
Hay algo profundamente perturbador en constatar cómo la política se ha vaciado de ética, y cómo ese vacío se ha llenado con estrategias de manipulación, desinformación y engaño sin pudor. Hoy, muchos políticos y políticas parecen dispuestos a hacer lo que sea con tal de alcanzar una cuota más de poder, de notoriedad o de protagonismo mediático.
La decencia ha dejado de ser una condición para la vida pública. Ya no se espera que quien ostenta un cargo político sea ejemplo de integridad, responsabilidad o verdad. Se tolera –y en algunos casos hasta se aplaude– que se mienta, se oculte, se difame. Lo importante es ganar.
En otro tiempo, la política era también palabra. Palabra en el sentido más noble: oratoria con contenido, debate con argumentos, ironía inteligente. Hoy se ha sustituido la palabra por el grito, el argumento por el ataque, y la discrepancia legítima por la descalificación. El adversario político ha sido degradado al estatus de enemigo, como si la política fuese un campo de batalla y no un espacio para la convivencia democrática. Se utilizan lenguajes bélicos, se crean bandos, se propaga odio. Y todo ello se justifica como parte del juego. Un juego sucio, sin reglas ni árbitros, en el que el fin justifica cualquier medio.
Pero quizá una de las formas más graves y simbólicas de esta degradación es el falseamiento de los méritos académicos. No es una anécdota. No es un error administrativo. Es una forma de mentir estructural, premeditada, con el fin de construir una imagen de capacidad, de preparación, de excelencia que no se tiene, pero que se quiere exhibir. El engaño académico es una bofetada a quienes han dedicado años de estudio, sacrificio y trabajo para conseguir sus títulos con honestidad. Es una afrenta a las universidades. Es, además, un desprecio absoluto al mérito, esa palabra que tanto esgrimen pero tan poco practican.
Y lo más grave no es que se descubran estos engaños, sino lo que ocurre después. Porque, cuando se destapa la mentira, no suele haber una asunción real de responsabilidades. Se trata de justificar con nuevas mentiras. En el mejor de los casos, se presenta una dimisión calculada, que se transforma en un nuevo puesto, una nueva tribuna, un lugar donde seguir mintiendo y cobrando. Como si mentir no tuviera consecuencias. Como si el descrédito no les alcanzase. Y es que no hay regeneración posible si el sistema sigue premiando a quien engaña, si los partidos siguen protegiendo a quien daña su imagen, si los medios siguen invitando a tertulias a quienes han demostrado su falta de escrúpulos.
Este fenómeno no es patrimonio de unas siglas concretas. No es exclusivo de la derecha o de la izquierda. No se trata de ideología, sino de ética. De una ética que debería ser transversal, que debería exigirse con igual firmeza en todos los espacios de la vida pública.
Resulta especialmente obsceno cómo algunos políticos utilizan a la Universidad como institución de prestigio, de saber y de reconocimiento social, mientras al mismo tiempo la degradan con políticas mercantilistas, con infrafinanciación crónica, con desprecio hacia su función crítica y emancipadora. La Universidad se utiliza para subir escalones en la carrera de la vanidad. Pero cuando se trata de protegerla, de garantizar su autonomía, de asegurar condiciones dignas para su profesorado o de defender su papel en la construcción de ciudadanía, entonces la Universidad molesta.
Y así, se va erosionando no solo la credibilidad de la política, sino también la de la Universidad, la de los medios de comunicación que sostienen estos relatos, y la de la propia sociedad. Todo vale. Todo se compra. Todo se justifica. Como si el cinismo fuese una virtud y la ética, una debilidad.
El problema de fondo es que hemos rebajado el listón de la exigencia. Que hemos permitido que nos gobiernen personas que no respetan las reglas del juego, que confunden la astucia con la inteligencia y el cinismo con la sagacidad. Personas que hacen suya, con alarmante literalidad, la máxima de Maquiavelo: el fin justifica los medios.
La pregunta que inevitablemente nos hacemos es: ¿cuál será el siguiente paso? ¿Qué nuevas formas de engaño, de artificio, de impostura nos esperan? Mejor no imaginarlo. Porque, visto lo visto, lo superarán.
Por eso urge recuperar una política decente. No perfecta, pero sí honesta. No infalible, pero sí comprometida con la verdad y el respeto. Una política que no nos avergüence. Una política en la que mentir no sea una estrategia, sino una causa de destitución. Y en la que la ciudadanía no sea espectadora resignada, sino parte activa de la exigencia democrática. Porque si no lo hacemos, estaremos alimentando el mejor caldo de cultivo para quienes precisamente desprecian todo lo que representa la libertad, la democracia y la equidad. Y entonces ya no se tratará solo de una crisis ética, sino de una amenaza real al modelo de sociedad que decimos querer defender.