A todas aquellas personas que creen y trabajan por lograr un igualdad real, alejada de artificios.
“No estoy aceptando las cosas que no puedo cambiar, estoy cambiando las cosas que no puedo aceptar”.
Angela Davis[1]
Es triste y preocupante, al mismo tiempo, que tengamos que seguir manteniendo un día internacional contra la violencia machista o la violencia de género – porque la una lleva a la otra-. Y lo es, porque quiere decir que no tan solo no se ha erradicado, sino que sigue siendo una lacra que, como define la RAE, representa un vicio físico o moral que marca a quien lo tiene. Físico en tanto y cuanto lo sufren las mujeres que son agredidas directamente por el machismo que sigue impregnando nuestra sociedad a pesar de que tratemos de disimularlo. Moral porque no tan solo impacta en las mujeres que lo padecen, sino que trasciende a la sociedad en la que se mantiene e incluso alimenta con actitudes y comportamientos individuales y colectivos.
Ante esta tozuda y sangrante realidad, cabe preguntarse si no estamos ante una sociedad enferma. Enferma crónica.
Enferma, porque sufre una pasión dañosa y una alteración en lo moral o espiritual, para la que colectivamente no hemos sabido, falta saber si realmente hemos querido, encontrar solución. Pasión dañosa, porque maltrata y echa a perder algo tan importante como el respeto y la igualdad entre iguales y al mismo tiempo diferentes, es decir, entre hombres y mujeres. Daño que altera en lo moral y espiritual a quien lo causa, a quien lo recibe y a quien lo ignora, esconde, disimula o incluso lo justifica. Porque no es gratuito, no es simple violencia, si se puede considerar simple la violencia. Se trata de una violencia sistemática, calculada, cobarde, que tiene un coste que va más allá del daño físico y moral infringido. Porque afecta a toda la sociedad, incapaz de revertir las causas que alimentan dicha violencia machista contra las mujeres.
Por eso la convierte en una enfermedad crónica, en tanto y cuanto se alarga en el tiempo y adolece de remedio. Pero, al mismo tiempo se convierte en una crónica permanente por cuanto se trata de una narración histórica que perdura en el tiempo a través del orden consecutivo de los tristes y dolorosos acontecimientos que genera. Al tiempo que es una crónica sistemática porque la hemos naturalizado, al convertirla en un tema de actualidad que desencadena noticias en los medios de comunicación que escuchamos, leemos o visionamos, al mismo nivel, en el mejor de los casos, que las noticias del tiempo, el deporte o el corazón.
Porque, además, los tratamientos sintomáticos y reactivos que se aplican, en forma de manifiestos o minutos de silencio, por sentidos que puedan ser, son absolutamente insuficientes y acaban generando idéntica naturalización que la que provoca el hecho que los activa.
Si además de lo dicho, tenemos en cuenta que quienes actúan desde los diferentes ámbitos o sectores -sanitario, judicial, educativo, policial, medios de comunicación, social…-, lo hacen como compartimentos estancos sin canales de comunicación permeables y permanentes, entenderemos porque los resultados de sus intervenciones se limitan a dar respuestas parciales, fragmentadas e insuficientes a quienes sufren los ataques permanentes de un machismo, cada vez más instaurado y enraizado socialmente.
Esta manera de afrontar un problema, de la magnitud y gravedad, de la violencia de género, se traduce en omisiones peligrosas, en repeticiones innecesarias y contraproducentes y en contradicciones que generan un alto grado de desconfianza en las víctimas, sin que, lamentablemente, se logre trasladar una imagen de seguridad, referencia, valor, identidad y liderazgo que permita a las mujeres identificar a sus valedores y sentirse defendidas de los ataques machistas de los que son objeto, social, económica, institucional o domésticamente. Porque el machismo no se reduce a la actitud, lenguaje o acción de hombres contra mujeres. El machismo, forma parte de la convivencia diaria en nuestra sociedad. Impregna sus mensajes, sus discursos, sus normas, sus valores, sus tradiciones, su cultura. Un machismo, supuestamente domesticado, que se alimenta del discurso oficial y oficioso, y se traduce en un progresivo aumento, tanto del número de víctimas directas como indirectas, como de la naturalización de comportamientos que van mucho más allá de los lenguajes normativos igualitarios que, siendo necesarios, son claramente insuficientes e, incluso, en muchas ocasiones incomprendidos cuando no rechazados.
Una sociedad que se deja influir por los discursos negacionistas, demagógicos, paternalistas, reaccionarios… que deforman la realidad para instaurar o mantener el patriarcado autocrático, disfrazado de eufemismos feministas, que erosiona la igualdad y propicia la violencia machista de todo tipo.
Una sociedad en la que me preocupa la juventud que identifica[2], cada vez menos, el machismo como un problema de primer orden. Que considera que no es necesaria la discriminación positiva. Que acepta con naturalidad el lenguaje verbal y corporal machista. Que la autoridad y la falta de respeto son identificados y asumidos como comportamientos protectores. Que los celos se aceptan como muestra de amor. Que el control sobre la libertad de las mujeres se admite como defensa de su integridad. Que la fuerza de unos supone la debilidad de otras. Que no participa de la perspectiva de género. Que sitúa al mismo nivel el feminismo y el machismo. Que perciben el feminismo como un movimiento reaccionario y revolucionario “en contra de”, en lugar de “en defensa de”. Que no tenga argumentos para rebatir la desigualdad. Que se refugia en el silencio para combatir el machismo. Porque esa parte de juventud es, en primer lugar, receptora de la cultura social actual que trata de mostrarse públicamente igualitaria, pero que sigue siendo profundamente machista. Porque es la que asiente, transmite y perpetúa el machismo que invade, ataca, lesiona y mata a las mujeres y a la sociedad en su conjunto.
Pero esta tendencia no puede ser identificada, en ningún caso, como una actitud consciente o voluntaria por parte de la juventud. Esta actitud es, precisamente, una consecuencia más del machismo existente y del empeño persistente y resistente de aquellas/os que no tan solo quieren mantenerlo, sino institucionalizarlo con sus propuestas, medidas, políticas, decisiones… que son secundadas por quienes, denominándose defensores de la igualdad y la libertad, las apoyan con tal de obtener rédito político. Que nadie se confunda. Tan peligroso, nocivo, deplorable y rechazable es quien propone, como quien permite y/o contribuye a que se disponga e imponga.
Y, esta tendencia se convierte finalmente en moda gracias a los votos, democráticos y de supuesta protesta social, que sitúan en puestos de máxima responsabilidad y toma de decisiones a quienes utilizan la democracia y la libertad, precisamente, para socavar sus principios y su capacidad de protección, equidad, igualdad y justicia.
Pero no tan solo quienes tienen la capacidad de tomar decisiones, por delegación ciudadana no lo olvidemos, son responsables de la situación que vivimos. Somos todas/os, cada cual, desde su ámbito de actuación, opinión o posición, las/os corresponsables de luchar activamente contra el machismo. En favor de la perspectiva de género y de la igualdad efectiva y no tan solo efectista. Identificando al machismo, y la violencia que genera, como un problema y no como una ideología o una opción política que acaba asumiéndose como inevitable. Defensa que no supone, o debiera suponer, adoptar posturas de enfrentamiento, descalificación o falta de respeto, a las que tan acostumbradas/os nos tienen “nuestras/os” representantes políticas/os. Se trata de adoptar una lucha racional, coherente, argumentada, veraz, rigurosa… que contribuya activamente a erradicar el mal que nos contamina, daña, enfrenta y mata, por encima de ideologías, creencias, tradiciones, valores o normas, que intenten justificarlo. Sería la mejor prueba de que el problema fuese tan solo parte de la necesaria memoria histórica, que no histérica, como algunas/os se empeñan en describir.
Llegados a este punto y como enfermera, creo que resulta imprescindible reflexionar sobre la actitud de las enfermeras ante este gravísimo problema de salud. Actitud profesional por supuesto. Porque las enfermeras ni podemos ni debemos permanecer al margen del problema como si el mismo, no fuera con nosotras. Ni al margen ni en la periferia, pensando que con la asistencia puntual y clínica es suficiente para tranquilizar nuestras conciencias. Se trata de adoptar una actitud de compromiso, implicación y acción que contribuya a que las mujeres maltratadas puedan afrontar su situación con la mayor eficacia. Desde una atención integral, integrada e integradora que huya del asistencialismo, el paternalismo y la medicalización que caracterizan al sistema sanitario. Una actitud de trabajo compartido y colectivo desde la transdisciplinariedad que logre situar en el centro de la acción a las mujeres y no a la lucha competencial entre disciplinas. Una actitud de intervención comunitaria que trabaje desde la intersectorialidad para afrontar el problema de manera compartida con las/os múltiples agentes profesionales y de la ciudadanía para que participen activamente en la planificación de las acciones, estrategias, intervenciones… Una actitud con visión calidoscópica que contemple y aborde realidades diversas, entornos múltiples, necesidades de aprendizaje diferentes, es decir, llevando a cabo abordajes amplios que permitan atender la especificidad. En lugar de la habitual atención telescópica, que busca la estandarización desde la que se ofrecen los mismos consejos, los mismos recursos, los mismos remedios, sin diferenciar, priorizar ni determinar las necesidades reales para cada mujer, momento, espacio o circunstancia.
Actitud, por otra parte, que puede y sería deseable, fuese liderada por enfermeras. Porque como miembros de una profesión femenina que ha sido objeto y objetivo del machismo disciplinar, nos sitúa en una posición de compromiso y comprensión ética y estética, con el problema y con quienes lo padecen. Nada lo impide. Nadie tiene capacidad tampoco para impedirlo, a no ser que se imponga como orden alineada políticamente con quienes niegan el problema y se oponen a su solución. Las enfermeras tenemos la capacidad, competencia, conocimiento y sensibilidad, para liderar intervenciones comunitarias amplias, integrales, participativas, intersectoriales… en las que se analice el problema, se planteen soluciones razonables y ajustadas a la disponibilidad de recursos, se diseñen líneas de trabajo y de intervención eficaces y eficientes, se evalúen los resultados y se generen conclusiones, como las que requiere la violencia de género. Intervenciones en las que políticas/os, jueces/zas, docentes, periodistas, científicos, profesionales de la salud, fuerzas de seguridad, asociaciones ciudadanas, instituciones… trabajen conjuntamente para resolver el problema y no para hacer del problema un arma arrojadiza, de interés político/partidista, de ideologización, de adoctrinamiento, de represión, de distracción, de confrontación, de confusión…
Hay que diseñar intervenciones educativas, formativas, informativas, de apoyo, de afrontamiento, de acompañamiento, de protección, de empoderamiento, de cambio… articulando y generando respuestas de unidad, cohesión y consenso entre todas/os las/os implicadas/os. Respuestas que superen los datos, las estadísticas, las clasificaciones, los protocolos… que despersonalizan, difuminan, maquillan y naturalizan, el problema. Respuestas que no se focalicen exclusivamente en las víctimas mortales o en quienes las ocasionan, porque siendo importantes, lamentables y denunciables, son tan solo una pequeña parte del enorme problema que sigue, oculto y olvidado.
De igual manera que se habla de incorporar la salud en todas las políticas, es imprescindible que se incorpore la igualdad. Pero no tan solo de manera procedimental para aparentar la igualdad. Deben de ser acciones reales y realistas que acaben con las desigualdades aún existentes en muchos ámbitos. Lo contrario conduce a que, por ejemplo, se hable de la reducción de la natalidad y la misma sea transmitida e identificada por la población en general como una acusación hacia las mujeres, sin tener en cuenta los determinantes que influyen en esta reducción y que para nada son imputables a las mujeres por el simple hecho de ser mujeres. La precariedad laboral, la diferencia de salarios entre hombres y mujeres, la discriminación de acceso a diferentes puestos de trabajo, la ausencia de ayudas/recursos que faciliten la conciliación familiar, la dificultad de acceso a la vivienda… son tan solo algunos de ellos. Porque mientras no se logre la igualdad, el impacto que genera la desigualdad, también la social, se traduce en acoso y violencia machista.
Seguir celebrando la existencia, persistencia y pestilencia que produce la violencia de género es poco alentador. Seguir asistiendo a disputas, reproches, descalificaciones, inacciones, ausencias, menosprecios, desprecios, de unas/os contra otras/os, no tan solo es desalentador, sino que impide avanzar para resolver y no tan solo para contener.
La violencia de género es un problema del modelo que impregna y caracteriza a nuestra sociedad y de los modelos de intervención/atención de los sistemas de salud, judicial, científico, educativo, de medios de comunicación, policial… responsables de solucionarlo. Un problema individual y colectivo. Un problema local y global. Un problema cultural y de creencias… Tratar de simplificarlo es contribuir a magnificarlo, a perpetuarlo.
No se puede, ni debiera pedirse como tan frecuentemente se hace, tener fe en la sanidad, la educación, la justicia, la comunicación… porque no es una cuestión de tener fe o no, de creer o no creer. Lo mismo que no es una cuestión del espíritu de las leyes, su cumplimiento. Se trata de preservar, defender y garantizar el derecho de la igualdad, en cualquier ámbito, espacio o contexto. Sin encomendarse a ninguna divinidad, esperar milagros o que los astros estén alineados. Porque la fe puede mover montañas, pero la ciencia siempre acaba poniéndolas en su sitio. No esperemos de la fe, lo que nuestra voluntad no pueda/sepa hacer. Porque, entre otras cosas, también la fe ha demostrado en muchas ocasiones su devoción por el machismo.
Cada vez que una mujer sufre la violencia machista, la sociedad sufre las consecuencias de su parálisis, su inacción y su falta de compromiso. Un minuto de silencio no resuelve la eternidad de la muerte ni las consecuencias que lastran la vida de quien sufre el acoso permanente. Los planes de igualdad, siendo necesarios e importantes, se quedan muchas veces, en eso, en intenciones o proyectos que no logran sus objetivos, acabando en procesos administrativos que generan frustración e indefensión.
Es cierto que hemos avanzado, decir lo contrario sería mentir. Pero los avances conseguidos no son suficientes, ni tan siquiera eficaces. Porque en paralelo a los avances, se producen permanentes retrocesos que impiden mejoras de los resultados globales. Incorporándose nuevas variables que complican el abordaje de un problema que sigue dividiendo en lugar de unir.
Un problema que sigue siendo utilizado de manera oportunista e interesada, en lugar de ser atacado con determinación. Que sigue presente en una sociedad cada vez más individualista, competitiva, hedonista y con, cada vez, menos pensamiento crítico, menos compromiso e implicación, menos coherencia, menos reflexión, menos tolerancia.
Un problema que no es de las mujeres, sino contra las mujeres. Un problema que determina y define a la sociedad en la que se produce. Un problema que ataca la dignidad humana.
Quisiera celebrar, pero tan solo puedo seguir luchando, reivindicando, exigiendo, denunciando, reprochando, apoyando, trabajando… para que las mujeres alcancen la igualdad que se les niega y la atención que se merecen.
No quiero más silencio que el de la injusticia. Más manifiesto que el de la libertad. Más celebración que la de la igualdad real. No quiero concesiones ni condiciones, sino derechos. No quiero falsas compasiones, sino atenciones sinceras. No quiero promesas incumplidas, sino realidades.
Quiero que, ser, sentir, pensar, actuar, como mujer no sea una opción peligrosa, una posibilidad puntual, una amenaza constante… sino una condición de libertad, respeto e igualdad que deje de ser cuestionada, perseguida, acosada o eliminada. Quiero que las mujeres sean cuidadas con, al menos, idéntica calidad, intensidad, dedicación y continuidad que siempre han hecho ellas por imposición social.
Como hombre y como enfermera, me duele el machismo, me mata su violencia y me revela su presencia.
[1] Activista política estadounidense muy conocida por su trabajo en el movimiento feminista negro y su lucha por la igualdad de género y la justicia social (1944).