LA MENTIRA COMO FORMA DE GOBIERNO

La reciente confesión de Miguel Ángel Rodríguez, portavoz y consejero áulico de Isabel Díaz Ayuso, reconociendo públicamente que mintió, ha dejado al descubierto algo más profundo que una simple estrategia de comunicación, la normalización de la mentira como instrumento político. Lo verdaderamente inquietante no es tanto que mintiera —cosa sabida y repetida—, sino reconocerlo sin rubor y que, acto seguido, el Partido Popular salga en tromba a defenderlo con un argumento tan grotesco como revelador: mentir no es ilegal.

Esa frase, dicha sin pestañear, resume una degradación moral que va más allá del hecho concreto. Porque al justificar la mentira desde la impunidad legal, lo que el PP hace es legitimar la falsedad como método de acción política. Ya no se trata de manipular la verdad, de reinterpretarla o de esconderla tras el eufemismo, se trata de reivindicar la mentira como derecho. Un salto cualitativo que transforma el cinismo en doctrina y la desvergüenza en estrategia.

Si mentir no es ilegal —como ahora sostiene ese peculiar código ético del PP—, entonces todo vale. Mentir en campaña, mentir en los datos, mentir en los presupuestos, mentir sobre las listas de espera, mentir sobre los muertos, sobre los damnificados, sobre los errores… Mentir hasta que la mentira se convierte en paisaje. De este modo, lo que para cualquier persona con un mínimo sentido moral sería motivo de vergüenza, para ellos es apenas una herramienta de trabajo.

El problema es que ese “todo vale” se extiende como una mancha de aceite. Si mentir no tiene consecuencias para un político, ¿por qué habría de tenerlas para un periodista, un docente o un profesional de la salud? Si el ejemplo que se da desde las instituciones es que la mentira es tolerable —e incluso útil—, ¿qué podemos esperar de una sociedad que toma a esos políticos como referentes? Una democracia sin verdad se degrada hasta convertirse en una ficción donde la confianza se disuelve y la palabra pierde todo su valor.

La mentira institucional no es una caso aislado, es un virus que corroe las bases mismas de la convivencia. Y lo peor es que, en esta deriva, el Partido Popular ha pasado de ocultar la mentira a exhibirla con orgullo, como quien presume de astucia. Lo vemos en Andalucía con la gestión sanitaria de Moreno Bonilla, que maquilla las cifras y silencia los colapsos hospitalarios; en la Comunidad Valenciana con Carlos Mazón, que niega su negligencia antes, durante y después de la DANA de 2024; o en Madrid, donde Ayuso y Almeida han elevado la propaganda a la categoría de política pública. La consigna parece clara, mentir sin complejos, negar la evidencia, invertir el sentido de las palabras y atacar a quien se atreva a decir la verdad.

Lo que está en juego no es solo la credibilidad de un partido, sino la decencia misma del ejercicio político. La mentira puede no ser ilegal, pero es indecente. Y un país gobernado por indecentes está condenado a la erosión moral. Porque la legalidad, sin ética, se convierte en coartada. No todo lo que no es delito es aceptable, ni todo lo que la ley permite es justo. La política, cuando renuncia a la ética, deja de ser servicio público para convertirse en negocio privado del poder.

Lo más grave es que esta banalización de la mentira conduce a una peligrosa confusión. Si todo es relativo, si nada es verdad ni mentira, entonces nadie es responsable. Así se desactiva la conciencia crítica y se anestesia la indignación ciudadana. Mentir deja de ser escandaloso para convertirse en rutina, y la verdad, en un lujo prescindible.

Por eso resulta tan alarmante que quienes deberían ser ejemplo —los que gestionan nuestra salud, nuestra educación, nuestra justicia y nuestro bienestar— asuman sin pudor que pueden hacerlo desde la mentira. Porque gobernar es un acto de confianza, y la confianza no se decreta, se construye con verdad, con coherencia y con respeto. Cuando un político miente, no solo traiciona a su adversario, traiciona a toda la ciudadanía.

Quizá, en efecto, mentir no sea ilegal. Pero cuando la mentira se institucionaliza, cuando se convierte en principio rector de la acción política, estamos ante algo mucho peor que una falta ética, ante una degradación moral que amenaza la propia democracia. Porque un político que miente sistemáticamente no gestiona, gobierna o hace oposición: manipula, oculta y desprecia. Y quienes lo aplauden, lo consienten o lo justifican, se convierten en cómplices de esa indecencia.

Mentir con orgullo es una obscenidad moral. Y aún más obsceno es que quienes nos gobiernan, en lugar de rectificar, se rían de la verdad. Porque, en su lógica perversa, la mentira no es una falta, sino una herramienta. Y con esas herramientas construyen un país donde la verdad molesta, la ética estorba y la decencia se considera una debilidad.

1 thoughts on “LA MENTIRA COMO FORMA DE GOBIERNO

  1. José Ramón comparto letra por letra tú brillante reflexión y te doy las gracias de todo corazón por compartirlo

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