
En política y en sociedad, las señales casi nunca son anecdóticas. Lo que algunos pueden interpretar como hechos aislados —la aprobación en Jumilla de una ordenanza redactada por VOX contra el culto islamista, la caza literal de migrantes en Torre Pacheco, las pintadas xenófobas en Muro de Alcoy o Cocentaina, la negativa reiterada de comunidades autónomas a acoger MENAS, la persecución de personas extranjeras por parte de bañistas en nuestras playas— forma parte de un patrón que, lejos de ser casual, responde a una estrategia perfectamente diseñada.
Si a esto sumamos el incremento sostenido de la violencia de género, el repunte de los delitos de odio contra personas LGTBI, los ataques sistemáticos a las lenguas propias de los territorios —como el valenciano, el euskera, el gallego o el catalán—, o la creciente naturalización del discurso bélico y de la violencia como forma de relación política, el panorama se vuelve alarmante. No se trata de sucesos inconexos, sino de síntomas. Síntomas de una democracia que empieza a resquebrajarse, no por un asalto directo, sino por una erosión interna, progresiva y peligrosa.
Esta erosión no es responsabilidad exclusiva de la extrema derecha, aunque es evidente que sus discursos, cada vez más explícitamente antidemocráticos, están en el origen de muchas de estas dinámicas. El verdadero problema es el blanqueamiento y la legitimación de estos discursos por parte de sectores de la derecha que se proclaman democráticos, pero que actúan de espaldas —o incluso en contra— de los principios que dicen defender. Esa complicidad pasiva, cuando no activa, convierte lo impensable en tolerable, y lo intolerable en norma.
No hablamos, por tanto, de simples diferencias ideológicas. Estamos ante un proceso deliberado de socavamiento de derechos y libertades que costaron décadas de esfuerzo, lucha y diálogo consolidar desde el final de la dictadura. Libertades que permitieron construir una sociedad basada en el respeto, la pluralidad y la convivencia, y que hoy se ven cuestionadas, debilitadas o directamente atacadas.
El riesgo no está solo en la esfera política, sino en su reflejo social. La normalización del odio y la exclusión cala hondo entre una juventud desencantada, precarizada, huérfana de referentes sólidos y bombardeada por mensajes simplistas, falsos, pero eficaces. En este contexto, los discursos autoritarios y antidemocráticos encuentran un terreno fértil para propagarse. Se presentan como antisistema, cuando en realidad son profundamente sistémicos, pero no del sistema democrático, sino del autoritario, excluyente y homogéneo.
La estrategia es sutil pero devastadora: se invoca una supuesta “libertad” para justificar la censura, la represión o la discriminación. Una libertad caricaturizada, moldeada a imagen y semejanza de quienes la niegan en la práctica. Porque no hay libertad si no es para todas las personas. No hay democracia sin diversidad. No hay convivencia sin justicia social. Y no hay futuro digno si se impone el miedo, la sospecha o el enfrentamiento como forma de gobierno y de relación.
Más preocupante aún es que muchas de estas ideas no solo circulan libremente, sino que se institucionalizan. Normativas municipales que criminalizan a los más vulnerados; leyes que eliminan contenidos educativos sobre igualdad, diversidad o derechos humanos; medios de comunicación que actúan como altavoces de la intolerancia, y administraciones que dan la espalda a quienes más protección necesitan.
Lo grave no es que exista una minoría ruidosa que promueva estos discursos. Lo verdaderamente inquietante es que cada vez haya más mayorías silenciosas que los permiten, los minimizan o los justifican con tal de conservar poder o evitar conflictos. Pero la equidistancia ante el odio no es neutralidad, es complicidad.
Y en este escenario, conviene preguntarse: ¿qué sociedad estamos construyendo? ¿Qué país queremos dejar a nuestros hijos y nietos? ¿Una sociedad en la que se desconfía del diferente, se recorta la pluralidad, se ignoran los derechos humanos y se criminaliza la solidaridad? ¿Una sociedad en la que se ensalza la patria, pero se desprecia la diversidad que la constituye?
Los verdaderos demócratasno pueden seguir atrapados en la lógica del cálculo electoral o del silencio cómodo. La defensa de los valores democráticos no admite ambigüedades. O se está del lado de la libertad, la igualdad y los derechos humanos, o se está del lado de quienes los destruyen.
El refranero español lo resume con precisión: «Obras son amores, y no buenas razones». No basta con proclamar apego a la Constitución, a la democracia o a la libertad si, en la práctica, se apoyan políticas que las debilitan o se calla ante quienes las atacan.
Tampoco sirve esconder la historia, ni reescribirla. Lo que no se quiere ver se acaba repitiendo, y cuando lo hace, lo hace con más crudeza. Ya vivimos una vez la tragedia de confundir el orden con la represión, la unidad con la imposición, la paz con el silencio.
Estamos a tiempo de reaccionar, pero el tiempo no es infinito. Por eso, más allá de ideas partidistas, conviene alzar la voz en defensa de una convivencia que no se construye desde el miedo, sino desde el respeto. De una libertad que no se impone, sino que se comparte. Y de una democracia que se cuida, se practica y se protege cada día, no solo cada cuatro años.