FEMINISMO Y SALUD Por una igualdad sin trampas

“No estoy aceptando las cosas que no puedo cambiar, estoy cambiando las cosas que no puedo aceptar.”.

Angela Davis[1]

 

Desde sus orígenes, el feminismo ha sido un motor de transformación social, política y cultural. Surgido como movimiento de denuncia de la exclusión de las mujeres del espacio público, ha evolucionado hasta convertirse en una crítica global al orden patriarcal que estructura nuestras sociedades. Las distintas olas del feminismo han ampliado progresivamente su mirada: desde la conquista de derechos civiles básicos —como el sufragio o la educación— hasta la crítica a las formas simbólicas del poder, las violencias estructurales, la desigualdad laboral, la medicalización del cuerpo femenino o la invisibilización del trabajo de cuidados. En cada etapa, el feminismo ha desenmascarado las jerarquías que naturalizan la desigualdad, y ha planteado una ética alternativa: la de la justicia relacional, la equidad sustantiva y el cuidado como principio organizador.

No obstante, la feminización de las instituciones y de los espacios profesionales ha seguido un curso más ambiguo. En muchos ámbitos, como el sanitario, se ha producido una feminización numérica —las mujeres son mayoría en las plantillas— sin que eso haya conllevado una feminización estructural, es decir, un cambio en los modos de ejercer el poder, de organizar el trabajo, de reconocer los saberes o de establecer prioridades[2]. Esta disociación entre presencia y transformación es especialmente evidente en el sistema sanitario: uno de los espacios más feminizados y, sin embargo, más resistentes al cambio cultural[3].

En un momento histórico en el que la mayoría de los profesionales de la salud son mujeres, se mantiene, sin embargo, un modelo de sistema de salud profundamente masculinizado[4]. Esta aparente contradicción —la convivencia entre una feminización numérica de las profesiones y una persistencia estructural del poder masculino— no es un fenómeno anecdótico ni coyuntural, sino la expresión más clara de una tensión aún no resuelta entre presencia y transformación. Las mujeres están, pero no deciden. Protagonizan, pero no definen. Sostienen, pero no lideran Y cuando lo hacen, en demasiadas ocasiones asumen modelos de ejercicio del poder heredados de un sistema que continúa reproduciendo valores patriarcales bajo nuevas formas.

Esta realidad es especialmente evidente en el campo de la enfermería, profesión históricamente feminizada tanto en términos de composición como en su imaginario social[5]. A pesar de ello —o quizás precisamente por ello— la enfermería ha sido tratada durante décadas como una disciplina subsidiaria, invisible, instrumental y subordinada al poder médico, paradigma indiscutido, que no indiscutible, de autoridad en el mundo sanitario[6]. La subordinación enfermera, sin embargo, no responde a una lógica científica o técnica, sino a una lógica de género profundamente arraigada[7]. Lo masculino se asocia a saber, poder y liderazgo; lo femenino a apoyo, cuidado y ejecución desvalorizados y menospreciados. Así, aunque enfermeras y médicas (aunque una gran mayoría hayan decidido denominarse como médicos) sean hoy mayoría en las instituciones sanitarias, las estructuras que las rodean siguen rigiéndose por jerarquías, epistemologías y dinámicas que perpetúan la hegemonía masculina[8].

Este fenómeno se refuerza por múltiples vías. La formación universitaria orientada a la técnica y al diagnóstico en detrimento de lo relacional; los sistemas de evaluación del desempeño centrados en la productividad y los resultados cuantificables; la escasa representación de la enfermería en los espacios de decisión política; y el peso simbólico que aún conserva la medicina como ciencia rectora, son algunas de ellas. Incluso en los discursos institucionales, el lenguaje empleado revela con claridad las prioridades del sistema: se habla de eficacia, rentabilidad, innovación tecnológica, pero rara vez se habla de escucha, vínculo, acompañamiento o comunidad y mucho menos de cuidados[9].

Sorprende que, incluso en una medicina que hoy cuenta con una mayoría de mujeres, los patrones decisionales, los estilos de liderazgo, la lógica del ascenso profesional y la producción científica sigan marcados por una fuerte impronta masculina[10]. No se trata simplemente de la herencia de siglos de dominio patriarcal, sino de una reproducción activa, sostenida muchas veces también por las propias mujeres que, al llegar a posiciones de poder, ven en la adopción de modelos masculinos la única vía para ser reconocidas y respetadas. Esto configura un sistema profundamente contradictorio. Se demanda feminización, pero solo en términos cuantitativos; cuando lo que se necesita es una transformación cualitativa de fondo, una redefinición del poder, del liderazgo, del conocimiento y de los cuidados.

El cuidado profesional —núcleo histórico de la enfermería— ha sido sistemáticamente invisibilizado en la arquitectura sanitaria. Este silenciamiento no es neutro. Implica una deslegitimación simbólica, una negación política de su valor y una marginación en términos presupuestarios, jerárquicos y epistémicos[11]. Feminizar el sistema no significa, en este sentido, simplemente «valorar más el cuidado», sino reconocer que el cuidado es una forma de conocimiento, de intervención y de organización institucional y social[12]. Es entender que el paradigma del cuidado no es secundario, sino central para construir sistemas de salud más humanos, justos, eficaces y sostenibles. Y, que sea central, no significa, en ningún caso, que desplace la centralidad de la intervención médica. Se trata simplemente de otra forma diferente y no excluyente de centralidad que puede y debe coexistir sin que ello signifique enfrentamiento ni, mucho menos, tenga que ser identificado como una amenaza para el que, desde siempre, ha sido considerado el centro único y exclusivo. Su coexistencia, por tanto, no tan solo es posible, sino que es muy necesaria[13].

Feminizar el sistema implica también desmontar una concepción biologicista, fragmentada y centrada en la enfermedad, para dar paso a una visión más integral, centrada en la vida, la comunidad y los determinantes sociales y morales de la salud[14]. Implica reconocer que las decisiones en salud deben considerar no solo los protocolos clínicos, sino también las trayectorias vitales de las personas, sus contextos, sus vulnerabilidades, sus proyectos y, sobre todo, sus necesidades sentidas y demandas[15]. En ese sentido, las enfermeras desde su paradigma centrado en el terreno de lo cotidiano, puede ofrecer una perspectiva profundamente transformadora, siempre que logre hacerlo desde su propio lugar, sin mimetismos ni subordinaciones.

Por otra parte, la influencia de las nuevas masculinidades en este proceso puede ser significativa si se entienden no como una corrección estética del patriarcado, sino como una revisión radical de lo que significa ser hombre en contextos profesionalmente feminizados[16]. Cuando los varones que trabajan en enfermería o en medicina se desmarcan de la lógica de dominación y adoptan posturas de horizontalidad, escucha y corresponsabilidad, contribuyen a erosionar los pilares simbólicos del sistema jerárquico. Pero para ello deben renunciar a las ventajas que el género masculino aún les concede: reconocimiento inmediato, ascensos acelerados, autoridad tácita[17]. Deben aceptar ser uno más, no para liderar sobre, sino para cuidar.

En muchos casos, sin embargo, se interpreta que la entrada de los hombres en enfermería genera un reforzamiento del prestigio de la profesión, pero no necesariamente una transformación de su cultura[18]. Más aún, se ha documentado que los varones tienden a concentrarse en áreas de gestión, docencia o técnicas avanzadas, mientras las mujeres siguen predominando en la atención directa, en los cuidados complejos y en los espacios más expuestos emocionalmente. Esta dinámica reproduce, de forma soterrada, la misma lógica de género que se necesita desmontar.

Por otra parte, resulta urgente subrayar que la feminización del sistema sanitario no puede suponer una feminización asimilada a modelos masculinos. Si el poder de las enfermeras se construye a imagen y semejanza de la autoridad médica tradicional —controladora, jerárquica, tecnocrática— se pierde la oportunidad de transformación. Por el contrario, si las enfermeras se empoderan desde su feminidad, reconociendo el valor político y epistémico del cuidado, integrando la diversidad de género sin claudicar a los modelos dominantes, entonces sí puede hablarse de un verdadero cambio de paradigma[19].

Esto implica una revalorización de los saberes propios, una apuesta por la investigación cualitativa y participativa, una presencia activa en los espacios de decisión y, sobre todo, una conciencia clara de que el cuidado no es un “complemento emocional” a la técnica médica, sino una forma de construir salud. Implica también que las enfermeras no renuncien a su feminidad por temor a ser estigmatizadas como “blandas”, “emocionales” o “menos científicas”. La feminidad, lejos de ser un obstáculo, es una fuente de liderazgo transformador si se articula con conciencia crítica, formación sólida y acción política[20].

El reto es construir un sistema de salud donde el liderazgo no se mida por la distancia respecto al sufrimiento, sino por la capacidad de estar presente en él. Donde la gestión no se limite a indicadores económicos, sino que incluya el bienestar de quienes cuidan y de quienes son cuidados. Donde la autoridad no emane del rango o la disciplina, sino de la capacidad competencial, la coherencia ética, del compromiso social y de la capacidad de generar vínculos de confianza.

En esta transformación, el lenguaje no es un elemento menor. La manera en que se nombra o se omite a las enfermeras en los discursos institucionales y académicos refleja y perpetúa estructuras de poder simbólicas. Suele omitirse, de manera consciente y exenta de inocencia la denominación de enfermeras en favor de la errónea de enfermería, que es ciencia, disciplina y profesión. La Real Academia Española, por su parte, institución aún configurada desde una lógica fuertemente masculina y elitista que se manifiesta en su composición (más del 80% de los académicos son hombres), mantiene definiciones obsoletas y excluyentes en relación con la enfermería y las enfermeras[21]. Su negativa reiterada a actualizar los términos “enfermera y enfermería” en el diccionario, a pesar de la evidencia científica, del clamor profesional y del cambio social, no solo invisibiliza la evolución disciplinar de la profesión, sino que contribuye activamente a sostener el patriarcado lingüístico y epistemológico. Este inmovilismo institucional, además, no es neutro. Incide en la percepción pública, en la legitimidad profesional y en el reconocimiento académico de las enfermeras. Es un claro ejemplo de cómo el lenguaje también puede ser una trinchera de resistencia al cambio, y cómo el feminismo debe seguir disputando, también ahí, el sentido de lo justo.

Resulta además paradójico que, desde una lógica lingüística profundamente simbólica, la palabra “curación” —asociada culturalmente al poder médico— sea gramaticalmente femenina, mientras que “cuidados” —identificación histórica de la práctica enfermera— adopten una forma masculina. Esta aparente contradicción pone de relieve cómo las convenciones gramaticales no escapan a las tensiones de género, y cómo incluso en el plano del lenguaje se reproducen o invierten, consciente o inconscientemente, los marcos culturales que asignan valor, centralidad y jerarquía a ciertas prácticas profesionales sobre otras[22]. Ese sistema no es una utopía, es una posibilidad política concreta que exige voluntad, conciencia y una relectura crítica del rol de las enfermeras.

Para que esta transformación sea viable, no basta con que las enfermeras asuman un discurso de empoderamiento; es necesario que el entorno institucional y legislativo lo respalde. Esto supone revisar normativas, planes de estudio, estructuras de gobernanza y sistemas de evaluación que penalizan lo relacional y premian lo técnico. Supone también redefinir qué entendemos por liderazgo en salud: no como ejercicio de autoridad unidireccional o de poder corporativista, sino como capacidad de sostener procesos colectivos, interdisciplinares y orientados al bienestar integral. Una feminización coherente del sistema implica, por tanto, modificar no solo los sujetos que lideran, sino los criterios con los que evaluamos el éxito y el impacto de sus liderazgos.

Existen experiencias internacionales que muestran el potencial transformador de este enfoque. En países como Canadá, Nueva Zelanda o los países nórdicos, donde se ha dado una mayor integración del modelo enfermero en los sistemas públicos de salud, los cuidados se han situado en el centro de las políticas sanitarias[23]. Esto no ha supuesto una pérdida de calidad técnica, sino un aumento de la pertinencia, la accesibilidad y la satisfacción de las personas. La promoción de redes comunitarias, la inclusión de perspectivas intersectoriales en salud pública y la consolidación de equipos interprofesionales liderados por enfermeras han contribuido a resultados en salud más equitativos y sostenibles.

En contraposición, los sistemas más fuertemente medicalizados y jerarquizados —como los de tradición francófona o hispanoamericana— presentan mayores resistencias a este cambio de paradigma. En ellos, el rol de las enfermeras permanece confinado a la ejecución subordinada, y cualquier intento de liderazgo se enfrenta a barreras institucionales, culturales y simbólicas. La feminización allí ha sido más numérica que política. Las consecuencias de este estancamiento no son menores: burnout profesional, desafección institucional, baja retención del talento joven, y un alejamiento progresivo de la ciudadanía respecto a los servicios de salud[24].

La clave, por tanto, no reside solo en quiénes ocupan los puestos, sino en qué estructuras, valores y prácticas se activan o se neutralizan cuando esos puestos se ocupan. Si una mujer llega a un puesto de gestión y debe comportarse como su antecesor masculino para ser aceptada, el sistema sigue intacto. Si una enfermera accede a una dirección de centro, pero debe invisibilizar el cuidado para “demostrar su autoridad gestora”, no hay transformación real. Feminizar el sistema implica permitir otras formas de estar, otras formas de liderar, otras formas de valorar.

No se trata de reemplazar el dominio de unos por el de otras, ni de aplicar una inversión de roles, sino de desactivar la lógica misma del dominio. De abrir paso a un sistema basado en la cooperación, la reciprocidad y la escucha. La autoridad basada en el mérito técnico debe abrirse a una legitimidad más amplia, que incluya el conocimiento específico, la sensibilidad relacional, la experiencia profesional y la construcción de confianza. Esto exige redefinir también los modelos de formación, rompiendo con currículos androcéntricos que aún hoy priorizan la competencia técnica sobre la competencia ética y relacional.

Una feminización bien entendida del sistema de salud tendría efectos concretos: mayor interdisciplinariedad, menos medicalización de la vida cotidiana, más protagonismo de la atención primaria, mejor integración comunitaria, políticas de salud más inclusivas y una redefinición de los indicadores de éxito[25]. Implicaría también que la formación de profesionales de la salud, incluyendo médicos, enfermeras, terapeutas y gestores, incorporara desde el inicio una ética del cuidado como pilar estructural, y no como complemento.

Finalmente, esta transformación requiere valentía. No bastan los diagnósticos ni los discursos bien intencionados. Es necesario confrontar inercias, resistencias y privilegios, tanto en lo institucional como en lo personal. Implica revisar nuestras propias prácticas, nuestras formas de comunicarnos, de organizarnos, de priorizar. Y hacerlo sabiendo que lo que está en juego no es solo una mejor atención, sino un modo más justo y humano de entender la salud.

Las enfermeras tienen, en este escenario, una responsabilidad histórica. No se trata solo de exigir reconocimiento, sino de liderar la transformación con conciencia y con solvencia. De abandonar toda forma de dependencia simbólica de la medicina y reivindicar su lugar no como profesión secundaria, sino como profesión rectora del cuidado. Y hacerlo desde una identidad que no reniega de su feminidad, sino que la convierte en fuerza crítica, en propuesta política y en ética profesional[26].

Por todo ello, feminizar el sistema se salud no es una opción ideológica ni una concesión a la igualdad. Es una necesidad estratégica, una exigencia democrática y una condición de posibilidad para construir salud con sentido, con justicia y con dignidad. Desde el cuidado, con las enfermeras, para y con toda la comunidad.

[1]  Filósofa, política feminista marxista y antirracista y académica estadounidense. (1944).

[2] Kuhlmann E, Annandale E. The Palgrave Handbook of Gender and Healthcare. London: Palgrave Macmillan; 2010.

[3] WHO. Delivered by women, led by men: A gender and equity analysis of the global health and social workforce. Geneva: World Health Organization; 2019.

[4] Hegewisch A, Hartmann H. Women in Health Care: Occupational Segregation and Workforce Diversity. Institute for Women’s Policy Research; 2020

[5] Traynor M. Critical Resilience for Nurses. London: Routledge; 2017.

[6] Pérez-Bustos T, Forero-Pineda C. Epistemologías del cuidado en salud. Rev Colomb Sociol. 2021;44(2):19–44.

[7] Bonet C. Lenguaje, poder y exclusión. Rev Estud Género. 2020;26(1):45–62.

[8] Real Academia Española. Diccionario de la lengua española. Madrid: RAE; [consultado 2024 may 15]. Disponible en: https://dle.rae.es

[9] Simpson R. Masculinity at work. Work Employ Soc. 2004;18(2):349–368.

[10] Hooks b. Feminism is for everybody. Cambridge: South End Press; 2000.

[11] Leininger M. Culture Care Diversity and Universality. New York: National League for Nursing Press; 1991

[12] Allen D. The Invisible Work of Nurses. London: Routledge; 2014.

[13] Martínez-Riera, JR. Enfermeras.  Una voz para liderar. Liderando con voz propia. Revista ROL de Enfermería. 2019.41: 417 – 421.

[14] Marmot M. The Health Gap. London: Bloomsbury; 2015.

[15] Barry CA et al. Patients’ understandings of health and illness. Sociol Health Illn. 2001;23(1):29–50.

[16] Connell RW. Masculinities. Berkeley: University of California Press; 1995.

[17] Messner MA. Politics of Masculinities. Thousand Oaks: Sage; 1997.

[18] Evans J. Men nurses. J Adv Nurs. 2004;47(3):321–328.

[19] Gilligan C. Joining the Resistance. Cambridge: Polity Press; 2011.

[20] Harding S. The Science Question in Feminism. Ithaca: Cornell University Press; 1986.

[21] Lledó E. El silencio de la palabra. Madrid: Cátedra; 1991.

[22] Cameron D. Verbal Hygiene. London: Routledge; 1995.

[23] Delamaire ML, Lafortune G. Nurses in Advanced Roles. OECD Health Working Papers. 2010;54.

[24] Aiken LH et al. Nurse staffing and education and hospital mortality in nine European countries. Lancet. 2014;383(9931):1824–1830.

[25] WHO. Framework on integrated people-centred health services. Geneva: World Health Organization; 2016.

[26] Martínez-Riera JR. Cuidar desde la política. Index Enferm. 2021;30(1–2):4–8.

VOZ ENFERMERA ANTE EL SUFRIMIENTO DEL PUEBLO DE GAZA

José Ramón Martínez-Riera

Enfermera

 

No hay neutralidad posible cuando se trata del sufrimiento humano. Y menos aun cuando ese sufrimiento es producto de una violencia estructural, sostenida y desproporcionada que impide vivir… y también morir con dignidad. Como enfermeras, nuestra mirada no se guía por mapas geopolíticos, ni por discursos ideológicos. Se guía por las heridas del mundo. Por los cuerpos rotos, las/os niñas/os aterradas/os, las mujeres desgarradas, las familias desaparecidas bajo los escombros, la comunidad vulnerada. Y por todo aquello que impide, atender, acompañar, sostener, cuidar.

No es tiempo de palabras tibias. No cabe mirar hacia otro lado. Las justificaciones interesadas, los comunicados vacíos de organismos internacionales y los silencios cómplices de muchos gobiernos, ya no pueden seguir ocultando la barbarie. Nada de ello puede arrastrarnos al olvido de lo que somos, enfermeras, y de cuál es nuestro compromiso con las personas, con su dignidad, con sus derechos y con el cuidado entendido en su sentido más profundo, amplio y transformador.

En Gaza no se está librando una guerra. Se está ejecutando una masacre. No es este un conflicto entre iguales, ni un enfrentamiento en el que valga invocar la equidistancia. Es un desastre humanitario que exige ser nombrado por su nombre: crimen contra la humanidad, genocidio. Más de 55.000 personas asesinadas, hospitales reducidos a escombros, corredores humanitarios bloqueados, personal de salud perseguido y ejecutado por ejercer su derecho –y su deber– a atender y cuidar. Y cada día que pasa, se acumulan más víctimas invisibles, obligadas a sobrevivir sin agua, sin comida, sin refugio, sin palabras.

Como enfermeras, sabemos que cuidar no es una tarea. Es un posicionamiento ético. Es estar del lado de quienes sufren. Es levantar la voz cuando otros ya no pueden hacerlo. Y es, también, señalar con firmeza aquello que impide cuidar: el odio, la impunidad, la ocupación, el abandono, la violencia legitimada por el silencio o la indiferencia.

Nuestro posicionamiento como enfermeras no tiene otro objetivo que el de visibilizar y defender el derecho a la vida, a la dignidad humana y al cuidado. Lo hacemos desde la conciencia de que no hay cuidado posible sin paz, sin equidad y sin respeto.

El cuidado enfermero, en su sentido más amplio, interpela a la humanidad en su conjunto. No se limita a contextos asistenciales. Es una práctica política en el mejor sentido del término. Implica transformar las condiciones que generan sufrimiento evitable. Supone cuidar incluso en contextos de horror, cuando todo alrededor conspira para impedirlo. Por eso, no podemos aceptar que se bombardee una maternidad y se nos pida neutralidad. No podemos aceptar que se impida el acceso al agua potable y se nos exija silencio. No podemos aceptar que se asesine a enfermeras mientras atienden a quienes sufren, y se nos diga que no alcemos la voz.

Alzamos la voz, sí. Porque Gaza nos duele, porque cada niña/o mutilada/o podría haber sido atendida/o. Cada mujer embarazada abandonada al dolor podría haber sido acompañada. Cada persona desplazada, privada de todo, debería haber sido abrazada. Y eso, para nosotras, es inaceptable. No es compatible con nuestra ética ni con nuestro compromiso.

La ética enfermera no puede disociarse de la denuncia. Cuando los cuidados se impiden, cuando las personas son tratadas como objetivo de destrucción, cuando el acto de cuidar se convierte en motivo de persecución o muerte, no basta con resistir en silencio, hay que alzar la voz. Hay que actuar. Porque lo contrario es claudicar ante una deshumanización que se extiende y se normaliza, también con la complicidad de la inacción.

Frente a todo ello, como enfermeras, exigimos que se garantice de inmediato el acceso seguro a la ayuda humanitaria. Que se proteja a la población civil conforme al derecho internacional. Que se respete y salvaguarde la labor del personal de salud. Que se permita cuidar. Y que se devuelva a las personas el derecho a ser tratadas con compasión y no con metralla. Que se restituya el derecho básico a recibir cuidados, a ser aliviados, a no ser perseguidos y abandonados.

Nuestra voz enfermera no es un grito aislado. Es un acto de coherencia con lo que somos. Porque cuidar no es un acto neutro. Es profundamente político, profundamente humano y profundamente transformador. Porque cuidar es estar. Es no rendirse. Es acompañar incluso cuando todo se derrumba. Y porque nos negamos a mirar hacia otro lado mientras se impide vivir.

Gaza no es solo una tragedia humanitaria. Es una herida en la conciencia colectiva. Y también una interpelación directa a las enfermeras del mundo. Nos llama a no quedarnos al margen. A no anestesiarnos. A no justificar lo injustificable. A ser fieles a nuestros principios. A defender, incluso cuando resulta incómodo, la universalidad del cuidado como derecho irrenunciable.

Por eso, reafirmamos que cuidar también es resistir. Que resistir también es denunciar. Y que denunciar también es cuidar.

LA FILOSOFÍA DEL CUIDADO ENFERMERO Fundamentos para una salud con sentido: Una mirada desde la enfermería iberoamericana

                                                                          “La filosofía responde a la necesidad de hacernos una concepción unitaria y total del mundo y de la vida.”.

Miguel de Unamuno[1]

La enfermería, entendida como ciencia, disciplina y práctica profesional, constituye mucho más que una respuesta técnica o un conjunto de habilidades aplicadas al contexto asistencial. El cuidado, como identidad y esencia de la enfermería y en su sentido más amplio, es un acto básico, y al mismo tiempo complejo, de la vida humana. En el caso de la enfermería, es además una expresión de conocimiento, juicio ético y compromiso político que atraviesa las dimensiones física, mental, social y espiritual, como base y fundamento de la atención integral, integrada e integradora que define y caracteriza a las enfermeras. Esta afirmación, no es una metáfora ni se trata de una retórica academicista o teórica, sino que está argumentada y fundamentada con profundidad. Estándolo especialmente en un contexto como el Iberoamericano, donde la fragmentación del sistema sanitario, la medicalización de la salud y la subordinación del saber enfermero han dificultado el desarrollo de modelos de atención holística.

Esa fundamentación no es reciente ni obedece a un intento artificial de dotar de apariencia científica y epistemológica a los cuidados. Desde la filosofía clásica, el cuidado ha estado siempre en el centro de la reflexión sobre la existencia humana. Platón ya lo situaba como principio de toda ética al vincular el cuidado de sí con la búsqueda del bien y la justicia[2]. Aristóteles, a través del concepto de eudaimonía, articuló la vida buena con el desarrollo de la virtud y la sabiduría práctica (phronesis)[3], que en el ejercicio enfermero se manifiesta como juicio ético en contextos cambiantes y complejos. El estoicismo ofreció una concepción del cuidado como aceptación activa de la fragilidad, que se asocia a la práctica enfermera en situaciones de sufrimiento y muerte, justificando la existencia y razón del cuidado. Heidegger, al concebir el ser-en-el-mundo como esencialmente cuidado (Sorge), nos recuerda que existir es cuidar y ser cuidado, como esencia misma del ser humano[4]. Levinas eleva esa condición al plano ético radical, situando la responsabilidad por el otro como anterior a toda deliberación racional[5]. Cuidar es, por tanto, responder ante la vulnerabilidad ajena.

Por su parte, en la filosofía contemporánea, pensadoras como Gilligan, Noddings, Tronto, Butler o Victoria Camps han desarrollado una ética del cuidado que trasciende el espacio doméstico o afectivo y se convierte en fundamento de la política, la justicia y la democracia. Tronto, en particular, propone una secuencia del cuidado que abarca desde la toma de conciencia hasta el acto competente[6], y que resulta directamente análoga al proceso enfermero. En tanto que Butler, desmonta el mito de la autosuficiencia para proponer la interdependencia como base ontológica de toda sociedad humana[7]. La filósofa Victoria Camps ha subrayado en múltiples ocasiones la necesidad de recuperar el valor del cuidado como una categoría central del pensamiento ético y político contemporáneo. Para Camps, cuidar implica «hacerse cargo del otro» desde una conciencia de la interdependencia y la vulnerabilidad compartida. Frente a la exaltación de la autonomía individual como ideal moral dominante, Camps propone una ética del cuidado que reconoce la fragilidad de la condición humana y la necesidad de vínculos sostenibles[8]. En su obra «El gobierno de las emociones», afirma que cuidar es una forma de gobernar las relaciones humanas desde la responsabilidad mutua, donde no sólo se atienden necesidades, sino que se reconoce la dignidad de quien las tiene. Desde esta perspectiva, el cuidado enfermero no sólo tiene valor técnico o práctico, sino un profundo sentido filosófico que interpela a toda la sociedad. Cuidar es sostener el mundo común, es comprometerse con la justicia y con el bien colectivo en su dimensión más cotidiana, que da respuesta a la dignidad humana. Cuidar, en base a lo planteado, no es, por tanto, un lujo ni una virtud menor, sino una estructura compleja de la vida y de las relaciones que en la misma se producen y establecen y que adquiere la categoría de cuidado profesional a través del conocimiento y la ciencia enfermera.

Plantear pues el cuidado profesional enfermero desde los principios de la filosofía resulta esencial por múltiples razones. En primer lugar, permite recuperar el sentido profundo y no instrumental del acto de cuidar. Al enraizar el cuidado en la reflexión filosófica, se limita el reduccionismo con el que frecuentemente se relaciona como tarea técnica o simple acompañamiento, visibilizándolo como un pilar de la justicia, de la responsabilidad colectiva y de la vida en común. En segundo lugar, la filosofía permite fundamentar el cuidado en categorías como la dignidad, la reciprocidad, la fragilidad, la interdependencia y la responsabilidad, desplazando el discurso de la eficiencia, la rentabilidad o la productividad, que definen, en gran medida, los modelos que impregnan los sistemas de salud. Finalmente, apelar a la filosofía del cuidado es también una forma de empoderamiento profesional para las enfermeras, ya que permite dotar de legitimidad epistemológica a su saber, exige reconocimiento institucional y cultural, y abre un espacio para disputar el sentido de las políticas de salud. Desde este enfoque, cuidar es también pensar el mundo, transformarlo y compartirlo con otros, con conciencia y con compromiso.

Esta visión filosófica del cuidado no puede desligarse de una de sus dimensiones más profundas y frecuentemente desatendidas, la espiritual. Integrar la dimensión espiritual en la atención integral, integrada e integradora enfermera no es añadir un componente opcional o accesorio, sino reconocer la necesidad humana de encontrar sentido, propósito, trascendencia y conexión, especialmente en los momentos de mayor vulnerabilidad, como el dolor, la enfermedad, la dependencia o la muerte. Desde la filosofía del cuidado, la espiritualidad se comprende como una parte constitutiva de la existencia, y su exclusión empobrece la comprensión de la persona y de su proceso vital. Por tanto, defender la presencia activa y reflexiva de esta dimensión en la práctica enfermera no es una concesión a lo subjetivo o lo inefable, sino una exigencia ética derivada del compromiso con la totalidad del ser humano. Cuidar con sentido filosófico implica también cuidar con profundidad espiritual, respetando la pluralidad de creencias, acompañando el sufrimiento existencial, respetando la cultura, los valores o las tradiciones y ofreciendo presencia, escucha y sentido en los márgenes donde la tecnología y la ciencia callan.

Así mismo, la dimensión espiritual, frecuentemente malinterpretada o marginada en los sistemas sanitarios desde los planteamientos biomédicos, no remite exclusivamente a la religión sino a la capacidad humana de otorgar sentido, trascendencia y conexión. Espiritualidad es poder hablar del sufrimiento, del miedo, de la culpa, de la esperanza, sin ser medicalizado ni reducido a una enfermedad o un síntoma. Numerosos estudios han demostrado que la atención espiritual mejora la calidad de vida de las personas, disminuye el dolor percibido, mejora el afrontamiento ante los problemas de salud y aumenta la adherencia terapéutica[9]. Las enfermeras, por su cercanía, continuidad y vínculo, están en una posición privilegiada para abordar esta dimensión, siempre que su formación y las condiciones institucionales se lo permitan[10]. Integrar la espiritualidad como parte del cuidado es una exigencia ética y científica que humaniza la atención y potencia su efecto terapéutico. Esta visión integradora ha sido defendida por la Dra. Christina Puchalski[11], referente internacional en el ámbito de la espiritualidad en el cuidado de salud, quien sostiene que la dimensión espiritual no solo mejora la calidad de vida de la persona, sino que potencia la empatía, la resiliencia profesional y la conexión terapéutica significativa entre enfermera y persona.

Sin embargo, y a pesar de tan importantes argumentos, el cuidado se sigue supeditando a la técnica en lugar de complementarlo o de situarlo como referencia de una atención en la que es la técnica, la que debe ser interpelada. Desde este planteamiento hegemónico de la técnica es desde el que se plantean, por tanto, los planes de estudio de enfermería y las prioridades de sus contenidos y conocimientos.

En las universidades, la filosofía, la ética, la antropología o la espiritualidad, cuando están presentes en los planes de estudio, ocupan un lugar secundario, arrinconadas como asignaturas «maría» con escaso peso y que no suscitan el interés del estudiantado. Éste, fascinado y deslumbrado por el despliegue técnico de los contenidos de la siempre omnipresente médico-quirúrgica, reproduce sin cuestionamiento el modelo hegemónico centrado en la intervención técnica, rápida y visible. Así se perpetúa una formación enfermera acrítica, fragmentada y desconectada de las realidades humanas que el cuidado debería atender y que lamentablemente alimenta la deshumanización y aleja a las enfermeras de su verdadera identidad.

Frente a esta formación empobrecida, la filosofía del cuidado emerge como una posibilidad de reconfigurar la mirada profesional, de dotar de profundidad ética, epistemológica y política a la práctica diaria. No se trata de elegir entre el conocimiento técnico y la reflexión filosófica, sino de integrar ambos en una praxis transformadora, consciente del lugar que ocupan y de su poder para generar salud.

El cuidado profesional enfermero, desde esta perspectiva, debe entenderse como un recurso terapéutico de primer orden y como elemento clave en la promoción de la salud. Su acción no se limita a asistir en la enfermedad o de cuidar a heridos, según la definición reduccionista de la Real Academia de la Lengua, sino que acompaña procesos vitales, crea sentido, fortalece la autonomía, genera vínculos de confianza y contribuye a una visión salutogénica. Enfoque salutogénico que pone el foco en los factores que generan salud en lugar de los que producen enfermedad, promoviendo el sentido de coherencia en las personas que les permite afrontar mejor los desafíos vitales[12].

La ausencia de este enfoque y la marginación del cuidado tienen, por tanto, consecuencias profundas. Deshumanización de la atención, aumento de la medicalización, invisibilidad del sufrimiento, problemas de salud mental, dificultad de afrontamiento, ruptura de vínculos comunitarios, cronificación de procesos evitables y mayor desigualdad en el acceso y disfrute de la salud.

Las políticas sanitarias, centradas en la enfermedad, en los procedimientos y en los costes, no son capaces de responder a la complejidad del ciclo vital de las personas y de sus necesidades. Persisten en una lógica patogénica y fragmentada que perpetúa desigualdades y produce resultados limitados y limitantes.

Esta situación responde a múltiples causas estructurales, tales como la hegemonía del modelo biomédico, la supremacía del saber médico, la lógica neoliberal en la gestión sanitaria, la mercantilización del sistema, la medicalización derivada de las presiones de la farmaindustria, la burocratización de los cuidados y la marginación epistemológica de la enfermería. En este marco, el cuidado profesional es instrumentalizado, subordinado o directamente ignorado, impidiendo su desarrollo pleno y su reconocimiento como saber transformador.

Sin embargo, existen oportunidades y fortalezas para revertir esta situación. El contexto Iberoamericano, con su diversidad cultural, su tradición comunitaria, sus resistencias locales y sus experiencias de salud colectiva, ofrece un terreno fértil para una enfermería con identidad propia, comprometida con la justicia social y capaz de liderar transformaciones reales. Frente a la dependencia acrítica del modelo anglosajón, se hace necesario construir referencias propias, nutridas por el pensamiento crítico latinoamericano, por los movimientos sociales, por las epistemologías del sur, por el feminismo comunitario y por la pedagogía de la liberación.

Esta perspectiva adquiere una dimensión especialmente significativa en los movimientos del bienestar y el buen vivir —inspirados en saberes ancestrales, cosmovisiones indígenas y tradiciones comunitarias— que proponen una forma de vida centrada en la armonía con uno mismo, con los demás, con la naturaleza y con el tiempo. Estos movimientos no solo cuestionan el paradigma neoliberal del éxito individual y la acumulación, sino que también ofrecen una base filosófica, ética y política que enriquece el concepto de cuidado profesional. En ellos, el cuidado se entiende como una práctica cotidiana de sostenimiento de la vida y del equilibrio colectivo, lo que conecta de forma directa con la visión enfermera del cuidado como proceso relacional, continuado y humanizador. Integrar los postulados del buen vivir en el pensamiento y la práctica enfermera supone, por tanto, no solo un acto de coherencia cultural, sino también una apuesta por modelos de salud más justos, sostenibles y centrados en las personas y los vínculos. Desde este horizonte, el cuidado profesional enfermero no puede limitarse a una función técnico-sanitaria, sino que debe alinearse con estos principios, asumiendo su papel como agente de transformación social y como garante de una salud entendida como proceso relacional, cultural y político. Integrar los postulados del buen vivir al cuidado enfermero es, por tanto, reconocer que cuidar es también defender formas de vida dignas, sostenibles y profundamente humanas. De igual manera, hay que huir del negacionismo que hacia tales planteamientos se hace desde la ciencia tradicional, racionalista, reduccionista y reaccionaria, situándolos al margen de la ciencia y próximos al empirismo y la brujería, como forma de desprestigiarlos para mantener su ámbito de poder científico e intelectual exclusivo y excluyente[13].

Las estrategias deben orientarse a múltiples niveles: político, institucional, formativo y profesional. En el plano político, se requiere una apuesta decidida por políticas de salud que incorporen el cuidado como eje central. En lo institucional, deben promoverse estructuras que favorezcan la autonomía profesional, la transectorialdad, la participación comunitaria, la transdisciplinariedad y la humanización de la atención. En lo formativo, es urgente revisar los planes de estudio, jerarquizar los contenidos humanistas, éticos, filosóficos y antropológicos, desarrollar competencias relacionales, culturales y espirituales, y formar profesionales reflexivos, críticos y comprometidos.

En el plano profesional, es necesario reforzar el liderazgo enfermero, recuperar el sentido del cuidado, generar conocimiento situado[14] y defender públicamente el valor de lo que se hace.

Cuidar, en definitiva, es mucho más que asistir: es transformar, acompañar, sostener, sanar, empoderar, dignificar. Es una forma de construir salud, ciudadanía, comunidad y democracia. Es, también, una práctica profundamente política, porque se inscribe en relaciones de poder, en contextos de desigualdad, en marcos culturales y económicos. Reivindicar el cuidado profesional enfermero es, por tanto, una forma de resistencia, de creación y de justicia.

El conocimiento enfermero no es subsidiario ni asistencial. Por eso es necesario reivindicar otras formas de saber, otras metodologías, otras evidencias.

La exclusión sistemática de los cuidados enfermeros en las decisiones políticas, en los diseños organizativos y en los enfoques asistenciales tiene consecuencias profundas y sostenidas sobre la salud comunitaria. En primer lugar, contribuye a la fragmentación de la atención, al quedar esta reducida a intervenciones episódicas, centradas en la enfermedad y desconectadas de los procesos vitales. Las personas dejan de ser comprendidas en su integralidad y pasan a ser denominadas en función de lo que padecen -diabéticas, hipertensas…-, y no de lo que son, sienten y significan, transformándose en casos clínicos, órganos enfermos, sujetos de investigación o cifras estadísticas. Perdiéndose así la continuidad relacional, el seguimiento cercano y el acompañamiento ético que caracterizan al cuidado profesional enfermero.

En segundo lugar, la marginación del cuidado enfermero deshumaniza el sistema, lo convierte en una maquinaria orientada a producir resultados medibles, desatendiendo lo que no puede cuantificarse, como el sufrimiento, la incertidumbre, la soledad. Cuando se prescinde del cuidado como categoría central, se debilita la capacidad del sistema para generar confianza, escucha, vínculo y dignidad. Esta deshumanización se traduce en peores resultados en salud, mayor insatisfacción de la ciudadanía, agotamiento profesional y pérdida de cohesión social[15]. Aspectos que no se reflejan en las estadísticas oficiales. Lo que no significa, en ningún caso, que no estén presentes.

Además, la ausencia de una perspectiva enfermera en el abordaje de los problemas de salud colectiva impide identificar, prevenir y abordar adecuadamente determinantes sociales, morales, culturales y emocionales que requieren intervenciones próximas, continuas y contextualizadas. La comunidad no encuentra en el sistema sanitario una respuesta sensible a sus necesidades, sino protocolos estándar que no consideran las condiciones de vida, las relaciones familiares, los saberes locales ni las trayectorias biográficas. Se rompe así la posibilidad de una atención verdaderamente comunitaria, emancipadora y orientada al bienestar colectivo[16].

La evidencia procedente de distintos estudios en contextos iberoamericanos muestra que cuando el cuidado enfermero se integra de forma activa en la atención primaria y comunitaria, los resultados en salud mejoran significativamente, se incrementa la adherencia a los tratamientos, disminuyen los ingresos hospitalarios evitables y se fortalece el tejido social[17]. Por el contrario, la ausencia de continuidad en los cuidados, especialmente en poblaciones vulneradas, se asocia con una mayor carga de enfermedad, menor percepción de bienestar, aumento de la dependencia institucional y mayor utilización de servicios de urgencias[18].

Frente a ello, integrar el cuidado enfermero en todas las fases del sistema —desde la planificación estratégica hasta la práctica asistencial— permitiría construir respuestas más humanas, eficaces y sostenibles, que reconozcan a las personas como sujetos de derechos, portadores de historias y protagonistas de su proceso de salud.

[1] Escritor y filósofo español perteneciente a la llamada generación del 98 (1864-1936)

[2] Platón. Alcibíades I. En: Diálogos. Madrid: Gredos; 1992.

[3] Aristóteles. Ética a Nicómaco. Madrid: Gredos; 2009.

[4] Heidegger M. Ser y tiempo. Madrid: Trotta; 2003.

[5] Levinas E. Totalidad e infinito. Salamanca: Sígueme; 2002.

[6] Tronto JC. Caring Democracy: Markets, Equality, and Justice. New York: NYU Press; 2013.

[7] Butler J. Vida precaria. El poder del duelo y la violencia. Buenos Aires: Paidós; 2006.

[8] Camps V. El gobierno de las emociones. Barcelona: Herder; 2011.

[9] Puchalski CM, Ferrell B, Virani R, et al. Improving the quality of spiritual care as a dimension of palliative care: the report of the Consensus Conference. J Palliat Med. 2009;12(10):885–904.

[10] Guedes A, Curado M, Pinho L, Fernandes R. The nurse’s role in the spiritual care of patients: an integrative review. Rev Bras Enferm. 2021;74(1):e20200425.

[11] Puchalski CM. The role of spirituality in health care. Proc (Bayl Univ Med Cent). 2001;14(4):352–7.

[12] Sainz-Ruiz, PA; Sanz-Valero, J.; Gea-Caballero, V.; Melo, P; Nguyen; TH; Suárez-Máximo, JD; Martínez-Riera, JR. Dimensions of Community Assets for Health. A Systematised Review and Meta-Synthesis. International Journal of Environmental Research and Public Health (Online). 18/11, pp. 5758. 2021.

[13] Martínez-Riera, JR, Sainz Ruiz, P. Activos de salud para el bienestar y buen vivir. En: Cuidados del Buen Vivir y Bienestar desde las epistemologías del sur. Conceptos, métodos y casos. Editorial FEDUN, Buenos Aires, 2021

[14] Hablar de conocimiento enfermero como “situado” significa reconocer que no se trata de un saber neutro ni universal, sino que está arraigado en la experiencia concreta, en las personas, en los vínculos y en los contextos socioculturales en los que se cuida. Desde esta perspectiva, cuidar es también interpretar, escuchar, y crear sentido junto a otros, desde una posición ética, política y epistemológica que reconoce la pluralidad de saberes y la legitimidad de lo vivido.

[15] Moreno-Pérez D, Rivas-Muñoz C. El cuidado como generador de salud: una lectura desde la salutogénesis. Index Enferm. 2022;31(3):172–6.

[16] Martínez-Riera JR. Cuidar desde la comunidad: ética, política y profesión. Gac Sanit. 2023;37(1):89–93.

[17] Duarte M, Rodríguez-Gázquez MA, Hernández-Padilla JM, et al. Resultados de programas de enfermería comunitaria en América Latina: una revisión sistemática. Rev Lat Am Enfermagem. 2021;29:e3462.

[18] Sepúlveda-Páez GL, Rodríguez G, Mendoza-Parra S. Continuidad del cuidado de enfermería en atención primaria: factores asociados y repercusiones. Rev Cuid. 2023;14(1):e3052.

MUJICA Y MAZÓN: La coherencia como espejo de la ética o del cinismo

La coherencia es, en política, uno de los valores más invocados y a la vez más traicionados. Se ensalza como virtud moral, como un signo de integridad: pensar, decir y hacer en la misma dirección. Sin embargo, la coherencia en sí misma no es sinónimo de bondad. Puede ser una brújula ética… o una herramienta del cinismo. Todo depende de hacia dónde apunte y a qué intereses sirva. El contraste entre “Pepe” Mujica y Carlos Mazón permite entender esta paradoja con claridad.

Mujica ha pasado a la historia como uno de los referentes más reconocidos y reconocibles de la política latinoamericana por una sencilla razón: su coherencia entre principios y práctica. Vivió de manera austera, renunciando a los privilegios de su cargo, donando la mayor parte de su salario y manteniendo un estilo de vida alejado de la ostentación. Pero su coherencia no fue meramente estética: se tradujo en políticas públicas orientadas a la equidad, la ampliación de derechos y la defensa de los más vulnerados. Desde la regulación del cannabis hasta la legalización del matrimonio igualitario, Mujica hizo de su gestión un reflejo tangible de sus convicciones. Su discurso, sencillo pero profundo, invitaba a cuestionar el consumismo, la desigualdad y la indiferencia ante el sufrimiento ajeno. Su coherencia fue, en definitiva, un acto de resistencia ética en un mundo político acostumbrado a la simulación. A pesar de haber sufrido cárcel y tortura bajo dictaduras, Mujica nunca trasladó el odio a su acción política. Dialogó con sus opositores, reconoció sus razones y entendió la política como espacio de encuentro. Esta actitud le granjeó el respeto de todos.

Carlos Mazón, también exhibe una notable coherencia: la de mantenerse fiel a una forma de hacer política anclada en la mentira, el desprecio y la defensa de intereses estrictamente personales o partidistas. Ha sellado pactos con fuerzas radicales que niegan derechos fundamentales, ha renunciado a principios democráticos básicos y ha subordinado la acción de gobierno a la búsqueda de poder y privilegios. Mazón destaca por la constancia de su impostura.

Pero, a diferencia de Mujica, Mazón no goza del respeto de sus rivales, ni siquiera de aquellos con los que coincide ideológicamente. Su relación con la oposición está marcada por la descalificación, el desprecio y la utilización sistemática de la mentira como herramienta política. Su discurso banaliza el dolor de las víctimas, minimiza la importancia de las políticas sociales y niega cualquier interlocución que no pase por el cálculo partidista. Incluso dentro de sus propios espacios políticos, Mazón suscita más adhesión táctica que respeto auténtico. Su coherencia se expresa en la renuncia calculada a cualquier atisbo de ética pública: banalización de la violencia machista, negacionismo de la memoria histórica, recortes a las políticas sociales o a la defensa de la lengua valenciana, ataques a los movimientos feministas, y desprecio por el tejido asociativo de la sociedad civil. Cada decisión responde a un patrón constante: la subordinación de los derechos y de la equidad a su conveniencia política inmediata. Mazón representa la coherencia vaciada de ética: la fidelidad a un proyecto de sí mismo, donde el bien común queda relegado ante el interés particular y el cálculo electoral.

La comparación entre Mujica y Mazón invita a una reflexión profunda: ¿es la coherencia una virtud per se? La respuesta es no.

En Mujica, la coherencia es virtud porque se orienta hacia la justicia social, la dignidad humana y la defensa de los vulnerados. Es una coherencia que humaniza, que interpela y que propone un horizonte de transformación social. En Mazón, en cambio, la coherencia se convierte en cinismo: es la persistencia en la mentira, la manipulación y el desprecio por el bien común.

Ser coherente con la impostura no es un mérito. La coherencia, despojada de ética, es simplemente perseverancia en el error o, peor aún, en la injusticia. Mujica y Mazón representan también dos formas opuestas de entender el liderazgo. El primero asume el poder como servicio, con humildad y responsabilidad. El segundo, como privilegio y oportunidad de calculado enriquecimiento personal.

Mujica lideró desde la cercanía, la máxima honestidad y la renuncia a los símbolos de estatus. Mazón, en cambio, reproduce los peores vicios del poder: el clientelismo, la soberbia y la opacidad. Mientras Mujica construyó puentes con la ciudadanía, Mazón erige murallas de indiferencia y desinformación.

En definitiva, la coherencia no puede valorarse en abstracto. Su significado ético depende de a qué se mantiene fiel: si al bien común o al beneficio propio, si a la verdad o a la mentira, si a la dignidad de las personas o a la desmemoria.

La historia, y ojalá también la justicia, será quien dicte el veredicto final, pero a día de hoy la comparación resulta tan clara como incómoda: la coherencia puede ser virtud transformadora… o simulacro del peor cinismo político.

REFERENTES ENFERMERAS Tan necesarias como desconocidas

“Una brújula no dispensa de remar”

Maurice Nedoncelle[1]

 

El desarrollo profesional de las enfermeras se ha construido históricamente sobre una paradoja: mientras la esencia del cuidado exige autonomía, responsabilidad y liderazgo, la configuración social, académica y profesional de la enfermería ha estado marcada por una relación a la sombra de la medicina, donde la legitimidad del saber se ha medido por criterios externos que no reconocen la especificidad del cuidado. Esta dependencia, anclada en la génesis misma de los sistemas de salud modernos, ha condicionado la identidad profesional de las enfermeras, limitando su capacidad para ejercer una referencia y proyección plenas y autónomas. Dicha situación ha condicionado el desarrollo profesional de las enfermeras en todos los ámbitos: atención directa, docente, investigador y de gestión. A ello hay que añadir, posiblemente como consecuencia o efecto de lo dicho, la debilidad o incluso ausencia de las/os referentes y mentoras/es provocando la falta de identidad y autonomía profesional. La internalización de esta subordinación, por tanto, sigue siendo uno de los grandes desafíos para la consolidación de la enfermería como ciencia, profesión y disciplina.

Debemos ser conscientes que el avance de la enfermería y de las enfermeras, está estrechamente vinculado a la existencia y visibilización de referentes y mentoras. Que, más allá de ser modelos a seguir, son transmisoras de un conocimiento tácito, contextual y profundamente humanista que ha sido históricamente infravalorado o directamente rechazado.

Centrándome pues en los ámbitos de actuación enfermera, en el de la atención directa, ya sea en el ámbito comunitario, familiar, hospitalario o cualquier otro, hay algunas enfermeras que aportan un conocimiento implícito que resulta vital para la calidad de los cuidados y que les sitúa como referentes.

Sin embargo, la organización del trabajo y la actual lógica de rotación, precarización y productividad y la cultura de la inmediatez, tienden a ignorar el saber acumulado y la experiencia de las enfermeras expertas, invisibilizando, sino anulando, en gran medida, esta experiencia. Desde ese planteamiento utilitarista y reduccionista, se tiende a relegar a las enfermeras veteranas a un papel de mera operatividad, frecuentemente ligadas a tareas protocolizadas y desaprovechando su capacidad para formar, acompañar y liderar a las nuevas generaciones, sin utilizar su potencial como referentes y mentoras[2]. Esta situación no solo empobrece la práctica, sino que priva a las nuevas generaciones de un aprendizaje basado en la transmisión de saberes profundos, construidos desde la experiencia reflexiva y, por tanto, que estas enfermeras puedan ser identificadas y valoradas como referentes sólidas/os y como modelos que permiten integrar el saber académico con la experiencia práctica y el desarrollo de competencias profesionales en un entorno real.

En enfermería sigue predominando la invisibilización de este rol, o bien se ejerce de manera rutinaria, mecánica y acientífica, sin reconocimiento ni estructuración adecuada. Esta carencia priva a las nuevas generaciones de enfermeras de referentes sólidas/os. Todo lo contrario, a lo que ocurre en otros países donde la figura del/la referente/ mentor/a es reconocida institucionalmente como clave en el desarrollo profesional.

En el ámbito de la docencia universitaria, la entrada de la enfermería en la universidad supuso una conquista y un evidente punto de inflexión para el desarrollo disciplinar y científico de la enfermería y las enfermeras. Pero también una tensión permanente. Las enfermeras docentes han tenido que adaptarse a marcos de desarrollo y evaluativos pensados para disciplinas biomédicas, donde la producción científica se mide en función de parámetros que poco tienen que ver con la naturaleza del cuidado[3],[4]. Las referentes/mentoras docentes, en este contexto, deben cumplir un papel fundamental: sostener la especificidad del conocimiento enfermero, formar en pensamiento crítico y promover una pedagogía centrada en la experiencia y no solo en la teoría. Sin embargo, la presión por investigar y publicar en detrimento de la docencia y la escasa valoración de la trayectoria profesional en la práctica, han relegado su influencia a espacios marginales, que no solamente no trascienden, sino que además contribuyen a ahondar la brecha existente entre la teoría y la práctica. Algo que provoca territorios de actuación, referencia y liderazgo diferentes o incluso confrontados, con resultados que además de no contribuir al crecimiento enfermero, lo ralentizan o paralizan.

En investigación, la dependencia de criterios bibliométricos, como ya abordé en mi anterior reflexión[5], ha condicionado la producción de conocimiento enfermero, invisibilizando la complejidad y riqueza de la experiencia de cuidado.

Las/os investigadoras/es, sin duda, son clave para resistir esta colonización epistemológica, promoviendo líneas de investigación que respondan a las necesidades reales de las personas y comunidades[6],[7],[8] y de esta manera convertirse en posibles referentes. Sin embargo, muy excepcionalmente, las enfermeras identifican e interiorizan como referentes a dichas enfermeras investigadoras. La investigación que generan no las tiene a ellas como destino, sino a las agencias de acreditación para lograr su carrera académica, por lo que su objetivo se separa claramente del de las enfermeras a las que teóricamente debería ir dirigido. Sus trabajos, por tanto, no se focalizan en la actividad diaria de las enfermeras locales, provocando un claro distanciamiento tanto con las evidencias que se generan como con quienes las producen. Por ello, lamentablemente, las evidencias generadas no acaban impactando, como sería deseable, en la calidad y calidez de los cuidados prestados. Se da la incongruencia, por otra parte, que muchos de los estudios se nutren del trabajo o la opinión de las enfermeras locales para obtener los datos que sustenten los mismos, sin que dichas enfermeras conozcan nunca qué resultados se obtienen y para qué sirven. Amén de que la mayoría de las publicaciones se hacen en inglés, lo que añade una nueva y significativa limitación, cuando no rechazo a su lectura, análisis y posible traslado a la actividad profesional. A todo lo cual hay que añadir la falta de recursos, el escaso reconocimiento institucional y la presión por encajar en modelos biomédicos que limitan su capacidad de influencia y, por tanto, de referencia. Si bien es cierto que es urgente reivindicar la investigación en cuidados como un espacio legítimo de generación de conocimiento propio y pertinente, no lo es menos que dicha investigación debería preocuparse de responder a criterios de utilidad y necesidad real de las enfermeras y no tanto de los criterios impuestos por una academia cada vez más alejada de la realidad social y profesional. Por su parte, las organizaciones de la salud, deberían articular figuras que canalizaran los resultados de las investigaciones enfermeras para que se pudiesen analizar, adaptar e implementar en sus respectivos contextos o ámbitos de actuación enfermera. Tan importante como la investigación es la aplicabilidad real de la misma.

La gestión, por último, representa otro ámbito donde la figura de las/os referentes es esencial. Las enfermeras gestoras han demostrado reiteradamente su capacidad para liderar equipos, optimizar recursos, aunque no siempre garanticen la calidad de los cuidados desde una perspectiva centrada en la persona. Sin embargo, su autoridad no solamente sigue siendo cuestionada en estructuras donde la jerarquía médica mantiene un control simbólico y operativo desproporcionado, sino también entre las propias enfermeras que no acaban de identificar y valorar adecuadamente el rol gestor y, por tanto, de referencia que en muchos casos representan, al identificarlas más como controladoras de su actividad que como referentes de la acción gestora enfermera. Es muy importante que las/os gestoras/es enfermeras sean referentes en gestión enfermera. Si quienes ejercen las competencias de gestión enfermera no asumen su rol autónomo en la toma de decisiones estratégicas, difícilmente, las enfermeras pueden identificarlas/os como referentes, haciéndolo exclusivamente como administradores/as poco relevantes que están obligadas a asumir, aunque no sean valorados/as, ni queridos/as, ni respetados/as, lo que indudablemente les aleja de la posibilidad de convertirse en referentes[9],[10].

Pero, con independencia del ámbito de actuación y mientras las enfermeras han consolidado su presencia en las universidades, han desarrollado investigación propia y han demostrado su capacidad para liderar procesos de transformación en la atención y en la gestión, persiste una reticencia a asumir plenamente la autonomía, la responsabilidad y el liderazgo en su máxima expresión. ¿Nos da vértigo la autonomía? ¿Nos resulta más cómodo seguir operando bajo el paraguas de una autoridad jerárquica que nos exime, al menos en apariencia, de la carga de la responsabilidad última? Estas preguntas no son retóricas; interpelan directamente a la identidad profesional de las enfermeras y a las dinámicas internas que, consciente o inconscientemente, perpetúan la dependencia e impiden la identificación y valoración de referentes.

Cabe destacar que lo dicho no es solo un problema externo, impuesto desde estructuras de poder ajenas. Con el tiempo, este posicionamiento, ha calado en las propias dinámicas de la profesión, generando formas de autocensura, de reserva, de prudencia mal entendida, que limitan la capacidad de las enfermeras para ejercer una referencia plena. El síndrome de la «buena alumna», de la profesional competente que no cuestiona, que no confronta, de la “chica o nena simpática”, que espera la validación de la autoridad hegemónica para sentirse legitimada, sigue presente en muchos espacios de actuación. Incluso en la universidad, donde la enfermería ha conquistado espacios a base de esfuerzo y perseverancia, se observa una tendencia a buscar el amparo de las disciplinas dominantes, a adaptarse a sus códigos y criterios, a integrarse en sus dinámicas en lugar de desarrollar un discurso propio con voz firme.

Este comportamiento de reserva ante el empoderamiento no es casual. Está profundamente vinculado a la forma en que se ha socializado a las enfermeras dentro de un sistema que, durante décadas, ha premiado la docilidad y penalizado la iniciativa. La medicina ha ejercido, y en muchos casos sigue ejerciendo, un control tanto real como simbólico sobre la enfermería, definiendo sus márgenes de actuación, determinando qué saberes son válidos y cuáles no, y ocupando los espacios de poder desde una lógica jerárquica que se presenta como incuestionable y que obedece más a una percepción de miedo y rechazo a su hegemonía que de desconfianza a la competencia enfermera. Romper con esta dinámica no solo exige un cambio externo, sino también un proceso interno de deconstrucción de las propias creencias y prácticas profesionales. Y esto pasa por ser conscientes del papel que deben jugar las/os referentes.

El vértigo ante la autonomía no surge de la falta de capacidad, sino de la ausencia de referentes que hayan ejercido esa autonomía en condiciones de igualdad y reconocimiento. Cuando las enfermeras miran hacia arriba y no encuentran figuras que hayan liderado procesos desde la independencia profesional, la tendencia natural es reproducir las dinámicas conocidas, aquellas que garantizan una cierta seguridad dentro del sistema, aunque sea a costa de limitar el propio desarrollo.

La fascinación por los modelos anglosajones es otro síntoma de esta colonización simbólica. Mientras se venera a enfermeras norteamericanas, canadienses o inglesas, las trayectorias de referentes iberoamericanas quedan en la sombra, a pesar de su relevancia y su capacidad de transformación en contextos de alta complejidad social[11]. Esta dinámica no solo es injusta, sino que perpetúa la dependencia cultural y limita la capacidad de la profesión para generar un relato propio. El reconocimiento de referentes iberoamericanas/os, por tanto, no es solo una cuestión de justicia simbólica; es un acto de afirmación profesional que puede contribuir a romper la espiral de dependencia. Necesitamos visibilizar las trayectorias de aquellas enfermeras que han liderado procesos de transformación en sus comunidades, que han desarrollado modelos innovadores de atención, que han impulsado la investigación desde una perspectiva crítica y contextualizada. No se trata de negar la valía de las referentes anglosajonas, sino de complementar esa admiración con un reconocimiento honesto y valiente de las aportaciones propias.

El desafío de asumir la autonomía y la responsabilidad plena implica romper con esa lógica de dependencia. El empoderamiento no es cómodo; implica salir de la zona de confort que, paradójicamente, ha ofrecido la subordinación. No es extraño, por tanto, que este proceso genere resistencias internas, miedos, dudas. El vértigo ante la autonomía es, en el fondo, el vértigo ante la propia responsabilidad.

Por su parte, las instituciones y organizaciones profesionales —universidades, academias de enfermería, sociedades científicas o colegios profesionales— deberían tener un papel clave en revertir esta situación. Sin embargo, en muchas ocasiones han reproducido las mismas dinámicas de invisibilización, priorizando la representación burocrática sobre la promoción de liderazgos transformadores[12],[13]. Es imprescindible que asuman la responsabilidad de visibilizar referentes, promover programas de mentoría y generar espacios de reconocimiento efectivo. Solo así se podrá construir una cultura profesional que valore la autonomía, el liderazgo y la especificidad del saber enfermero.

Además, el fenómeno de la invisibilización de las referentes enfermeras se alimenta de un círculo vicioso donde la falta de modelos reconocidos impide la identificación de nuevas/os referentes. Esta carencia no responde a una ausencia de talento o capacidad, sino a la falta de mecanismos de visibilización y reconocimiento. La generación de referentes no puede depender de la casualidad; requiere de estrategias deliberadas, sostenidas desde las instituciones, para reconocer trayectorias, promover su difusión y fomentar la mentoría como herramienta clave en la formación profesional.

Para abordar esta problemática de manera efectiva, es necesario desarrollar estrategias integrales que incluyan: la implementación de programas de mentoría formales en todos los ámbitos; la reforma de los criterios de evaluación académica y profesional para incluir la especificidad del saber enfermero; la promoción de una narrativa profesional propia que visibilice las contribuciones locales y la creación de espacios intergeneracionales de aprendizaje y liderazgo compartido. Estas acciones, además, deben ir acompañadas de una estrategia comunicativa eficaz, capaz de proyectar una imagen fiel y orgullosa de la profesión. Todo ello articulado a través de una carrera profesional que anteponga los valores de competencia, capacidad y méritos a criterios exclusivos de antigüedad que lo único que demuestran es la permanencia, en muchos casos pasiva, acrítica e inmovilista, en nichos de confort desde los que no se proyecta ningún valor de referencia.

La consolidación de referentes y mentoras en Iberoamérica es, en definitiva, un acto de justicia histórica y una necesidad estratégica. Sin referentes visibles, enfermería corre el riesgo de diluirse en una marea de discursos ajenos, perdiendo su capacidad para transformar realidades, humanizar los cuidados y ejercer un liderazgo socialmente relevante. Solo a través de su identificación y reconocimiento podremos construir una enfermería fuerte, autónoma y capaz de liderar la transformación de los sistemas de salud desde una perspectiva de equidad, justicia social y cuidado integral.

Finalmente, el trabajo compartido con otros sectores y disciplinas es esencial para consolidar la referencia enfermera. Estableciéndose, desde la igualdad y el respeto mutuo que eviten caer en dinámicas de subordinación.

En definitiva, visibilizar a las/os referentes enfermeras es una cuestión estratégica para el futuro de la profesión. Su papel es clave para garantizar la transmisión de saberes, fortalecer la identidad profesional, promover el liderazgo y mejorar la calidad de los cuidados. Solo a través de una estrategia integral, sostenida desde las instituciones y asumida por la propia profesión, será posible construir una enfermería fuerte, autónoma y capaz de liderar los desafíos de la salud del siglo XXI.

Las enfermeras no deben aspirar a ser una réplica de los médicos, ni a competir en su terreno con sus mismas armas, obviando las propias, como todavía y lamentablemente, sigue sucediendo en todos los ámbitos descritos. Su fortaleza radica precisamente en su diferencia, en su capacidad para ofrecer una mirada holística, humanizadora y centrada en el cuidado.

El camino no es sencillo. Implica revisar críticamente las propias prácticas, cuestionar las inercias institucionales, generar alianzas estratégicas y desarrollar una narrativa propia que ponga en valor la especificidad del cuidado.

En cualquier caso y, aunque se suelen utilizar como sinónimos, resulta fundamental distinguir entre ser referente y ser líder. Aunque ambas figuras pueden coincidir en una misma persona, no son equivalentes. Un/a referente enfermera es quien, por su trayectoria, conocimientos, valores y capacidad de influencia moral, se convierte en modelo para otras/os profesionales. Su reconocimiento no depende necesariamente de ocupar posiciones formales de poder, sino de la legitimidad que le otorga la comunidad profesional. Por el contrario, un/a líder/esa puede ostentar cargos de responsabilidad y capacidad de decisión, pero eso no garantiza que sea percibida/o como referente.

Para concluir, mientras escribo esta reflexión, me entero con tristeza de la muerte de José “Pepe” Mujica, que ilustra esta distinción con claridad. Fue un líder político, sí, pero su verdadera grandeza residió en ser un referente ético, humano y coherente, tanto dentro como fuera de sus funciones oficiales. Su liderazgo se sostuvo en la profunda coherencia entre lo que pensaba, decía y hacía, y en valores profundamente enraizados en la justicia social, la humildad y el compromiso con los más vulnerados. En enfermería, la construcción de referentes debe inspirarse en ejemplos como el suyo, donde el poder no anule la cercanía y la coherencia personal reforzando de esta manera la autoridad moral.

[1] Filósofo francés, representante del personalismo francés (1905-1976).

[2] Benner P. From novice to expert: Excellence and power in clinical nursing practice. Menlo Park: Addison-Wesley; 1984.

[3] Maben J, Latter S, Clark JM. The sustainability of ideals, values and the nursing mandate: Evidence from a longitudinal qualitative study. Nurs Inq. 2007;14(2):99-113.

[4] Sermeus W, Bruyneel L. Investing in Europe’s health workforce of tomorrow: Scope for innovation and collaboration. Leuven: European Observatory on Health Systems and Policies; 2022.

[5] https://efyc.jrmartinezriera.com/2025/05/08/universidad-y-enfermeria-cuidar-una-forma-legitima-y-poderosa-de-hacer-ciencia/

[6] D’Antonio P, Connolly C, Wall BM, et al. Nursing History Review: Official Journal of the American Association for the History of Nursing. Springer; 2023.

[7] Bvumbwe T, Mtshali N. Nursing education challenges and solutions in Sub-Saharan Africa: An integrative review. BMC Nurs. 2018;17:3.

[8] World Health Organization. State of the World’s Nursing 2020: Investing in Education, Jobs and Leadership. Geneva: WHO; 2020.

[9] Turale S, Kunaviktikul W. Challenge for nursing education in the 21st century: Balancing the needs of a globalized society with local realities. Nurs Health Sci. 2019;21(1):1-3.

[10] Martínez-Riera J. Continuidad de cuidados y coordinación entre profesionales: una relación basada en la igualdad, la libertad y la fraternidad. Enferm Comunitaria. 2024;20(1):15-20.

[11] ICN. Advanced Practice Nursing: Guidelines for Role Development and Implementation. Geneva: International Council of Nurses; 2020.

[12] Fawaz MA, Hamdan-Mansour AM, Tassi A. Challenges facing nursing education in the advanced healthcare environment: A review. Int J Afr Nurs Sci. 2018;9:105-10.

[13] Fernández-Salazar S, Pérez-Cañaveras RM. Liderazgo enfermero en Atención Primaria: entre la teoría y la práctica. Enferm Clin. 2021;31(3):170-6.

DÍA INTERNACIONA DE LA ENFERMERA LLÁMAME POR MI NOMBRE: ENFERMERA

“Nada grande se ha logrado sin entusiasmo”.

Ralph Waldo Emerson[1]

 

Cada 12 de mayo se celebra el Día Internacional de la Enfermera. Lo que para algunas personas puede parecer una fecha simbólica en el calendario, para quienes ejercemos la profesión de Enfermería, es una jornada cargada de sentido. No se trata de una efeméride más, ni de un momento para buscar reconocimiento puntual y superficial de homenajes, halagos o discursos institucionales. Se trata de afirmar con firmeza quiénes somos, qué representamos y por qué nuestra aportación es imprescindible para la salud, la justicia social y el futuro de nuestras sociedades. Una oportunidad para para nombrar lo que somos, lo que hacemos y lo que representamos. Porque nombrar es reconocer. Y reconocer es transformar.

Ser enfermera es una afirmación poderosa de identidad, de compromiso y de pertenencia. No nos define la simpatía, ni el sacrificio, ni la entrega acrítica. Nos define el conocimiento, la reflexión, la práctica rigurosa y la ética del cuidado. El cuidado entendido no como una virtud blanda. Cuidar no es acompañar desde la pasividad sino como un acto profesional, político y profundamente humano que sostiene y articula la vida en todos sus ciclos. Cuidar es actuar desde el conocimiento, sostener desde la competencia, transformar desde la sensibilidad.

Enfermería es mucho más que una vocación. Es una profesión autónoma, una disciplina académica y una ciencia con conocimientos, fundamentos teóricos y principios metodológicos y competencias específicas. Con capacidad de análisis, intervención crítica y una ética profundamente relacional. Con un paradigma propio que habla de personas, de familias, de comunidad, de salud, de vínculos, de escucha, de acompañamiento, de derechos y de equidad. Sin embargo, esta realidad todavía no se refleja ni en el imaginario colectivo, ni en las políticas públicas, ni en los medios de comunicación.

Incluso definiciones institucionales como la que aún mantiene la Real Academia Española (RAE) al referirse a la enfermera siguen consolidando una visión reducida, anacrónica y profundamente injusta de nuestra imagen y nuestra aporatción. Nombrarnos mal es invisibilizarnos. Y cuando no se nombra lo que somos, se borra nuestra contribución.

Rechazamos la victimización y el lamento perpetuo que inmoviliza. Nuestro camino no es la queja, sino la acción consciente. El fortalecimiento profesional pasa por la implicación activa, por el orgullo de pertenencia, por el conocimiento profundo de lo que somos y de lo que aportamos. Y lo que aportamos son cuidados: esa acción consciente, razonada, rigurosa, ética, estética y relacional que transforma la salud y la sociedad, desde el respeto a la dignidad humana. Por eso se requiere una relectura del cuidado, y con él, del papel que desempeñamos las enfermeras en los sistemas de salud y en la sociedad.

Nuestra aportación cuidadora no es una práctica instintiva ni una ayuda informal. No es una práctica empírica heredada, sino una acción profesional que requiere análisis, juicio profesional, habilidades comunicativas, conocimientos científicos y una ética relacional compleja. Es una acción profesional que integra ciencia, sensibilidad, juicio profesional, compromiso ético y capacidad de respuesta en contextos de alta complejidad. Nuestro cuidado profesional es una cuestión pública, política y estructural. La forma en que cuidamos dice mucho del tipo de sociedad que somos y del tipo de sociedad que aspiramos a construir. Y en ese proceso, el cuidado profesional enfermero ocupa un lugar insustituible. Nuestra va más allá de las técnicas. Identificamos necesidades, planificamos, implementamos y evaluamos acciones y estrategias, coordinamos recursos, educamos, acompañamos, investigamos y lideramos equipos. Abordando múltiples espacios vitales y sociales. Cuidamos en la salud y en la enfermedad, en la vida y en la muerte, en la promoción y prevención y en la rehabilitación y reinserción. Nuestro trabajo no se mide en actividades y tareas, sino en vínculos, procesos, resultados y transformaciones. Estamos formadas para tomar decisiones autónomas en múltiples contextos, siempre con la persona, la familia y la comunidad como centro y con su participación activa.

La actividad enfermera no es una extensión del sistema sanitario, ni un adorno, ni una anécdota: es su base estructural. Somos artífices del cuidado y organizadoras de su complejidad. Articulamos saberes, coordinamos actores, tejemos redes, pensamos estrategias. La acción enfermera es la pieza clave para lograr sistemas de salud más humanos, más eficientes, más equitativos y más sostenibles.

El cuidado profesional enfermero no es un acto doméstico ni sentimental, aunque esté ligado estrechamente a emociones y sentimientos. Es una estrategia pública, profesional y colectiva que permite sostener el tejido social y garantizar el derecho a la salud como derecho humano fundamental. Y nosotras, las enfermeras, somos sus principales, que no exclusivas, protagonistas. Es articulador de todos los cuidados. No como imposición, sino como capacidad organizadora, integradora y transformadora. Desde el ámbito familiar hasta las políticas públicas, los cuidados requieren estructura, enfoque, ética, saber hacer. Las estrategias de salud del presente y del futuro necesitan incorporar el cuidado enfermero como eje vertebrador, no como apéndice. Y para ello, es imprescindible reconocer lo que las enfermeras representamos y aportamos: una forma distinta y profundamente necesaria de comprender y construir la salud. Y eso es lo que aportamos. No un añadido, no una nota a pie de página, sino una clave estructural para el presente y el futuro de nuestras sociedades, articulando, integrando y conectando todos los ámbitos de atención y todas las dimensiones del bienestar.

Durante años se nos ha querido representar como figuras secundarias, como parte del decorado institucional, como protagonistas invisibles de un sistema que prioriza la enfermedad sobre la salud, la técnica sobre la relación, la jerarquía sobre la colaboración. Frente a esto, planteamos con orgullo y firmeza nuestra identidad profesional. Ser enfermera es elegir un lugar en el mundo: al lado de la vida, en el corazón de los vínculos, con los pies en la realidad, con el conocimiento en la acción y las manos preparadas para sostener, acompañar y transformar.

Nuestra presencia no se limita a los hospitales o a las técnicas, como lamentablemente aún se sigue visibilizando y trasladando. Cuidamos en los hogares, con las familias, en escuelas, en centros sociosanitarios, en unidades de salud mental, en barrios, en entornos rurales, en centros de acogida, en instituciones penitenciarias, en intervenciones humanitarias, en espacios comunitarios y en cuantos contextos, los cuidados son necesarios para afrontar problemas, situaciones, conflictos, desigualdades, o para mantener el equilibrio que logre el bienestar y el nivel de salud con el que las personas se sientan identificadas. Donde hay una necesidad de cuidado, estamos.

La enfermería es, además, una profesión femenina. Y eso, lejos de ser una debilidad o un problema, como se continúa interpretando, constituye una de nuestras principales fortalezas.

Esta feminización ha sido históricamente utilizada para justificar nuestra invisibilidad, asociándonos a roles supuestamente naturales o subordinados que limitaban nuestro desarrollo y respuesta cuidadora a través de estereotipos patriarcales y arcaicos. Rechazamos esa lógica. La feminización de nuestra profesión ha modelado una mirada profesional única, una forma de estar y de mirar, basada en la escucha, en el vínculo, en la colaboración, en la sostenibilidad de la vida. Valores que han sido sistemáticamente subestimados por los modelos biomédicos, masculinizados y jerárquicos, pero que hoy resultan indispensables para responder a los grandes desafíos contemporáneos: el envejecimiento, la cronicidad, las desigualdades sociales, las crisis humanitarias, el colapso ecológico, el agotamiento de los sistemas de protección social, la vulnerabilidad, la violencia… Las enfermeras hemos desarrollado una mirada profesional capaz de integrar lo clínico, lo social, lo ético y lo comunitario. Una mirada capaz de ver a la persona más allá de la enfermedad, del procedimiento o de los síntomas estandarizados.

Reivindicar la fuerza de nuestra feminización es desmontar estereotipos, desmontar jerarquías patriarcales y situar el cuidado en el centro de la vida social. Es afirmar que los valores socialmente asignados como femeninos —la empatía, la ternura, la escucha, la compasión, la colaboración— no son rasgos menores, sino activos políticos imprescindibles para diseñar el mundo que necesitamos. Es reivindicar una forma distinta y profundamente necesaria de hacer política en salud que ha generado prácticas, teorías y metodologías centradas en la experiencia, en la subjetividad, en la colectividad. Feminizar el sistema de salud no es un problema. Es parte esencial de su transformación necesaria.

Nuestra voz no es solo técnica. Es también política, social y ética. Es la voz que aboga por una salud entendida como proceso, no como mercancía. Por una salud con derechos, con participación, con equidad. Es la voz que exige poner el cuidado en el centro de las políticas públicas, y no relegarlo a los márgenes. Es la voz que recuerda que sin cuidados no hay vida digna, y sin enfermeras no hay cuidados posibles. Cuando nuestra voz es escuchada, el sistema cambia. Se vuelve más humano, más horizontal, más justo. Nuestra voz es la voz de la abogacía por la salud, de la defensa de los derechos humanos, del compromiso con la justicia social. Es la voz que sabe mirar de frente a la desigualdad y ofrecer respuestas colectivas. Es la voz que conecta lo técnico con lo humano, lo científico con lo ético, lo clínico con lo social.

Por eso, en este Día Internacional de la Enfermera, no basta con agradecimientos puntuales ni con homenajes vacíos de contenido y de sentimiento. Reclamamos algo más profundo: reconocimiento institucional, presencia en los espacios de decisión, visibilidad mediática, participación efectiva en el diseño de políticas, corresponsabilidad profesional. Por ello, es necesario cambiar la narrativa social y mediática sobre la salud, que solo identifica la enfermedad y minusvalora la salud como realidad colectiva y compartida. Una narrativa que excluye a las enfermeras y, con nosotras, excluye también a la ciudadanía, a los cuidados familiares y a sus cuidadoras, a otros agentes de salud y a toda la riqueza que ofrece un enfoque salutogénico, comunitario e intersectorial. Una visión reduccionista que ha empobrecido el debate público, ha distorsionado las políticas sanitarias y ha generado una imagen profundamente parcial de lo que significa cuidar y curar.

No pedimos permiso para existir, sino espacio para transformar. Hablamos de liderazgo enfermero no como una declaración de intenciones, sino como una exigencia estructural. El mundo que habitamos, con sus retos sociales, sanitarios, climáticos y demográficos, necesita líderes que piensen en términos de cuidado y no tan solo en parcelas de poder. Que trabajen por la justicia social, que defiendan la equidad, que prioricen el bienestar colectivo. Y ahí, la voz enfermera tiene mucho que decir. Hoy más que nunca, necesitamos liderazgos comprometidos con el cuidado, con la equidad, con la salud en todas las políticas. Por eso, el liderazgo enfermero es esencial para transformar no solo los servicios de salud, sino también las políticas sociales, educativas, ambientales y económicas. Porque cuidar no es una tarea sectorial, es una tarea transversal que atraviesa todas las dimensiones de la vida.

Para lograr todo esto es necesario que, ante todo, se nos llame por nuestro nombre. Nombrarnos correctamente no es un capricho. Es un acto político, epistémico y simbólico. Llamarnos por nuestro nombre —enfermeras— implica reconocer nuestra existencia profesional, nuestra especificidad disciplinar y nuestra capacidad transformadora. Enfermera no es solo una palabra, ni una etiqueta genérica, ni un tópico o estereotipo. Enfermera es una identidad profesional, un lugar de saber, una práctica transformadora. Reivindicar nuestra identidad es también recuperar el orgullo de pertenencia. Sentirnos parte de una comunidad profesional amplia, plural y potente, que en todo el mundo sostiene la salud cotidiana, acompaña la vulnerabilidad y cuida en todas las fases del ciclo vital. Es reconocernos en nuestra historia, en nuestras referentes, en nuestros logros colectivos y en nuestras aspiraciones compartidas. Y en un momento histórico como el actual, donde los sistemas sanitarios están en tensión, donde la salud pública se redefine y donde la comunidad reclama nuevas formas de estar, compartir, convivir y cuidar, nuestra aportación es más necesaria que nunca. Porque no basta con ser. Es necesario ser vistas, ser escuchadas y ser tenidas en cuenta, para poder estar.

No pedimos privilegios. Llevamos años demostrando de lo que somos capaces. Se trata de que se haga justicia. Justicia profesional, simbólica, epistémica, política y social. Exigimos que se reconozca el valor del cuidado enfermero como dimensión esencial del bienestar colectivo. Que se revise el lenguaje con el que se nos representa. Que se actualicen las normativas y políticas que aún hoy nos marginan. Que se incorporen nuestras voces en las decisiones que afectan a la salud de las personas y de los territorios. Por eso, es imprescindible que las administraciones, los medios de comunicación y la sociedad en su conjunto reconozcan e identifiquen lo que somos y lo que hacemos. No se trata de ego, ni de una necesidad de halago superficial, ni de un mal entendido deseo de poder o autoridad. Se trata de justicia. De dar a cada cual el lugar que le corresponde. De visibilizar un trabajo fundamental que ha sido históricamente invisibilizado e interesadamente ocultado. De garantizar que la salud que soñamos —una salud inclusiva, humana, comunitaria y equitativa— sea posible con nuestra aportación, en conjunto con el resto de profesionales y con la comunidad en su conjunto.

Porque cuando se escucha a las enfermeras, se cuida mejor. Y cuando se cuida mejor, se vive mejor. Por eso, en este Día Internacional de la Enfermera queremos respeto. Queremos presencia. Queremos poder de decisión, que no autoridad para dominar, sino para seguir cuidando y transformando. Para que cada política, cada decisión, cada recurso, tenga en cuenta la mirada enfermera como clave para construir un mundo más justo, más humano, más saludable. Y, sobre todo, queremos que se nos llame por lo que somos, nos reconocemos y nos identificamos: Enfermera.

Este 12 de mayo, más allá de los homenajes, más allá de las palabras bonitas, más allá de los gestos simbólicos, pedimos compromiso. Pedimos que se nos nombre correctamente. Que se nos reconozca justamente. Que se nos escuche activamente. Pedimos políticas con cuidado, sistemas con alma, comunidades con equidad.

Porque somos enfermeras. Somos ciencia, disciplina y profesión. Somos memoria y futuro. Somos quienes cuidamos, transformamos y sostenemos.

 

[1] Escritor, filósofo y poeta estadounidense. Líder del movimiento del trascendentalismo (1803-1882)

UNIVERSIDAD Y ENFERMERÍA Cuidar, una forma legítima y poderosa de hacer ciencia

“Hacer cambios en la Universidad es como remover cementerios.”

José Ortega y Gasset[1]

 

Que las enfermeras formen parte de la Universidad no es una concesión, sino una conquista: el reconocimiento de una disciplina con voz propia, con ciencia propia y con una mirada sobre la salud imprescindible para construir sociedades más justas y cuidadas[2]. Sin embargo, esa conquista no está exenta de tensiones y contradicciones. Incorporarse a la universidad ha supuesto para la enfermería asumir las reglas de juego de un sistema académico que sigue midiendo el mérito y la calidad científica con baremos diseñados desde, y para, otras disciplinas, particularmente desde la hegemonía de la biomedicina. Lo que debería ser un proceso de consolidación de la enfermería como ciencia autónoma y transformadora, se ha convertido muchas veces en un proceso de adaptación forzada a criterios de evaluación que no reconocen ni su especificidad epistemológica ni su función social.

La lógica de la acreditación, especialmente en el contexto español bajo la tutela de Agencia Nacional de Evaluación de Calidad y Acreditación (ANECA), impone a las enfermeras académicas una constante rendición de cuentas ante un modelo que privilegia la productividad cuantitativa, la publicación en revistas indexadas en plataformas dominadas por editoriales anglosajonas y el alineamiento con temáticas afines al paradigma biomédico[3]. Las comisiones de evaluación de ANECA no reconocen explícitamente la singularidad de la ciencia enfermera y ubican a sus docentes bajo el paraguas de “Ciencias Biomédicas”⁴. El resultado es que muchas enfermeras universitarias se ven obligadas a investigar y publicar desde una lógica ajena a la centralidad del cuidado, priorizando enfoques instrumentales, clínicos y asistencialistas para poder avanzar en su carrera académica.

Este condicionamiento no solo afecta al desarrollo investigador, sino que termina impactando también en la calidad y orientación de la docencia[4]. Mientras los currículos académicos del grado en Enfermería dedican una proporción significativa de créditos a asignaturas como “Anatomía”, “Fisiología”, “Patología” o la incoherente “Enfermería médico-quirúrgica”, las asignaturas centradas en el cuidado, la ética, la salud comunitaria, la comunicación… se reducen a espacios marginales o testimoniales⁵. Basta revisar los planes de estudio de universidades públicas españolas para constatar esta desproporción: en muchos casos, más del 60% de los créditos del grado están enfocados en contenidos biomédicos o técnicos, mientras que la formación en disciplinas fundamentales para la enfermería como ciencia del cuidado apenas ocupa un 10% del total[5]. Esta distribución no es neutra: modela la identidad profesional del estudiantado y refuerza la subordinación de la enfermería a los valores del modelo hospitalcentrista y medicalizado⁶.

Este desequilibrio formativo tiene consecuencias profundas[6]. Por un lado, dificulta la comprensión del cuidado como fenómeno complejo, relacional, ético y político. Por otro, invisibiliza las competencias propias de las enfermeras en el ámbito comunitario, en la promoción de la salud o en el acompañamiento a colectivos vulnerables⁷. No es casual que muchas enfermeras recién graduadas sientan que lo aprendido no las prepara para los desafíos reales del ejercicio profesional en Atención Primaria, salud pública o contextos de exclusión o bien desdeñan estos ámbitos de actuación por considerarlos alejados o poco atractivos a sus intereses técnicos. Tampoco lo es que la mayoría de las salidas profesionales más reconocidas y disponibles sigan estando vinculadas al hospital, reforzando así el círculo vicioso entre formación, expectativas laborales y reforzamiento del modelo asistencialista.

En este contexto, la tensión entre docencia e investigación no es solo una cuestión de tiempos o de carga de trabajo[7]. A ello se suma una dificultad estructural que permanece silenciada en muchos debates académicos: la invisibilidad de la ciencia enfermera en los códigos internacionales de clasificación del conocimiento, como los códigos UNESCO[8]. Esta omisión impide que la enfermería sea reconocida como un campo científico con entidad propia y obliga a sus investigadoras e investigadores a integrarse en categorías ajenas. Esta clasificación excluyente no solo invisibiliza el enfoque del cuidado como eje central del pensamiento enfermero, sino que limita su presencia en rankings, bases de datos y convocatorias de financiación que se organizan bajo dichos códigos. Así, las enfermeras que desarrollan conocimiento genuinamente enfermero deben “traducir” su lenguaje, sus objetivos y sus hallazgos a marcos conceptuales ajenos, perdiendo por el camino la especificidad de su disciplina y reforzando su subordinación epistemológica. Cuando las enfermeras deben dedicar su energía a investigar sobre lo que es publicable —y no sobre lo que es relevante o necesario para su aportación profesional específica—, cuando deben priorizar la estrategia de indexación por encima de la utilidad social del conocimiento, se distorsiona el sentido mismo de su presencia en la universidad¹³. Y cuando esto sucede, la docencia también se ve afectada: se transmite un conocimiento desprovisto de alma, alejado de los contextos reales de cuidado, tecnificado y alineado con una idea de salud reducida al cuerpo físico y a sus patologías¹⁴.

La paradoja es evidente: una profesión que se ha construido desde el compromiso con las personas, con la comunidad, con el sufrimiento humano y la justicia social, ve limitada su proyección académica por estructuras que recompensan justo lo contrario[9]. Frente a ello, es urgente repensar no solo los criterios de evaluación académica, sino también los planes de estudio, las lógicas editoriales y la arquitectura institucional que condiciona lo que se considera ciencia legítima. Porque sin un espacio universitario que respete y potencie la singularidad de la enfermería, seguiremos formando profesionales altamente cualificadas en técnicas, pero desvinculadas de la potencia transformadora del cuidado¹⁵.

Todo ello se traduce en una falta de reconocimiento posterior del potencial enfermero que, por ejemplo, se concreta en que se siga incidiendo en la falta de médicos en Atención Primaria cuando ésta es debida a su escaso interés por ejercer en dicho ámbito, en lugar de transformar el modelo otorgando mayores espacios competenciales, de organización y liderazgo a las enfermeras especialistas. O que se reclame mayor número de psicólogos, cuando la gran mayoría de problemas de salud mental son afrontados y resueltos por las enfermeras especialistas.

Parte de esa transformación pendiente pasa por fortalecer el liderazgo enfermero en las instituciones académicas. No se trata solo de ocupar cargos, sino de ejercer una influencia real en los órganos de gobierno, en las comisiones de calidad, en las estructuras de evaluación docente y en los espacios de diseño curricular. El liderazgo enfermero debe tener la capacidad de interpelar al sistema desde dentro, de poner en cuestión las inercias que perpetúan la dependencia epistemológica de la biomedicina y de abrir espacio para una ciencia del cuidado con identidad propia¹⁶. La universidad necesita enfermeras que no solo enseñen, sino que piensen, escriban, incomoden y lideren procesos de cambio. Y ahora, ya no se trata de “hacer hueco”, porque su desarrollo académico es el mismo que el de cualquier otra disciplina y, por tanto, su acceso es por méritos propios y no como concesión graciable.

Para ello, es crucial construir alianzas. Primero, entre enfermeras, superando las lógicas competitivas impuestas por los sistemas de evaluación individualizada y reconociendo el valor del trabajo colectivo. Segundo, con otras disciplinas críticas que también enfrentan tensiones similares, como la educación social, el trabajo social, la antropología o la psicología comunitaria¹⁷. Y tercero, con la comunidad, reconociendo que la producción académica debe dialogar con los saberes situados, con las experiencias de los colectivos, con las prácticas de resistencia y cuidado que nacen fuera de la universidad¹⁸.

Existen ya iniciativas en marcha que apuntan en esa dirección: la Asociación de Enfermería Comunitaria (AEC)[10], que promueve un modelo de cuidados centrado en la comunidad; la Asociación Española de Enfermería de Salud Mental (AEESME) [11], que reivindica una mirada integral y humanista de la atención a la salud mental¹⁹, o como el Grupo 40 Iniciativa Enfermera[12] que plantea alternativas de futuro y promueva la difusión eficaz de las mismas en los diversos ámbitos sociales y profesionales. Estas experiencias demuestran que es posible construir otra universidad desde dentro: más democrática, más crítica, más comprometida con el derecho colectivo a cuidar y ser cuidados.

La universidad que planteo no es una utopía, pero tampoco es automática[13]. Requiere decisión política, visión estratégica y compromiso profesional. Requiere reconocer que el cuidado es una categoría epistemológica tan válida como el diagnóstico médico; que el diálogo con la comunidad es una fuente de saber; que la ciencia enfermera no debe pedir permiso para existir, sino afirmarse desde sus raíces. Requiere, en definitiva, que las enfermeras se sitúen no solo como agentes de cambio en los sistemas de salud, sino como productoras legítimas de conocimiento en un espacio universitario que necesita, más que nunca, ser cuidado desde dentro.

En este esfuerzo de transformación, también resulta imprescindible pensar más allá de los marcos nacionales[14]. En este sentido, la Asociación Internacional de Escuelas y Facultades de Enfermería (ALADEFE)[15] representa una oportunidad estratégica para consolidar un espacio iberoamericano de conocimiento enfermero que dialogue desde las realidades compartidas y las especificidades culturales. ALADEFE, como red académica de referencia, puede y debe desempeñar un papel articulador que contribuya a generar un contexto regional sólido para la formación e investigación en cuidados de calidad, siempre que no caiga en idénticos vicios que los que mantiene la Universidad²².

Su potencial reside no solo en su capacidad de conectar instituciones universitarias, sino en su vocación de crear una comunidad epistémica que sustente el pensamiento enfermero desde los cuidados, desde la equidad, desde una mirada comprometida con los determinantes sociales y morales de la salud, en el contexto Iberoamericano[16]. En un escenario global donde los rankings y las métricas imponen lenguajes ajenos, ALADEFE puede impulsar criterios alternativos de evaluación y calidad, contextualizados y sensibles a las necesidades de los pueblos iberoamericanos que trasciendan a la tentación de las rivalidades y la generación de parcelas de poder. Además, puede actuar como plataforma para visibilizar la producción científica regional, apoyar las revistas propias existentes, evitando que desaparezcan ante la voracidad mercantilista de las plataformas multinacionales, como recientemente ha sucedido con revistas de prestigio y largo recorrido[17], o fomentando la creación de nuevas revistas y la movilidad docente-investigadora entre países.

La construcción de una enfermería iberoamericana cohesionada no implica homogeneidad, sino articulación en la diversidad. ALADEFE puede ser un espacio clave para compartir estrategias frente a desafíos comunes como la medicalización de la formación, la subordinación a lógicas institucionales biomédicas, la escasa inversión en investigación enfermera, o la desvalorización del cuidado como conocimiento. Desde esa base común, es posible fortalecer las capacidades locales, promover políticas educativas regionales más justas y construir una identidad profesional que se reconozca a sí misma desde lo colectivo, lo específico y lo transformador. La apuesta por una comunidad enfermera iberoamericana viva, crítica y productora de conocimiento propio es también una apuesta por otra manera de entender la universidad, la salud y el cuidado, como se abordará en la próxima conferencia de ALADEFE a celebrar en la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM)[18].

Todo ello, sin embargo, no podrá lograrse sin una revisión profunda de la propia estructura universitaria, todavía anclada en reinos de Taifas que impiden el trabajo interdisciplinar en la propia universidad que, paradójicamente, sí se esgrime luego como fundamental en los entornos laborales, especialmente en el sector salud y su vínculo necesario con los sectores sociales, educativos, ambientales o comunitarios[19]. Esta fragmentación académica configura un entorno que forma profesionales que difícilmente se corresponden con las necesidades reales de la comunidad en que está inserta la Universidad, donde lo transdisciplinar y lo transectorial son condiciones indispensables para diseñar y aplicar estrategias de salud integrales, equitativas y sostenibles.

La universidad actual, en muchos contextos, funciona como un sistema cerrado que se alimenta de sus propias reglas, sus propias jerarquías, sus propios intereses y sus propias tradiciones, muchas veces desalineados con las demandas sociales contemporáneas, amparándose o justificándose en la autonomía universitaria que, sin duda, significa otra cosa[20]. La rigidez de los planes de estudio, la compartimentación de los saberes, la separación entre teoría y práctica, el desprecio hacia los saberes no hegemónicos y la hipervaloración de la ciencia básica por encima de la ciencia aplicada o del conocimiento relacional constituyen obstáculos estructurales que frenan la capacidad transformadora de la universidad.

A ello se suman las dinámicas endogámicas propias del mundo académico: la promoción por acumulación de méritos bibliométricos, la competencia desleal entre grupos de investigación, el acceso desigual a recursos y redes de poder, y una cultura académica marcada por los egos personales, los feudos departamentales y las lógicas clientelares[21]. Esta arquitectura no solo dificulta la innovación, sino que castiga el pensamiento crítico, la colaboración real y la vocación social del saber. Es una universidad más preocupada por su propia reproducción institucional que por su impacto en la vida de las personas.

La salud, como bien colectivo y fenómeno social, exige profesionales capaces de dialogar con múltiples saberes y actores[22]. Exige políticas públicas intersectoriales y estrategias de intervención basadas en la colaboración. Exige, en definitiva, una universidad capaz de modelar este tipo de profesional y de investigación, lo que requiere superar de forma decidida la arquitectura disciplinar que sigue marcando la educación superior.

Las enfermeras, desde su experiencia en los márgenes del sistema y en los espacios de cruce entre la técnica y el vínculo, tienen un potencial privilegiado para abanderar este cambio[23]. Son competentes para lograr la integración de perspectivas, para que se actúe en red, para traducir el conocimiento a contextos prácticos y para el acompañamiento de procesos humanos que no encajan en moldes predefinidos. Su presencia activa y reconocida en la universidad puede abrir brechas en esa rigidez estructural, desnaturalizar las fronteras entre facultades y promover una lógica académica más flexible, más permeable y más conectada con la vida.

Además, las enfermeras pueden ser catalizadoras de una cultura universitaria distinta: una que no vea en la ciencia un pedestal de prestigio, sino una herramienta para cuidar mejor. Una que no valore el conocimiento por su impacto bibliométrico, sino por su impacto en las comunidades. Una universidad donde la excelencia no se mida solo por indicadores cuantitativos, sino también por la capacidad de formar profesionales éticos, compasivos, críticos y comprometidos con el bien común.

Para lograrlo, es necesario dotar a las enfermeras de espacios reales de decisión en las estructuras universitarias, facilitar la creación de redes transdisciplinarias de trabajo[24] y favorecer una política institucional que reconozca la relevancia del cuidado como eje articulador del saber académico[25]. Solo así será posible construir universidades vivas, integradas en sus territorios, abiertas al diálogo social y capaces de responder a los desafíos contemporáneos con saberes útiles, comprometidos y profundamente humanos.

Para que esta transformación sea posible, también es necesario articular propuestas concretas que vayan más allá de la denuncia[26]. La universidad debe abrir espacios estructurados para el trabajo inter y transdisciplinario, reformular los planes de estudio con participación activa del estudiantado y del profesorado de base, y revisar los sistemas de evaluación del profesorado incorporando criterios de impacto social, transferencia de conocimiento y pertinencia profesional. Las agencias de acreditación deberían reconocer, de forma explícita, la diversidad epistemológica de las disciplinas y valorar los saberes aplicados, comunitarios y relacionales como parte sustantiva del quehacer académico.

Recuperar el valor político del cuidado, reposicionar la ética del vínculo como principio formativo, y reivindicar el pensamiento enfermero como parte del debate académico contemporáneo es una tarea inaplazable[27]. En un mundo atravesado por crisis sanitarias, climáticas, sociales y económicas, la enfermería puede y debe ofrecer una respuesta universitaria que no reproduzca las lógicas del poder, la técnica y el mercado, sino que abra caminos de sentido, justicia y dignidad para todas las personas.

Nos desprendimos de la cofia pensando que con ello nos librábamos de la subsidiariedad y la el acoso. No caigamos en la trampa de pensar que el birrete, por si solo, nos confiere conocimiento y autonomía.

El desafío es grande, pero también lo es la oportunidad[28]. Las enfermeras están llamadas a ocupar un lugar central en la reconstrucción de la universidad como espacio de producción de conocimiento socialmente relevante, de formación ética y de compromiso transformador. Hacerlo requiere coraje, alianzas, visión estratégica y, sobre todo, la convicción profunda de que cuidar también es —y siempre ha sido— una forma legítima y poderosa de hacer ciencia

[1] Filósofo y ensayista español, exponente principal de la teoría del perspectivismo y de la razón vital e histórica, situado en el movimiento del novecentismo (1883-1955).

[2] Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA). Criterios de evaluación para profesorado universitario. 2024. Disponible en: https://www.aneca.es

[3] Redacción Médica. La ANECA y los perfiles del profesorado universitario. 2024. Disponible en: https://www.redaccionmedica.com

 

[4] Universitat de València. Plan de estudios del Grado en Enfermería. Disponible en: https://www.uv.es

[5] Ferrández-Antón, T, Ferreira-Padilla, G, del Pino-Casado, R, Fernández-Antón, P, Baleriola-Júlvezs, J, Martínez Riera, JR. Communication skills training in undergraduate nursing programs in Spain. Nurse Education in practice. 2020; 42: 102653 https://doi.org/10.1016/j.nepr.2019.102679

[6] Fawcett J, Desanto-Madeya S. Contemporary Nursing Knowledge. 4th ed. Philadelphia: F.A. Davis Company; 2021.

[7] Silva MJ, González MT. Educación en enfermería: ética, comunidad y cuidado. Rev Latinoam Enfermagem. 2021;29:e3437.

[8] Códigos UNESCO EQA https://documentos.eqa.es/OnlineForm/resources/CODIGOS%20UNESCO%20EQA.pdf

[9] Amezcua M, Hueso-Montoro C. Repercusión e impacto de las revistas de enfermería del espacio científico iberoamericano. Index Enferm. 2020;29(3):195–9.

[10] Asociación de Enfermería Comunitaria (AEC)https://www.enfermeriacomunitaria.org/web/

[11] Asociación Española de Enfermería de Salud Mental (AEESME). Disponible en: https://aeesme.org

[12] Grupo 40 Iniciativa Enfermera https://www.grupo40enfermeras.es/

[13] Giroux HA. Neoliberalism’s War on Higher Education. Haymarket Books; 2019.

[14] Barnett R. The Idea of the University: A Reader. McGraw-Hill Education; 2022.

[15] Asociación Internacional de Escuelas y Facultades de Enfermería (ALADEFE) https://www.aladefe.net/

[16] Martínez-Riera JR. El cuidado como eje de transformación universitaria. Rev Iberoam Educ Investig Enferm. 2024;2(1):9–13.

[17] Revista ROL de Enfermería y Revista METAS de Enfermería, que tuvieron que cesar su publicación, por problemas financieros, tras 50 y 30 años respectivamente

[18] XVIII Conferencia Iberoamericana de Educación en Enfermería https://conferencialadefe2025.org/

[19] Freire P. Pedagogía del oprimido. Madrid: Siglo XXI; 2021.

[20] Esteban ML. Antropología y epistemología feminista. Barcelona: Bellaterra; 2022.

[21] Altbach PG. Academic Dependency and Professionalization in the Third World. Comp Educ Rev. 1987;31(4):491–510.

[22] Silva MC, Almeida E, Oliveira S. Inteligencia emocional en la docencia enfermera. Rev Enferm Referência. 2022;5(7):101–9.

[23] Watson J. Nursing: The Philosophy and Science of Caring. Boulder: University Press of Colorado; 2021.

[24] Red Internacional de Enfermería en Salud Comunitaria (RIECS). Disponible en: https://riecs.org

[25] Jara P. La investigación y la educación en Enfermería en Iberoamérica. Rev Iberoam Educ Investig Enferm. 2021;1(1):47–50.

[26] Martínez-Riera JR. Contexto iberoamericano de enfermería: construir y compartir conocimiento. Rev Bras Enferm. 2024;77(1):e770101.

[27] WHO. Intersectoral Action for Health: A Cornerstone for Health-for-All in the 21st Century. Geneva: World Health Organization; 2020.

[28] Santos B de S. La universidad en el siglo XXI: para una reforma democrática y emancipadora de la universidad. CLACSO; 2021.

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