención en negocio. Se ha normalizado el discurso que presenta la privatización como la única salida ante un sistema supuestamente ineficiente. Una coartada retórica que disfraza intereses. No hay ineficiencia mayor que la que destruye lo público para justificar su sustitución por lo privado[3].

El caso andaluz ha tenido el valor de romper el silencio. Las denuncias públicas, las asociaciones de afectadas, los testimonios de profesionales y las investigaciones periodísticas han revelado un modelo de gestión que actúa con frialdad empresarial y con un desprecio alarmante hacia la ética sanitaria[4]. La reacción del gobierno autonómico ha sido defensiva, negacionista y tardía. No hay asunción de responsabilidades, sino búsqueda de culpables. Y mientras se desvían fondos a empresas privadas para “resolver” el colapso, se erosiona deliberadamente la confianza en el sistema público.

Este proceso no surge de la nada. Es el resultado de una larga cadena de decisiones políticas, económicas y culturales. Décadas de mantener un modelo sanitario centrado en la enfermedad, en la tecnología y en el hospital como núcleo simbólico y funcional del sistema[5]. Un modelo que ha priorizado la asistencia curativa sobre la de promoción de la salud y preventiva, la espectacularidad técnica sobre la proximidad humana, y la jerarquía sobre la cooperación profesional. Esa estructura, agotada y disfuncional, sirve ahora de excusa perfecta para quienes promueven su sustitución por un modelo privatizado. Se diagnostica al sistema de “ineficaz” para aplicar el tratamiento letal de la privatización que no tan solo replica el modelo, sino que lo pretende perpetuar.

Según la Estadística de Gasto Sanitario Público del Ministerio de Sanidad, en 2023 la AP alcanzó 12.619 millones de euros, el 13,9% del gasto sanitario consolidado autonómico, con un aumento interanual del 6,5%; las CCAA oscilaron entre el 10,7% (Madrid) y el 16,7% (La Rioja)[6]. Complementariamente, el 4.º informe 2024 de la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública (FADSP) muestra, a partir de los presupuestos autonómicos, que el peso de la AP en 2024 se mueve entre el 18,58% (Extremadura) y el 10,03% (Madrid), con una media ≈15%, y un presupuesto per cápita que va de 402 € (Extremadura) a 150,9 € (Madrid)[7]. Para el marco interpretativo y la evolución de la AP en la última década, puede verse también el Informe 01/2024 del Consejo Económico y Social, que sintetiza tendencias y carencias estructurales del nivel primario[8].El caso de las mamografías en Andalucía ilustra a la perfección esta lógica perversa en la que la tecnología se externaliza, los procesos se fragmentan, la coordinación se pierde y la ciudadanía se convierte en víctima de una gestión deshumanizada. Lo más inquietante es que este tipo de incidentes no son “errores”, sino consecuencias predecibles de un sistema que ha cambiado su alma. Ya no busca cuidar, sino facturar.

En este contexto, los grandes grupos privados de salud —que operan con márgenes de beneficio crecientes y presencia internacional— se convierten en actores estratégicos. No solo gestionan hospitales, pruebas y servicios; influyen también en la agenda política y mediática[9]. La relación entre el poder político y el poder económico en el ámbito sanitario se ha estrechado de manera alarmante, generando un entramado de intereses cruzados donde las decisiones públicas benefician sistemáticamente a empresas privadas. El resultado es una colonización silenciosa del sistema público.

La privatización no se presenta como una agresión, sino como una solución. Se reviste de tecnocracia, de supuesta modernización, de promesas de rapidez y calidad. Pero tras esa retórica se oculta la renuncia al principio de universalidad, a la equidad y a la justicia social[10]. La sanidad pública deja de ser un derecho y se convierte en un servicio condicionado al poder adquisitivo, al código postal o a la capacidad de influencia.

La crisis de Andalucía ha evidenciado también otra fractura menos visible pero igual de peligrosa, la brecha de confianza entre la ciudadanía y sus instituciones sanitarias. Cuando la población percibe que no puede confiar en que el sistema le proteja, empieza a buscar, si tiene capacidad para ello, alternativas individuales. Esa deriva, fomentada por el discurso del miedo y la incertidumbre, fortalece aún más el mercado privado y debilita la conciencia colectiva. La salud deja de ser un bien común y se transforma en un objeto de consumo.

Nada de esto es casual. Responde a una estrategia global —ya denunciada por la OMS y por numerosos analistas— que impulsa la financiarización de los sistemas de salud[11]. Bajo la apariencia de “modernización”, lo que se promueve es la entrada masiva de capital privado en los servicios públicos, reconfigurando la relación entre Estado, mercado y ciudadanía. La pandemia de COVID-19 evidenció los límites de ese modelo, pero no ha bastado para frenarlo. Al contrario: en muchos casos, se ha aprovechado la crisis para acelerar la privatización, presentándola como necesidad urgente¹⁰.

El escándalo de Andalucía, en realidad, no es una anomalía, sino una advertencia. Nos muestra el precio de la desatención, la indiferencia y la complicidad. Y nos obliga a preguntarnos si estamos dispuestos a seguir aceptando que el beneficio económico pese más que la salud de las personas.

El diagnóstico profundo: la enfermedad del modelo

La privatización sanitaria no surge del vacío. Se asienta sobre un terreno fértil. Un modelo de salud agotado, incoherente con las necesidades actuales de la población y profundamente desalineado con los valores de equidad, promoción, prevención y comunidad que deberían guiar cualquier sistema público. Durante décadas, el discurso dominante ha girado en torno a la enfermedad y no a la salud; al tratamiento y no al cuidado; a la tecnología y no a las personas. El resultado es un sistema hipertrofiado, hospitalocéntrico, burocratizado y desconectado de la realidad cotidiana de quienes más lo necesitan[12].

La metáfora médica resulta dolorosamente apropiada, el sistema sanitario español sufre una enfermedad crónica que, lejos de tratarse, se disfraza con reformas de escaparate. Se construyen hospitales “de referencia” o de “conveniencia”[13], se anuncian inversiones millonarias en equipos de última generación, se contratan consultoras para rediseñar estructuras y se lanzan campañas que prometen modernidad. Pero tras ese brillo superficial persiste un sistema fatigado, que arrastra inequidades estructurales y que, paradójicamente, es incapaz de responder con eficacia a los problemas reales de salud pública.

El modelo actual sigue atrapado en una lógica biomédica que mide el éxito por el número de procedimientos realizados, no por el bienestar conseguido. Se valoran más las listas de espera que los determinantes sociales y morales, más los indicadores de actividad que los de equidad, más la epidemiología de la enfermedad que la de la salud o los cuidados. Como señaló hace años Ilona Kickbusch, los sistemas sanitarios se han convertido en “fábricas de enfermedad” cuando deberían ser motores de salud[14].

El peso desproporcionado del hospital en la estructura sanitaria española no es casual, responde a una cultura que asocia lo hospitalario con lo complejo, lo avanzado y lo prestigioso. Sin embargo, ese prestigio se ha construido a costa de desatender otros ámbitos de atención del sistema. La Atención Primaria, columna vertebral del modelo sanitario, ha sido progresivamente desfinanciada, precarizada y despojada de autoridad[15]. La salud comunitaria apenas sobrevive en los márgenes, sostenida por la voluntad de profesionales que luchan contra la inercia institucional.

En este contexto, las enfermeras —profesionales cuya mirada integradora y competencial resulta esencial para transformar el modelo— han sido sistemáticamente invisibilizadas. No se trata solo de un problema de reconocimiento profesional o de equidad laboral, es una cuestión de salud pública. La exclusión de la perspectiva enfermera en la planificación y gestión del sistema supone renunciar a su potencial transformador[16],[17],[18]. Los cuidados no son un añadido opcional, sino el cimiento sobre el que se construye la salud poblacional.

Paradójicamente, los gobiernos que justifican la privatización alegando la ineficacia del sistema son los mismos que han desatendido las reformas estructurales necesarias para hacerlo más humano, participativo y eficiente. En lugar de revisar los fundamentos del modelo, han preferido entregar trozos del sistema a empresas privadas. Es el atajo cómodo —y profundamente dañino—, que sustituye la planificación por la rentabilidad, la salud por el negocio.

El deterioro estructural del sistema no puede entenderse sin observar la influencia de los lobbies médico-farmacéuticos, cuya capacidad de presión es tan profunda como poco discreta. Su poder no se ejerce únicamente mediante intereses económicos, sino también culturales y simbólicos. Han logrado que el imaginario colectivo identifique la buena atención con la presencia de tecnología, la figura del médico con el liderazgo incuestionable y la intervención farmacológica con la eficacia terapéutica[19]. Esa hegemonía cultural legitima la desigualdad entre profesiones de la salud, distorsiona la percepción ciudadana y bloquea cualquier intento de democratizar la toma de decisiones en salud.

Frente a este panorama, la Estrategia de Atención Primaria y Comunitaria promovida por el Ministerio de Sanidad representó un intento valioso de recuperar el sentido original del sistema, devolviéndole el protagonismo a la accesibilidad, la promoción, la prevención y la comunidad. Sin embargo, su desarrollo ha sido insuficiente, fragmentado y, en muchos casos, puramente testimonial[20]. Las resistencias corporativas, las luchas de interés político de los gobiernos autonómicos, la falta de financiación específica y la ausencia de liderazgo político real con continuos cambios organizativos que desvalorizaban la Atención Primaria al convertirla en una sucursal de los hospitales, han impedido que esa estrategia produzca transformaciones sustantivas.

Algo similar ocurre con el Marco Estratégico para los Cuidados de Enfermería (MECE) 2025-2027, que debería situar a los cuidados profesionales enfermeros en el eje de la atención sanitaria y social. Nacida con visión transformadora, su desarrollo ha sido intermitente, dependiente de coyunturas políticas y con escaso respaldo institucional. En lugar de consolidarse como política de Estado, se ha mantenido en una suerte de limbo técnico con arranques esperanzadores y parálisis prolongadas y decepcionantes, lo que ha diluido su impacto y reforzado la invisibilidad del paradigma enfermero[21].

No se trata de simples fallos administrativos. Es el reflejo de un problema más profundo, como es la ausencia de un modelo de salud basado en valores y no en intereses. El sistema actual se rige por una racionalidad económica que entiende la eficiencia como ahorro y no como justicia. Se gestiona la sanidad como si fuera una empresa, olvidando que su producto no es un bien de consumo, sino un derecho humano fundamental. En ese marco, los profesionales de la salud se convierten en piezas de una maquinaria que prioriza la obediencia a la jerarquía sobre la autonomía, el liderazgo y la creatividad.

El cambio que necesitamos no es cosmético, sino estructural. Exige reconfigurar el sentido mismo del sistema, poner la salud —no la enfermedad— en el centro, y asumir que la verdadera modernización pasa por fortalecer lo público, no por externalizarlo. Implica revisar la Ley de Ordenación de las Profesiones Sanitarias (LOPS), actualizar el Estatuto Marco y, sobre todo, incorporar los cuidados como eje transversal de la atención. Sin una política de cuidados sólida, no hay sostenibilidad posible.

Los actores y su responsabilidad: médicos y enfermeras en el espejo

Toda crisis sistémica revela algo más que fallos técnicos o políticos: expone los valores reales que sostienen una organización. Y el sistema sanitario español, enfrentado hoy a una profunda crisis de identidad y legitimidad, muestra con crudeza las tensiones entre sus principales actores profesionales: enfermeras y médicos. Una tensión que no es nueva, pero que se reactiva cada vez que se cuestionan privilegios, se replantean jerarquías o se propone avanzar hacia un modelo más equitativo y colaborativo[22].

Las recientes movilizaciones de determinados sectores médicos en contra de la reforma del Estatuto Marco son un ejemplo paradigmático. Su demanda de un estatuto profesional exclusivo no solo expresa una resistencia corporativa ante el cambio, sino que evidencia una concepción jerárquica de la salud que resulta incompatible con los principios de trabajo en equipo y responsabilidad compartida que sustentan los sistemas modernos[23]. Lo preocupante no es la reivindicación en sí, sino los argumentos empleados para defenderla, la descalificación hacia otras profesiones —en especial hacia las enfermeras— y la manipulación del miedo ciudadano como instrumento de presión política.

Cuando un colectivo que históricamente ha detentado poder institucional apela al miedo y al descrédito para sostener su posición, no está defendiendo la calidad de la atención, sino su hegemonía. La estrategia es vieja, pero eficaz. Si logran convencer a la población de que solo los médicos garantizan la salud, cualquier intento de democratizar la gestión o ampliar las competencias de otros profesionales puede presentarse como una amenaza. Así se fabrica la ilusión del monopolio del saber.

Sin embargo, la realidad asistencial de hoy desmiente ese relato. La salud no se construye en los despachos ni en los centros sanitarios, sino en los barrios, en los hogares, en las escuelas, en la promoción, en la prevención y en los cuidados. Los equipos multidisciplinares y el trabajo trasndisciplinar, no son un ideal, son una necesidad práctica. Y negar esa evidencia es condenar al sistema a su obsolescencia funcional. La transdisciplinariedad no es una opción ética o política: es una condición de supervivencia del sistema[24].

Aun así, el discurso corporativista persiste porque encuentra terreno fértil en una estructura institucional que lo protege. El Estatuto Marco, la LOPS y buena parte de las normas derivadas fueron concebidas bajo una lógica jerárquica que colocaba al médico en el vértice del poder decisorio. No se trata de despojar de valor a la medicina, sino de reconocer que el conocimiento científico y la responsabilidad competencial de la atención a la salud no son patrimonio exclusivo de una profesión. La ciencia avanza, las necesidades sociales cambian y los paradigmas de salud deben evolucionar con ellas[25].

El caso de las enfermeras es particularmente revelador. Durante décadas han sostenido gran parte del peso del sistema, especialmente en la atención primaria, los cuidados comunitarios y la gestión de la cronicidad. Su papel ha sido decisivo en las campañas de vacunación, en la promoción de la salud y en la atención familiar domiciliaria, pero su voz sigue infrarrepresentada en los espacios de decisión. En la mayoría de los servicios de salud, las enfermeras carecen de poder real para influir en la planificación, la evaluación o la gestión, incluso en áreas donde su competencia es incuestionable[26].

Esta desigualdad no se explica solo por razones estructurales o políticas, sino también por una herencia cultural que asocia la autoridad con la figura médica y reduce los cuidados a un rol asistencial subordinado. El poder simbólico pesa tanto como el institucional. La narrativa del “médico salvador” y la “enfermera servicial” continúa infiltrada en el imaginario social, a pesar de los avances académicos, científicos y profesionales de las enfermeras. Mientras esa narrativa no se transforme, los cambios normativos seguirán siendo insuficientes[27].

Por su parte, la respuesta enfermera ante las agresiones discursivas recientes ha sido, en general, contenida, prudente… quizá demasiado. Entendible en cierto modo, sí, porque la frustración acumulada, la fatiga profesional y la falta de respaldo institucional dejan poco margen para la confrontación, aunque no comprensible ni aceptable. Pero el silencio, en determinadas circunstancias, puede interpretarse como consentimiento. Y cuando se trata de defender la dignidad profesional y el derecho a cuidar desde la autonomía y la competencia, el silencio no es prudencia, es renuncia[28].

La falta de una reacción colectiva contundente frente a los ataques corporativistas de ciertos sectores médicos refleja la profundidad del daño histórico sufrido por la profesión enfermera. Décadas de subordinación institucional y de exclusión de los espacios de poder han creado una especie de “anestesia profesional”, una adaptación resignada a la desigualdad. Esa anestesia, sin embargo, necesita disiparse. Es preciso reclamar y defender el lugar que les corresponde en el debate sanitario y en la planificación de políticas. Pero para que ese movimiento cristalice en un cambio real, hace falta liderazgo, cohesión y valentía colectiva. Y nada de esto es nuevo ni imposible de conseguir, porque en escenarios pretéritos, con mayores dificultades y barreras si cabe que las existentes en la actualidad, las enfermeras ya lo hicieron con valentía y éxito.

La relación entre médicos y enfermeras no es un campo de batalla, la división profesional beneficia a quienes pretenden dominar dividiendo. De hecho, su enfrentamiento solo beneficia a quienes pretenden dividir para dominar. Mientras los profesionales se enfrentan entre sí, el poder político y económico que promueve la privatización actúa sin resistencia. Aunque no es menos cierto que los médicos están presentes en muchos de estos niveles de poder ejerciendo su influencia excluyente. Es una trampa cuidadosamente tejida que fomenta la rivalidad para desactivar la cooperación, se inflan los egos para debilitar la unidad. Y en esa trampa caen tanto médicos como enfermeras, que terminan siendo instrumentos involuntarios de una estrategia que los supera[29].

La cuestión clave no es quién lidera, sino desde dónde se lidera. El liderazgo basado en la dominación está agotado; necesitamos un liderazgo compartido, dialógico, transdisciplinar y ético. Los sistemas de salud del siglo XXI no pueden construirse desde la competencia interna, sino desde la participación inteligente. La complementariedad profesional no es una amenaza, sino una fortaleza estratégica[30].

Por eso, más allá de las disputas corporativas, urge un pacto moral entre quienes trabajan en salud. Un pacto que devuelva el sentido al servicio público, que recupere la confianza ciudadana y que coloque la dignidad de las personas —ciudadanía y profesionales— en el centro. Sin esa alianza, cualquier reforma será superficial. Y sin valentía para romper los viejos paradigmas, el sistema seguirá girando en círculo, como un paciente que confunde movimiento con progreso.

La trampa política y la ciudadanía silenciada

Mientras los profesionales discuten entre sí, los verdaderos artífices del deterioro sanitario avanzan sin resistencia. La estrategia es tan sutil como eficaz: se promueve la división interna entre los profesionales, se desactiva la presión social mediante la saturación informativa y se convierte la salud en un terreno de confrontación ideológica. El resultado es un escenario en el que los intereses económicos se imponen con facilidad, amparados en la inacción o el desconcierto de quienes deberían defender lo público[31].

El caso andaluz —como antes lo fueron los de Madrid o Galicia— es la demostración palpable de esta manipulación estructural. Cuando las deficiencias del sistema salen a la luz, el discurso oficial se centra en el error puntual, en la supuesta ineficacia del personal o en la responsabilidad individual de algún gestor intermedio. De ese modo, se diluye la responsabilidad política y se evita el debate de fondo: la intencionalidad privatizadora que orienta las decisiones. Cada escándalo se gestiona como un incidente aislado, no como síntoma de una estrategia global.

Esta táctica del “problema técnico” cumple dos funciones: desactivar la indignación social y reforzar la idea de que el sistema público no funciona. Así, la privatización se presenta como solución inevitable, la ciudadanía se resigna y el poder económico amplía su terreno. En esa narrativa, el ciudadano deja de ser sujeto de derechos y se convierte en cliente. Se le invita a “elegir” entre opciones —públicas o privadas— como si la salud fuera un producto y no un bien común²⁹.

Esa conversión simbólica de la ciudadanía en clientela es uno de los mayores éxitos del neoliberalismo sanitario. Cuando las personas asumen que deben “buscarse la vida” para recibir atención, el principio de universalidad se desmorona. Las aseguradoras privadas, las plataformas digitales y los conglomerados hospitalarios se presentan entonces como salvadores del caos público que ellos mismos han contribuido a crear³⁰.

A este proceso se suma una complicidad mediática que resulta determinante. Buena parte de los medios de comunicación —dependientes de la publicidad institucional o privada— reproducen sin apenas filtro los discursos oficiales. Así se configura un relato donde los fallos del sistema público se magnifican y los abusos del sector privado se silencian. Con demasiada frecuencia —por no decir casi siempre— los grandes medios no trasladan información ajustada a la realidad, sino que dan por bueno lo que determinadas organizaciones corporativistas difunden desde sus aparatos de propaganda. Ese alineamiento acrítico, poco serio e incluso poco ético, tergiversa la verdad y legitima el uso del victimismo, combinado con el miedo y la alarma, para obtener la complacencia de la ciudadanía. El resultado es una conversación pública colonizada por marcos interesados en los que siempre se visibiliza y oculta a los mismos. El ruido sustituye al análisis, la inmediatez al contexto y la opinión al pensamiento crítico; cuando este último se apaga, la capacidad social de resistencia se desvanece. Y cuando el pensamiento crítico se apaga, la ciudadanía pierde su capacidad de resistencia[32].

La política, por su parte, se mueve entre la demagogia y la parálisis. Los partidos utilizan la sanidad como arma arrojadiza, pero pocos la defienden con convicción. La salud pública no da réditos electorales inmediatos, requiere tiempo, planificación y resultados que no se traducen en titulares. Por eso, los gobiernos optan por soluciones cosméticas o anuncios vacíos. Se inauguran hospitales mientras se cierran centros de salud; se multiplican las promesas de inversión mientras se precariza al personal. La propaganda sanitaria se ha convertido en una disciplina en sí misma[33].

En este contexto de banalización política y manipulación mediática, la ciudadanía queda reducida a espectadora. Observa con impotencia cómo se deterioran los servicios, cómo se multiplican las listas de espera, cómo las promesas se repiten sin consecuencias y sin saber identificar con claridad la aportación específica y valiosa de los diferentes profesionales que le aparte de la fascinación exclusiva médica a la que ha sido inducida. Lo más preocupante no es solo el deterioro material, sino la erosión del vínculo de confianza entre la población y su sistema sanitario. Ese vínculo —tejido durante décadas de esfuerzo colectivo— es el verdadero pilar del derecho a la salud. Sin confianza, no hay sistema que funcione.

Pero la ciudadanía no es únicamente víctima; también es, a veces, cómplice involuntaria. La cultura del consumo, la individualización de los problemas, la inmediatez de respuestas y la despolitización social han debilitado la conciencia del bien común. La salud se percibe como responsabilidad individual más que como derecho colectivo. Esta deriva, alimentada por la ideología neoliberal, legitima la privatización porque transforma la solidaridad en competencia. En lugar de preguntarnos por qué el sistema no garantiza la atención, acabamos preguntándonos por qué “nosotros” no logramos acceder a ella. La colectividad se disuelve[34].

Sin embargo, en los márgenes del sistema están surgiendo movimientos que resisten esta lógica. Plataformas ciudadanas, asociaciones ciudadanas de afectados, colectivos profesionales, sociedades científicas y organizaciones sociales están recuperando el discurso de la salud como derecho. Reivindican la participación comunitaria, la transparencia y la rendición de cuentas. Exigen ser escuchados no solo como usuarios, sino como coproductores de salud. Esa recuperación del protagonismo ciudadano es la mayor amenaza para los intereses privatizadores, precisamente porque cuestiona la lógica de la subordinación[35].

El reto está en pasar de la resistencia reactiva a la acción transformadora. No basta con protestar cuando se cierran servicios o se reducen plantillas; es necesario construir una visión alternativa y sostenida de lo público. Y en esa tarea, los profesionales de la salud tienen una responsabilidad crucial. Enfermeras, Médicos, trabajadores sociales, fisioterapeutas, psicólogos, terapeutas ocupacionales… no pueden limitarse a ser espectadores ni víctimas de las políticas sanitarias. Deben convertirse en agentes activos del cambio. Su autoridad social y su conocimiento les otorgan un poder moral que debe ejercerse al servicio de la salud pública y comunitaria y la equidad[36].

Por eso resulta tan urgente redefinir la relación entre política, profesión y ciudadanía. La gestión de la salud no puede seguir siendo un asunto de tecnócratas o corporaciones. Es, ante todo, una cuestión de ética democrática. Requiere espacios reales de participación, presupuestos participativos, procesos deliberativos y mecanismos de control ciudadano. La ciudadanía no puede seguir “delegando” su salud en otros; debe recuperarla como bien común, como construcción compartida.

Cuando la población asume su papel protagónico, las trampas del poder pierden eficacia. Las privatizaciones dejan de justificarse como inevitables y la salud vuelve a su lugar natural, el espacio de la solidaridad, la justicia y el cuidado mutuo. Pero esa toma de conciencia necesita alimentarse de educación crítica, de comunicación transparente y de ejemplos éticos. Y en eso, los profesionales de la salud, especialmente las enfermeras, tienen un papel insustituible[37].

El silencio ciudadano, igual que el silencio profesional, es el terreno más fértil para el autoritarismo y el mercado. Lo contrario del autoritarismo sanitario no es solo la sanidad pública, es la ciudadanía activa. Recuperar la voz colectiva no significa gritar más fuerte, sino hablar con más sentido. Significa romper el embrujo del miedo y la resignación, y recordar que la salud no es un privilegio que se concede, sino un derecho que se defiende.

Porque la trampa más peligrosa no es la que desmantela la sanidad, sino la que desmantela conciencias.

El horizonte ético: reconstruir la salud pública desde los cuidados, la equidad y la participación

Cada época de crisis encierra también una oportunidad. Lo que hoy vivimos —la degradación del sistema sanitario, la manipulación política, la rivalidad profesional y la desmovilización ciudadana— no es solo un fracaso, es un punto de inflexión. Una llamada urgente a repensar qué entendemos por salud y qué tipo de sociedad queremos construir. Porque cuando el cuidado desaparece, la salud se vacía de humanidad. Y cuando la ética se debilita, el poder ocupa su lugar[38].

La reconstrucción del sistema público de salud no puede limitarse a una mera reorganización administrativa ni a un incremento presupuestario. Es una cuestión moral. Significa recuperar el sentido de lo público como espacio de equidad, cooperación y responsabilidad compartida. Significa situar la vida en el centro de las decisiones políticas, y no el beneficio ni la rentabilidad. En ese proceso, los cuidados deben dejar de ser un apéndice del sistema para convertirse en su principio rector[39].

Cuidar no es un acto menor ni una función subsidiaria, es la expresión más alta del compromiso humano con la vulnerabilidad del otro. Que en el cuidado profesional, además, está basado en conocimientos y evidencias científicas. Los cuidados profesionales —y muy especialmente los cuidados enfermeros— representan la dimensión más tangible de la ética de la salud. Allí donde hay una enfermera, hay acompañamiento, escucha, comprensión y vínculo. Y eso es, precisamente, lo que se ha ido diluyendo en un sistema que mide su éxito en cifras, datos, porcentajes y estadísticas, y no en relaciones.

En un contexto dominado por la tecnología de los datos y la velocidad, los cuidados se presentan como un contrapeso humanizador. Pero su valor va más allá de lo emocional, son también un instrumento de eficiencia real, porque promocionan, previenen, educan y sostienen la salud en todas sus dimensiones. Incorporar los cuidados al núcleo del sistema no es un gesto político, ni una concesión graciable, sino una estrategia racional de sostenibilidad y justicia social[40].

Por eso, el futuro de la sanidad pública depende en buena medida de su capacidad para integrar el paradigma del cuidado como eje estructural. Esto exige políticas concretas, un modelo de gobernanza donde las enfermeras participen en la toma de decisiones; una planificación basada en necesidades de salud y no en intereses corporativos; una redistribución de recursos que fortalezca la atención primaria, la salud comunitaria y la salud pública. Y, sobre todo, una cultura institucional que revalorice la empatía, la escucha y la cooperación.

La ética del cuidado, entendida como praxis social y política, se opone radicalmente a la lógica mercantil que ha colonizado la salud. Frente a la idea de competencia, propone la interdependencia. Frente a la fragmentación, propone la integración. Frente al poder jerárquico, propone la corresponsabilidad. Es, en sí misma, una forma de resistencia cultural y política[41].

No se trata de idealizar el cuidado, sino de reconocer su potencial transformador. Las enfermeras no son solo gestoras del día a día sanitario, son, sobre todo, constructoras de vínculos, mediadoras sociales, garantes de equidad y agentes de salud pública. Su liderazgo no amenaza a nadie, pero incomoda a quienes confunden autoridad con poder. Y ese liderazgo, más que nunca, resulta imprescindible.

Revertir el proceso de deshumanización del sistema exige también una revisión profunda de la formación y de la cultura profesional. No basta con dotar de competencias técnicas: hay que recuperar la mirada ética. Las facultades de Ciencias de la Salud deberían ser espacios donde se cultive el pensamiento crítico, la sensibilidad social y la comprensión del sufrimiento humano, no solo la destreza instrumental. Educar en salud es también educar en ciudadanía y competencia política[42],[43].

La política sanitaria, si quiere tener legitimidad, debe abrirse a la deliberación ética a través de los determinantes morales. Las decisiones sobre qué priorizar, cómo financiar, a quién proteger o qué modelo de atención adoptar no son cuestiones técnicas, son dilemas morales. Y los dilemas morales solo pueden resolverse desde la transparencia, la participación y la rendición de cuentas. La tecnocracia, por eficiente que se presente, no puede sustituir a la ética.

En este punto, la ciudadanía tiene la última palabra. Sin su implicación activa, cualquier intento de reconstrucción será efímero. La salud pública solo es posible si la población la siente como propia. La participación comunitaria, tantas veces invocada y tan pocas veces aplicada, debe dejar de ser un lema para convertirse en práctica cotidiana, en consejos de salud abiertos, en procesos deliberativos, en presupuestos participativos y en una cultura de corresponsabilidad en contraposición con los procesos pseudoparticipativos desde los que se pretende hacer creer que existe participación real de la comunidad. La democracia sanitaria no se decreta, se construye en la vida diaria, en los centros de salud, en los barrios, en los municipios[44].

Las enfermeras —por su proximidad, sus competencias, su conocimiento de los contextos y su conexión con la vida cotidiana de las personas— están llamadas a ser mediadoras de esa nueva ciudadanía sanitaria. Son las profesionales mejor situadas para traducir la complejidad del sistema en comprensión, para devolver a las personas su papel central y para recordar que la salud no se produce solo en hospitales, sino en las casas, las escuelas, los parques, las plazas…

Esa es la auténtica modernidad, un sistema capaz de cuidar y de dejarse cuidar, de escuchar y de corregirse, de adaptarse sin perder su alma. Porque lo contrario del cuidado no es la técnica, sino la indiferencia. Y una sociedad indiferente es una sociedad enferma.

La reconstrucción de la sanidad pública, por tanto, no pasa solo por restaurar lo perdido, sino por reinventar lo posible. Requiere valentía política, liderazgo profesional y participación ciudadana. Pero sobre todo, requiere una ética compartida. La salud no es un escenario de poder, sino un territorio de encuentro.

La pregunta ya no es quién tiene la razón, sino quién tiene la responsabilidad. Y la respuesta es colectiva. La responsabilidad es de quienes deciden, de quienes cuidan, de quienes enseñan, de quienes callan y de quienes votan. La salud, como la democracia, se defiende ejerciéndola.

Cuidar es un acto profundamente político. Porque cuidar es resistir al abandono, a la injusticia y al olvido. Es apostar por la vida en un mundo que parece empeñado en destruirla. Y esa es, quizá, la forma más valiente de revolución posible.

[1] Escritor y ensayista mexicano (1914 – 1998)

[2] Legido-Quigley H, et al. Privatisation and fragmentation of healthcare services in Spain: a threat to equity and quality. Health Policy. 2023;128(2):213–221.

[3] Navarro V. Neoliberalism, austerity policies, and inequality in Spain. Soc Sci Med. 2021;291:114478.

[4] García-Subirats I, et al. Accountability and transparency in healthcare governance: lessons from Spain. Int J Health Serv. 2022;52(4):473–488.

[5] Kickbusch I, et al. Health in All Policies: rethinking the role of health systems. BMJ. 2020;371:m4036.

[6] Ministerio de Sanidad. Estadística de Gasto Sanitario Público 2023: Principales resultados. Madrid: MSSSI; 2024. p. 12 (Servicios primarios de salud: 12.619 M€, 13,9%; rango CCAA 10,7–16,7%). Disponible en: portal del Ministerio.

[7] Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública (FADSP). La Atención Primaria en las Comunidades Autónomas. 4.º Informe (2024). Madrid: FADSP; 2024. Tablas 4 y 4 bis (porcentaje de presupuesto AP 2022–2024 y presupuesto per cápita 2022–2024).

[8] Consejo Económico y Social (CES). Informe 01/2024 sobre el sistema sanitario: situación actual y perspectivas para el futuro. Madrid: CES; 2024. Cap. “La atención primaria…”, pp. 105–115 (síntesis de tendencias y necesidades de refuerzo).

[9] McKee M, et al. Corporate influence on public health: a global perspective. Lancet Glob Health. 2023;11(1):e15–e25.

[10] Marmot M. The Health Gap: the challenge of an unequal world. Lancet. 2020;395 (10232):110–112.

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1 thoughts on “EL PRECIO DEL MIEDO: CÓMO SE FABRICA LA PRIVATIZACIÓN SANITARIA Del escándalo andaluz a la trampa global

  1. La salud como gran negocio, debe ser tema central de debate como trabajadoras cuidadoras de la salud y como usuarias de estos servicios

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