ENFERMERÍA EN TIEMPOS DE ALGORITMOS El riesgo no es la IA: es olvidar para qué y quién cuidamos

La tecnología por sí sola no basta. También tenemos que poner el corazón.

Jane Goodall[1]

 

1 – La irrupción de la Inteligencia Artificial: cambio de era, no de herramienta]

Vivimos un tiempo en el que la Inteligencia Artificial (IA) ha dejado de ser una posibilidad futura para convertirse en una realidad estructural. Su irrupción está alterando las formas de producir, de comunicar, de aprender y de relacionarnos, hasta el punto de que muchos autores la describen no como una herramienta más, sino como el umbral de una nueva era cognitiva[2]. La diferencia respecto a anteriores revoluciones tecnológicas —la industrial, la informática o la digital— reside en que la IA no se limita a multiplicar la capacidad humana de hacer, sino que empieza a disputar el espacio del pensar, del decidir y del crear.

Esa frontera difusa entre lo humano y lo algorítmico provoca una mezcla de fascinación y miedo. Fascinación, porque abre horizontes inéditos de conocimiento, predicción y eficiencia; miedo, porque desafía los fundamentos sobre los que hemos construido la identidad profesional, la autoría intelectual y la autonomía moral. La sensación de vértigo que genera la IA no es solo tecnológica, es ontológica. Obliga a preguntarnos qué significa ser humano en un mundo en el que las máquinas aprenden, conversan y producen resultados que antes creíamos exclusivos de la inteligencia natural[3].

No es la primera vez que la humanidad se enfrenta a una disrupción semejante. Ocurrió con la imprenta, con la máquina de vapor, con la electricidad, con internet. En cada caso, las resistencias fueron intensas y los augurios apocalípticos. Sin embargo, como recordaba Harari, la historia demuestra que las tecnologías no destruyen a la humanidad, sino que la reconfiguran[4]. Lo que sí destruyen —y aquí reside la verdadera amenaza— son los modelos sociales, educativos o laborales incapaces de adaptarse a ellas.

En la actualidad, los debates sobre la IA se polarizan entre dos extremos: quienes la celebran como panacea y quienes la temen como catástrofe. Pero ambos reducen el fenómeno a una caricatura. La IA no es ni un milagro ni un monstruo; es un espejo. Refleja la ambición, la creatividad y también las desigualdades de las sociedades que la diseñan. En ese sentido, el problema no radica tanto en la IA como en la intención que guía su desarrollo, los intereses que la financian y los valores que orientan su uso[5].

La expansión de la IA en el ámbito laboral está ya modificando los perfiles profesionales de sectores enteros. Lo que estas transformaciones comparten es la pérdida o redefinición de la mediación humana. La IA no sustituye únicamente tareas; altera el sentido de lo que consideramos trabajo, conocimiento o autoría. Por eso, las profesiones que sobrevivan —y las que se transformen— no serán necesariamente las más tecnificadas, sino las que mejor sepan preservar su núcleo ético y relacional, aquello que ninguna máquina puede replicar.

El discurso del miedo, alimentado por titulares que anuncian millones de empleos destruidos, es simplista. Los estudios más recientes muestran que la IA tiende menos a eliminar ocupaciones completas que a modificar las tareas dentro de cada ocupación[6]. En términos históricos, esto no es nuevo. La revolución industrial no acabó con el trabajo, sino con una manera concreta de trabajar. La diferencia ahora radica en la velocidad y la escala del cambio. La automatización cognitiva, a diferencia de la mecánica, afecta tanto al trabajo manual como al intelectual.

Lo que está en juego, por tanto, no es solo la economía del empleo, sino la ecología del sentido. Si las profesiones no son capaces de redefinir su propósito —más allá de la mera ejecución técnica—, perderán su legitimidad social. La enfermería, la docencia, el periodismo o el arte no corren el riesgo de ser sustituidos por la IA porque sean obsoletos, sino porque podrían dejar de ser necesarios si renuncian a su dimensión humana.

La UNESCO ha advertido de la necesidad de “una gobernanza ética de la inteligencia artificial” que preserve la autonomía de las personas y el respeto a la diversidad cultural y moral[7]. En el mismo sentido, la OMS ha publicado directrices específicas sobre el uso ético de la IA en salud, recordando que ninguna innovación tecnológica puede reemplazar la responsabilidad, la empatía ni el juicio clínico[8]. Estas advertencias reflejan un consenso emergente: la IA debe ser un instrumento al servicio del bienestar, no un sustituto de la relación humana.

Aun así, persisten los temores. Temor a la pérdida de control, a la vigilancia, a la despersonalización. Temor, en definitiva, a que lo que nos hace humanos —la conciencia, la emoción, la vulnerabilidad— se convierta en una variable prescindible en los modelos algorítmicos. Pero el miedo no puede ser el motor de la ética. Lo que se necesita es alfabetización tecnológica, pensamiento crítico y una pedagogía del límite que permita saber hasta dónde puede y debe llegar la IA, y dónde empieza la esfera irrenunciable de lo humano.

Por eso, más que una guerra contra la IA, lo que se impone es una alianza consciente y crítica con ella. Una alianza que reconozca sus potencialidades —eficiencia, análisis de datos, predicción, apoyo a la toma de decisiones— pero también sus peligros —dependencia, desinformación, deshumanización—. La cuestión no es si la IA reemplazará a los humanos, sino si los humanos sabrán seguir siendo tales en un mundo gobernado por algoritmos.

Esa es la encrucijada en la que se encuentran todas las profesiones. La historia demuestra que cada vez que una herramienta amplía nuestras capacidades, también pone a prueba nuestra ética. La IA no es la excepción. Puede ser una palanca de equidad y conocimiento compartido o un instrumento de desigualdad y control. La diferencia la marcará, como siempre, el uso que hagamos de ella y la capacidad de las profesiones —especialmente las de vocación humanista— para seguir ofreciendo lo que ninguna máquina puede proporcionar: sentido, acompañamiento y humanidad.

 

2 – Profesiones en transformación: del hacer al comprender

La irrupción de la IA no ha traído únicamente una transformación tecnológica, sino una metamorfosis cultural y profesional. Cada avance técnico obliga a las profesiones a redefinir su razón de ser. En el siglo XIX, la máquina de vapor desplazó la fuerza humana; en el XX, la informática automatizó el cálculo; y en el XXI, la IA está alterando el propio pensamiento operativo. Ya no se trata de hacer más rápido o con menos esfuerzo, sino de delegar parte del razonamiento y la toma de decisiones en sistemas que “aprenden” de manera autónoma[9].

Este desplazamiento no afecta por igual a todas las ocupaciones. Las profesiones basadas en procedimientos repetitivos y estandarizados son las primeras en ser absorbidas por la automatización. En la industria y la logística, los robots inteligentes realizan tareas complejas de ensamblaje, predicen fallos y reorganizan cadenas de producción sin intervención humana. En el sector financiero, los algoritmos de aprendizaje profundo ejecutan operaciones bursátiles en milisegundos y detectan fraudes con precisión inalcanzable para una persona[10]. En el ámbito jurídico, la justicia predictiva analiza millones de sentencias previas para estimar el resultado probable de un caso concreto[11].

Sin embargo, el verdadero impacto no se limita a lo técnico. La IA desafía los cimientos simbólicos de cada profesión. Su autoridad, su legitimidad, su sentido. Cuando un sistema genera un texto periodístico, compone una sinfonía o redacta un informe clínico, lo que se cuestiona no es solo la autoría, sino el valor mismo de la experiencia humana que antes otorgaba significado a esos actos.

En el sector educativo, la IA se está infiltrando en todos los niveles, desde las plataformas de aprendizaje adaptativo hasta los asistentes de corrección automática y los sistemas de tutoría virtual. Estos dispositivos permiten personalizar la enseñanza y ofrecer retroalimentación inmediata, lo que mejora la eficiencia del aprendizaje[12]. Pero al mismo tiempo, desplazan el foco del proceso educativo hacia la mera optimización del rendimiento, reduciendo el papel del docente a un supervisor de algoritmos. La educación corre el riesgo de convertirse en un proceso sin encuentro, donde aprender ya no implica convivir ni compartir humanidad.

En el derecho, los sistemas de análisis masivo de datos judiciales prometen una justicia más rápida y coherente, pero pueden reproducir los sesgos de las bases de datos en las que se entrenan. Casos documentados en Estados Unidos y Reino Unido muestran cómo algunos algoritmos de predicción de reincidencia penal discriminan sistemáticamente a minorías étnicas[13]. Cuando el código reemplaza al juicio ético, la justicia deja de ser un ideal y se convierte en estadística.

En el periodismo, la IA ha multiplicado la producción de noticias automatizadas. Los llamados bots redactores son capaces de elaborar artículos deportivos, financieros o meteorológicos en cuestión de segundos, alimentando el ciclo informativo continuo[14]. No obstante, esta aparente neutralidad algorítmica diluye la función crítica del periodismo como garante de la verdad y de la ética del relato. La información se convierte en flujo, no en conocimiento.

Incluso en el arte, territorio históricamente reservado a la creatividad humana, la IA ha irrumpido con fuerza. Programas como DALL·E, Midjourney o Suno producen imágenes, música o poesía capaces de conmover al espectador. Sin embargo, lo que estas obras carecen no es de belleza, sino de biografía. No hay en ellas vivencia ni memoria. El arte sin historia puede hechizar, pero no transforma, porque no interpela la vulnerabilidad ni la experiencia humana[15].

Algo similar sucede en el campo de la salud. Los algoritmos ya interpretan radiografías, identifican patrones de riesgo, proponen tratamientos personalizados o predicen brotes epidémicos con una precisión superior a la humana[16]. Estos avances mejoran la eficacia y la seguridad clínica, pero también aumentan el riesgo de una medicina aún más deshumanizada, centrada en el dato más que en la persona. Si la relación terapéutica se sustituye por la interacción máquina-paciente (que es como la medicina identifica a las personas), la atención sanitaria podría volverse técnicamente perfecta y emocionalmente vacía, es decir pasa a ser asistencia técnica.

La automatización, en su versión más sofisticada, no destruye los empleos de golpe, sino que los fragmenta. Las tareas cognitivas se separan del juicio ético, el análisis de datos del acompañamiento, la eficiencia del significado. De ese modo, la IA no solo sustituye capacidades humanas, sino que redistribuye el poder dentro de las profesiones. Quien domina la tecnología, domina también la narrativa de la competencia y del valor.

En este contexto, las profesiones corren el riesgo de reducirse a un conjunto de competencias técnicas, fácilmente delegables a las máquinas. Y, sin embargo, lo que las hace insustituibles no es su dominio del procedimiento, sino su capacidad para interpretar, acompañar y dotar de sentido. Por eso, la respuesta no debería ser defensiva —una resistencia romántica ante la IA—, sino propositiva, reubicar lo humano en el centro de lo profesional.

La socióloga ShoshanaZuboff lo expresó con claridad, “Cada revolución tecnológica redefine la intimidad entre conocimiento y poder”[17]. La inteligencia artificial no solo nos invita a aprender nuevas destrezas, sino a preguntarnos quién decide, con qué propósito y bajo qué valores. Si el conocimiento se privatiza en manos de quienes poseen los algoritmos, el riesgo no será la obsolescencia laboral, sino la pérdida de autonomía colectiva.

Así como la máquina industrial hizo del cuerpo humano un apéndice de la producción, la IA amenaza con convertir la mente en un apéndice del cálculo. De ahí la urgencia de desarrollar un pensamiento crítico sobre su uso. No basta con saber manejarla; hay que saber gobernarla. La competencia más valiosa del futuro no será técnica, sino ética.

Algunos informes ya apuntan a esta dirección. El Future of Jobs Report del Foro Económico Mundial (2023) estima que el 44% de las habilidades actuales quedarán obsoletas en cinco años, pero que la demanda de pensamiento crítico, empatía y resolución creativa de problemas aumentará de forma significativa[18]. Es decir, las habilidades más humanas serán las más necesarias en el contexto más tecnológico.

Por eso, el verdadero dilema no es si las profesiones desaparecerán, sino si serán capaces de conservar su dimensión relacional, interpretativa y moral en medio de la automatización. En el caso de la enfermería —y más adelante lo abordaré con mayor detalle—, el desafío no está en competir con la IA en precisión diagnóstica o rapidez técnica, sino en fortalecer el paradigma del cuidado, que precisamente se fundamenta en lo que ninguna máquina puede reproducir, la presencia, la escucha, la empatía, el acompañamiento.

En definitiva, las profesiones del siglo XXI se enfrentan a una paradoja, la IA amplía sus capacidades técnicas mientras amenaza sus fundamentos humanistas. Quienes logren integrar ambos planos —el saber tecnológico y el saber ético— liderarán el cambio. Quienes reduzcan su práctica al cumplimiento de protocolos quedarán subordinados a los algoritmos. En última instancia, el problema no es que la IA nos sustituya, sino que nos vacíe de sentido.

3 – Los cuidados frente a la inteligencia artificial: lo que no puede aprender una máquina]

En el universo de la IA todo se traduce en datos. Cada gesto, palabra, pulsación o movimiento puede convertirse en información cuantificable y, por tanto, procesable. Los algoritmos aprenden a partir de esos datos, detectan patrones, anticipan comportamientos y ofrecen respuestas ajustadas a lo que la estadística considera probable. Pero la vida humana no se reduce a la probabilidad. En la vulnerabilidad, en la pérdida, en el miedo o en la esperanza no hay patrones estables ni correlaciones fiables. Y ahí es donde los cuidados encuentran su territorio natural, en lo imprevisible, lo incierto, lo profundamente humano[19].

La IA puede identificar un riesgo de caída, un cambio de temperatura corporal o un patrón de sueño alterado; puede incluso ofrecer recomendaciones personalizadas basadas en millones de casos previos. Pero no puede percibir la angustia que hay detrás de un silencio, ni la gratitud que se expresa con una mirada, ni la necesidad de compañía que se esconde tras una demanda trivial. La inteligencia artificial “sabe”, pero no “siente”. No puede acompañar/atender, solo asistir. No puede cuidar, porque el cuidado exige presencia, atención, observación, no mera disponibilidad[20].

Los avances tecnológicos en salud son innegables. Los robots quirúrgicos, los dispositivos de monitorización continua o los sistemas de diagnóstico automatizado están mejorando la precisión y reduciendo errores humanos. Sin embargo, esa misma perfección técnica puede alejarnos de la imperfección que nos hace humanos. En un hospital donde todo se optimiza —tiempos, flujos, indicadores, resultados—, el cuidado puede volverse invisible, desplazado por la obsesión de la eficiencia. Y cuando el cuidado se convierte en residuo, la enfermería corre el riesgo de diluirse en la lógica del dato.

No se trata de oponerse a la tecnología, sino de recuperar el sentido del cuidado en un contexto tecnificado. El progreso no consiste en sustituir personas por máquinas, sino en liberar a las personas de tareas repetitivas o burocráticas para que puedan ejercer su capacidad más valiosa, cuidar desde la comprensión y la empatía. En ese sentido, la IA puede ser una aliada, no una amenaza. Un sistema que registre signos vitales de forma continua puede permitir a la enfermera dedicar más tiempo a escuchar, educar o acompañar. Pero si ese mismo sistema se convierte en el criterio que define la atención, entonces el cuidado deja de ser humano para volverse algorítmico[21].

En la práctica, la diferencia entre asistir y cuidar no es menor. Asistir es responder a una demanda de manera puntual y fragmentada; cuidar es reconocer a una persona de manera integral. La IA podrá algún día gestionar necesidades con precisión quirúrgica, pero difícilmente reconocerá la singularidad de quien las tiene. Por eso, cuando algunos discursos anuncian que la IA “revolucionará el cuidado”, conviene recordar que el cuidado no se revoluciona, se vive, se comparte y se renueva en cada encuentro.

Enfermería tiene aquí una encrucijada histórica. Durante décadas, la profesión ha luchado por visibilizar el valor científico y social de los cuidados, diferenciándolos de la mera asistencia técnica. Paradójicamente, es la llegada de la inteligencia artificial la que puede hacer evidente esa distinción. Si las tareas técnicas —inyectar, medir, registrar, aplicar protocolos— pueden ser realizadas por máquinas con mayor seguridad y menor coste, lo que permanecerá como genuinamente enfermero será lo que ninguna máquina pueda ofrecer, la presencia que reconforta, la palabra que orienta, el gesto que humaniza.

Algunos estudios recientes subrayan precisamente este punto. Investigaciones sobre la incorporación de sistemas de IA en entornos hospitalarios muestran que, si bien los algoritmos mejoran la toma de decisiones clínicas, el componente relacional del cuidado se resiente cuando la comunicación se delega en dispositivos digitales[22].         La calidad percibida por personas y familias desciende cuando el vínculo humano se debilita, aunque los indicadores técnicos mejoren. Esa paradoja resume el desafío de nuestra época, curar más no siempre significa cuidar mejor.

El paradigma enfermero —centrado en la persona, la autonomía y la relación— se encuentra así ante una oportunidad única para reafirmarse. La IA no elimina la necesidad de cuidar; al contrario, la pone en evidencia. Cuanto más tecnificado sea el entorno, más necesaria será la humanidad de quien acompaña. Cuanto más eficaces sean las máquinas, más valioso será el tiempo de escucha. Cuanto más se optimicen los procesos, más imprescindible será la compasión.

Las enfermeras tienen, por tanto, la posibilidad de liderar el equilibrio entre tecnología y humanidad. No desde la resistencia al cambio, sino desde la afirmación de su saber propio. La alfabetización digital debe ser una competencia básica de toda enfermera, pero no como fin en sí mismo, sino como medio para potenciar la capacidad de cuidar. El conocimiento tecnológico sin ética del cuidado puede convertir a las enfermeras en operarias de sistemas. Pero una ética del cuidado con competencia tecnológica puede transformarlas en garantes de una atención verdaderamente humana en la era de la IA[23].

Este liderazgo, sin embargo, no está garantizado. Si las enfermeras se limitan a reproducir prácticas instrumentales, renunciando a su marco conceptual y epistemológico, otros actores —desde ingenieros biomédicos hasta empresas tecnológicas— ocuparán el espacio del cuidado, redefiniéndolo en términos de gestión y no de relación. El riesgo no es que la IA “robe” los cuidados, sino que los redefina sin nosotras.

En ese contexto, la defensa del paradigma enfermero no puede basarse en una nostalgia del pasado por valioso que este sea, sino en una proyección hacia el futuro. Los cuidados no son una tradición que conservar, sino un campo dinámico que reinventar. La inteligencia artificial obliga a las enfermeras a preguntarse no solo qué hacen, sino por qué y para quién lo hacen. El sentido del cuidado —su finalidad ética— es lo que garantizará su vigencia.

La filósofa Joan Tronto lo expresó con lucidez, cuando dijo que“Cuidar es una práctica política porque implica decidir qué vidas consideramos dignas de atención”[24]. Si la IA termina guiando esas decisiones desde parámetros de rentabilidad, eficiencia o predicción estadística, el cuidado dejará de ser un acto moral para convertirse en un cálculo. Y entonces no habrá perdido la enfermería, habrá perdido la humanidad.

Por eso, más que temer a la IA, lo urgente es humanizar su desarrollo. Integrarla en los sistemas de salud desde una perspectiva de justicia, equidad y respeto. Formar a las nuevas generaciones de enfermeras en pensamiento crítico, ética digital y discernimiento moral. No para competir con la IA, sino para enseñarle a convivir con ella. Porque solo una enfermera consciente de su identidad podrá evitar que el futuro la reemplace por su sombra tecnológica.

El cuidado, entendido como presencia comprometida ante la vulnerabilidad del otro, es lo único que ninguna máquina puede replicar. Y precisamente por eso, en un mundo cada vez más automatizado, cuidar será un acto cada vez más revolucionario.

 

4 – Liderar el cuidado en la era de la inteligencia artificial: entre la herramienta y el horizonte]

Toda transformación profunda de la humanidad acaba por ser también una transformación de los valores.

La tecnología no posee conciencia; obedece a quien la diseña. Por eso, el futuro del cuidado no dependerá de los algoritmos, sino de las decisiones humanas que definan su propósito[25].

En este contexto, las enfermeras están llamadas a desempeñar un papel decisivo. No se trata solo de adaptarse a los cambios, sino de liderarlos desde una perspectiva ética y humanista. La historia muestra que las profesiones que asumen el cambio como una oportunidad son las que consolidan su autonomía. En cambio, las que se aferran a funciones rutinarias acaban siendo desplazadas. Las enfermeras tienen ahora la posibilidad —y la responsabilidad— de demostrar que el cuidado es más necesario que nunca precisamente porque la tecnología multiplica la distancia entre los cuerpos y las conciencias.

Por otra parte, liderar en la era de la IA no significa dominar la tecnología, sino comprenderla críticamente y orientarla hacia fines humanos. Una enfermera alfabetizada digitalmente, pero guiada por los valores del cuidado, puede ser el mejor garante de que la tecnología sirva a las personas y no al revés[26]. En cambio, una enfermera que ignore la IA o que la contemple con miedo será una profesional a la defensiva, vulnerable a la colonización de su propio campo.

El liderazgo enfermero, en este contexto, exige tres transformaciones: conceptual, formativa y política.

La primera es conceptual: reconocer que el cuidado no compite con la tecnología, sino que la trasciende. El cuidado no se mide en eficiencia ni en resultados inmediatos, sino en bienestar, equidad y sentido. Incorporar la IA al cuidado no debería significar renunciar al juicio profesional ni a la mirada integral, sino ampliarlos con nuevas herramientas. La tecnología debe estar al servicio del paradigma enfermero, no al revés.

La segunda transformación es formativa. Es imprescindible una alfabetización digital que vaya más allá del mero manejo instrumental. Las nuevas generaciones de enfermeras deben aprender no solo a usar herramientas de IA, sino a interrogarlas críticamente. Quién las diseña, con qué datos, con qué sesgos, con qué implicaciones éticas y sociales. No basta con saber programar; hay que saber discernir. En este sentido, la formación enfermera debería incorporar la ética digital como competencia básica, del mismo modo que hoy se enseña la bioética o la comunicación terapéutica[27].

Y la tercera es política: las enfermeras deben participar en los espacios donde se deciden las políticas tecnológicas y los marcos regulatorios de la IA en salud. No para vigilar desde fuera, sino para cocrear desde dentro. Si el futuro del cuidado se diseña sin enfermeras, ese futuro nacerá incompleto. Los equipos interdisciplinares que desarrollan sistemas de IA en salud necesitan la voz de quienes mejor conocen la complejidad de lo humano en el contexto de la vulnerabilidad.

Este liderazgo no implica una postura romántica o idealista. Se trata de realismo crítico. La IA no desaparecerá, pero tampoco puede crecer sin guía moral. El papel de las enfermeras será precisamente ese, ser intérpretes éticas del progreso, mediadoras entre la precisión algorítmica y la incertidumbre humana.

Los informes de la OMS y de la International Council of Nurses (ICN) ya subrayan la necesidad de formar a las enfermeras en competencias digitales que incluyan no solo el uso de la IA, sino la capacidad de evaluar su impacto ético, social y cultural[28]. En muchos países se están desarrollando proyectos piloto donde las enfermeras trabajan junto a ingenieros en el diseño de sistemas predictivos de riesgo, aportando una mirada centrada en la persona, no solo en el dato. Esta colaboración no debilita el rol enfermero: lo enriquece.

La incorporación de la IA a los cuidados puede ofrecer beneficios extraordinarios.Alertas tempranas, diagnósticos más precisos, reducción de errores, personalización de intervenciones. Pero el peligro es que esos beneficios se conviertan en fines por sí mismos, desplazando el objetivo principal de la enfermería: cuidar para vivir mejor, no simplemente para funcionar mejor. Cuando los indicadores sustituyen al sentido, el cuidado se convierte en trámite.

En este punto, conviene recordar que el acto de cuidar no es solo técnico ni afectivo: es también epistemológico y político. Cuidar es interpretar el mundo desde la vulnerabilidad, reconocer la interdependencia que nos constituye y actuar desde la responsabilidad hacia el otro[29]. En un tiempo en que la IA tiende a homogeneizar y clasificar, el cuidado se erige como un acto de resistencia humanista, una defensa de la diversidad, la subjetividad y la dignidad.

Frente a la IA, las enfermeras no deberían replegarse en la nostalgia del pasado, sino reivindicar su potencial transformador para el futuro. La IA no destruye los cuidados, los redefine, los obliga a crecer, los dirige a ser más conscientes, más éticos, más humanos. Pero esa redefinición solo será positiva si las enfermeras asumen el protagonismo que les corresponde. De lo contrario, otras profesiones, o incluso las corporaciones tecnológicas, ocuparán su lugar y dictarán qué significa cuidar.

El dilema, en definitiva, no es tecnológico, sino moral. ¿Queremos un sistema de salud gobernado por indicadores o por relaciones humanas? ¿Queremos enfermeras que ejecuten órdenes de algoritmos o que interpreten contextos y acompañen procesos de vida? ¿Queremos que la IA nos diga qué hacer o que nos ayude a decidir mejor cómo cuidar?

Responder a estas preguntas no depende de la tecnología, sino de la conciencia profesional y política de quienes ejercen el cuidado.

En esta encrucijada, las enfermeras tienen la posibilidad de reivindicar su papel como brújula ética de la sociedad tecnológica. Así como en su origen histórico fue pionera en la organización del cuidado y en la educación para la salud, hoy puede ser referente en la humanización de la innovación. Una enfermera que entiende la IA como aliada y no como amenaza puede liderar un cambio de paradigma donde la tecnología amplifique, en lugar de anular, la humanidad del cuidado.

Quizá la pregunta más profunda no sea qué hará la IA con las enfermeras, sino qué harán las enfermeras con la IA. Si la ignoran, otros decidirán por ella. Si la combaten, se agotarán en una lucha perdida. Pero si la integran con sabiduría y ética, la convertirán en un instrumento de justicia, de equidad y de vida digna.

En última instancia, el reto es asegurar que la inteligencia artificial no sustituya la inteligencia del corazón. Que el futuro no se mida por la velocidad de los algoritmos, sino por la calidad de los vínculos. Que las enfermeras, lejos de temer a las máquinas, sean la voz que recuerde que el progreso sin cuidado no es progreso, sino extravío.

Porque ninguna máquina sabrá ofrecer la calma de una mano, la serenidad de una mirada o el poder transformador de una presencia que dice sin palabras: “Estoy contigo”. Esa será siempre la frontera donde termine la inteligencia artificial y comience el arte del cuidar.

 

[1]Etóloga inglesa y Mensajera de la Paz de la Organización de las Naciones Unidas. Pionera en el estudio de los chimpancés salvajes(1934-2025)

[2]Tegmark M. Life 3.0: Being Human in the Age of Artificial Intelligence.New York: Alfred A. Knopf; 2017.

[3]Russell S, Norvig P. Artificial Intelligence: A Modern Approach.4th ed. London: Pearson; 2021.

[4]Harari YN. Homo Deus: A Brief History of Tomorrow.London: HarvillSecker; 2016.

[5]Crawford K. Atlas of AI: Power, Politics, and the Planetary Costs of Artificial Intelligence.New Haven: Yale UniversityPress; 2021.

[6]International LabourOrganization (ILO). Working with AI: Policy brief on employment and labour.Geneva: ILO; 2023.

[7]UNESCO. Recommendation on the Ethics of Artificial Intelligence.Paris: UNESCO; 2021.

[8]World Health Organization. Ethics and governance of artificial intelligence for health.Geneva: WHO; 2023.

[9]Brynjolfsson E, McAfee A. TheSecond Machine Age: Work, Progress, and Prosperity in a Time ofBrilliant Technologies. New York: W.W. Norton; 2014.

[10]Arntz M, Gregory T, Zierahn U. Revisiting the risk of automation. EconLett. 2023;225:110874.

[11]Surden H. Machine learning and law. WashLaw Rev. 2020;96(1):87–117.

[12]Holmes W, Bialik M, Fadel C. Artificial Intelligence in Education: Promises and Implications for Teaching and Learning. Boston: Center forCurriculumRedesign; 2019.

[13]Angwin J, Larson J, Mattu S, Kirchner L. Machine bias: There’s software used across the country to predict future criminals. ProPublica. 2016.

[14]Tandoc EC, Jenkins J, Craft S. Algorithmic journalism and the challenge of credibility. DigitJournal. 2023;11(1):65–84.

[15] McCormack J, Herremans D, Romero J. Creativity in the age of artificial intelligence. ArtifIntell. 2022;309:103748.

[16]Davenport T, Kalakota R. The potential for artificial intelligence in healthcare. Future Healthc J. 2019;6(2):94–8.

[17]Zuboff S. The Age of Surveillance Capitalism. New York: PublicAffairs; 2019.

[18]World Economic Forum. The Future of Jobs Report 2023. Geneva: WEF; 2023.

[19]Mol A. The Logic of Care: Health and the Problem of Patient Choice. London: Routledge; 2008.

[20]Watson J. Human Caring Science: A Theory of Nursing. 3rd ed. Burlington: Jones & Bartlett Learning; 2022.

[21]Topol E. Deep Medicine: How Artificial Intelligence Can Make Healthcare Human Again. New York: Basic Books; 2019.

[22]Nelson R, Staggers N, eds. Health Informatics: An Interprofessional Approach. 3rd ed. St. Louis: Elsevier; 2021.

[23]Blease C, Kaptchuk TJ, Bernstein MH. Artificial intelligence and the future of nursing: preserving compassion in the digital age. Nurs Outlook. 2023;71(2):101927.

[24]Tronto JC. Caring Democracy: Markets, Equality, and Justice. New York: New York University Press; 2013.

[25]Floridi L. The Ethics of Artificial Intelligence. Oxford: Oxford University Press; 2023.

[26]Fagerström L, Haavisto E, Numminen O, et al. Artificial intelligence in nursing: An integrative literature review. J Adv Nurs. 2020;76(1):251–64.

[27]Chalmers C, Dignum V. Ethics education for the age of artificial intelligence. AI Ethics. 2023;3(2):199–212.

[28]World Health Organization, International Council of Nurses. Harnessing the Power of Digital Health and Artificial Intelligence for Nursing. Geneva: WHO; 2024

[29]Collière MF. Promover la vida: de la práctica de las mujeres cuidadoras a los cuidados de enfermería. Madrid: McGraw-Hill Interamericana; 1993.

 

CARTA ABIERTA AL PRESIDENT MAZÓN EN EL ANIVERSARIO DE LA DANA

Sr. Mazón:

Se cumple un año desde aquella terrible tragedia que arrasó pueblos enteros de la provincia de Valencia, llevándose por delante la vida de 229 personas y dejando tras de sí un rastro de desolación. No se llevaron solo viviendas o cosechas, también se llevaron los recuerdos, las ilusiones, las expectativas y los proyectos de miles de familias.

En muy poco tiempo, lo que eran entornos de convivencia, trabajo, juego y vínculos se transformó en un contexto yermo, de dolor y pérdida. El silencio que hoy habita en muchos de esos lugares no es solo el eco de la catástrofe natural, sino también el de una tragedia política y moral.

Como president de la Generalitat Valenciana, al margen de cualquier otra consideración, este triste aniversario debería servirle para reflexionar. Para interpelarse a sí mismo sobre lo que sucedió y sobre lo que usted hizo —o dejó de hacer— en las horas previas a la tragedia. No es mi intención acusarle de nada, el tiempo y la verdad, implacables, acabarán rescatando la realidad de lo sucedido. Pero sí me atrevo a pedirle, por el bien de todos, que tenga la valentía y la humildad necesarias para reconocer su parte de responsabilidad y dejar de escudarse en la defensa personal de su imagen.

Porque, créame, no hay discurso político que pueda borrar la memoria de un pueblo herido. Ni comparecencia, ni nota de prensa, ni foto con chaleco de emergencias podrá nunca ocultar la realidad de quienes lo perdieron todo. Usted puede intentar reescribir los hechos, pero no podrá borrar las lágrimas, los cuerpos, los recuerdos ni las preguntas que siguen sin respuesta.

Quiero imaginar lo que debe suponer llevar sobre la conciencia aquello que pudo evitarse y se niega a reconocer. Me resisto a pensar que no le pese, que no sienta el eco de esa culpa cuando el silencio lo alcanza. Tal vez su estrategia —y la de quienes le asesoran— consiga protegerle durante un tiempo. Pero lo que jamás podrá eludir es la sombra persistente de la sospecha sobre su actuación como máximo representante político del pueblo valenciano.

Si no es capaz de liberarse de las cadenas del poder que le paralizan, del miedo que le atenaza o de la soberbia que le ciega, no encontrará la paz. Si no puede soltar el lastre del recuerdo culpable, si necesita estar en alerta constante para defenderse de sus propias pesadillas, si prefiere mantener un relato que no se sostiene más que por el silencio de quienes le rodean, entonces ese peso le acompañará siempre. Y no hay cargo ni privilegio que compense una conciencia atormentada.

Usted podría, si quisiera, afrontar este aniversario con honestidad. No con discursos huecos ni homenajes de protocolo, sino con gestos reales. Escuchar a las víctimas, pedir perdón, reconocer errores. No hay vergüenza en ello. La verdadera vergüenza está en fingir que nada ocurrió, en convertir la tragedia en una oportunidad política o en tener que esconderse siempre.

Valore si realmente le merece la pena cargar toda la vida con ese peso. Porque no lo dude, le acompañará mientras siga negando su parte de responsabilidad. El perdón no se mendiga, se conquista. Y solo se conquista con verdad, empatía y humildad.

En el aniversario de la DANA no se apagarán velas ni se cantarán canciones de cumpleaños. No habrá regalos ni discursos de celebración. Habrá silencio, lágrimas y rabia contenida. Habrá quien mire al cielo y quien mire al suelo, pero todos recordarán. Y en cada recuerdo, señor Mazón, estará su nombre, asociado a lo que hizo, y a lo que no hizo cuando más se necesitaba liderazgo, presencia, humanidad y decisión.

Aún está a tiempo de dar un paso que le honraría. Quizás no repare el daño, pero sí podría recuperar parte de su dignidad. Esa dignidad que perdió cuando eligió mirar hacia otro lado mientras la gente moría, cuando optó por proteger su imagen antes que la vida de su pueblo, y con ella devolvérsela a quienes la DANA y usted se la arrebataron.

Le hablo no como adversario, que no lo soy, sino como valenciano al que le duele su pueblo y su tierra de los que forma parte. Como alguien que cree que un presidente debe ser ejemplo de responsabilidad, no de autodefensa. No hay honor posible en la negación. No hay grandeza en la soberbia. No hay liderazgo en la huida.

Por eso, señor president, le invito a actuar como lo que representa y no como lo que le sustenta. No deje que la historia le recuerde como el gobernante que calló ante la tragedia. Sea, al menos una vez, el hombre que supo mirar de frente a su pueblo y pedir perdón. Tal vez entonces, y solo entonces, empiece a liberarse de ese peso que lleva un año arrastrando.

LENGUAJE Y PODER EN SALUD: ENTRE LA CLASIFICACIÓN Y LA DIGNIDAD

A la gran Familia AEC que tan bien cuida el lenguaje y con el lenguaje

Pero si el pensamiento corrompe el lenguaje, el lenguaje también puede corromper el pensamiento.

George Orwell[1]

El lenguaje es uno de los instrumentos más poderosos de la práctica sanitaria, aunque paradójicamente uno de los menos examinados. Con las palabras construimos diagnósticos, justificamos intervenciones, generamos jerarquías y, en no pocas ocasiones, fijamos distancias. El modo en que nombramos lo que vemos determina no solo cómo lo comprendemos, sino también cómo lo tratamos y a quién otorgamos —o negamos— protagonismo. Las palabras, cuando se utilizan sin conciencia crítica, pueden convertirse en una forma de violencia simbólica. Etiquetan, reducen y clasifican a las personas bajo categorías técnicas que acaban sustituyendo su identidad por su patología[2].

            En los sistemas sanitarios contemporáneos, dominados por la eficiencia, la estandarización y el lenguaje de la productividad, el vocabulario clínico ha absorbido un sesgo deshumanizador que reproduce las lógicas del poder institucional. No se trata únicamente de una cuestión semántica. Las palabras son actos que crean realidades. Llamar “paciente crónico complejo” a una persona implica mucho más que describir su situación clínica. Connota carga, dificultad, dependencia, gasto. Implica que alguien —profesional, familia o sistema— debe sostener un peso que no le corresponde. Se produce así una transferencia invisible de culpa desde las estructuras de poder hacia la persona que padece, quien acaba sintiéndose responsable de los problemas que su enfermedad genera[3].

            Esta deriva no es casual. En un entorno donde las políticas sanitarias tienden a medirlo todo —tiempos, costes, productividad, rentabilidad—, el lenguaje también se tecnifica. Deja de ser un vehículo de encuentro para convertirse en una herramienta de control. Las palabras sustituyen la mirada, y el discurso sustituye al vínculo. Las personas dejan de ser tales para transformarse en “casos”, “expedientes”, “incidencias” o “usuarios”. De este modo, el lenguaje consolida la distancia entre quien cuida y quien es cuidado, y refuerza el poder de las instituciones frente a la vulnerabilidad de las personas[4].

            La terminología en salud, por tanto, no es inocente. Revela la ideología de un sistema y las prioridades de quienes lo gestionan. No es lo mismo hablar de “atención” que de “asistencia”, ni de “personas” que de “pacientes”. En el primer caso, las palabras remiten a un proceso bidireccional de acompañamiento y continuidad; en el segundo, a una relación unidireccional y puntual en la que uno actúa y el otro recibe. La elección lingüística traduce un modo de entender la salud, el cuidado y la dignidad humana. Y en esa elección se juegan cuestiones éticas de fondo como el reconocimiento de la persona como sujeto de derechos, la distribución del poder profesional y la legitimidad de los discursos que definen lo que significa “estar sano” o “estar enfermo”[5].

            Por eso, revisar el lenguaje de la práctica sanitaria no es únicamente un ejercicio académico, sino político y moral. Humanizar la atención pasa también por humanizar las palabras, por devolverles su capacidad de relación, de empatía y de respeto. Las enfermeras —por su cercanía, su responsabilidad relacional y su rol en la educación y el acompañamiento— ocupan un lugar privilegiado en esa transformación. Ellas pueden, y deben, liderar un cambio lingüístico que refleje lo que verdaderamente es el cuidado, una práctica que reconoce al otro no por su déficit, sino por su humanidad.

            Terminología y patologización: ¿etiquetar o acompañar?

            Nombrar es un acto de poder. En el ámbito de la salud, quien nombra define la realidad, legitima las prácticas y establece los límites de lo posible. La terminología médica y sanitaria, nacida con la intención de describir objetivamente procesos biológicos, ha terminado muchas veces por colonizar el lenguaje cotidiano del cuidado y de la vida. Así, lo que empezó siendo un instrumento técnico se ha convertido en una gramática de la patologización. Una forma de ver a las personas únicamente a través de su enfermedad, su déficit o su diagnóstico[6].

            Decir “diabético”, “hipertenso”, “pluripatológico” o “crónico complejo” no solo simplifica, sino que reconfigura la identidad de la persona bajo la lógica de la patología. En lugar de reconocer a alguien que vive con diabetes o con hipertensión, la palabra lo reduce a la enfermedad misma. El sujeto desaparece tras el diagnóstico, y su biografía se convierte en una lista de códigos. Este proceso, que podríamos llamar lingüística del etiquetado, genera un efecto moral, la persona pasa a ser responsable de su enfermedad, de sus complicaciones, de sus reingresos, incluso del gasto que genera en el sistema[7].

            Este desplazamiento semántico y ético se traduce en expresiones tan extendidas como “carga asistencial”, “usuario de alto consumo” o “paciente difícil”. La etiqueta, más que describir, juzga. Bajo el aparente rigor técnico, se esconde una lectura moral de la enfermedad: quien no mejora “no cumple”; quien recae “no se cuida”; quien necesita ayuda “abusa del sistema”. De este modo, la patologización lingüística deriva en culpabilización, y el lenguaje se convierte en una frontera entre los cuerpos aceptables —los que se ajustan a la norma— y los cuerpos que estorban[8].

            El riesgo es evidente, la práctica sanitaria se vuelve incapaz de acompañar porque ha renunciado a mirar más allá del diagnóstico. Cuando el lenguaje impone categorías, las personas dejan de ser interlocutoras para convertirse en objetos de intervención. Se habla de ellas, no con ellas. En muchos ámbitos de la atención primaria y comunitaria se observa este fenómeno. Informes llenos de siglas, adjetivos técnicos y etiquetas que apenas dejan espacio para la voz o la historia de quien está detrás. Como señala la filósofa y enfermera Marie-France Collière, “cada vez que reducimos a una persona a su enfermedad, la arrancamos del tejido de su existencia y de su contexto, que son los que le dan sentido”[9].

            La patologización lingüística también condiciona la forma en que los profesionales se perciben a sí mismos. Cuanto más técnico y diagnóstico es el lenguaje, más se legitima la posición de poder profesional. Y, al mismo tiempo, más se diluye la responsabilidad relacional del cuidado. Se produce una especie de blindaje profesional: detrás de los términos clínicos se oculta la vulnerabilidad del propio cuidador. Nombrar con distancia es también una forma de defenderse del dolor ajeno, de la incertidumbre, de la implicación emocional[10]. Pero esa defensa tiene un precio, la pérdida de humanidad en el acto de cuidar.

            Por eso, revisar el lenguaje no es solo una cuestión de corrección política o de sensibilidad humanista; es un imperativo ético. La enfermería, como disciplina que ha reivindicado históricamente la centralidad de la persona y no de la enfermedad, no puede permitirse reproducir los discursos que despersonalizan. Frente al etiquetado, su responsabilidad es acompañar, nombrar sin reducir, reconocer sin juzgar, cuidar sin clasificar. El lenguaje del acompañamiento no excluye la precisión técnica, pero la subordina a la relación y al respeto. Requiere una mirada que devuelva a la persona su identidad completa, con sus padecimientos, sí, pero también con su historia, sus capacidades, sus debilidades y su dignidad.

            Culpabilización y carga para la persona atendida

            Cuando el lenguaje sanitario deja de centrarse en la persona y se instala en la lógica del sistema, comienza a operar un mecanismo sutil pero devastador: la culpabilización. No se trata de una acusación explícita, sino de un desplazamiento simbólico de la responsabilidad del malestar. La persona pasa de ser sujeto de derechos a ser considerada causa de su propio sufrimiento, y, peor aún, del esfuerzo que su atención implica. Se culpa a quien enferma por enfermar, a quien cuida por cansarse, a quien envejece por no ser productivo. El lenguaje actúa así como transmisor invisible de un juicio moral[11].

            Expresiones como “pacientes crónicos complejos”, “usuarios de alto consumo” o “pacientes hiperfrecuentadores” no solo etiquetan, sino que atribuyen una carga. En ese desplazamiento semántico se esconde una lógica perversa: cuanto más enferma está una persona, más “molesta” resulta. La enfermedad deja de ser un hecho biográfico o social para convertirse en un problema organizativo. Y la persona, en consecuencia, deja de ser acompañada para ser gestionada[12].

            El discurso sanitario contemporáneo, influido por la racionalidad neoliberal, promueve una noción de salud como responsabilidad individual. Quien no se cuida es culpable; quien no mejora, no se esfuerza lo suficiente; quien recae, no ha seguido las recomendaciones. Este discurso, que a menudo se reviste de mensajes aparentemente empoderadores (“tú puedes cambiar tus hábitos”, “sé responsable de tu salud”), oculta una trampa ética, transforma la autonomía en obligación y la libertad en mandato. En lugar de acompañar, se fiscaliza. En lugar de cuidar, se exige[13].

            La culpabilización se manifiesta también en la relación entre profesionales y personas cuidadoras. La llamada “educación de cuidadoras familiares”, aunque necesaria, se presenta muchas veces como una estrategia para reducir la carga profesional más que para proteger la salud de quien cuida. El foco se desplaza del bienestar de la cuidadora a la eficiencia del sistema: se enseña para descargar, no para aliviar. Este desplazamiento, que parece insignificante, delata un modelo que entiende el cuidado como recurso y no como relación. Se entrena a la cuidadora para que haga mejor lo que ya hace, no para reconocer el impacto que tiene cuidar sobre su cuerpo, su mente o su vida. El resultado es una doble invisibilización, la de la persona cuidada, reducida a objeto de cuidados, y la de la cuidadora, reducida a instrumento del sistema[14].

            El lenguaje profesional actúa aquí como legitimador del desequilibrio moral. Las palabras normalizan lo que no debería ser normal. Hablar de “carga del paciente” o de “sobrecarga del cuidador” sin analizar las causas estructurales (la falta de recursos, el abandono institucional, la feminización del cuidado) es una forma de despolitizar el problema. Se convierte una cuestión social en un asunto individual, y una injusticia en una supuesta falta de resiliencia. Se culpa al síntoma y se absuelve a la estructura[15].

            Pero las consecuencias no son solo éticas, también son clínicas. Diversos estudios muestran que las personas que perciben un trato culpabilizante o paternalista tienen menor adherencia terapéutica, más ansiedad, menor confianza en los profesionales y una menor participación en su propio proceso de salud[16]. Sentirse culpable por estar enfermo o por requerir atención genera un sufrimiento añadido que agrava el malestar inicial y deteriora la relación terapéutica. Como recuerda Susan Sontag, “toda metáfora que convierte la enfermedad en culpa convierte al enfermo en sospechoso”[17].

            Las enfermeras, perciben este fenómeno con especial claridad. En su contacto cotidiano con la vulnerabilidad, son testigos de cómo las palabras pueden aliviar o herir, acompañar o excluir. Recuperar un lenguaje del cuidado implica desmontar el discurso de la culpa y sustituirlo por una ética de la comprensión. Significa reconocer que detrás de cada “paciente complejo” hay una historia compleja, no una carga; y que el verdadero problema no reside en las personas, sino en los sistemas que las culpabilizan por existir en sus márgenes.

Deshumanización, invisibilización y cosificación: el impacto de las palabras

            Cada palabra que empleamos en la práctica sanitaria puede abrir o cerrar una puerta hacia la humanidad del otro. Sin embargo, el sistema de salud, en su deriva burocrática y tecnocrática, ha ido convirtiendo el lenguaje en un dispositivo de control más que de encuentro. Los informes clínicos, las hojas de evolución o las comunicaciones interprofesionales se llenan de términos impersonales, abreviaturas, diagnósticos codificados y fórmulas estandarizadas. Este lenguaje no solo despersonaliza a quien es atendido; también deshumaniza a quien atiende. Porque al cosificar al otro, inevitablemente se empobrece la propia mirada y se adormece la empatía[18].

            La deshumanización lingüística es una forma de anestesia moral. Se manifiesta cuando la persona se convierte en “caso”, en “plaza”, en “número de cama” o en “frecuentador”. No se dice “María tiene miedo porque vive sola”, sino “la paciente presenta ansiedad por aislamiento social”. La frase es correcta, pero está vacía de relación. El sufrimiento queda encapsulado en una fórmula clínica que lo hace digerible, cuantificable, manejable. Se elimina la emoción, se elimina el contexto, y con ello se elimina la posibilidad de un encuentro genuino[19].

            El lenguaje deshumanizado tiene efectos concretos. Deteriora la confianza, genera incomprensión y amplía la distancia simbólica entre quien cuida y quien necesita ser cuidado. En un estudio reciente sobre comunicación en atención hospitalaria, se observó que las personas que percibían un trato lingüístico despersonalizado —referencias en tercera persona, ausencia del nombre propio, uso excesivo de tecnicismos— expresaban un mayor sentimiento de alienación y de pérdida de identidad[20]. No sentirse nombrado es una forma de no existir.

            Las palabras también invisibilizan. Cuando se habla de “usuarios”, “casos” o “crónicos complejos”, la experiencia vital desaparece tras la etiqueta. Pero esa invisibilización no afecta solo a las personas atendidas, también alcanza a las profesionales que las acompañan, especialmente a las enfermeras. La lógica de la productividad y la división de tareas ha fragmentado el lenguaje y con él la propia identidad profesional. Las enfermeras se ven empujadas a utilizar una jerga administrativa que desdibuja el sentido profundo de su labor, cuidar. En muchos registros de las enfermeras apenas aparece el sufrimiento, la escucha o el acompañamiento. Lo que se mide es lo que cuenta, y lo que no se mide, desaparece[21]

            Cosificar al otro —convertirlo en objeto de interpretación, intervención o gestión— es una forma de violencia simbólica que se normaliza con el uso cotidiano del lenguaje.           En el discurso biomédico dominante, el cuerpo se separa de la persona, la enfermedad del contexto, el síntoma del relato. Así, los sujetos se transforman en portadores de patologías: el “diabético”, el “epiléptico”, el “terminal”. Esta reducción no solo niega la singularidad de la experiencia humana, sino que despoja a la práctica profesional de su dimensión ética. Cuidar deja de ser un acto de relación para convertirse en un procedimiento.

            La cosificación se alimenta de la prisa institucional, de la burocracia y del miedo a implicarse emocionalmente. En un contexto de sobrecarga asistencial, el lenguaje técnico ofrece una ilusión de control. Nombrar con distancia permite seguir funcionando sin quebrarse. Pero el precio de esa autodefensa es alto, despoja de sentido al acto de cuidar y vacía de humanidad al propio sistema[22].

            Frente a esta deriva, la humanización del lenguaje no es un lujo retórico, sino una necesidad profesional y social. Las palabras pueden convertirse en una forma de cuidado cuando reconocen, nombran y dignifican. Llamar a la persona por su nombre, escuchar su relato, describir su experiencia sin reducirla a una etiqueta, son gestos que restituyen su lugar en el mundo y, al mismo tiempo, devuelven al profesional el sentido de su trabajo. Como señala el filósofo Paul Ricoeur, “nombrar es hacer existir, y hacer existir al otro es ya cuidarlo”[23].

            En un sistema saturado de siglas y protocolos, las enfermeras pueden —y deben— reivindicar la palabra viva, aquella que conecta, comprende y transforma. Humanizar el lenguaje no consiste en dulcificar la realidad, sino en devolverle su espesor humano. En recordar que detrás de cada historia de salud hay una historia de vida, y que cada palabra pronunciada o escrita puede ser una forma de herir o de sanar.

Lenguaje profesional, sistema y responsabilidad: cuando el foco cambia

            Uno de los desplazamientos más reveladores del lenguaje sanitario contemporáneo es el cambio de foco que ha experimentado: de la persona atendida al profesional, y del cuidado al sistema. Lo que en un principio debía ser un lenguaje orientado a proteger, acompañar y comprender, se ha convertido con frecuencia en un lenguaje que se protege a sí mismo. Así, cuando se habla de prevención de infecciones mediante el “lavado de manos”, el mensaje dominante no es tanto “protegemos a las personas que atendemos” como “evitamos contagiarnos nosotros”. La acción, originalmente altruista y ética, se resignifica en clave defensiva. El lenguaje del cuidado se invierte, la prioridad pasa de quien recibe la atención a quien la presta[24].

            Este fenómeno no responde a la mala voluntad individual, sino a una estructura institucional y cultural que empuja al profesional a blindarse frente a la vulnerabilidad ajena. La sobrecarga, la presión asistencial, la falta de recursos y el miedo a las reclamaciones legales han convertido el lenguaje profesional en un escudo. Se habla desde el “yo” que debe justificarse ante la organización, más que desde el “tú” o el “nosotros” que busca encontrarse con la persona. La lógica de la autodefensa, reforzada por la burocracia y la cultura del rendimiento, termina imponiéndose como norma tácita[25].

            El resultado es un discurso que legitima la distancia y que desplaza la responsabilidad moral del cuidado hacia el plano técnico o administrativo. Se cumple el protocolo, se completa el registro, se documenta el acto. Pero, como advierte Annemarie Mol, el riesgo es que “el cuidado se convierta en gestión y la relación en un trámite”[26]. Cuando el lenguaje se burocratiza, se pierde la capacidad de percibir lo que no encaja en los formularios: el sufrimiento, la incertidumbre, la singularidad. La atención se traduce en indicadores, y la palabra, en trámite.

            Este desplazamiento del foco también se refleja en la terminología que emplean las instituciones sanitarias. Conceptos como “eficiencia”, “rendimiento”, “optimización de recursos” o “cartera de servicios” se incorporan al discurso profesional como si fueran sinónimos de calidad, cuando en realidad expresan una visión economicista del cuidado. El lenguaje tecnocrático transforma la atención sanitaria en un proceso de producción y a las personas en consumidores o “usuarios”. En ese marco, las palabras “cuidado” o “acompañamiento” suenan casi subversivas, porque implican tiempo, escucha y vulnerabilidad compartida, tres elementos difíciles de cuantificar

            Cada vez que el lenguaje profesional se desliza hacia la lógica del sistema, se diluye la responsabilidad relacional del cuidado. Ya no se trata de estar con el otro, sino de “hacer lo que corresponde”. La responsabilidad se redefine en términos de cumplimiento, no de compromiso. Como señala Tronto, cuando las instituciones confunden la responsabilidad con la obligación, los cuidados se vacían de sentido moral[27]. El lenguaje juega aquí un papel decisivo, porque es a través de él como se normalizan las prioridades de la organización sobre las de la persona.

            Sin embargo, el profesional no es ajeno ni víctima pasiva de este proceso. Participa en él, reproduce sus lógicas, y tiene también la capacidad de transformarlas. Cambiar el lenguaje es cambiar la práctica, porque toda palabra que utilizamos en la interacción clínica —desde una nota en la historia hasta una frase en una consulta— lleva implícito un modelo de relación. Hablar de “colaborar con la persona” no es lo mismo que hablar de “intervenir sobre ella”; decir “acompañar” no equivale a “educar”; hablar de “atención integral” no se corresponde con “gestión de casos”. El vocabulario que elegimos orienta el modo en que concebimos el cuidado y revela a quién servimos con él: al sistema o a las personas.

            Por eso, revisar el lenguaje profesional es una forma de recuperar la responsabilidad moral de la profesión. Las enfermeras, especialmente las comunitarias, tienen aquí un papel crucial: devolver el foco al cuidado, al vínculo, a la responsabilidad compartida. No se trata de renunciar a la técnica, sino de ponerla al servicio de la relación. De recordar que el lenguaje no debe proteger al profesional del otro, sino proteger al otro de un sistema que tiende a olvidarlo. En última instancia, el reto es invertir la lógica defensiva del discurso para volver a situar el cuidado en el centro. Porque solo cuando el lenguaje se pone al servicio de la persona, el sistema se humaniza de verdad.

 

            Terminologías específicas y su repercusión (crónicos complejos, pluripatológicos, educación de cuidadoras…)

            El lenguaje sanitario no solo refleja ideologías; también produce realidades. Las etiquetas que utilizamos para clasificar y describir situaciones de salud acaban moldeando las prácticas clínicas, los modelos organizativos e incluso las identidades profesionales. Por eso, las palabras importan tanto como los procedimientos. En ellas se cifra el modo en que el sistema comprende —y valora— la vida humana.

            Uno de los ejemplos más evidentes es el uso de la expresión “pacientes crónicos complejos”. Esta terminología, que nació con la intención de identificar personas que requieren un abordaje multidimensional, ha terminado convirtiéndose en una etiqueta que genera más estigma que comprensión. El adjetivo complejo no alude a la complejidad del sistema ni de los determinantes sociales, sino a la “dificulta. El “crónico complejo” no es alguien que vive con múltiples condiciones, sino alguien que complica la gestión.

            El término “pluripatológico” refuerza esa misma lógica. No designa tanto a una persona con múltiples procesos, sino a un conjunto de patologías coexistentes que el sistema debe atender simultáneamente. La persona desaparece tras la taxonomía, y lo que queda es un inventario clínico. En lugar de favorecer una atención integral, este lenguaje perpetúa la fragmentación disciplinar. Cada especialidad aborda “su parte”, cada profesional “su tarea”, y la persona se diluye en un mosaico de diagnósticos[28]. La consecuencia es una atención despersonalizada, repetitiva, redundante y, a menudo, ineficiente, porque nadie acompaña al conjunto, solo a las partes.

            Algo similar ocurre con la expresión “pacientes hiperfrecuentadores”. Bajo esta etiqueta se esconde una profunda incomprensión del sufrimiento y de las condiciones sociales que lo acompañan. Llamar así a quienes acuden con frecuencia a los servicios de salud supone atribuirles una intencionalidad sospechosa: “vienen demasiado”, “abusan del sistema”, “tienen dependencia sanitaria”. La terminología convierte la necesidad en culpa y la búsqueda de ayuda en patología[29]. En muchos casos, la hiperfrecuentación es el resultado de la soledad, la precariedad o la ansiedad no atendida, no de un deseo de utilizar el sistema. Pero al nombrarlos así, se refuerza la mirada institucional que traduce el sufrimiento humano en estadística.

            El problema de fondo es que este tipo de terminología transforma la experiencia humana en un problema técnico. Se despoja a las personas de su singularidad y se las integra en categorías funcionales. Hablar de “gestión de casos complejos” o “educación de cuidadores informales” es, en el fondo, hablar de cómo el sistema intenta administrar lo que desborda sus márgenes. Pero, como advierte la ética del cuidado, lo complejo no se resuelve gestionando, sino acompañando. Lo que requiere la persona no es ser clasificada, sino comprendida, y lo que necesita el profesional no es controlar, sino compartir[30].

            Además, estas terminologías perpetúan jerarquías profesionales. Cuando las enfermeras asumen sin crítica el vocabulario de la gestión o de la biomedicina, pierden parte de su fuerza epistemológica. Nombrar desde la perspectiva médica o burocrática implica pensar y actuar desde esos marcos. Por el contrario, cuando las enfermeras nombran desde el paradigma del cuidado —“personas que viven procesos con complejidad”, “cuidadoras con necesidad de apoyo y descanso”, “personas con acompañamiento prolongado”—, el lenguaje se convierte en herramienta emancipadora. Se pasa de la clasificación al reconocimiento, y del protocolo al encuentro.

            Revisar las terminologías no significa renunciar al rigor, sino dotarlo de humanidad. El lenguaje técnico puede coexistir con el lenguaje del cuidado si se entiende que ambos sirven a fines distintos. Uno organiza, el otro humaniza. Pero cuando el primero se impone sobre el segundo, el resultado es un sistema que mide mucho y comprende poco. Recuperar el sentido de las palabras es, por tanto, una forma de resistencia profesional y moral. Nombrar bien no solo describe la realidad, la transforma.

            Fragmentación de roles profesionales y confusión terminológica: el caso de la enfermería comunitaria

            Si el lenguaje define la realidad, la confusión terminológica puede desdibujarla hasta hacerla irreconocible. Eso es precisamente lo que ha ocurrido en buena parte del discurso institucional y organizativo que rodea hoy a la enfermería comunitaria. En lugar de fortalecer su identidad, el sistema ha multiplicado las denominaciones, generando figuras ambiguas, solapadas o sin un marco competencial claro. Se habla de “enfermeras de paso”, de “referentes de bienestar emocional comunitario”, de “enfermeras de enlace”, de “gestoras de casos” o de “enfermeras escolares”, pero pocas veces se explicita cómo se articulan entre sí ni con la figura troncal que da sentido al conjunto, la enfermera comunitaria.

            Esta fragmentación lingüística y funcional no es inocente. Responde a una lógica organizativa que busca cubrir huecos coyunturales sin revisar el modelo de fondo. En lugar de fortalecer una figura integral, se crean figuras parciales que atomizan la responsabilidad y debilitan el reconocimiento profesional, al tiempo que mimetizan el modelo estructural y funcional biomédico. Cada nueva figura parece ofrecer una solución técnica a un problema estructural, pero en realidad lo desplaza. La consecuencia es doble: desorientación en la población —que ya no sabe quién es su enfermera— y deslegitimación interna de la profesión —que se percibe a sí misma como un mosaico de funciones sin hilo conductor.

            Un ejemplo paradigmático es el de la llamada enfermera de paso, figura creada para atender el tránsito de la infancia a la adolescencia o de esta a la vida adulta. La intención puede parecer razonable, pero su sola existencia delata una comprensión fragmentada del proceso vital y del cuidado que en esencia es integral y tiene continuidad en el tiempo. No hay “pasos” que justifiquen enfermeras distintas, sino trayectorias que requieren continuidad. La enfermera comunitaria, por definición, acompaña a las personas a lo largo de todo su ciclo vital. Introducir “enfermeras de paso” es tanto como reconocer que la continuidad se ha roto y que el sistema, incapaz de restaurarla, inventa parches lingüísticos para disimular su fracaso[31].

            Algo similar ocurre con las Referentes de Bienestar Emocional Comunitario (REBEC). Su creación respondió a la necesidad urgente de reforzar la atención a la salud mental en los territorios tras la pandemia, pero lo hizo sin un marco de competencias definido ni una articulación clara con las enfermeras especialistas en salud mental o en familia y comunitaria. Estas figuras han quedado suspendidas en un limbo institucional, sin autonomía, sin integración real en los equipos, sin una identidad profesional reconocible[32]. En vez de sumar, generan ruido. Y ese ruido se traduce en confusión para las personas, que ya no saben si deben acudir a “su enfermera”, a la REBEC o a otra figura cuya función se superpone.

            Esta proliferación terminológica es, en el fondo, un síntoma de algo más profundo, la falta de confianza institucional en el modelo comunitario y en la enfermera como vertebradora del mismo. Si se reconociera plenamente el valor y las competencias de las enfermeras comunitarias, no haría falta inventar subroles ni etiquetas. Bastaría con reforzar equipos, dotarlos de recursos y dejar que cumplieran su función. Pero la administración, presa de una lógica tecnocrática, confunde innovación con nominalismo y termina creando estructuras efímeras sostenidas más por el discurso político o la presión de lobbies corporativistas que por la evidencia[33].

            El resultado es un paisaje terminológico donde abundan los nombres y escasean los significados. Una especie de inflación semántica que diluye la identidad profesional y debilita el vínculo comunitario. Porque el problema no es solo que la ciudadanía no sepa quién es su enfermera, sino que las propias enfermeras se ven obligadas a explicar —y a justificar— constantemente qué hacen, para qué sirven y por qué su trabajo importa. Esa necesidad permanente de autodefinición es el reflejo más claro de una deslegitimación simbólica.

            La enfermera comunitaria, cuando ejerce desde su raíz —la cercanía, la integralidad, la continuidad y la participación—, no necesita apellidos ni adjetivos. Es, por naturaleza, integral, integrada e integradora. Fragmentarla en subcategorías o “roles emergentes” solo contribuye a reforzar el modelo biomédico que pretende superar. Lo que se requiere no son nuevas etiquetas, sino un lenguaje unificado que visibilice la esencia del cuidado y la haga comprensible para la sociedad. Nombrar correctamente a las enfermeras comunitarias no es una cuestión de marketing profesional, sino de justicia simbólica y de coherencia institucional.

            Hacia un lenguaje centrado en la persona y en la dignidad: propuestas de cambio

            Las palabras son la primera herramienta de cuidado, y su uso responsable constituye una forma de justicia simbólica. Si el lenguaje puede herir, también puede cuidar. Y en el ámbito de la salud, donde la relación entre quien cuida y quien es cuidado se funda en la confianza, la dignidad y la reciprocidad, el poder del lenguaje es inmenso[34].

            Recuperar un lenguaje centrado en la persona implica sustituir la mirada del déficit por la del potencial, del control por la colaboración y de la obediencia por la participación. No se trata de sustituir términos por eufemismos, sino de reorientar el sentido del discurso profesional hacia la autonomía, el reconocimiento y la corresponsabilidad, desde las figuras existentes dotándolas de coherencia competencial, valor, referencia, respeto y reconocimiento. Si, posteriormente, tras su consolidación, se identifican necesidades que requieran crear nuevas figuras, se puede analizar y contemplar su creación sin que ello suponga la deslegitimación de las ya existentes[35].

            Pero la transformación del lenguaje requiere también cambios estructurales. No basta con la sensibilidad individual si el sistema continúa imponiendo un vocabulario burocrático, instrumental o defensivo. Es necesario revisar los documentos institucionales, los protocolos, los registros y los programas formativos. Los planes de estudio de las ciencias de la salud deberían incorporar la reflexión crítica sobre el lenguaje como parte de la competencia comunicativa y ética de los futuros profesionales. Aprender a nombrar con humanidad debería ser tan importante como aprender a diagnosticar o tratar. No es posible cuidar sin lenguaje, ni es posible cuidar bien con un lenguaje que deshumaniza[36].

            Asimismo, urge promover una política lingüística del cuidado en las organizaciones sanitarias. Igual que se desarrollan estrategias de seguridad del paciente o de calidad asistencial, deberían impulsarse estrategias de humanización del lenguaje, con guías, talleres, buenas prácticas y espacios de reflexión. Las instituciones no pueden limitarse a difundir campañas de “trato amable” o “comunicación” mientras mantienen documentos plagados de terminología cosificante. El cambio será real solo si el lenguaje organizativo se alinea con el discurso del cuidado[37]

            Las enfermeras pueden actuar como mediadoras lingüísticas entre la frialdad del discurso institucional y la calidez de la experiencia humana. No se trata de imponer un nuevo léxico, sino de contagiar una nueva mirada: la de quien entiende que el lenguaje no es un adorno, sino el tejido invisible que sostiene la relación terapéutica.

            En este sentido, el cambio requiere también recuperar la palabra “cuidado” en su plenitud. Sustituirla por “asistencia”, “gestión” o “servicio” empobrece su sentido y lo desvincula de su raíz ética. Cuidar no es asistir ni tramitar: es estar con, compartir, sostener. Devolver a las palabras su densidad humana es, en última instancia, devolver dignidad al sistema de salud. Y eso empieza por reconocer que las personas no son pacientes ni casos, sino biografías en relación.

            Por tanto, el desafío es cultural. Cambiar el lenguaje implica cuestionar los valores que lo sustentan —el productivismo, la tecnocracia, la jerarquía— y reemplazarlos por otros —la equidad, la compasión, la reciprocidad—. Es una tarea lenta, pero posible. La humanización del lenguaje sanitario no es una utopía, es una necesidad urgente para sostener la confianza social en los sistemas de salud y para devolver al cuidado su condición más profunda de acto humano.

            Conclusión

            Las enfermeras encarnan la posibilidad de una revolución semántica del cuidado. Pueden liderar un lenguaje que no defienda al sistema de la fragilidad, sino que abrace la fragilidad como condición humana. Un lenguaje que no clasifique por diagnósticos, sino que comprenda por historias. Que no culpabilice a quien enferma, sino que responsabilice a quien tiene poder. Que no invisibilice a las cuidadoras, sino que las reconozca como parte del tejido vital de la comunidad.

            Cambiar el lenguaje es, en el fondo, cambiar la cultura. Y cambiar la cultura sanitaria es una forma de devolver sentido al acto de cuidar. Cada palabra justa, cada silencio respetuoso, cada nombre pronunciado con reconocimiento, son pequeñas victorias contra la deshumanización. Como recordaba Madeleine Leininger, “cuidar es un acto moral antes que técnico”[38], y como subrayó Paul Ricoeur, “nombrar al otro es hacerlo existir”[39]. En última instancia, como advierte Martha Nussbaum, la verdadera fortaleza ética consiste en aceptar la fragilidad del bien[40].

 

[1] Escritor británico (1903-1950)

[2] Hodges BD, Kuper A, Lingard L. Theorizing the hidden curriculum in health care education. Academic Medicine. 2020;95(7):1033-1039.

[3] Wilkinson S, Wainwright P. Dehumanization in health care: causes, consequences, and responses. Journal of Medical Ethics. 2021;47(8):540-546.

[4] Fernández L, García-Gómez M. Lenguaje y poder en los sistemas sanitarios: una revisión crítica. Gaceta Sanitaria. 2023;37(4):356-362.

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À PUNT BORRA LA VIOLENCIA MACHISTA: EL SILENCIO QUE MATA DOS VECES

            A Punt (Radio Televisión Valenciana) ha decidido borrar la violencia machista de su libro de estilo. Con ello, ha borrado también una parte esencial de su compromiso con la verdad, con la ética y con las mujeres. Porque cuando un medio público renuncia a nombrar la violencia, la está perpetuando. Cuando una institución silencia el machismo, lo está legitimando.

            El libro de estilo de un medio de comunicación no es un documento burocrático, es su conciencia. Es la guía que marca cómo se mira el mundo, qué se nombra y cómo se cuenta. El anterior manual de À Punt, aprobado en 2021, constaba de 319 páginas, de las cuales más de 30 estaban dedicadas a la igualdad de género, al lenguaje inclusivo, a la paridad y al tratamiento no sexista de los contenidos. Era un texto vivo, pedagógico, alineado con las normativas autonómicas, estatales y europeas que exigen a los medios públicos un compromiso activo con la igualdad.

            Con el nuevo manual redactado bajo el control del PP y VOX, todo eso ha desaparecido. La perspectiva de género se ha evaporado de sus páginas, reducida a menciones genéricas y vacías. La palabra “igualdad” sobrevive, sí, pero desprovista de contenido. El resultado no es un simple cambio de redacción, es una amputación deliberada.

            Lo más grave no es lo que se dice, sino lo que ya no se dice. El nuevo libro de estilo borra de un plumazo el tratamiento específico de la violencia machista. Un tema que en el manual anterior ocupaba más de una decena de páginas, con pautas claras sobre cómo informar sin revictimizar, cómo usar las fuentes, cómo evitar mitos o cómo tratar las imágenes de forma ética. Ahora, el término “violencia machista” aparece una sola vez, diluido entre referencias genéricas a “violencias” que, al desvincularse del género, niegan su raíz estructural. Es el mismo argumento que emplea la ultraderecha al hablar de “violencia doméstica”, “intrafamiliar” o “humana” para esconder que el machismo mata.

            Decir que “la tragedia no solo tiene nombre de mujer” no es una matización, es una mentira. Es una forma de blanquear el asesinato sistemático de mujeres por el hecho de serlo. Decir que hay que “romper con la victimización de las mujeres” no es empoderarlas, es culpabilizarlas. Es volver a la época en la que se preguntaba a las víctimas qué llevaban puesto o por qué no se defendieron. Es exactamente eso lo que los manuales de estilo feministas habían logrado desterrar, la mirada cómplice del patriarcado mediático.

            Eliminar estas pautas no es una cuestión técnica, es una decisión política. Porque lo que no se nombra, no existe. Y lo que no existe, no se combate. Cuando una televisión pública —sostenida con dinero de toda la ciudadanía— borra la violencia machista de su discurso, está enviando un mensaje de impunidad. Está diciendo que el dolor de las mujeres importa menos. Está diciendo, en definitiva, que el negacionismo tiene cabida en lo público.

            No hay excusas posibles. La ley lo prohíbe expresamente. La normativa valenciana, estatal y europea obliga a los medios públicos a garantizar la igualdad y a velar por una representación no sexista en todos sus contenidos. Y para ello, establece la existencia de comisiones de igualdad internas, que À Punt también ha eliminado. Suprimirla es ilegal, pero sobre todo es inmoral. Porque esa comisión era la que debía velar por que la información no se contaminara de estereotipos, porque la voz de las mujeres no fuera silenciada, porque el relato no volviera al tiempo en que se hablaba de “crímenes pasionales”.

            En lugar de avanzar, retrocedemos. Mientras medios públicos europeos y latinoamericanos incorporan guías cada vez más detalladas sobre igualdad y cobertura de la violencia de género, À Punt adopta los postulados más reaccionarios y negacionistas. Se aleja de su función de servicio público para convertirse en un altavoz de la ultraderecha. Y lo hace en un país donde más de 1.300 mujeres han sido asesinadas desde que existen registros oficiales.

            No es una cuestión ideológica, sino democrática. Los derechos de las mujeres no son una opción partidista, son una obligación constitucional y ética. No hay libertad de expresión posible si se calla la violencia. No hay pluralidad informativa si se invisibiliza a la mitad de la población. No hay servicio público si se blanquea el machismo.

            A Punt nació para ser una televisión diferente, pública, plural, valenciana, comprometida con la sociedad. Hoy parece haber renunciado a esa promesa.

            Callar nunca ha protegido a nadie. Nombrar, en cambio, salva vidas. Frente al silencio impuesto, solo cabe responder con más palabras, con más verdad y con más compromiso. Y recordarle a À Punt, y a quienes la dirigen y manipulan, que la violencia machista no desaparece porque la borren de un manual, desaparece cuando se combate con educación, con igualdad y con responsabilidad pública.

LA FALSA PROMESA DE LA EFICIENCIA PRIVADA

Determinados responsables políticos, en distintos niveles de la administración —local, provincial, autonómica o estatal—, han encontrado en la privatización su comodín preferido. Todo lo que se construye, se gestiona o se mantiene con fondos públicos acaba, tarde o temprano, en manos privadas con el argumento, tan repetido como falaz, de que “lo privado es más eficaz y eficiente”. Sin embargo, una mentira, por mucho que se repita, no se convierte en verdad. Y esto es precisamente lo que ocurre con las externalizaciones en sanidad, educación, servicios sociales o urbanismo.

            El mecanismo es conocido, la administración pública contrata a una empresa privada para gestionar un servicio con dinero público. La empresa, como es lógico, persigue beneficio económico. Pero si una vez iniciada la actividad comprueba que el negocio no resulta rentable, no duda en reclamar más fondos públicos para asegurar sus ganancias o, directamente, suspende la actividad alegando pérdidas que no puede asumir. En cualquiera de los dos escenarios, la ciudadanía sale perdiendo. O bien se dilapidan recursos públicos sin retorno proporcional, o bien se interrumpe el servicio dejando a la población desatendida.

            Lo más grave es que esta situación no es excepcional, sino recurrente. Pese a que la experiencia demuestra una y otra vez los riesgos del modelo, las administraciones continúan fiando a la gestión privada servicios esenciales. En lugar de reflexionar sobre qué se está haciendo mal, se entra en una espiral de litigios interminables entre la administración que adjudicó la concesión sin planificación ni control suficientes y la empresa que, incapaz de asumir sus propios errores de cálculo, incumple los compromisos adquiridos. Mientras tanto, los procedimientos judiciales se eternizan y las instalaciones afectadas permanecen cerradas, sin actividad ni mantenimiento, deteriorándose progresivamente y multiplicando el coste final de su recuperación.

            Lo que debería ser una excepción se ha convertido en un patrón. La externalización como coartada de una gestión pública ineficaz y, en ocasiones, irresponsable. Nadie asume las consecuencias. Al final, los únicos perjudicados es la ciudadanía, que ve cómo se degradan los servicios esenciales que deberían garantizar su bienestar.

            La privatización de lo público no solo genera ineficiencia, sino también inequidad. En sanidad y educación, especialmente, el modelo concesional provoca un acceso desigual y una atención de distinta calidad según el territorio, los recursos y la capacidad económica de las personas. Lo público pierde fuerza, inversión y prestigio, mientras la empresa privada consolida su negocio con dinero de todos.

            No se trata de negar por principio cualquier colaboración público-privada. Puede tener sentido en contextos concretos, siempre que se base en la transparencia, la evaluación rigurosa y el interés general. Pero lo que hoy se practica está muy lejos de eso. Las concesiones se adjudican sin estudios de viabilidad sólidos, sin cláusulas efectivas de control de calidad ni penalizaciones por incumplimiento, y con un seguimiento deficiente. Es decir, se entrega dinero público sin garantías suficientes de cumplimiento ni de retorno social.

            El problema de fondo no es solo económico. Es político, ético y cultural. Se ha normalizado la impunidad con la que actúan algunos responsables públicos y empresariales, convertida casi en una forma de gestión. Se asume que los errores, los sobrecostes o los incumplimientos son parte inevitable del proceso, y se acepta con resignación que el dinero de todos sirva para enriquecer a unos pocos. Pero la gestión pública no puede funcionar como un negocio privado ni los impuestos pueden entenderse como un botín partidista.

            Los impuestos son, o deberían ser, una inversión colectiva para garantizar derechos, equidad y bienestar. Cada euro público debe traducirse en beneficio común, no en ganancias privadas ni en operaciones de maquillaje político. La gestión de lo público exige responsabilidad, planificación, rendición de cuentas y control, no marketing ni propaganda.

            Y cuando la externalización fracasa, no basta con escudarse en que “los técnicos lo avalaron”. Esa frase tan manida no es solo una excusa: es una cobardía. Los técnicos informan, pero quienes deciden son los responsables políticos, y por tanto son ellos quienes deben responder ante la ciudadanía. Delegar la culpa en quienes cumplen su función es tan indecente como inaceptable.

            La eficacia no se mide por los beneficios empresariales, sino por el impacto social y la calidad del servicio prestado. Lo público, bien gestionado, es la mejor garantía de equidad, transparencia y sostenibilidad. Pero para ello hay que creer en lo público, y no utilizarlo como trampolín para favorecer intereses privados o estrategias electorales.

            Privatizar no es modernizar. Es, en demasiadas ocasiones, renunciar a la responsabilidad política y social que implica gobernar con el dinero de todos. La verdadera eficacia no consiste en reducir costes, sino en ampliar derechos. Y eso solo lo consigue una gestión pública fuerte, honesta y comprometida con la ciudadanía, no una administración que externaliza sus deberes y luego culpa a los demás de su propio fracaso.

BORRAR EL NOMBRE NO CAMBIA LA REALIDAD

Mientras el gobierno de Carlos Mazón se dedica a borrar el nombre de Ernest Lluch de dos centros sanitarios en València y Elche, la sanidad pública valenciana se hunde en la misma deriva conocida de otros gobiernos del Partido Popular. Deterioro progresivo de lo público, crecimiento sostenido de lo privado y una preocupante normalización del engaño político. Quitar el nombre de Lluch —artífice del Sistema Nacional de Salud, impulsor de la Ley General de Sanidad y defensor de la equidad y la universalidad— no es un simple trámite administrativo. Es una declaración ideológica. Un intento de borrar la memoria de quien representa lo público, lo justo y lo solidario, para sustituirla por una visión mercantilista donde la salud se convierte en negocio y no en derecho.

            Bajo el actual Consell, los datos son contundentes: más de 74.000 personas esperaban una operación a finales de 2024, con un retraso medio de 93 días, catorce más que seis meses antes. En hospitales como los de Castelló, Elda o Alicante las demoras superaban los 130 días. Y aunque en junio de 2025 se anunció una supuesta “mejora” hasta los 80 días, seguían en lista 68.000 personas y casi medio millón aguardaban cita con un especialista durante meses. Detrás de esos números hay sufrimiento, incertidumbre y vidas paralizadas, aunque desde la Conselleria se prefiera hablar de “eficiencia” y “optimización”.

            La gestión de Mazón y su equipo es una sucesión de promesas incumplidas, eufemismos y propaganda. Ahí está el anuncio de la incorporación de enfermeras escolares, presentado como un avance y convertido después en un espejismo: sin planificación, sin definir competencias y sin integración real con los equipos de atención primaria. Lo mismo ocurre con la salud mental, convertida en eslogan electoral. Se prometieron recursos y profesionales, pero lo que persiste es la medicalización del malestar, la fragmentación asistencial y la ausencia de una estrategia comunitaria. Las enfermeras especialistas en salud mental siguen sin incorporarse, los dispositivos interdisciplinares no existen y la atención psicosocial continúa en el olvido.

            La Estrategia de Atención Primaria y Comunitaria, que debería haber sido la piedra angular del cambio, permanece paralizada. Los centros de salud saturados, con plantillas insuficientes y estructuras jerárquicas que asfixian la innovación. Se perpetúa un modelo medicalizado, paternalista y hospitalcentrista, incapaz de dar respuestas integrales a los problemas reales de la población. Mientras tanto, la propaganda gubernamental habla de “modernización” y “excelencia” en un sistema que cada día se vacía más de sentido y de recursos.

            Detrás de esa retórica se esconde un proceso de debilitamiento deliberado. Cada demora sin solución, cada contrato precario, cada “programa de choque” que desvía fondos a la sanidad privada conduce a un debilitamiento de la sanidad pública y con ello la pérdida de calidad de la atención. No se trata solo de incapacidad, sino de una estrategia política. Cuando lo público se degrada, lo privado se presenta como salvación.

            Los profesionales, especialmente en atención primaria, vive entre la frustración y el agotamiento. Son ellos quienes sostienen, un sistema al borde del colapso mientras la administración los ignora. La precariedad, la falta de reconocimiento y la ausencia de liderazgo ético minan la confianza de quienes garantizan el derecho a la salud.

            Venden como libertad lo que en realidad es persecución ideológica. La eliminación del nombre de Lluch no responde a ninguna necesidad práctica ni a una revisión histórica. Es un acto de revancha contra lo que simboliza: la sanidad pública como conquista democrática. Pero se equivocan quienes creen que pueden borrar su legado. Podrán eliminar su nombre de los centros, pero no de la conciencia colectiva. Lluch seguirá siendo el símbolo de una sanidad basada en la equidad y no en la cuenta de resultados.

            La DANA de 2024 fue un desastre natural, pero el verdadero desastre es político. Lo que la convirtió en tragedia fue la gestión de un gobierno que llegó tarde, mal y con soberbia, más preocupado por salvar su imagen que por salvar vidas. Esa misma forma de gobernar —que prefiere la propaganda a la responsabilidad— se ha instalado en la gestión sanitaria. Se manipulan datos, se maquillan cifras y se construye una realidad paralela que ignora el sufrimiento de quienes esperan atención.

            Borrar el nombre de Ernest Lluch es la metáfora de un proyecto que niega el pasado, destruye el presente y compromete el futuro. Pero los símbolos tienen una fuerza que los oportunistas no entienden. La memoria de Lluch, como la defensa de la sanidad pública, no se borra con pintura ni con decretos. Se sostiene en la dignidad de los profesionales, en la conciencia ciudadana y en la convicción de que la salud no se vende, se protege, se cuida y se defiende. Por mucho que intenten reescribir la historia, la verdad acaba siempre emergiendo. Porque las mentiras, como las fachadas, terminan por agrietarse.

 

LA MENTIRA COMO FORMA DE GOBIERNO

La reciente confesión de Miguel Ángel Rodríguez, portavoz y consejero áulico de Isabel Díaz Ayuso, reconociendo públicamente que mintió, ha dejado al descubierto algo más profundo que una simple estrategia de comunicación, la normalización de la mentira como instrumento político. Lo verdaderamente inquietante no es tanto que mintiera —cosa sabida y repetida—, sino reconocerlo sin rubor y que, acto seguido, el Partido Popular salga en tromba a defenderlo con un argumento tan grotesco como revelador: mentir no es ilegal.

Esa frase, dicha sin pestañear, resume una degradación moral que va más allá del hecho concreto. Porque al justificar la mentira desde la impunidad legal, lo que el PP hace es legitimar la falsedad como método de acción política. Ya no se trata de manipular la verdad, de reinterpretarla o de esconderla tras el eufemismo, se trata de reivindicar la mentira como derecho. Un salto cualitativo que transforma el cinismo en doctrina y la desvergüenza en estrategia.

Si mentir no es ilegal —como ahora sostiene ese peculiar código ético del PP—, entonces todo vale. Mentir en campaña, mentir en los datos, mentir en los presupuestos, mentir sobre las listas de espera, mentir sobre los muertos, sobre los damnificados, sobre los errores… Mentir hasta que la mentira se convierte en paisaje. De este modo, lo que para cualquier persona con un mínimo sentido moral sería motivo de vergüenza, para ellos es apenas una herramienta de trabajo.

El problema es que ese “todo vale” se extiende como una mancha de aceite. Si mentir no tiene consecuencias para un político, ¿por qué habría de tenerlas para un periodista, un docente o un profesional de la salud? Si el ejemplo que se da desde las instituciones es que la mentira es tolerable —e incluso útil—, ¿qué podemos esperar de una sociedad que toma a esos políticos como referentes? Una democracia sin verdad se degrada hasta convertirse en una ficción donde la confianza se disuelve y la palabra pierde todo su valor.

La mentira institucional no es una caso aislado, es un virus que corroe las bases mismas de la convivencia. Y lo peor es que, en esta deriva, el Partido Popular ha pasado de ocultar la mentira a exhibirla con orgullo, como quien presume de astucia. Lo vemos en Andalucía con la gestión sanitaria de Moreno Bonilla, que maquilla las cifras y silencia los colapsos hospitalarios; en la Comunidad Valenciana con Carlos Mazón, que niega su negligencia antes, durante y después de la DANA de 2024; o en Madrid, donde Ayuso y Almeida han elevado la propaganda a la categoría de política pública. La consigna parece clara, mentir sin complejos, negar la evidencia, invertir el sentido de las palabras y atacar a quien se atreva a decir la verdad.

Lo que está en juego no es solo la credibilidad de un partido, sino la decencia misma del ejercicio político. La mentira puede no ser ilegal, pero es indecente. Y un país gobernado por indecentes está condenado a la erosión moral. Porque la legalidad, sin ética, se convierte en coartada. No todo lo que no es delito es aceptable, ni todo lo que la ley permite es justo. La política, cuando renuncia a la ética, deja de ser servicio público para convertirse en negocio privado del poder.

Lo más grave es que esta banalización de la mentira conduce a una peligrosa confusión. Si todo es relativo, si nada es verdad ni mentira, entonces nadie es responsable. Así se desactiva la conciencia crítica y se anestesia la indignación ciudadana. Mentir deja de ser escandaloso para convertirse en rutina, y la verdad, en un lujo prescindible.

Por eso resulta tan alarmante que quienes deberían ser ejemplo —los que gestionan nuestra salud, nuestra educación, nuestra justicia y nuestro bienestar— asuman sin pudor que pueden hacerlo desde la mentira. Porque gobernar es un acto de confianza, y la confianza no se decreta, se construye con verdad, con coherencia y con respeto. Cuando un político miente, no solo traiciona a su adversario, traiciona a toda la ciudadanía.

Quizá, en efecto, mentir no sea ilegal. Pero cuando la mentira se institucionaliza, cuando se convierte en principio rector de la acción política, estamos ante algo mucho peor que una falta ética, ante una degradación moral que amenaza la propia democracia. Porque un político que miente sistemáticamente no gestiona, gobierna o hace oposición: manipula, oculta y desprecia. Y quienes lo aplauden, lo consienten o lo justifican, se convierten en cómplices de esa indecencia.

Mentir con orgullo es una obscenidad moral. Y aún más obsceno es que quienes nos gobiernan, en lugar de rectificar, se rían de la verdad. Porque, en su lógica perversa, la mentira no es una falta, sino una herramienta. Y con esas herramientas construyen un país donde la verdad molesta, la ética estorba y la decencia se considera una debilidad.

EL PRECIO DEL MIEDO: CÓMO SE FABRICA LA PRIVATIZACIÓN SANITARIA Del escándalo andaluz a la trampa global

          A todas las personas que están padeciendo la voracidad privatizadora de sus representantes.

 

Las masas humanas más peligrosas son aquellas en cuyas venas ha sido inyectado el veneno del miedo…. del miedo al cambio.

Octavio Paz[1]

 

El síntoma visible: la gestión fallida y la alarma social

La reciente alarma generada en Andalucía por la gestión deficiente de las pruebas de detección del cáncer de mama ha actuado como una sacudida colectiva. No solo por la gravedad de los hechos en sí —miles de mujeres afectadas, retrasos inadmisibles, silencios administrativos y opacidad institucional—, sino porque ha dejado al descubierto una trama más profunda, el desmantelamiento progresivo del sistema público de salud mediante una estrategia de privatización sistemática y planificada. Lo que en apariencia es un error técnico o un fallo organizativo, delata una enfermedad de fondo que amenaza con corroer los cimientos del derecho a la salud.

Andalucía no es una excepción, sino un espejo. Lo que allí sucede —subcontrataciones masivas, externalización de servicios, derivación de pruebas a centros privados y progresiva degradación de la red pública— responde a un patrón que se repite en otras comunidades autónomas como Madrid, Castilla y León, Murcia, la Comunidad Valenciana o Galicia, que comparten ese mismo proceso de vaciamiento institucional bajo la retórica de la “eficiencia” y la “colaboración público-privada”[2]. Lo que cambia es el ritmo, no la dirección.

Detrás de cada retraso en una mamografía, de cada persona que espera más de lo razonable a ser atendida, de cada unidad cerrada por falta de personal, hay una decisión política. Una decisión que responde a una lógica economicista que convierte la salud en mercancía y la atención en negocio. Se ha normalizado el discurso que presenta la privatización como la única salida ante un sistema supuestamente ineficiente. Una coartada retórica que disfraza intereses. No hay ineficiencia mayor que la que destruye lo público para justificar su sustitución por lo privado[3].

El caso andaluz ha tenido el valor de romper el silencio. Las denuncias públicas, las asociaciones de afectadas, los testimonios de profesionales y las investigaciones periodísticas han revelado un modelo de gestión que actúa con frialdad empresarial y con un desprecio alarmante hacia la ética sanitaria[4]. La reacción del gobierno autonómico ha sido defensiva, negacionista y tardía. No hay asunción de responsabilidades, sino búsqueda de culpables. Y mientras se desvían fondos a empresas privadas para “resolver” el colapso, se erosiona deliberadamente la confianza en el sistema público.

Este proceso no surge de la nada. Es el resultado de una larga cadena de decisiones políticas, económicas y culturales. Décadas de mantener un modelo sanitario centrado en la enfermedad, en la tecnología y en el hospital como núcleo simbólico y funcional del sistema[5]. Un modelo que ha priorizado la asistencia curativa sobre la de promoción de la salud y preventiva, la espectacularidad técnica sobre la proximidad humana, y la jerarquía sobre la cooperación profesional. Esa estructura, agotada y disfuncional, sirve ahora de excusa perfecta para quienes promueven su sustitución por un modelo privatizado. Se diagnostica al sistema de “ineficaz” para aplicar el tratamiento letal de la privatización que no tan solo replica el modelo, sino que lo pretende perpetuar.

Según la Estadística de Gasto Sanitario Público del Ministerio de Sanidad, en 2023 la AP alcanzó 12.619 millones de euros, el 13,9% del gasto sanitario consolidado autonómico, con un aumento interanual del 6,5%; las CCAA oscilaron entre el 10,7% (Madrid) y el 16,7% (La Rioja)[6]. Complementariamente, el 4.º informe 2024 de la Federación de Asociaciones para la Defensa de la Sanidad Pública (FADSP) muestra, a partir de los presupuestos autonómicos, que el peso de la AP en 2024 se mueve entre el 18,58% (Extremadura) y el 10,03% (Madrid), con una media ≈15%, y un presupuesto per cápita que va de 402 € (Extremadura) a 150,9 € (Madrid)[7]. Para el marco interpretativo y la evolución de la AP en la última década, puede verse también el Informe 01/2024 del Consejo Económico y Social, que sintetiza tendencias y carencias estructurales del nivel primario[8].El caso de las mamografías en Andalucía ilustra a la perfección esta lógica perversa en la que la tecnología se externaliza, los procesos se fragmentan, la coordinación se pierde y la ciudadanía se convierte en víctima de una gestión deshumanizada. Lo más inquietante es que este tipo de incidentes no son “errores”, sino consecuencias predecibles de un sistema que ha cambiado su alma. Ya no busca cuidar, sino facturar.

En este contexto, los grandes grupos privados de salud —que operan con márgenes de beneficio crecientes y presencia internacional— se convierten en actores estratégicos. No solo gestionan hospitales, pruebas y servicios; influyen también en la agenda política y mediática[9]. La relación entre el poder político y el poder económico en el ámbito sanitario se ha estrechado de manera alarmante, generando un entramado de intereses cruzados donde las decisiones públicas benefician sistemáticamente a empresas privadas. El resultado es una colonización silenciosa del sistema público.

La privatización no se presenta como una agresión, sino como una solución. Se reviste de tecnocracia, de supuesta modernización, de promesas de rapidez y calidad. Pero tras esa retórica se oculta la renuncia al principio de universalidad, a la equidad y a la justicia social[10]. La sanidad pública deja de ser un derecho y se convierte en un servicio condicionado al poder adquisitivo, al código postal o a la capacidad de influencia.

La crisis de Andalucía ha evidenciado también otra fractura menos visible pero igual de peligrosa, la brecha de confianza entre la ciudadanía y sus instituciones sanitarias. Cuando la población percibe que no puede confiar en que el sistema le proteja, empieza a buscar, si tiene capacidad para ello, alternativas individuales. Esa deriva, fomentada por el discurso del miedo y la incertidumbre, fortalece aún más el mercado privado y debilita la conciencia colectiva. La salud deja de ser un bien común y se transforma en un objeto de consumo.

Nada de esto es casual. Responde a una estrategia global —ya denunciada por la OMS y por numerosos analistas— que impulsa la financiarización de los sistemas de salud[11]. Bajo la apariencia de “modernización”, lo que se promueve es la entrada masiva de capital privado en los servicios públicos, reconfigurando la relación entre Estado, mercado y ciudadanía. La pandemia de COVID-19 evidenció los límites de ese modelo, pero no ha bastado para frenarlo. Al contrario: en muchos casos, se ha aprovechado la crisis para acelerar la privatización, presentándola como necesidad urgente¹⁰.

El escándalo de Andalucía, en realidad, no es una anomalía, sino una advertencia. Nos muestra el precio de la desatención, la indiferencia y la complicidad. Y nos obliga a preguntarnos si estamos dispuestos a seguir aceptando que el beneficio económico pese más que la salud de las personas.

El diagnóstico profundo: la enfermedad del modelo

La privatización sanitaria no surge del vacío. Se asienta sobre un terreno fértil. Un modelo de salud agotado, incoherente con las necesidades actuales de la población y profundamente desalineado con los valores de equidad, promoción, prevención y comunidad que deberían guiar cualquier sistema público. Durante décadas, el discurso dominante ha girado en torno a la enfermedad y no a la salud; al tratamiento y no al cuidado; a la tecnología y no a las personas. El resultado es un sistema hipertrofiado, hospitalocéntrico, burocratizado y desconectado de la realidad cotidiana de quienes más lo necesitan[12].

La metáfora médica resulta dolorosamente apropiada, el sistema sanitario español sufre una enfermedad crónica que, lejos de tratarse, se disfraza con reformas de escaparate. Se construyen hospitales “de referencia” o de “conveniencia”[13], se anuncian inversiones millonarias en equipos de última generación, se contratan consultoras para rediseñar estructuras y se lanzan campañas que prometen modernidad. Pero tras ese brillo superficial persiste un sistema fatigado, que arrastra inequidades estructurales y que, paradójicamente, es incapaz de responder con eficacia a los problemas reales de salud pública.

El modelo actual sigue atrapado en una lógica biomédica que mide el éxito por el número de procedimientos realizados, no por el bienestar conseguido. Se valoran más las listas de espera que los determinantes sociales y morales, más los indicadores de actividad que los de equidad, más la epidemiología de la enfermedad que la de la salud o los cuidados. Como señaló hace años Ilona Kickbusch, los sistemas sanitarios se han convertido en “fábricas de enfermedad” cuando deberían ser motores de salud[14].

El peso desproporcionado del hospital en la estructura sanitaria española no es casual, responde a una cultura que asocia lo hospitalario con lo complejo, lo avanzado y lo prestigioso. Sin embargo, ese prestigio se ha construido a costa de desatender otros ámbitos de atención del sistema. La Atención Primaria, columna vertebral del modelo sanitario, ha sido progresivamente desfinanciada, precarizada y despojada de autoridad[15]. La salud comunitaria apenas sobrevive en los márgenes, sostenida por la voluntad de profesionales que luchan contra la inercia institucional.

En este contexto, las enfermeras —profesionales cuya mirada integradora y competencial resulta esencial para transformar el modelo— han sido sistemáticamente invisibilizadas. No se trata solo de un problema de reconocimiento profesional o de equidad laboral, es una cuestión de salud pública. La exclusión de la perspectiva enfermera en la planificación y gestión del sistema supone renunciar a su potencial transformador[16],[17],[18]. Los cuidados no son un añadido opcional, sino el cimiento sobre el que se construye la salud poblacional.

Paradójicamente, los gobiernos que justifican la privatización alegando la ineficacia del sistema son los mismos que han desatendido las reformas estructurales necesarias para hacerlo más humano, participativo y eficiente. En lugar de revisar los fundamentos del modelo, han preferido entregar trozos del sistema a empresas privadas. Es el atajo cómodo —y profundamente dañino—, que sustituye la planificación por la rentabilidad, la salud por el negocio.

El deterioro estructural del sistema no puede entenderse sin observar la influencia de los lobbies médico-farmacéuticos, cuya capacidad de presión es tan profunda como poco discreta. Su poder no se ejerce únicamente mediante intereses económicos, sino también culturales y simbólicos. Han logrado que el imaginario colectivo identifique la buena atención con la presencia de tecnología, la figura del médico con el liderazgo incuestionable y la intervención farmacológica con la eficacia terapéutica[19]. Esa hegemonía cultural legitima la desigualdad entre profesiones de la salud, distorsiona la percepción ciudadana y bloquea cualquier intento de democratizar la toma de decisiones en salud.

Frente a este panorama, la Estrategia de Atención Primaria y Comunitaria promovida por el Ministerio de Sanidad representó un intento valioso de recuperar el sentido original del sistema, devolviéndole el protagonismo a la accesibilidad, la promoción, la prevención y la comunidad. Sin embargo, su desarrollo ha sido insuficiente, fragmentado y, en muchos casos, puramente testimonial[20]. Las resistencias corporativas, las luchas de interés político de los gobiernos autonómicos, la falta de financiación específica y la ausencia de liderazgo político real con continuos cambios organizativos que desvalorizaban la Atención Primaria al convertirla en una sucursal de los hospitales, han impedido que esa estrategia produzca transformaciones sustantivas.

Algo similar ocurre con el Marco Estratégico para los Cuidados de Enfermería (MECE) 2025-2027, que debería situar a los cuidados profesionales enfermeros en el eje de la atención sanitaria y social. Nacida con visión transformadora, su desarrollo ha sido intermitente, dependiente de coyunturas políticas y con escaso respaldo institucional. En lugar de consolidarse como política de Estado, se ha mantenido en una suerte de limbo técnico con arranques esperanzadores y parálisis prolongadas y decepcionantes, lo que ha diluido su impacto y reforzado la invisibilidad del paradigma enfermero[21].

No se trata de simples fallos administrativos. Es el reflejo de un problema más profundo, como es la ausencia de un modelo de salud basado en valores y no en intereses. El sistema actual se rige por una racionalidad económica que entiende la eficiencia como ahorro y no como justicia. Se gestiona la sanidad como si fuera una empresa, olvidando que su producto no es un bien de consumo, sino un derecho humano fundamental. En ese marco, los profesionales de la salud se convierten en piezas de una maquinaria que prioriza la obediencia a la jerarquía sobre la autonomía, el liderazgo y la creatividad.

El cambio que necesitamos no es cosmético, sino estructural. Exige reconfigurar el sentido mismo del sistema, poner la salud —no la enfermedad— en el centro, y asumir que la verdadera modernización pasa por fortalecer lo público, no por externalizarlo. Implica revisar la Ley de Ordenación de las Profesiones Sanitarias (LOPS), actualizar el Estatuto Marco y, sobre todo, incorporar los cuidados como eje transversal de la atención. Sin una política de cuidados sólida, no hay sostenibilidad posible.

Los actores y su responsabilidad: médicos y enfermeras en el espejo

Toda crisis sistémica revela algo más que fallos técnicos o políticos: expone los valores reales que sostienen una organización. Y el sistema sanitario español, enfrentado hoy a una profunda crisis de identidad y legitimidad, muestra con crudeza las tensiones entre sus principales actores profesionales: enfermeras y médicos. Una tensión que no es nueva, pero que se reactiva cada vez que se cuestionan privilegios, se replantean jerarquías o se propone avanzar hacia un modelo más equitativo y colaborativo[22].

Las recientes movilizaciones de determinados sectores médicos en contra de la reforma del Estatuto Marco son un ejemplo paradigmático. Su demanda de un estatuto profesional exclusivo no solo expresa una resistencia corporativa ante el cambio, sino que evidencia una concepción jerárquica de la salud que resulta incompatible con los principios de trabajo en equipo y responsabilidad compartida que sustentan los sistemas modernos[23]. Lo preocupante no es la reivindicación en sí, sino los argumentos empleados para defenderla, la descalificación hacia otras profesiones —en especial hacia las enfermeras— y la manipulación del miedo ciudadano como instrumento de presión política.

Cuando un colectivo que históricamente ha detentado poder institucional apela al miedo y al descrédito para sostener su posición, no está defendiendo la calidad de la atención, sino su hegemonía. La estrategia es vieja, pero eficaz. Si logran convencer a la población de que solo los médicos garantizan la salud, cualquier intento de democratizar la gestión o ampliar las competencias de otros profesionales puede presentarse como una amenaza. Así se fabrica la ilusión del monopolio del saber.

Sin embargo, la realidad asistencial de hoy desmiente ese relato. La salud no se construye en los despachos ni en los centros sanitarios, sino en los barrios, en los hogares, en las escuelas, en la promoción, en la prevención y en los cuidados. Los equipos multidisciplinares y el trabajo trasndisciplinar, no son un ideal, son una necesidad práctica. Y negar esa evidencia es condenar al sistema a su obsolescencia funcional. La transdisciplinariedad no es una opción ética o política: es una condición de supervivencia del sistema[24].

Aun así, el discurso corporativista persiste porque encuentra terreno fértil en una estructura institucional que lo protege. El Estatuto Marco, la LOPS y buena parte de las normas derivadas fueron concebidas bajo una lógica jerárquica que colocaba al médico en el vértice del poder decisorio. No se trata de despojar de valor a la medicina, sino de reconocer que el conocimiento científico y la responsabilidad competencial de la atención a la salud no son patrimonio exclusivo de una profesión. La ciencia avanza, las necesidades sociales cambian y los paradigmas de salud deben evolucionar con ellas[25].

El caso de las enfermeras es particularmente revelador. Durante décadas han sostenido gran parte del peso del sistema, especialmente en la atención primaria, los cuidados comunitarios y la gestión de la cronicidad. Su papel ha sido decisivo en las campañas de vacunación, en la promoción de la salud y en la atención familiar domiciliaria, pero su voz sigue infrarrepresentada en los espacios de decisión. En la mayoría de los servicios de salud, las enfermeras carecen de poder real para influir en la planificación, la evaluación o la gestión, incluso en áreas donde su competencia es incuestionable[26].

Esta desigualdad no se explica solo por razones estructurales o políticas, sino también por una herencia cultural que asocia la autoridad con la figura médica y reduce los cuidados a un rol asistencial subordinado. El poder simbólico pesa tanto como el institucional. La narrativa del “médico salvador” y la “enfermera servicial” continúa infiltrada en el imaginario social, a pesar de los avances académicos, científicos y profesionales de las enfermeras. Mientras esa narrativa no se transforme, los cambios normativos seguirán siendo insuficientes[27].

Por su parte, la respuesta enfermera ante las agresiones discursivas recientes ha sido, en general, contenida, prudente… quizá demasiado. Entendible en cierto modo, sí, porque la frustración acumulada, la fatiga profesional y la falta de respaldo institucional dejan poco margen para la confrontación, aunque no comprensible ni aceptable. Pero el silencio, en determinadas circunstancias, puede interpretarse como consentimiento. Y cuando se trata de defender la dignidad profesional y el derecho a cuidar desde la autonomía y la competencia, el silencio no es prudencia, es renuncia[28].

La falta de una reacción colectiva contundente frente a los ataques corporativistas de ciertos sectores médicos refleja la profundidad del daño histórico sufrido por la profesión enfermera. Décadas de subordinación institucional y de exclusión de los espacios de poder han creado una especie de “anestesia profesional”, una adaptación resignada a la desigualdad. Esa anestesia, sin embargo, necesita disiparse. Es preciso reclamar y defender el lugar que les corresponde en el debate sanitario y en la planificación de políticas. Pero para que ese movimiento cristalice en un cambio real, hace falta liderazgo, cohesión y valentía colectiva. Y nada de esto es nuevo ni imposible de conseguir, porque en escenarios pretéritos, con mayores dificultades y barreras si cabe que las existentes en la actualidad, las enfermeras ya lo hicieron con valentía y éxito.

La relación entre médicos y enfermeras no es un campo de batalla, la división profesional beneficia a quienes pretenden dominar dividiendo. De hecho, su enfrentamiento solo beneficia a quienes pretenden dividir para dominar. Mientras los profesionales se enfrentan entre sí, el poder político y económico que promueve la privatización actúa sin resistencia. Aunque no es menos cierto que los médicos están presentes en muchos de estos niveles de poder ejerciendo su influencia excluyente. Es una trampa cuidadosamente tejida que fomenta la rivalidad para desactivar la cooperación, se inflan los egos para debilitar la unidad. Y en esa trampa caen tanto médicos como enfermeras, que terminan siendo instrumentos involuntarios de una estrategia que los supera[29].

La cuestión clave no es quién lidera, sino desde dónde se lidera. El liderazgo basado en la dominación está agotado; necesitamos un liderazgo compartido, dialógico, transdisciplinar y ético. Los sistemas de salud del siglo XXI no pueden construirse desde la competencia interna, sino desde la participación inteligente. La complementariedad profesional no es una amenaza, sino una fortaleza estratégica[30].

Por eso, más allá de las disputas corporativas, urge un pacto moral entre quienes trabajan en salud. Un pacto que devuelva el sentido al servicio público, que recupere la confianza ciudadana y que coloque la dignidad de las personas —ciudadanía y profesionales— en el centro. Sin esa alianza, cualquier reforma será superficial. Y sin valentía para romper los viejos paradigmas, el sistema seguirá girando en círculo, como un paciente que confunde movimiento con progreso.

La trampa política y la ciudadanía silenciada

Mientras los profesionales discuten entre sí, los verdaderos artífices del deterioro sanitario avanzan sin resistencia. La estrategia es tan sutil como eficaz: se promueve la división interna entre los profesionales, se desactiva la presión social mediante la saturación informativa y se convierte la salud en un terreno de confrontación ideológica. El resultado es un escenario en el que los intereses económicos se imponen con facilidad, amparados en la inacción o el desconcierto de quienes deberían defender lo público[31].

El caso andaluz —como antes lo fueron los de Madrid o Galicia— es la demostración palpable de esta manipulación estructural. Cuando las deficiencias del sistema salen a la luz, el discurso oficial se centra en el error puntual, en la supuesta ineficacia del personal o en la responsabilidad individual de algún gestor intermedio. De ese modo, se diluye la responsabilidad política y se evita el debate de fondo: la intencionalidad privatizadora que orienta las decisiones. Cada escándalo se gestiona como un incidente aislado, no como síntoma de una estrategia global.

Esta táctica del “problema técnico” cumple dos funciones: desactivar la indignación social y reforzar la idea de que el sistema público no funciona. Así, la privatización se presenta como solución inevitable, la ciudadanía se resigna y el poder económico amplía su terreno. En esa narrativa, el ciudadano deja de ser sujeto de derechos y se convierte en cliente. Se le invita a “elegir” entre opciones —públicas o privadas— como si la salud fuera un producto y no un bien común²⁹.

Esa conversión simbólica de la ciudadanía en clientela es uno de los mayores éxitos del neoliberalismo sanitario. Cuando las personas asumen que deben “buscarse la vida” para recibir atención, el principio de universalidad se desmorona. Las aseguradoras privadas, las plataformas digitales y los conglomerados hospitalarios se presentan entonces como salvadores del caos público que ellos mismos han contribuido a crear³⁰.

A este proceso se suma una complicidad mediática que resulta determinante. Buena parte de los medios de comunicación —dependientes de la publicidad institucional o privada— reproducen sin apenas filtro los discursos oficiales. Así se configura un relato donde los fallos del sistema público se magnifican y los abusos del sector privado se silencian. Con demasiada frecuencia —por no decir casi siempre— los grandes medios no trasladan información ajustada a la realidad, sino que dan por bueno lo que determinadas organizaciones corporativistas difunden desde sus aparatos de propaganda. Ese alineamiento acrítico, poco serio e incluso poco ético, tergiversa la verdad y legitima el uso del victimismo, combinado con el miedo y la alarma, para obtener la complacencia de la ciudadanía. El resultado es una conversación pública colonizada por marcos interesados en los que siempre se visibiliza y oculta a los mismos. El ruido sustituye al análisis, la inmediatez al contexto y la opinión al pensamiento crítico; cuando este último se apaga, la capacidad social de resistencia se desvanece. Y cuando el pensamiento crítico se apaga, la ciudadanía pierde su capacidad de resistencia[32].

La política, por su parte, se mueve entre la demagogia y la parálisis. Los partidos utilizan la sanidad como arma arrojadiza, pero pocos la defienden con convicción. La salud pública no da réditos electorales inmediatos, requiere tiempo, planificación y resultados que no se traducen en titulares. Por eso, los gobiernos optan por soluciones cosméticas o anuncios vacíos. Se inauguran hospitales mientras se cierran centros de salud; se multiplican las promesas de inversión mientras se precariza al personal. La propaganda sanitaria se ha convertido en una disciplina en sí misma[33].

En este contexto de banalización política y manipulación mediática, la ciudadanía queda reducida a espectadora. Observa con impotencia cómo se deterioran los servicios, cómo se multiplican las listas de espera, cómo las promesas se repiten sin consecuencias y sin saber identificar con claridad la aportación específica y valiosa de los diferentes profesionales que le aparte de la fascinación exclusiva médica a la que ha sido inducida. Lo más preocupante no es solo el deterioro material, sino la erosión del vínculo de confianza entre la población y su sistema sanitario. Ese vínculo —tejido durante décadas de esfuerzo colectivo— es el verdadero pilar del derecho a la salud. Sin confianza, no hay sistema que funcione.

Pero la ciudadanía no es únicamente víctima; también es, a veces, cómplice involuntaria. La cultura del consumo, la individualización de los problemas, la inmediatez de respuestas y la despolitización social han debilitado la conciencia del bien común. La salud se percibe como responsabilidad individual más que como derecho colectivo. Esta deriva, alimentada por la ideología neoliberal, legitima la privatización porque transforma la solidaridad en competencia. En lugar de preguntarnos por qué el sistema no garantiza la atención, acabamos preguntándonos por qué “nosotros” no logramos acceder a ella. La colectividad se disuelve[34].

Sin embargo, en los márgenes del sistema están surgiendo movimientos que resisten esta lógica. Plataformas ciudadanas, asociaciones ciudadanas de afectados, colectivos profesionales, sociedades científicas y organizaciones sociales están recuperando el discurso de la salud como derecho. Reivindican la participación comunitaria, la transparencia y la rendición de cuentas. Exigen ser escuchados no solo como usuarios, sino como coproductores de salud. Esa recuperación del protagonismo ciudadano es la mayor amenaza para los intereses privatizadores, precisamente porque cuestiona la lógica de la subordinación[35].

El reto está en pasar de la resistencia reactiva a la acción transformadora. No basta con protestar cuando se cierran servicios o se reducen plantillas; es necesario construir una visión alternativa y sostenida de lo público. Y en esa tarea, los profesionales de la salud tienen una responsabilidad crucial. Enfermeras, Médicos, trabajadores sociales, fisioterapeutas, psicólogos, terapeutas ocupacionales… no pueden limitarse a ser espectadores ni víctimas de las políticas sanitarias. Deben convertirse en agentes activos del cambio. Su autoridad social y su conocimiento les otorgan un poder moral que debe ejercerse al servicio de la salud pública y comunitaria y la equidad[36].

Por eso resulta tan urgente redefinir la relación entre política, profesión y ciudadanía. La gestión de la salud no puede seguir siendo un asunto de tecnócratas o corporaciones. Es, ante todo, una cuestión de ética democrática. Requiere espacios reales de participación, presupuestos participativos, procesos deliberativos y mecanismos de control ciudadano. La ciudadanía no puede seguir “delegando” su salud en otros; debe recuperarla como bien común, como construcción compartida.

Cuando la población asume su papel protagónico, las trampas del poder pierden eficacia. Las privatizaciones dejan de justificarse como inevitables y la salud vuelve a su lugar natural, el espacio de la solidaridad, la justicia y el cuidado mutuo. Pero esa toma de conciencia necesita alimentarse de educación crítica, de comunicación transparente y de ejemplos éticos. Y en eso, los profesionales de la salud, especialmente las enfermeras, tienen un papel insustituible[37].

El silencio ciudadano, igual que el silencio profesional, es el terreno más fértil para el autoritarismo y el mercado. Lo contrario del autoritarismo sanitario no es solo la sanidad pública, es la ciudadanía activa. Recuperar la voz colectiva no significa gritar más fuerte, sino hablar con más sentido. Significa romper el embrujo del miedo y la resignación, y recordar que la salud no es un privilegio que se concede, sino un derecho que se defiende.

Porque la trampa más peligrosa no es la que desmantela la sanidad, sino la que desmantela conciencias.

El horizonte ético: reconstruir la salud pública desde los cuidados, la equidad y la participación

Cada época de crisis encierra también una oportunidad. Lo que hoy vivimos —la degradación del sistema sanitario, la manipulación política, la rivalidad profesional y la desmovilización ciudadana— no es solo un fracaso, es un punto de inflexión. Una llamada urgente a repensar qué entendemos por salud y qué tipo de sociedad queremos construir. Porque cuando el cuidado desaparece, la salud se vacía de humanidad. Y cuando la ética se debilita, el poder ocupa su lugar[38].

La reconstrucción del sistema público de salud no puede limitarse a una mera reorganización administrativa ni a un incremento presupuestario. Es una cuestión moral. Significa recuperar el sentido de lo público como espacio de equidad, cooperación y responsabilidad compartida. Significa situar la vida en el centro de las decisiones políticas, y no el beneficio ni la rentabilidad. En ese proceso, los cuidados deben dejar de ser un apéndice del sistema para convertirse en su principio rector[39].

Cuidar no es un acto menor ni una función subsidiaria, es la expresión más alta del compromiso humano con la vulnerabilidad del otro. Que en el cuidado profesional, además, está basado en conocimientos y evidencias científicas. Los cuidados profesionales —y muy especialmente los cuidados enfermeros— representan la dimensión más tangible de la ética de la salud. Allí donde hay una enfermera, hay acompañamiento, escucha, comprensión y vínculo. Y eso es, precisamente, lo que se ha ido diluyendo en un sistema que mide su éxito en cifras, datos, porcentajes y estadísticas, y no en relaciones.

En un contexto dominado por la tecnología de los datos y la velocidad, los cuidados se presentan como un contrapeso humanizador. Pero su valor va más allá de lo emocional, son también un instrumento de eficiencia real, porque promocionan, previenen, educan y sostienen la salud en todas sus dimensiones. Incorporar los cuidados al núcleo del sistema no es un gesto político, ni una concesión graciable, sino una estrategia racional de sostenibilidad y justicia social[40].

Por eso, el futuro de la sanidad pública depende en buena medida de su capacidad para integrar el paradigma del cuidado como eje estructural. Esto exige políticas concretas, un modelo de gobernanza donde las enfermeras participen en la toma de decisiones; una planificación basada en necesidades de salud y no en intereses corporativos; una redistribución de recursos que fortalezca la atención primaria, la salud comunitaria y la salud pública. Y, sobre todo, una cultura institucional que revalorice la empatía, la escucha y la cooperación.

La ética del cuidado, entendida como praxis social y política, se opone radicalmente a la lógica mercantil que ha colonizado la salud. Frente a la idea de competencia, propone la interdependencia. Frente a la fragmentación, propone la integración. Frente al poder jerárquico, propone la corresponsabilidad. Es, en sí misma, una forma de resistencia cultural y política[41].

No se trata de idealizar el cuidado, sino de reconocer su potencial transformador. Las enfermeras no son solo gestoras del día a día sanitario, son, sobre todo, constructoras de vínculos, mediadoras sociales, garantes de equidad y agentes de salud pública. Su liderazgo no amenaza a nadie, pero incomoda a quienes confunden autoridad con poder. Y ese liderazgo, más que nunca, resulta imprescindible.

Revertir el proceso de deshumanización del sistema exige también una revisión profunda de la formación y de la cultura profesional. No basta con dotar de competencias técnicas: hay que recuperar la mirada ética. Las facultades de Ciencias de la Salud deberían ser espacios donde se cultive el pensamiento crítico, la sensibilidad social y la comprensión del sufrimiento humano, no solo la destreza instrumental. Educar en salud es también educar en ciudadanía y competencia política[42],[43].

La política sanitaria, si quiere tener legitimidad, debe abrirse a la deliberación ética a través de los determinantes morales. Las decisiones sobre qué priorizar, cómo financiar, a quién proteger o qué modelo de atención adoptar no son cuestiones técnicas, son dilemas morales. Y los dilemas morales solo pueden resolverse desde la transparencia, la participación y la rendición de cuentas. La tecnocracia, por eficiente que se presente, no puede sustituir a la ética.

En este punto, la ciudadanía tiene la última palabra. Sin su implicación activa, cualquier intento de reconstrucción será efímero. La salud pública solo es posible si la población la siente como propia. La participación comunitaria, tantas veces invocada y tan pocas veces aplicada, debe dejar de ser un lema para convertirse en práctica cotidiana, en consejos de salud abiertos, en procesos deliberativos, en presupuestos participativos y en una cultura de corresponsabilidad en contraposición con los procesos pseudoparticipativos desde los que se pretende hacer creer que existe participación real de la comunidad. La democracia sanitaria no se decreta, se construye en la vida diaria, en los centros de salud, en los barrios, en los municipios[44].

Las enfermeras —por su proximidad, sus competencias, su conocimiento de los contextos y su conexión con la vida cotidiana de las personas— están llamadas a ser mediadoras de esa nueva ciudadanía sanitaria. Son las profesionales mejor situadas para traducir la complejidad del sistema en comprensión, para devolver a las personas su papel central y para recordar que la salud no se produce solo en hospitales, sino en las casas, las escuelas, los parques, las plazas…

Esa es la auténtica modernidad, un sistema capaz de cuidar y de dejarse cuidar, de escuchar y de corregirse, de adaptarse sin perder su alma. Porque lo contrario del cuidado no es la técnica, sino la indiferencia. Y una sociedad indiferente es una sociedad enferma.

La reconstrucción de la sanidad pública, por tanto, no pasa solo por restaurar lo perdido, sino por reinventar lo posible. Requiere valentía política, liderazgo profesional y participación ciudadana. Pero sobre todo, requiere una ética compartida. La salud no es un escenario de poder, sino un territorio de encuentro.

La pregunta ya no es quién tiene la razón, sino quién tiene la responsabilidad. Y la respuesta es colectiva. La responsabilidad es de quienes deciden, de quienes cuidan, de quienes enseñan, de quienes callan y de quienes votan. La salud, como la democracia, se defiende ejerciéndola.

Cuidar es un acto profundamente político. Porque cuidar es resistir al abandono, a la injusticia y al olvido. Es apostar por la vida en un mundo que parece empeñado en destruirla. Y esa es, quizá, la forma más valiente de revolución posible.

[1] Escritor y ensayista mexicano (1914 – 1998)

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[44] World Health Organization. Engaging communities for health equity: a global framework for participation and accountability. Geneva: WHO; 2024

 

CARTA ABIERTA A LA CIUDADANÍA: EL FALSO DEBATE DEL ESTATUTO MÉDICO

En los últimos días, la ciudadanía ha vuelto a presenciar protestas, huelgas y manifestaciones de médicos que reclaman un marco estatutario propio y exclusivo. Es legítimo que cualquier colectivo defienda sus derechos y reivindique mejoras, pero lo preocupante no es la protesta en sí, sino los argumentos utilizados por algunos de sus portavoces y organizaciones sindicales, que han decidido convertir la reivindicación en un ataque frontal contra otras profesiones sanitarias, especialmente contra las enfermeras.

La crítica, cuando se convierte en descalificación, pierde toda legitimidad. Y cuando, además, se adorna con falsedades y tergiversaciones, se transforma en una forma de violencia simbólica. Si la causa fuera tan justa como se pretende, no necesitaría sustentarse en el desprecio ni en la mentira. Bastaría con la razón, la evidencia y la ética. Sin embargo, lo que estamos viendo no es la defensa de derechos, sino la reacción de quien teme perder privilegios.

El Estatuto Marco que regula las relaciones laborales del personal sanitario ha sido durante mucho tiempo una herramienta de desigualdad. Un texto que ha servido para consolidar jerarquías, vetar el acceso a puestos de responsabilidad y perpetuar la idea de que solo una profesión —la médica— tiene autoridad para decidir sobre lo que afecta a todas. El resultado ha sido un modelo rígido, centrado en la figura del médico y ajeno a la realidad de unos servicios de salud que, desde hace décadas, funcionan gracias a equipos multidisciplinares.

Ahora que existe voluntad política de reformar ese marco anacrónico, se reactivan los discursos del miedo. Se habla de “pérdida de poder”, de “ataque a la profesión médica”, de “invasión competencial”. Pero lo que realmente se cuestiona no es su papel, sino su monopolio. No se trata de restar, sino de sumar; no de sustituir, sino de compartir; no de competir, sino de cooperar.

Pero, además, se pretende trasladar a la ciudadanía la idea de que, sin estatuto exclusivo, la calidad de la atención se verá resentida y su salud se verá amenazada. Un nuevo, perverso y alarmista argumento que busca generar temor y posicionar a la población a favor de una causa que, en realidad, defiende privilegios y no derechos. La salud pública no puede utilizarse como rehén de intereses particulares ni como instrumento de presión. Jugar con el miedo es una forma de manipulación incompatible con la ética profesional y con el compromiso social que se espera de quienes dicen servir a la salud.

El progreso en salud exige revisar también entre otras normas, la Ley de Ordenación de las Profesiones Sanitarias (LOPS), para adaptarlas a un escenario donde el trabajo en equipo, la participación comunitaria y la mirada integral de los cuidados sean los ejes del sistema. Y eso, precisamente, es lo que incomoda, que las reformas puedan situar en plano de igualdad a todos los profesionales, reconociendo sus competencias, su responsabilidad y su aportación.

Las enfermeras no amenazan a nadie. Ejercen su profesión con autonomía, conocimiento y compromiso. No buscan ocupar espacios ajenos, sino defender el suyo propio. Y lo hacen sin recurrir a la descalificación, sin gritar más alto que nadie, sin convertir el insulto en herramienta de presión.

Resulta preocupante que algunos representantes del colectivo médico utilicen un discurso paternalista y de autoridad incuestionable. Un discurso que revela miedo. Miedo a perder control, a compartir decisiones, a aceptar que la salud se construye con saberes diversos. Miedo que se traduce en actitudes de desprecio, en palabras que hieren y en gestos que degradan la convivencia profesional.

Haciendo creer, además, a los propios médicos que esta cruzada es en defensa de sus intereses, cuando en realidad solo protege a quienes viven de mantener las viejas estructuras de poder. Esos falsos líderes deberían recordar que ningún privilegio se defiende con insultos, que la grandeza de una profesión se mide por su ética, y que la autoridad no se impone, se gana con respeto.

La ciudadanía, merece un servicio donde la cooperación sustituya a la jerarquía, donde el mérito y la capacidad estén por encima del título o la tradición, y donde las decisiones se tomen pensando en las personas y no en egos. La salud es un bien común que exige responsabilidad compartida, escucha mutua y humildad profesional.

Porque no hay nada más peligroso que confundir privilegio con derecho ni más triste que utilizar la mentira como escudo. Reformar el Estatuto Marco no es un ataque a nadie, es una oportunidad para construir un sistema más justo, más eficiente y más humano. Uno donde nadie tenga que levantar la voz para ser escuchado y donde el respeto sea la base de toda autoridad, con el principal objetivo de prestar la mayor calidad y calidez de atención.

Porque la salud, en su sentido más pleno, no necesita exclusividad. Necesita compromiso, ética y cooperación. Lo demás es miedo disfrazado de orgullo.

ALEGRÍA CAUTA, JUSTICIA PENDIENTE

La firma del acuerdo para detener la guerra entre Israel y Palestina trae, por fin, un respiro. Es legítimo alegrarse, cesan los bombardeos, se activan corredores de ayuda y se insinúa una vía —por frágil que sea— hacia algo parecido a la paz. Pero la alegría es contenida, el marco pactado detiene las armas, no las causas; pone un punto y seguido, no un punto final. La letra pequeña confirma esa fragilidad, en medio de un tablero geopolítico que se presenta como paz mientras sigue negociando cuotas de poder.

No podemos permitir que el fogonazo mediático sustituya a la memoria. El alto el fuego no borra los crímenes, ni devuelve por sí solo la dignidad arrebatada. La justicia —y esto es esencial— no puede suspenderse en nombre de la “estabilidad”. Las investigaciones por crímenes de guerra y de lesa humanidad deben continuar sin interferencias políticas ni presiones diplomáticas, porque lo contrario sería oficializar la impunidad y sembrar la semilla de la próxima catástrofe. La jurisdicción de la Corte Penal Internacional sobre el territorio de Palestina está establecida; su deber es investigar a quien corresponda, sin excepciones ni atajos.

Tampoco conviene confundir espectáculo con proceso de paz. El acuerdo llega acompañado de una puesta en escena calculada, con viajes, parlamentos y planes de reconstrucción empaquetados en titulares. El guion insiste en que “esta vez sí”, mientras se negocia una arquitectura postbélica con una Autoridad Palestina condicionada, un papel internacional tutelado y una gobernanza de Gaza que suscita recelos dentro y fuera. La política de gestos no debe tapar las preguntas difíciles: ¿quién decide, quién financia, quién controla y con qué garantías para la población palestina?

La figura de Donald Trump se sitúa en el centro del relato como promotor del espectáculo, viajero triunfal, aspirante a trofeo moral tras el desaire del Nobel. Su plan de veinte puntos y su narrativa de “yo acabé con la guerra” funcionan bien en horario de máxima audiencia; otra cosa es la realidad sobre el terreno. La paz no es una operación de imagen; es un compromiso con derechos, reparaciones y garantías. Celebrar al “pacificador” mientras se escamotea la discusión sobre soberanía, restitución y justicia solo desplaza el problema al futuro cercano.

Conviene recalcar que el fin de la guerra no puede ser el fin de la justicia. No basta con detener el fuego si no se detiene la lógica que lo alimentó. La ocupación, el castigo colectivo, la demolición sistemática de hogares e instituciones, la deportación de facto, el bloqueo sanitario y alimentario. La devastación de Gaza no es un “daño colateral”: es una herida abierta que exige verdad, responsabilidades y reparación. Sin justicia, la paz es una pausa. Sin memoria, la reconciliación es una consigna vacía.

No olvidemos tampoco la escenografía informativa. Demasiados medios replican sin contraste los relatos de aparatos corporativos y gubernamentales, validando marcos de “mal menor” que infantilizan a la opinión pública. El resultado es una conversación intoxicada por el victimismo instrumental, el miedo y la alarma, que pide obediencia en vez de deliberación. Frente a la propaganda, periodismo. Frente al relato de búnker, pluralidad de fuentes, verificación y contexto. De otro modo, el “consenso” se fabrica, no se construye.

No es menor la responsabilidad del liderazgo israelí. La persistencia de una política de fuerza, personificada en Benjamín Netanyahu, ha alimentado un círculo vicioso de seguridad imposible y violencia perpetua. Tampoco es menor la responsabilidad de Hamas, cuya masacre inicial fue tan atroz como injustificable y cuyas decisiones han colocado a la población palestina en una espiral de sufrimiento insoportable. Reconocer ambas verdades no es equidistancia: es condición para la verdad completa que necesita cualquier proceso serio de paz.

El acuerdo abre un carril que permite la liberación de rehenes, excarcelaciones, retirada parcial, entrada masiva de ayuda y un esquema de gobernanza en discusión. Es mucho y es poco a la vez. Mucho, porque corta el flujo de muerte. Poco, porque no fija el horizonte de un estado palestino viable, fin de la ocupación, garantías de derechos, seguridad sin apartheid, reconstrucción con control ciudadano, y un plan claro para que Gaza no sea moneda de cambio ni laboratorio inmobiliario de nadie. La reconstrucción no es un negocio; es un derecho. Y su diseño corresponde, ante todo, al pueblo palestino.

¿Qué queda, entonces? Alegría, pero sin olvido. Recuerdo, sin odio. Justicia, sin revancha. Paz, sin condiciones humillantes. Libertad, sin vigilancia permanente. Lo contrario sería decretar un intermedio hasta la próxima explosión. La tarea es más difícil y más noble. Arrancar de raíz la impunidad, devolver a las personas su lugar en la historia y construir un orden que no dependa de la foto del día, sino de la dignidad de todos.

La paz empieza hoy, sí. Pero solo será paz si mañana sigue siendo justicia. Y eso no se negocia, se garantiza.

 

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