FÁBULAS, VICTIMISMO Y REALIDAD

El sindicalista confabulador, no conforme con las mentiras, falsedades y descalificaciones vertidas en el artículo de opinión de su infame fábula, se metió a cuentista. En esta ocasión haciendo uso del victimismo en una narración efectista pero tan irreal como tremendista y conspiranoica. Y nueva y sorpresivamente el Diario INFORMACIÓN, se hizo eco publicando un cuento tan falso como poco original que tan solo distorsiona la realidad, confunde maliciosamente y falta al respeto de manera gratuita y reiterada a todo aquel y aquello que identifica como enemigos de una causa tan particular como ficticia. Puede accederse al citado artículo, a través de: https://www.informacion.es/opinion/2025/08/21/medico-desnudo-120821670.html

Ante este nuevo ataque a la razón, la coherencia y el sentido común volví a escribir una respuesta que también volvió a ser obviada por parte del Diario INFORMACIÓN. Algo que no tan solo no es comprensible, sino que ni tan siquiera es admisible por cuanto niega la posibilidad de réplica a unas afirmaciones que suponen un claro insulto a la inteligencia de la ciudadanía y a la dignidad de profesionales que nada tienen que ver con sus infundados miedos e imaginarios ataques a una hegemonía que su intención de perpetuar una hegemonía que no les corresponde.

Comparto pues mi opinión, con el fin de que no se crea nadie que quien calla otorga.

 

En los últimos días hemos asistido en estas páginas a un curioso ejercicio de retórica que, más que un análisis serio de la situación sanitaria, se parece a un cuento mal contado. Con moraleja incluida, pero sin la altura literaria de Esopo, La Fontaine o Andersen. El recurso a fábulas y metáforas infantiles para retratar una realidad compleja puede resultar simpático en un aula de literatura, pero convertido en argumento para defender supuestos agravios profesionales es un fraude intelectual y una falta de respeto hacia la ciudadanía.

El relato victimista que se ha querido vender en forma de teatro de “buenos” y “malos”, de “cándidos” y “villanos”, de “ratones, asnos y leones” o de desnudos morales pretendidamente épicos, es una construcción artificiosa. Una historia que busca despertar compasión y simpatía a costa de la verdad. Pero la realidad es otra. Ni los supuestos buenos lo son tanto, ni los malos lo son en absoluto. Reducir la complejidad del sistema sanitario a una narración maniquea, plagada de exageraciones y descalificaciones, solo evidencia la debilidad de quienes se aferran a ella.

Cuando se utilizan recursos tan pobres para defender posiciones de poder y exclusividad, lo que aflora no es fortaleza, sino miedo. Miedo a perder una hegemonía que nunca fue legítima. Miedo a comprobar que existen respuestas más eficaces y eficientes que las propias. Miedo, en definitiva, a dejar de ser el centro de un universo que nunca ha girado ni debe girar alrededor de un único colectivo. Y junto a ese miedo, la envidia por los avances ajenos y la prepotencia de quien cree que la razón le corresponde por derecho natural, aunque los hechos lo desmientan.

El sistema sanitario —y muy especialmente la atención primaria y comunitaria— es demasiado importante como para seguir atrapado en relatos que buscan perpetuar protagonismos excluyentes. Las personas, las familias y la comunidad necesitan equipos cohesionados, basados en el respeto, la confianza y la cooperación. No un modelo decadente de delegación y jerarquía que ya ha demostrado sobradamente su ineficacia. Insistir en ese patrón obsoleto equivale a condenar a nuestro sistema de salud a repetir sus fracasos, con el consiguiente deterioro de la atención que recibe quien de verdad importa, la ciudadanía.

El victimismo convertido en bandera es una estrategia peligrosa. Porque, más allá de la apariencia de humildad, esconde un ejercicio calculado de manipulación. Quien se proclama víctima absoluta pretende colocar al resto en el papel de verdugo. Quien dramatiza su situación, busca condicionar el juicio público y despertar simpatías. Quien se envuelve en fábulas, en realidad teme a la luz de los hechos. Y los hechos son tozudos.No hay un enemigo externo que impida la mejora del sistema, sino un exceso de corporativismo que bloquea cualquier avance que no consolide viejos privilegios.

Desde un sindicato se puede y se debe defender los derechos de sus afiliados. Es su función legítima en democracia. Lo que no puede hacerse es tergiversar y manipular a la opinión pública con relatos edulcorados y falsos. Menos aún disfrazar esa estrategia bajo la máscara de la literatura. Convertir una reivindicación gremial en un cuento o en una fábula moralizante no es más que un intento desesperado de mantener un poder que se resquebraja. Y si el único recurso es el victimismo, la descalificación y la invención de monstruos imaginarios, lo que queda en evidencia no es la maldad de los supuestos adversarios, sino la falta de argumentos sólidos.

No cabe duda de la importancia de quienes ejercen la medicina en nuestro sistema de salud. Pero esa importancia no es mayor ni más legítima que la de otros actores esenciales. Lo decisivo no es quién ocupa el centro del escenario, sino que la función se represente bien y que el público —es decir, la ciudadanía— reciba la mejor obra posible. Ese es el sentido del trabajo en equipo. No protagonismos excluyentes, sino responsabilidades compartidas. No luchas por el poder, sino consensos para garantizar resultados. No relatos de ficción, sino soluciones reales.

Seguir escribiendo cuentos que nadie cree, insistiendo en un victimismo que ya cansa y recurriendo a la manipulación como método solo servirá para aumentar la distancia entre quienes se parapetan en esos relatos y una sociedad que pide realismo, eficacia y respeto. Es momento de abandonar el teatro de fábulas y asumir la realidad con madurez. La sanidad pública no puede sostenerse sobre delirios de grandeza ni sobre privilegios gremiales. Lo que necesita es compromiso, cooperación y responsabilidad.

En definitiva, el problema de quienes insisten en fábulas no es que les falte imaginación. Es que carecen de la grandeza moral de Esopo, de La Fontaine o de Andersen, que sabían usar la ficción para iluminar verdades. Aquí se hace justo lo contrario, se utiliza la ficción para taparlas. Y esa, por mucho que se intente, es una obra condenada al fracaso.

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