
España arde. No es una metáfora, es la realidad que cada verano se repite con una crudeza que parece no tener fin y que este año ha aumentado de manera significativa. En más de media península, los incendios están devorando miles de hectáreas de masa forestal, arrasando hábitats, alterando ecosistemas y poniendo en riesgo vidas humanas y bienes materiales. Este año, como otros, el fuego no solo se alimenta de altas temperaturas, sequías y vientos extremos, sino también de una ausencia crónica de inversión en prevención. La falta de planificación, de limpieza de montes, de cortafuegos bien mantenidos y de equipos suficientes es, en gran medida, la chispa invisible que precede a las llamas.
En medio de esta catástrofe, lo esperable sería que las instituciones dejaran de lado diferencias y se coordinaran en una respuesta común, seria y eficaz. Mientras el humo cubre pueblos enteros y el calor sofoca, algunos responsables autonómicos acusan al Gobierno central de no actuar, olvidando que las competencias en materia de prevención y extinción de incendios recaen precisamente en las comunidades autónomas. Y al otro lado, la réplica es igual de estéril, culpas cruzadas, reproches vacíos y ninguna propuesta consensuada para evitar que el desastre se repita. Sin embargo, lo que encontramos es un nuevo capítulo de fobias personales y del “y tú más”, con una batalla dialéctica que convierte el desastre ambiental en munición partidista al margen de la tragedia y del clamor de la gente que lo pierde todo y exige que, unos y otros, abandonen el “patio del colegio” y hablen para llegar a consensos y pactos nacionales que permitan luchar contra esta amenaza medio ambiental y vital.
La incoherencia es evidente. ¿Podemos imaginar a un rector o rectora de universidad culpando al Gobierno autonómico o central de un accidente laboral en sus instalaciones por no haber invertido en prevención? Sería absurdo. Cada cual es responsable de su ámbito y debe actuar en consecuencia. Un buen ejemplo lo encontramos en la Universidad de Alicante, que, a través de su Servicio de Prevención y Promoción de la Salud, en coordinación con el Comité de Seguridad y Salud y la Dirección de Universidad Saludable, lleva años desarrollando un trabajo serio y constante. Se han revisado protocolos, actualizado medidas, formado a la comunidad universitaria y mejorado las condiciones para prevenir riesgos laborales. El resultado se traduce en niveles altos de salud, seguridad y bienestar que no son fruto de la casualidad, sino de la participación colectiva, la cooperación y el consenso entre todas las partes implicadas. Es una realidad que el riesgo cero no existe, pero ello no puede ser la excusa para la inacción y la pasividad, justo, al contrario.
Este modelo, que se repite en muchas otras universidades y ámbitos sociales, demuestra que cuando se trabaja en equipo, con objetivos claros y sin protagonismos vacíos, los resultados son tangibles. No se trata de eliminar el debate —porque el debate es necesario para mejorar—, sino de evitar que se convierta en una excusa para no hacer nada. Y en la gestión de incendios, como en la prevención de riesgos, la inacción es tan peligrosa como el fuego mismo.
A todo ello se suma un aspecto que rara vez ocupa titulares. Las condiciones laborales de quienes se juegan literalmente la vida frente a las llamas. Profesionales que trabajan en situaciones extremas, con contratos temporales, con medios a menudo insuficientes, en jornadas agotadoras y con un reconocimiento institucional y económico que no se corresponde con la magnitud de su labor. Reforzar la prevención implica también dignificar y estabilizar estos empleos, dotarlos de recursos adecuados y garantizar que su experiencia no se pierda cada temporada. No es solo una cuestión de justicia laboral, sino de eficacia y de dignidad, ya que, sin equipos humanos bien formados, motivados y protegidos, la lucha contra los incendios está condenada a ser siempre reactiva y nunca preventiva.
Sin embargo, nuestra política parece haberse instalado en un ciclo estéril de crisis, reproches, ruedas de prensa con acusaciones mutuas y, finalmente, olvido hasta el próximo verano. Entre tanto, el bosque se degrada, el suelo se erosiona, la fauna desaparece, las comunidades rurales ven cómo su modo de vida se desmorona y la salud de todos se pone en peligro. La prevención queda relegada a un segundo plano porque sus resultados no son inmediatos ni dan rédito electoral. Vende más cortar una cinta que invertir en tareas discretas como desbrozar, limpiar o formar brigadas forestales permanentes. Si a ello añadimos el aumento de los discursos negacionistas del cambio climático y sus consecuencias en materia de inversión para la protección del medio ambiente, el resultado es tan inflamable como las olas de calor a las que dichos negacionistas se amparan, eso sí sin relacionarlas con el cambio climático, para justificar los incendios.
Las respuestas de los políticos son cortinas de humo —triste paradoja— para tapar deficiencias propias, mediante visitas puntuales a los lugares de la tragedia, oportunistas, improductivas y utilizadas como altavoz de sus reproches. Mientras tanto, la ciudadanía contempla con hastío cómo no solo no se solucionan los problemas que les afectan, sino que se añaden nuevos a la lista. La sensación de impotencia crece, y con ella, la desafección hacia una clase política que parece más preocupada por ganar titulares y votos que por garantizar la seguridad y el bienestar de la población y del territorio.
La ciencia lo tiene claro, los incendios no pueden erradicarse por completo, pero sí prevenirse, contenerse y gestionarse mejor. La emergencia climática no espera a que termine la campaña electoral ni se suspende hasta el siguiente pleno parlamentario.
Por eso, la pregunta es tan simple como incómoda: ¿cuántas hectáreas más deben arder, ¿cuántas vidas más deben perderse y cuántos hogares más deben desaparecer para que se dejen de lado los reproches y se tomen decisiones conjuntas y valientes? El fuego no distingue ideologías, y su devastación no entiende de fronteras administrativas. Tampoco deberían entenderlo quienes, en lugar de competir por la responsabilidad, deberían compartirla.
Porque al final, cuando el bosque arde, lo que se quema no es solo madera y matorral, es también condiciones de vida, contextos saludables, ámbitos de convivencia y la pérdida de confianza de la ciudadanía en quienes deberían protegerlos. Las consecuencias, en todos los casos, son extremas como se está pudiendo comprobar. No esperemos a acordarnos de Santa Bárbara cuando truene. Protejamos nuestro hábitat y nuestra libertad. Porque lo que está ardiendo, lamentablemente, no son tan solo nuestros bosques. La política, para que sirva a los intereses de la sociedad, debe contar con personas que los identifiquen y los prioricen por encima de demagogias, eufemismos, protagonismos, batallas estériles, populismos y negacionismos.