
«La pintura no está hecha para decorar habitaciones. Es un instrumento de guerra ofensiva y defensiva contra el enemigo.»
Pablo Picasso[1]
«Enciende la lámpara y persiste. La luz no debe apagarse mientras haya un solo herido en la oscuridad.»
Florence Nightingale[2]
Entrar en el Guernica
El humo se enrosca en espirales perezosas bajo la luz tenue, mientras un contrabajo marca un pulso grave que parece latir en el suelo de madera. Las mesas, pequeñas y cercanas, sostienen vasos medio llenos que brillan con reflejos ámbar al compás de la trompeta que improvisa un lamento convertido en caricia. El murmullo del público es apenas un susurro respetuoso, como si cada nota naciera para ser escuchada en silencio. Es un lugar donde el tiempo se diluye, donde la música no se oye: se habita.
Y, de pronto, como si la penumbra se desgarrara, el escenario cambia. El humo se disipa y la penumbra cede ante la blancura fría de un museo. Los pasos resuenan sobre el mármol, el eco sustituye al contrabajo, y el aire mismo parece guardar un silencio reverencial. En la sala se abre un espacio imponente, desnudo y luminoso, dominado por la magnitud del Guernica. El lienzo, con su escala desmesurada, ocupa la pared como si fuese una herida abierta. Allí no hay jazz ni copa que acompañe. Solo la crudeza del dolor transformado en arte, la memoria convertida en denuncia, el clamor mudo de un cuadro que atraviesa generaciones.
No es posible entrar en el Guernica sin que algo en nosotros se detenga. Hay obras que se contemplan; esta se enfrenta a ti. Quien haya estado frente al lienzo en el Museo Reina Sofía conoce esa sensación. La sala se ensancha, pero también se contrae; el aire parece más denso y la luz, más fría. Los 3,5 metros de alto por casi 8 de ancho no solo ocupan espacio físico, sino un territorio emocional que obliga a mirar de otra manera. La primera impresión es un golpe de ausencia: ausencia de color, de horizonte, de alivio. Un blanco y negro que no es nostalgia, sino despojo; un gris que parece extenderse más allá del marco, como si el dolor no pudiera contenerse en la tela.
Los ojos recorren figuras que no están completas. Fragmentos de cuerpos, rostros distorsionados, gestos congelados en un instante que no cesa. No hay calma posible porque no hay relato cerrado. Lo que vemos no es una escena lineal, sino un conjunto simultáneo de dolores en ausencia de colores. Cada forma reclama atención, pero todas juntas componen un ruido visual que recuerda al estrépito de una ciudad bombardeada.
En medio de la sala, uno se siente observado por esas miradas abiertas en exceso, como si fueran pupilas acostumbradas a la oscuridad. Son ojos que vieron más de lo que podían soportar, y sin embargo permanecen fijos, sin párpados que los protejan. La madre con su hijo muerto mira hacia arriba, pero su grito no sale; la mujer en llamas extiende un brazo que nunca encontrará ayuda; el caballo herido abre la boca en un relincho que parece metálico.
No hay tiempo en el Guernica. Todo ocurre a la vez, en un presente eterno. Y en ese presente, la ausencia de color no es una limitación técnica, sino un lenguaje. El blanco y negro convierte la escena en algo más que un testimonio de 1937. La transforma en una advertencia sin fecha de caducidad. No importa si pensamos en la guerra civil española, en Sarajevo, en Alepo o en Gaza. La violencia que habita este cuadro es siempre actual.
Sin embargo, el Guernica no es solo la pintura de un hecho histórico. Es también un espejo incómodo. Frente a él, es difícil no buscar equivalencias con nuestra realidad. Las formas que Picasso pintó con líneas tensas y geometrías rotas parecen reconocer, una por una, las heridas abiertas de hoy. Las de la guerra visible y las de la guerra sin balas, las que se libran en las calles, en los despachos, en las fronteras y en las mentes. Porque hay dolores que no estallan en bombas, pero desgarran igual.
Y aquí surge la pregunta que nos acompañará en todo este recorrido. Si el Guernica es una cartografía del sufrimiento humano, ¿qué lugar ocupa en él el cuidado? La respuesta, a primera vista, es desoladora, no aparece. No hay gesto de consuelo, no hay abrazo, no hay mano que cuide. El lienzo es un territorio donde la salud está rota, donde el auxilio no ha llegado o ha sido arrasado.
No hay gesto de consuelo, no hay abrazo, no hay mano que cuide. Tampoco hay luz que guíe. Solo una lámpara distante, como testigo mudo. Frente a esa ausencia, las enfermeras reconocemos la fuerza simbólica de nuestra propia historia. La lámpara de Nightingale no se suspendía en lo alto para observar, sino que descendía hasta la cama de cada herido. Esa diferencia es también una declaración ética. La luz que se queda arriba contempla; la luz que baja cuida.
Porque en el cuadro original, no hay gesto de consuelo, no hay abrazo, no hay mano que cuide. Tampoco hay luz que guíe. Solo una lámpara distante, como testigo mudo. Frente a esa ausencia, las enfermeras reconocemos la fuerza simbólica de nuestra propia historia. La lámpara de Nightingale no se suspendía en lo alto para observar, sino que descendía hasta la cama de cada herido en los hospitales de campaña de Crimea. Esa diferencia es también una declaración ética. La luz que se queda arriba contempla; la luz que baja para cuidar.
Pero el Guernica, además de ser símbolo universal contra la barbarie, está inevitablemente ligado a la memoria de la Guerra Civil española. No solo porque naciera como denuncia del bombardeo de una población indefensa, sino porque refleja el corte brutal que aquella guerra supuso en la vida social, política y profesional del país. Corte que, en el caso de la Enfermería, supuso un impacto devastador. Durante los años previos al estallido de la guerra, se estaba gestando un proceso de avance hacia la profesionalización y la modernización de la disciplina, con pasos incipientes que podían haber colocado a las enfermeras en un rol autónomo y reconocido en la sociedad y en el marco del sistema sanitario. La guerra cortó de raíz ese camino. Paralizó el desarrollo, desmanteló estructuras emergentes y devolvió a la profesión a un lugar de total subordinación y dependencia. La Enfermería —y, con ella, las mujeres, las enfermeras que la ejercían— quedó relegada de nuevo a una relación de subsidiariedad y sumisión, en sintonía con el retroceso general de los derechos femeninos bajo la dictadura franquista. Ese corte histórico sigue siendo una herida abierta en la memoria de la profesión, un Guernica particular que recuerda lo que pudo haber sido y lo que se perdió.
El lenguaje roto del lienzo
El Guernica no es una narración lineal ni una simple sucesión de figuras: es un lenguaje roto que habla sin palabras. En sus formas quebradas y su composición caótica, en el blanco y negro que niega la calma, el lienzo grita, susurra, implora y denuncia a la vez. No describe: interpela. Cada trazo es un alarido y un silencio, cada vacío es un reclamo de lo que la barbarie cercena y elimina. Y sin embargo, a pesar de la crudeza de su lenguaje, el cuadro no es una petición de venganza ni de rencor, sino un recuerdo latente y permanente para que el horror no se repita; para que la pérdida se convierta en ganancia de memoria, y esa memoria anule la posibilidad de repetir lo que nunca debió ocurrir. En lugar de representar el horror, lo encarna; y en esa encarnación nos obliga a recordar que lo humano puede ser reducido a fragmentos si el cuidado y la dignidad son arrancados de raíz.
Desde esa conciencia, lo que sigue es un recorrido por cada una de las partes del cuadro, no para explicarlas en un sentido académico o meramente descriptivo, sino para escucharlas como voces que reclaman ser interpretadas. Porque cada figura —el toro, la madre, el caballo, la lámpara, el hombre caído, la mujer en llamas, los fragmentos dispersos— es una palabra dentro de ese lenguaje roto que, aún sin sonido, nos habla del dolor y de la necesidad urgente de cuidado. Y desde ese lenguaje del horror pasado reinterpreto lo que en el presente puede seguir aportando, diciendo, reclamando desde una perspectiva del cuidado enfermero.
El toro, sólido y oscuro, ocupa el extremo izquierdo del lienzo. Su presencia es ambigua. Para algunos, símbolo de brutalidad; para otros, encarnación de la resistencia. Pero en este espejo que es el Guernica, el toro puede ser la violencia institucional, esa fuerza que se erige impasible ante el sufrimiento, que mantiene su posición sin inmutarse, aunque el caos se despliegue a su alrededor. Es la indiferencia de quienes tienen poder para actuar y eligen no hacerlo. En la salud, ese toro puede ser la inercia de sistemas que menosprecian la salud en favor de la enfermedad, que barrios enteros carezcan de servicios básicos, que la salud mental siga siendo un lujo. Enfrentarse a ese toro exige algo más que conocimiento técnico, requiere la firmeza ética y la presencia que las enfermeras han cultivado durante décadas, aunque pocas veces se reconozca.
A su lado, la madre sostiene a su hijo muerto. Es, posiblemente, la imagen más devastadora del cuadro, y quizá la más universal. No necesita contexto ni explicación. Es el dolor absoluto. Pero si la miramos desde la salud, esa madre es cada familia que sufre la pérdida de un ser querido por causas evitables; es cada niño que muere por hambre o por violencia. Es también la representación de las desigualdades que atraviesan generaciones. La mortalidad infantil disparada en zonas pobres, el trauma de niños migrantes separados de sus padres, las secuelas invisibles de una infancia sin seguridad. Las enfermeras pediátricas, de salud mental y comunitarias conocen de cerca ese llanto, porque lo han visto en salas de urgencias, en casas, en campos de refugiados y en consultas donde las madres no lloran por miedo, sino por agotamiento.
En el centro, el caballo herido, atravesado por una lanza, representa un cuerpo que no puede escapar, atrapado en medio del conflicto. Ese cuerpo colectivo es hoy el sistema sanitario. Tensionado hasta el límite, atravesado por recortes, por la precariedad de sus profesionales, por la parálisis de un modelo caduco, ineficaz e ineficiente que no encuentra respuesta suficiente. Es también el cuerpo de quienes cargan con enfermedades crónicas sin recibir un cuidado integral, porque el modelo sigue priorizando lo agudo sobre lo sostenido. La lanza que atraviesa al caballo no siempre es visible. A veces son decisiones políticas, otras la indiferencia social. En cualquier caso, el caballo relincha, y su relincho se parece al de las/os profesionales que claman ante la falta de inversión, la privatización, la renuncia política que impide atender dignamente en esas condiciones.
La lámpara, sostenida por una figura que se asoma desde arriba, es un punto de luz en un paisaje de sombras. Puede ser el símbolo de la esperanza, pero también el de la observación distante, que ilumina sin implicarse. En salud, esa lámpara puede ser la investigación que analiza los problemas desde fuera sin llegar a transformarlos, o las políticas que diagnostican correctamente pero no actúan con la urgencia necesaria. Las enfermeras, en cambio, reconocemos en esa imagen un eco profundo, la lámpara de Florence Nightingale, que recorría con ella los pasillos oscuros de los hospitales de campaña durante la guerra de Crimea, no solo para ver, sino para estar presente, para acompañar, para cuidar. Esa lámpara —convertida en símbolo de identidad profesional— no alumbra desde la distancia, sino a la altura de las manos, allí donde el cuidado se hace posible. En el Guernica, la luz parece suspendida, incapaz de descender al dolor que ilumina. En la enfermería, la luz se inclina hacia quien lo necesita. Porque la luz solo sirve si ilumina el camino para andar, si acompaña a la acción. No basta con señalar la herida, el dolor, el malestar, hay que entrar en ellos para afrontarlos.
El hombre caído, desmembrado, con el arma rota, habla de la derrota. Y aquí, en el espejo sanitario, son los cuerpos migrantes, las personas invisibles, quienes pierden siempre primero. Personas que han sobrevivido a guerras, travesías y persecuciones, para encontrarse luego con un sistema que les niega atención, que cuestiona su derecho a la salud, que los etiqueta como carga. Las enfermeras, especialmente en la atención primaria y comunitaria, es muchas veces la primera y la última frontera de cuidado para estas personas, que escuchan cuando nadie más lo hace, que acompañan cuando el resto les da la espalda.
La mujer en llamas, con los brazos levantados, es el símbolo de quienes piden auxilio en medio de la destrucción. Hoy, podría representar a las personas con problemas de salud mental que claman por atención en sistemas que la patologizan, o a quienes sufren violencia de género y encuentran puertas cerradas. Es un fuego que arde en silencio, porque muchas veces ni siquiera se reconoce como emergencia. Aquí, las enfermeras se convierten en detectoras, mediadoras, articuladoras de redes de apoyo, porque saben que el daño invisible puede matar tanto como el físico.
Y, por último, los fragmentos. Manos, pies, rostros dispersos. Son las piezas de vidas rotas por la precariedad, la exclusión, la discriminación. Son también las historias que las enfermeras recogen y guardan, porque cada intervención es, en el fondo, un intento de recomponer un mosaico humano que nunca está completo. El cuidado no siempre puede devolver las piezas a su lugar original, pero sí puede crear una nueva forma, una nueva narrativa que permita a la persona afrontar su problema y seguir adelante.
En todos estos símbolos, lo que une es la ausencia del cuidado. El Guernica no muestra manos que cuiden, ni abrazos, ni descanso. Es un escenario tras la ayuda que ha fallado o no ha llegado nunca. Por eso es tan pertinente para hablar de salud, porque cada vez que permitimos que la violencia —real o simbólica— sustituya al cuidado, estamos pintando un nuevo Guernica.
Por eso he querido reinterpretar la obra desde la mirada enfermera, incorporando unas manos entrelazadas como símbolo del cuidado enfermero. Esa adición, lógicamente inexistente en la obra original, opera como una contraposición simbólica. Se trata de una licencia personal que busca incorporar sentido a la reflexión cruzada entre la obra de arte, el dolor, el sufrimiento y la denuncia que despende y el cuidado enfermero como contrapunto a todo ello. Allí donde Picasso pintó ausencia y desgarro, las manos evocan la posibilidad de sostén, de cuidado, de encuentro humano. Son manos que cuidan, que acompañan y dan sentido, y que en esta lectura se convierten en metáfora del cuidado enfermero. Allí donde el cuadro grita vacío, la presencia de las manos recuerda que la vida puede rehacerse con gestos en apariencia pequeños, pero que representan y suponen una gran aportación a la salud y la vida como vínculos que restituyen la dignidad humana.
Pero es precisamente esa ausencia —y la necesidad de introducir las manos— la que interpela a las enfermeras. Porque si este cuadro es una metáfora de lo que el mundo puede llegar a ser —y muchas veces ya es—, el trabajo enfermero consiste en actuar ahí donde el Guernica cobra vida. En recomponer, en devolver sentido, en dignificar lo que ha sido destrozado. El reto es enorme. No se trata de pintar sobre la destrucción para ocultarla, sino de restaurar lo que aún puede vivir y dar forma nueva a lo que parecía perdido.
El cuidado como arte y restauración
Cuidar es, en muchos sentidos, un acto artístico. No en el sentido plástico, sino en el más profundo. El arte como capacidad de traducir lo inefable, de dar forma a lo que parece informe, de encontrar un orden en medio del caos sin negarlo. Quien cuida trabaja con seres vivos, y a menudo, con seres heridos. Igual que Picasso construyó el Guernica a partir de fragmentos, planos y perspectivas quebradas, las enfermeras se enfrentan cada día a realidades fracturadas que necesitan ser interpretadas antes de ser intervenidas.
El cuidado, como el arte, requiere observar, mirar. No basta con ver. En un hospital, en un centro de salud, en una escuela o en un hogar, la enfermera observa no solo lo que está presente, sino lo que falta. El gesto contenido de dolor, la pausa que oculta miedo, la mirada que pide ayuda, aunque la voz diga “estoy bien”. Picasso, frente a las noticias del bombardeo de Guernica, no pintó exactamente lo que vio —no estuvo allí—, sino lo que comprendió del horror. Del mismo modo, las enfermeras, ante una persona o una comunidad, no se limita a registrar síntomas, interpreta contextos, historias, determinantes sociales y morales, y a partir de ahí compone una intervención que es única para esa persona o ese grupo.
En este sentido, la enfermería se asemeja más al trabajo de restauración que al de creación ex nihilo (de la nada). Ante una obra dañada, el restaurador no borra las huellas del tiempo, sino que busca estabilizarlas, protegerlas, devolverles legibilidad. Así también actúan las enfermeras. No siempre pueden borrar la enfermedad, la pérdida o el trauma, pero sí pueden devolver a las personas un sentido de continuidad, un lugar desde el que seguir viviendo.
En el ámbito comunitario, esto se traduce en construir redes donde antes había soledad, en abrir espacios de participación para que una comunidad recupere la voz que le arrebataron. En el hospital, significa acompañar procesos que desbordan la técnica, como la preparación emocional para una cirugía o la adaptación a una nueva discapacidad. En la escuela, implica leer las señales tempranas de malestar emocional o de exclusión y actuar antes de que se conviertan en heridas profundas. En la gestión, es tomar decisiones que no se guíen solo por el coste o la eficiencia, sino por la dignidad y la equidad.
El arte también tiene una dimensión ética. El artista elige qué mostrar y cómo mostrarlo; las enfermeras deciden dónde y cómo intervenir, qué priorizar, cómo comunicar. En ambos casos, hay una responsabilidad sobre la forma que se da a la realidad. Si Picasso hubiera optado por pintar el bombardeo con colores vivos y figuras armónicas, habría traicionado su intención de denuncia. Si las enfermeras se limitaran a cumplir protocolos sin atender a la singularidad de cada situación, traicionarían la esencia del cuidado.
Pero hay algo más, tanto en el arte como en el cuidado, existe el riesgo de la incomprensión. El Guernica fue, en su momento, criticado por su estilo fragmentario. Muchos esperaban una pintura más “realista” que mostrara la destrucción de manera literal. Las enfermeras también enfrentan críticas cuando su trabajo se sale de la expectativa reducida a lo técnico o lo biológico, cuando intervienen en lo social, en lo espiritual, en lo político, en lo comunitario, se las acusa de extralimitarse. Sin embargo, es precisamente esa capacidad de ir más allá del marco —sea el de la tela o el de la intervención— la que permite abordar la salud en su sentido más completo.
Aquí se revela una afinidad esencial, el arte y las enfermeras no se limitan a reproducir la realidad, sino que la transforman. El artista lo hace con pigmentos, formas y volúmenes; la enfermera, con palabras, gestos, intervenciones y presencias. Ambas disciplinas trabajan con lo humano en estado de vulnerabilidad, y ambas persiguen, en el fondo, que la vida pueda seguir desplegándose a pesar de las heridas.
Frente al Guernica, uno puede sentirse impotente: ¿cómo recomponer lo que está tan roto? Las enfermeras responden con una praxis que podríamos llamar “microguernicas”: cada persona atendida es una pequeña recomposición de algo que el mundo había quebrado. No siempre será perfecta, ni idéntica a lo que fue antes, pero sí suficiente para devolver dignidad y sentido a su ciclo vital.
Esta visión artística del cuidado no es retórica, sino necesidad. En un mundo que tiende a fragmentar la atención —por especialidades, por niveles asistenciales, por competencias—, las enfermeras, como el arte, insisten en la mirada integradora. Igual que el Guernica no puede entenderse pieza a pieza, la salud no puede abordarse por órganos o diagnósticos aislados. El cuadro es todo a la vez, como la vida de una persona o de una comunidad.
El compromiso ético y político
El Guernica, además, no es solo una obra de arte. Es un manifiesto. No busca la belleza complaciente, sino la verdad incómoda. No es una composición para cumplir con un encargo, sino el reflejo de lo que el artista sintió. Picasso no pintó para decorar salones, sino para incomodar conciencias. Y aquí se abre un paralelismo evidente con la dimensión ética y política del cuidado enfermero. Cuidar no es un acto neutro. No lo era en 1937 y no lo es hoy.
En un contexto sanitario y social fragmentado, elegir cuidar de forma integral, equitativa y humana es un posicionamiento político. Es rechazar el papel de mero ejecutor de procedimientos para convertirse en garante de derechos. Es asumir que cada persona que necesita atención, sea donde sea, trae consigo una historia atravesada por determinantes sociales, morales, económicos y culturales, y que ignorarlos sería contribuir a perpetuar la desigualdad.
El Guernica denuncia la violencia directa de la guerra, pero también nos permite pensar en otras violencias, más sutiles, que operan hoy sobre la salud. La violencia institucional de políticas que abandonan a quienes más necesitan; la violencia económica que convierte la atención a la salud en un bien de mercado; la violencia simbólica que estigmatiza la enfermedad mental, la discapacidad o la vejez. Estas violencias no dejan cadáveres en las calles, pero rompen vidas, desgastan comunidades y deterioran el tejido social.
Las enfermeras están, por determinación y por práctica, en la primera línea contra esas violencias. No siempre con grandes gestos, sino con una persistente presencia que no suele aparecer en titulares. En la atención primaria, cuando una enfermera defiende que una persona mayor sola no necesita solo un control de tensión, sino también un acompañamiento para reducir su aislamiento, está actuando contra la violencia de la soledad impuesta. En salud mental, cuando una enfermera crea un espacio seguro para que un adolescente pueda hablar sin miedo de su sufrimiento, se está contrarrestando la violencia del estigma. En la atención hospitalaria, cuando una enfermera aboga por traspasar los protocolos y responder a las necesidades culturales de una persona migrante, se está desafiando la violencia de la homogeneización.
Como el Guernica, el cuidado enfermero no puede reducirse a un solo plano, debe mostrar y abordar la complejidad. Y, como la obra de Picasso, tiene la capacidad de incomodar a quienes prefieren no ver. Un sistema sanitario que mide su éxito solo en tiempos de espera o en número de intervenciones quirúrgicas realizadas puede sentirse incómodo cuando las enfermeras insisten en hablar de determinantes sociales, de epidemiología de la salud y de los cuidados, de entornos saludables, de promoción, de salud comunitaria. Pero es precisamente esa incomodidad la que abre la posibilidad de cambio.
Hay, además, un elemento común entre el arte y el cuidado que suele pasar desapercibido. Ambos requieren memoria. El Guernica no deja olvidar lo que pasó en una pequeña ciudad vasca; el cuidado, cuando es ético y político, no deja olvidar que cada vida importa, incluso —y especialmente— cuando el sistema la considera prescindible. Las enfermeras que acompañan a una persona en el final de su vida, que lucha por un programa de vacunación en zonas marginales, que denuncia la falta de recursos para salud mental está preservando memoria social o que evita la soledad no deseada de una persona adulta mayor. La memoria de que no todo se mide en beneficios económicos, de que no todo vale si se sacrifica la dignidad.
El compromiso ético y político de las enfermeras también implica asumir que la neutralidad absoluta es imposible. Igual que Picasso tomó partido al pintar el Guernica, el cuidado que no se posiciona ante la injusticia acaba legitimándola. No se trata de partidismos, sino de reconocer que el acto de cuidar es, en sí mismo, un acto de resistencia frente a la deshumanización.
En un tiempo en el que la salud se ve amenazada por guerras reales y por guerras simbólicas —contra la verdad, contra la ciencia, contra la diversidad, contra los derechos—, las enfermeras tienen la capacidad de convertirse en un espacio de reconstrucción. Frente a las fracturas que muestra el Guernica, el cuidado enfermero es un intento constante de recomponer, de unir, de restituir. Puede que no logre devolver el mundo a su estado previo, pero sí puede evitar que se siga rompiendo.
Por eso, como el cuadro, el cuidado no puede ser complaciente. Tiene que incomodar, señalar, insistir. No basta con atender el sufrimiento y el dolor, hay que preguntar por qué se producen, quién los provoca, qué estructuras los sostienen. No basta con aliviarlos, hay que denunciar las condiciones que los perpetúan. En este sentido, las enfermeras, cuando asumen su papel político y ético, actúan como un Guernica vivo. Un lienzo que no se cuelga en un museo, sino que se despliega en cada consulta, en cada barrio, en cada escuela, para recordarnos que la salud, cuando se rompe, rara vez lo hace sola, siempre se rompe con la sociedad que la sostiene.
Restaurar la salud en todos los ámbitos
En la atención comunitaria, el Guernica se repite cada día en barrios donde la vulnerabilidad y las desigualdades han dejado cicatrices profundas. Allí, las enfermeras comunitarias actúan como tejedoras de redes, reconectando fragmentos que el abandono institucional había separado. Vecinos que no se conocían y ahora participan en proyectos de salud, familias que aprenden a gestionar juntas la alimentación o el ejercicio, personas mayores que recuperan la vida social en grupos comunitarios. La reconstrucción no es solo física, es simbólica. Devolver el sentido de pertenencia a un lugar que antes parecía roto.
En la atención hospitalaria, la escena del caballo herido podría ser la de una persona politraumatizada en una UCI, un enfermo oncológico debilitado por los tratamientos, una persona recién diagnosticada con una enfermedad crónica grave. La enfermera hospitalaria reconstruye cuidando el cuerpo, pero también la identidad: enseñando a vivir con un estoma, adaptando la medicación a la vida cotidiana, ayudando a una familia a reorganizarse para que el alta no sea el comienzo de una nueva tragedia. Aquí, el arte del cuidado se mide en gestos que sostienen la dignidad de la persona.
En el ámbito sociosanitario, la mujer en llamas podría ser una persona con demencia que vive en una residencia, atrapada en un entorno que no entiende. La enfermera gerontológica trabaja para que esas llamas no consuman la última reserva de humanidad. Personaliza rutinas, crea entornos más amables, adapta la comunicación para que la persona mantenga el control sobre aspectos básicos de su vida. En este ámbito, reconstruir significa resistirse a la despersonalización, devolver nombre y rostro a quienes el sistema tiende a convertir en números de cama.
En la salud escolar, la madre con el niño muerto puede ser un eco de los adolescentes que cargan con el dolor de bullying, violencia familiar o carencias afectivas. La enfermera comunitaria que interviene en el ámbito escolar detecta antes de que la herida sea irreversible. Observa cambios en el comportamiento, escucha confidencias que no llegan a otros adultos, articula respuestas con el profesorado y la familia. Aquí, la metáfora del Guernica es la de un daño incipiente que puede evitarse si alguien llega a tiempo con cuidado y no solo con sanción.
En la gestión, el toro puede ser el propio sistema sanitario, pesado, resistente al cambio, a veces ciego a la urgencia de las transformaciones. Las enfermeras gestoras que aceptan el reto de cambiar estructuras en las que tenga cabida el cuidado, actúan como restauradoras del lienzo. Mueven recursos hacia donde más se necesitan, rediseñan circuitos de atención, crean programas que priorizan la equidad. Aquí, el cuidado se expresa en decisiones que no siempre se ven en primera línea, pero que determinan si una comunidad tendrá o no una atención digna.
En la docencia, la lámpara que asoma desde la parte superior del cuadro se convierte en una metáfora clara. Iluminar no es imponer la luz, sino ofrecerla para que otros vean y actúen. La enfermera docente enseña a futuras enfermeras a mirar más allá de la enfermedad, a identificar las grietas invisibles, a integrar la técnica con la empatía. Es sembrar la idea de que cuidar es más que ejecutar procedimientos. Es crear sentido, igual que un artista crea significado a partir de formas.
En la investigación, el hombre caído con el arma rota puede representar los temas que nunca llegan a ser prioridad para la ciencia convencional. La soledad en personas mayores, las cuidadoras familiares, el impacto de la pobreza, la salud mental en migrantes sin papeles. Las enfermeras investigadoras recogen esos fragmentos invisibles y los convierten en evidencia, en argumentos sólidos para cambiar políticas. Su trabajo, como el del artista, es hacer visible lo que otros no quieren ver, dar valor a lo que no parece rentable.
En todos estos ámbitos, las enfermeras trabajan con realidades que se parecen más al Guernica que a un cuadro ordenado y luminoso. Lo hace sin la pretensión de “borrar” el dolor, porque sabe que eso sería negar la historia, pero sí con la convicción de que es posible reorganizar los fragmentos, dotarlos de sentido, devolver a las personas un espacio donde vivir con dignidad.
La reconstrucción enfermera tiene algo de arte efímero. A veces el cambio dura lo que dura una conversación, una intervención, un turno. Otras veces, se mantiene y se multiplica. Pero siempre deja huella. Y como en el arte, esa huella no siempre es reconocida de inmediato El valor del cuidado, como el del Guernica, a veces se comprende con distancia, cuando uno se da cuenta de que sin él la escena sería insoportable.
Devolver el cuidado al centro
El Guernica no ofrece consuelo. No hay en él promesa de final feliz, ni indicios de que el horror haya pasado. Cada figura está atrapada en un instante eterno de dolor. Y tal vez por eso, mirarlo hoy es tan incómodo. Nos enfrenta a la posibilidad de que, como sociedad, aceptemos vivir rodeados de fragmentos, sin intentar recomponerlos.
Pero aquí está la diferencia entre el arte y la vida. Un cuadro puede permanecer inmóvil en su testimonio; las vidas no. Las enfermeras no se permiten contemplar el sufrimiento como un objeto estático. Donde el Guernica muestra la ausencia de cuidado, las enfermeras actúan para devolverlo. Donde hay cuerpos heridos, los limpia y los protege; donde hay soledad, se sienta y acompaña; donde hay miedo, ofrece información, apoyo y presencia.
No se trata de un gesto heroico aislado, sino de un trabajo cotidiano, insistente, casi obstinado. Como si frente a un lienzo destrozado alguien decidiera, día tras día, pegar un fragmento más, alisar una arruga, restaurar un color perdido. A veces el resultado es visible y cambia la escena; otras, es invisible, pero cambia la vida de quien lo recibe.
El cuidado enfermero, en cualquiera de sus ámbitos, es una forma de resistencia contra la fragmentación. Resistencia contra la tentación de reducir la salud a cifras y protocolos. Resistencia contra el abandono que convierte a personas en estadísticas. Resistencia contra la normalización del dolor ajeno.
El Guernica nos recuerda que la violencia puede arrasar en un instante lo que llevó años construir. Las enfermeras nos demuestran que, aunque la reconstrucción sea lenta y frágil, siempre es posible. Entre la destrucción y la recomposición se juega buena parte de lo que somos como sociedad.
Porque al final, lo que determina si una comunidad sobrevive no es solo su capacidad para curar heridas, sino para no olvidar que hubo heridas. El arte lo preserva en la memoria; el cuidado lo preserva en la acción.
Y es aquí donde la frase cobra sentido pleno, no como un lema, sino como un compromiso:
En el Guernica no hay lugar para el cuidado. Pero nuestro trabajo es precisamente devolverlo al centro.
Para conocer mejor el Guernica
El Guernica de Picasso analizado al detalle. Toda su historia y simbolismo | José Pascual Patuel https://www.youtube.com/watch?v=OzpPvgQHn8s
[1] Pintor y escultor español, creador, junto con Georges Braque, del cubismo (1881-1973).
[2] Enfermera, escritora y estadística británica, considerada precursora de la enfermería profesional contemporánea (1820-1910)