
Resulta difícil precisar el momento exacto en el que comenzó a gestarse la mutación. No hubo un día señalado ni un acontecimiento único, sino una acumulación de crisis, miedos y frustraciones que fueron abriendo paso a un cambio profundo. Lo cierto es que los modelos de democracia que, con todos sus defectos, habían sostenido durante décadas la convivencia y el equilibrio internacional, hoy se tambalean. Se mantienen las formas, pero se vacía el contenido. Se habla de libertad y derechos, pero se actúa contra ellos. Urnas, parlamentos, pluralidad, respeto siguen nombrándose, aunque cada vez con menos sentido real. Asistimos a la sustitución de la democracia por su caricatura, una escenografía de la representación sin sustancia ni ética.
El fenómeno adopta la forma de una religión política. Lo que antes eran principios compartidos —la división de poderes, la defensa de los derechos humanos, la convivencia en la diversidad— se ve desplazado por un credo nuevo. El Mesías de esta fe emergente se llama Donald Trump. Con un discurso populista, negacionista, alarmista y plagado de falsedades, ha sabido revestirse de un aura casi religiosa que le da apariencia de ungido. No habla, predica. No argumenta, profetiza. Su palabra se presenta como revelación, y sus seguidores la repiten con fervor litúrgico.
Todo Mesías necesita apóstoles, y Trump los tiene. Orbán en Hungría ha convertido la democracia en un cascarón autoritario que restringe la libertad de prensa y persigue a las minorías. Milei, en Argentina, mezcla la exaltación mesiánica con un neoliberalismo salvaje que promete redención a golpe de motosierra. Salvini en Italia, Abascal, Ayuso y Feijóo en España, Bukele en El Salvador… todos replican, con matices propios, el evangelio trumpista. Una doctrina que combina alarmismo con promesas de salvación, exclusión con una supuesta regeneración moral, y que se difunde como una evangelización reaccionaria a escala global.
Pero el éxito de esta nueva religión no se explica solo por sus líderes. Detrás hay un aparato mediático y digital que actúa como su iglesia difusora. Las redes sociales funcionan como templos de adoración permanente, donde los algoritmos amplifican los dogmas y castigan la disidencia. Los bulos sustituyen a los hechos; la emoción reemplaza al pensamiento; la viralidad, a la verdad. En este nuevo ecosistema, la manipulación se disfraza de libertad de expresión y la mentira se normaliza como una forma legítima de hacer política. Los populismos contemporáneos no se imponen por la fuerza, sino por la seducción, por la capacidad de colonizar la conciencia colectiva desde el miedo y la simplificación.
El paralelismo con la religión resulta inquietante. Este credo tiene mandamientos propios, catecismos alternativos y pecados diseñados a la medida de su doctrina. Los líderes populistas deciden quién es justo y quién pecador, quién es fiel y quién infiel, quién merece bendición y quién sanción. Lo que antes eran debates democráticos se transforman en juicios morales. El adversario político deja de ser un rival legítimo para convertirse en un enemigo al que hay que destruir. La crítica se convierte en herejía, y los herejes son señalados, humillados y perseguidos. No es algo nuevo —basta recordar la “inquisición anticomunista” de Joseph McCarthy en los años 50—, pero hoy sus efectos son más globales y corrosivos porque se apoyan en un sistema comunicativo planetario, sin filtros ni responsabilidades.
Como toda religión, también necesita sus ritos de santificación. Mártires políticos convertidos en héroes, seguidores ensalzados como ejemplos de pureza, víctimas elevadas a los altares de la propaganda. Todo envuelto en una escenografía diseñada para sustituir la razón por la devoción. La política se transforma en liturgia, el populismo en fe y el autoritarismo en dogma. El ciudadano deja de ser sujeto crítico para convertirse en creyente obediente, con la amenaza permanente de excomunión y castigo.
Sin embargo, el verdadero peligro no está solo en quienes predican este credo, sino en quienes lo toleran. El silencio cómplice de quienes deberían alzar la voz alimenta el fuego del fanatismo. Por ejemplo, el nuevo Pontífice de la Iglesia Católica, León VIV, oscila entre la equidistancia y el silencio ante hechos que contradicen los principios de su religión, incapaz incluso de llamar genocidio a lo que no puede denominarse de otra manera. Prefiere la homilía tibia antes que la denuncia clara, sin advertir que, mientras tanto, el nuevo Mesías y sus apóstoles redactan su propia encíclica política. Una encíclica reaccionaria que dicta la agenda mundial. Negando el cambio climático, justificando la violencia contra migrantes, recortando los derechos de las mujeres, atacando la libertad de expresión y banalizando, cundo no despreciando, la desigualdad.
Esa tibieza no se limita al ámbito religioso. Muchos gobiernos europeos practican también la equidistancia, temerosos de perder votos o de sufrir represalias económicas si plantan cara al populismo. En su cálculo, terminan reforzando lo que dicen combatir. Con su silencio, legitiman. Con su prudencia, normalizan. Y en esa normalización se juega el futuro de las democracias. La desidia institucional y la cobardía política se convierten así en las aliadas más eficaces del autoritarismo.
Mientras tanto, los seguidores del Mesías lo aplauden sin detenerse a reflexionar sobre el alcance de su doctrina. Otros callan, resignados o atemorizados. La consecuencia es una sociedad fragmentada: entre creyentes fervorosos y ciudadanos desconcertados; entre quienes confunden obediencia con libertad y quienes observan cómo sus derechos se diluyen sin apenas resistencia. El miedo, hábilmente administrado, reemplaza al pensamiento. El desencanto, a la participación. El ruido, a la razón.
El resultado más devastador de esta mutación no es solo político, sino cultural. La banalización del lenguaje ha contaminado el pensamiento colectivo: las palabras se vacían, los significados se distorsionan y el debate público se degrada hasta convertirse en un intercambio de consignas. La mentira deja de ser una excepción para convertirse en método; la ignorancia, en virtud; la agresividad, en forma de expresión legítima. En este contexto, la educación crítica se percibe como una amenaza, la cultura como un lujo y la reflexión como una pérdida de tiempo. Así se desarma a las sociedades: no con tanques ni fusiles, sino con golpes de Estado emocionales, mediáticos y simbólicos que colonizan las conciencias y neutralizan la razón.
La historia enseña que cuando la política se convierte en religión, la verdad se transforma en dogma y la disidencia en pecado. Entonces la democracia deja de ser una conquista para convertirse en una liturgia hueca. Si no reaccionamos a tiempo, los templos del populismo sustituirán a las instituciones democráticas, y el Mesías, rodeado de sus apóstoles, impondrá una fe que no precisa de razones, solo de sumisión.