
La tecnología por sí sola no basta. También tenemos que poner el corazón.
Jane Goodall[1]
1 – La irrupción de la Inteligencia Artificial: cambio de era, no de herramienta]
Vivimos un tiempo en el que la Inteligencia Artificial (IA) ha dejado de ser una posibilidad futura para convertirse en una realidad estructural. Su irrupción está alterando las formas de producir, de comunicar, de aprender y de relacionarnos, hasta el punto de que muchos autores la describen no como una herramienta más, sino como el umbral de una nueva era cognitiva[2]. La diferencia respecto a anteriores revoluciones tecnológicas —la industrial, la informática o la digital— reside en que la IA no se limita a multiplicar la capacidad humana de hacer, sino que empieza a disputar el espacio del pensar, del decidir y del crear.
Esa frontera difusa entre lo humano y lo algorítmico provoca una mezcla de fascinación y miedo. Fascinación, porque abre horizontes inéditos de conocimiento, predicción y eficiencia; miedo, porque desafía los fundamentos sobre los que hemos construido la identidad profesional, la autoría intelectual y la autonomía moral. La sensación de vértigo que genera la IA no es solo tecnológica, es ontológica. Obliga a preguntarnos qué significa ser humano en un mundo en el que las máquinas aprenden, conversan y producen resultados que antes creíamos exclusivos de la inteligencia natural[3].
No es la primera vez que la humanidad se enfrenta a una disrupción semejante. Ocurrió con la imprenta, con la máquina de vapor, con la electricidad, con internet. En cada caso, las resistencias fueron intensas y los augurios apocalípticos. Sin embargo, como recordaba Harari, la historia demuestra que las tecnologías no destruyen a la humanidad, sino que la reconfiguran[4]. Lo que sí destruyen —y aquí reside la verdadera amenaza— son los modelos sociales, educativos o laborales incapaces de adaptarse a ellas.
En la actualidad, los debates sobre la IA se polarizan entre dos extremos: quienes la celebran como panacea y quienes la temen como catástrofe. Pero ambos reducen el fenómeno a una caricatura. La IA no es ni un milagro ni un monstruo; es un espejo. Refleja la ambición, la creatividad y también las desigualdades de las sociedades que la diseñan. En ese sentido, el problema no radica tanto en la IA como en la intención que guía su desarrollo, los intereses que la financian y los valores que orientan su uso[5].
La expansión de la IA en el ámbito laboral está ya modificando los perfiles profesionales de sectores enteros. Lo que estas transformaciones comparten es la pérdida o redefinición de la mediación humana. La IA no sustituye únicamente tareas; altera el sentido de lo que consideramos trabajo, conocimiento o autoría. Por eso, las profesiones que sobrevivan —y las que se transformen— no serán necesariamente las más tecnificadas, sino las que mejor sepan preservar su núcleo ético y relacional, aquello que ninguna máquina puede replicar.
El discurso del miedo, alimentado por titulares que anuncian millones de empleos destruidos, es simplista. Los estudios más recientes muestran que la IA tiende menos a eliminar ocupaciones completas que a modificar las tareas dentro de cada ocupación[6]. En términos históricos, esto no es nuevo. La revolución industrial no acabó con el trabajo, sino con una manera concreta de trabajar. La diferencia ahora radica en la velocidad y la escala del cambio. La automatización cognitiva, a diferencia de la mecánica, afecta tanto al trabajo manual como al intelectual.
Lo que está en juego, por tanto, no es solo la economía del empleo, sino la ecología del sentido. Si las profesiones no son capaces de redefinir su propósito —más allá de la mera ejecución técnica—, perderán su legitimidad social. La enfermería, la docencia, el periodismo o el arte no corren el riesgo de ser sustituidos por la IA porque sean obsoletos, sino porque podrían dejar de ser necesarios si renuncian a su dimensión humana.
La UNESCO ha advertido de la necesidad de “una gobernanza ética de la inteligencia artificial” que preserve la autonomía de las personas y el respeto a la diversidad cultural y moral[7]. En el mismo sentido, la OMS ha publicado directrices específicas sobre el uso ético de la IA en salud, recordando que ninguna innovación tecnológica puede reemplazar la responsabilidad, la empatía ni el juicio clínico[8]. Estas advertencias reflejan un consenso emergente: la IA debe ser un instrumento al servicio del bienestar, no un sustituto de la relación humana.
Aun así, persisten los temores. Temor a la pérdida de control, a la vigilancia, a la despersonalización. Temor, en definitiva, a que lo que nos hace humanos —la conciencia, la emoción, la vulnerabilidad— se convierta en una variable prescindible en los modelos algorítmicos. Pero el miedo no puede ser el motor de la ética. Lo que se necesita es alfabetización tecnológica, pensamiento crítico y una pedagogía del límite que permita saber hasta dónde puede y debe llegar la IA, y dónde empieza la esfera irrenunciable de lo humano.
Por eso, más que una guerra contra la IA, lo que se impone es una alianza consciente y crítica con ella. Una alianza que reconozca sus potencialidades —eficiencia, análisis de datos, predicción, apoyo a la toma de decisiones— pero también sus peligros —dependencia, desinformación, deshumanización—. La cuestión no es si la IA reemplazará a los humanos, sino si los humanos sabrán seguir siendo tales en un mundo gobernado por algoritmos.
Esa es la encrucijada en la que se encuentran todas las profesiones. La historia demuestra que cada vez que una herramienta amplía nuestras capacidades, también pone a prueba nuestra ética. La IA no es la excepción. Puede ser una palanca de equidad y conocimiento compartido o un instrumento de desigualdad y control. La diferencia la marcará, como siempre, el uso que hagamos de ella y la capacidad de las profesiones —especialmente las de vocación humanista— para seguir ofreciendo lo que ninguna máquina puede proporcionar: sentido, acompañamiento y humanidad.
2 – Profesiones en transformación: del hacer al comprender
La irrupción de la IA no ha traído únicamente una transformación tecnológica, sino una metamorfosis cultural y profesional. Cada avance técnico obliga a las profesiones a redefinir su razón de ser. En el siglo XIX, la máquina de vapor desplazó la fuerza humana; en el XX, la informática automatizó el cálculo; y en el XXI, la IA está alterando el propio pensamiento operativo. Ya no se trata de hacer más rápido o con menos esfuerzo, sino de delegar parte del razonamiento y la toma de decisiones en sistemas que “aprenden” de manera autónoma[9].
Este desplazamiento no afecta por igual a todas las ocupaciones. Las profesiones basadas en procedimientos repetitivos y estandarizados son las primeras en ser absorbidas por la automatización. En la industria y la logística, los robots inteligentes realizan tareas complejas de ensamblaje, predicen fallos y reorganizan cadenas de producción sin intervención humana. En el sector financiero, los algoritmos de aprendizaje profundo ejecutan operaciones bursátiles en milisegundos y detectan fraudes con precisión inalcanzable para una persona[10]. En el ámbito jurídico, la justicia predictiva analiza millones de sentencias previas para estimar el resultado probable de un caso concreto[11].
Sin embargo, el verdadero impacto no se limita a lo técnico. La IA desafía los cimientos simbólicos de cada profesión. Su autoridad, su legitimidad, su sentido. Cuando un sistema genera un texto periodístico, compone una sinfonía o redacta un informe clínico, lo que se cuestiona no es solo la autoría, sino el valor mismo de la experiencia humana que antes otorgaba significado a esos actos.
En el sector educativo, la IA se está infiltrando en todos los niveles, desde las plataformas de aprendizaje adaptativo hasta los asistentes de corrección automática y los sistemas de tutoría virtual. Estos dispositivos permiten personalizar la enseñanza y ofrecer retroalimentación inmediata, lo que mejora la eficiencia del aprendizaje[12]. Pero al mismo tiempo, desplazan el foco del proceso educativo hacia la mera optimización del rendimiento, reduciendo el papel del docente a un supervisor de algoritmos. La educación corre el riesgo de convertirse en un proceso sin encuentro, donde aprender ya no implica convivir ni compartir humanidad.
En el derecho, los sistemas de análisis masivo de datos judiciales prometen una justicia más rápida y coherente, pero pueden reproducir los sesgos de las bases de datos en las que se entrenan. Casos documentados en Estados Unidos y Reino Unido muestran cómo algunos algoritmos de predicción de reincidencia penal discriminan sistemáticamente a minorías étnicas[13]. Cuando el código reemplaza al juicio ético, la justicia deja de ser un ideal y se convierte en estadística.
En el periodismo, la IA ha multiplicado la producción de noticias automatizadas. Los llamados bots redactores son capaces de elaborar artículos deportivos, financieros o meteorológicos en cuestión de segundos, alimentando el ciclo informativo continuo[14]. No obstante, esta aparente neutralidad algorítmica diluye la función crítica del periodismo como garante de la verdad y de la ética del relato. La información se convierte en flujo, no en conocimiento.
Incluso en el arte, territorio históricamente reservado a la creatividad humana, la IA ha irrumpido con fuerza. Programas como DALL·E, Midjourney o Suno producen imágenes, música o poesía capaces de conmover al espectador. Sin embargo, lo que estas obras carecen no es de belleza, sino de biografía. No hay en ellas vivencia ni memoria. El arte sin historia puede hechizar, pero no transforma, porque no interpela la vulnerabilidad ni la experiencia humana[15].
Algo similar sucede en el campo de la salud. Los algoritmos ya interpretan radiografías, identifican patrones de riesgo, proponen tratamientos personalizados o predicen brotes epidémicos con una precisión superior a la humana[16]. Estos avances mejoran la eficacia y la seguridad clínica, pero también aumentan el riesgo de una medicina aún más deshumanizada, centrada en el dato más que en la persona. Si la relación terapéutica se sustituye por la interacción máquina-paciente (que es como la medicina identifica a las personas), la atención sanitaria podría volverse técnicamente perfecta y emocionalmente vacía, es decir pasa a ser asistencia técnica.
La automatización, en su versión más sofisticada, no destruye los empleos de golpe, sino que los fragmenta. Las tareas cognitivas se separan del juicio ético, el análisis de datos del acompañamiento, la eficiencia del significado. De ese modo, la IA no solo sustituye capacidades humanas, sino que redistribuye el poder dentro de las profesiones. Quien domina la tecnología, domina también la narrativa de la competencia y del valor.
En este contexto, las profesiones corren el riesgo de reducirse a un conjunto de competencias técnicas, fácilmente delegables a las máquinas. Y, sin embargo, lo que las hace insustituibles no es su dominio del procedimiento, sino su capacidad para interpretar, acompañar y dotar de sentido. Por eso, la respuesta no debería ser defensiva —una resistencia romántica ante la IA—, sino propositiva, reubicar lo humano en el centro de lo profesional.
La socióloga ShoshanaZuboff lo expresó con claridad, “Cada revolución tecnológica redefine la intimidad entre conocimiento y poder”[17]. La inteligencia artificial no solo nos invita a aprender nuevas destrezas, sino a preguntarnos quién decide, con qué propósito y bajo qué valores. Si el conocimiento se privatiza en manos de quienes poseen los algoritmos, el riesgo no será la obsolescencia laboral, sino la pérdida de autonomía colectiva.
Así como la máquina industrial hizo del cuerpo humano un apéndice de la producción, la IA amenaza con convertir la mente en un apéndice del cálculo. De ahí la urgencia de desarrollar un pensamiento crítico sobre su uso. No basta con saber manejarla; hay que saber gobernarla. La competencia más valiosa del futuro no será técnica, sino ética.
Algunos informes ya apuntan a esta dirección. El Future of Jobs Report del Foro Económico Mundial (2023) estima que el 44% de las habilidades actuales quedarán obsoletas en cinco años, pero que la demanda de pensamiento crítico, empatía y resolución creativa de problemas aumentará de forma significativa[18]. Es decir, las habilidades más humanas serán las más necesarias en el contexto más tecnológico.
Por eso, el verdadero dilema no es si las profesiones desaparecerán, sino si serán capaces de conservar su dimensión relacional, interpretativa y moral en medio de la automatización. En el caso de la enfermería —y más adelante lo abordaré con mayor detalle—, el desafío no está en competir con la IA en precisión diagnóstica o rapidez técnica, sino en fortalecer el paradigma del cuidado, que precisamente se fundamenta en lo que ninguna máquina puede reproducir, la presencia, la escucha, la empatía, el acompañamiento.
En definitiva, las profesiones del siglo XXI se enfrentan a una paradoja, la IA amplía sus capacidades técnicas mientras amenaza sus fundamentos humanistas. Quienes logren integrar ambos planos —el saber tecnológico y el saber ético— liderarán el cambio. Quienes reduzcan su práctica al cumplimiento de protocolos quedarán subordinados a los algoritmos. En última instancia, el problema no es que la IA nos sustituya, sino que nos vacíe de sentido.
3 – Los cuidados frente a la inteligencia artificial: lo que no puede aprender una máquina]
En el universo de la IA todo se traduce en datos. Cada gesto, palabra, pulsación o movimiento puede convertirse en información cuantificable y, por tanto, procesable. Los algoritmos aprenden a partir de esos datos, detectan patrones, anticipan comportamientos y ofrecen respuestas ajustadas a lo que la estadística considera probable. Pero la vida humana no se reduce a la probabilidad. En la vulnerabilidad, en la pérdida, en el miedo o en la esperanza no hay patrones estables ni correlaciones fiables. Y ahí es donde los cuidados encuentran su territorio natural, en lo imprevisible, lo incierto, lo profundamente humano[19].
La IA puede identificar un riesgo de caída, un cambio de temperatura corporal o un patrón de sueño alterado; puede incluso ofrecer recomendaciones personalizadas basadas en millones de casos previos. Pero no puede percibir la angustia que hay detrás de un silencio, ni la gratitud que se expresa con una mirada, ni la necesidad de compañía que se esconde tras una demanda trivial. La inteligencia artificial “sabe”, pero no “siente”. No puede acompañar/atender, solo asistir. No puede cuidar, porque el cuidado exige presencia, atención, observación, no mera disponibilidad[20].
Los avances tecnológicos en salud son innegables. Los robots quirúrgicos, los dispositivos de monitorización continua o los sistemas de diagnóstico automatizado están mejorando la precisión y reduciendo errores humanos. Sin embargo, esa misma perfección técnica puede alejarnos de la imperfección que nos hace humanos. En un hospital donde todo se optimiza —tiempos, flujos, indicadores, resultados—, el cuidado puede volverse invisible, desplazado por la obsesión de la eficiencia. Y cuando el cuidado se convierte en residuo, la enfermería corre el riesgo de diluirse en la lógica del dato.
No se trata de oponerse a la tecnología, sino de recuperar el sentido del cuidado en un contexto tecnificado. El progreso no consiste en sustituir personas por máquinas, sino en liberar a las personas de tareas repetitivas o burocráticas para que puedan ejercer su capacidad más valiosa, cuidar desde la comprensión y la empatía. En ese sentido, la IA puede ser una aliada, no una amenaza. Un sistema que registre signos vitales de forma continua puede permitir a la enfermera dedicar más tiempo a escuchar, educar o acompañar. Pero si ese mismo sistema se convierte en el criterio que define la atención, entonces el cuidado deja de ser humano para volverse algorítmico[21].
En la práctica, la diferencia entre asistir y cuidar no es menor. Asistir es responder a una demanda de manera puntual y fragmentada; cuidar es reconocer a una persona de manera integral. La IA podrá algún día gestionar necesidades con precisión quirúrgica, pero difícilmente reconocerá la singularidad de quien las tiene. Por eso, cuando algunos discursos anuncian que la IA “revolucionará el cuidado”, conviene recordar que el cuidado no se revoluciona, se vive, se comparte y se renueva en cada encuentro.
Enfermería tiene aquí una encrucijada histórica. Durante décadas, la profesión ha luchado por visibilizar el valor científico y social de los cuidados, diferenciándolos de la mera asistencia técnica. Paradójicamente, es la llegada de la inteligencia artificial la que puede hacer evidente esa distinción. Si las tareas técnicas —inyectar, medir, registrar, aplicar protocolos— pueden ser realizadas por máquinas con mayor seguridad y menor coste, lo que permanecerá como genuinamente enfermero será lo que ninguna máquina pueda ofrecer, la presencia que reconforta, la palabra que orienta, el gesto que humaniza.
Algunos estudios recientes subrayan precisamente este punto. Investigaciones sobre la incorporación de sistemas de IA en entornos hospitalarios muestran que, si bien los algoritmos mejoran la toma de decisiones clínicas, el componente relacional del cuidado se resiente cuando la comunicación se delega en dispositivos digitales[22]. La calidad percibida por personas y familias desciende cuando el vínculo humano se debilita, aunque los indicadores técnicos mejoren. Esa paradoja resume el desafío de nuestra época, curar más no siempre significa cuidar mejor.
El paradigma enfermero —centrado en la persona, la autonomía y la relación— se encuentra así ante una oportunidad única para reafirmarse. La IA no elimina la necesidad de cuidar; al contrario, la pone en evidencia. Cuanto más tecnificado sea el entorno, más necesaria será la humanidad de quien acompaña. Cuanto más eficaces sean las máquinas, más valioso será el tiempo de escucha. Cuanto más se optimicen los procesos, más imprescindible será la compasión.
Las enfermeras tienen, por tanto, la posibilidad de liderar el equilibrio entre tecnología y humanidad. No desde la resistencia al cambio, sino desde la afirmación de su saber propio. La alfabetización digital debe ser una competencia básica de toda enfermera, pero no como fin en sí mismo, sino como medio para potenciar la capacidad de cuidar. El conocimiento tecnológico sin ética del cuidado puede convertir a las enfermeras en operarias de sistemas. Pero una ética del cuidado con competencia tecnológica puede transformarlas en garantes de una atención verdaderamente humana en la era de la IA[23].
Este liderazgo, sin embargo, no está garantizado. Si las enfermeras se limitan a reproducir prácticas instrumentales, renunciando a su marco conceptual y epistemológico, otros actores —desde ingenieros biomédicos hasta empresas tecnológicas— ocuparán el espacio del cuidado, redefiniéndolo en términos de gestión y no de relación. El riesgo no es que la IA “robe” los cuidados, sino que los redefina sin nosotras.
En ese contexto, la defensa del paradigma enfermero no puede basarse en una nostalgia del pasado por valioso que este sea, sino en una proyección hacia el futuro. Los cuidados no son una tradición que conservar, sino un campo dinámico que reinventar. La inteligencia artificial obliga a las enfermeras a preguntarse no solo qué hacen, sino por qué y para quién lo hacen. El sentido del cuidado —su finalidad ética— es lo que garantizará su vigencia.
La filósofa Joan Tronto lo expresó con lucidez, cuando dijo que“Cuidar es una práctica política porque implica decidir qué vidas consideramos dignas de atención”[24]. Si la IA termina guiando esas decisiones desde parámetros de rentabilidad, eficiencia o predicción estadística, el cuidado dejará de ser un acto moral para convertirse en un cálculo. Y entonces no habrá perdido la enfermería, habrá perdido la humanidad.
Por eso, más que temer a la IA, lo urgente es humanizar su desarrollo. Integrarla en los sistemas de salud desde una perspectiva de justicia, equidad y respeto. Formar a las nuevas generaciones de enfermeras en pensamiento crítico, ética digital y discernimiento moral. No para competir con la IA, sino para enseñarle a convivir con ella. Porque solo una enfermera consciente de su identidad podrá evitar que el futuro la reemplace por su sombra tecnológica.
El cuidado, entendido como presencia comprometida ante la vulnerabilidad del otro, es lo único que ninguna máquina puede replicar. Y precisamente por eso, en un mundo cada vez más automatizado, cuidar será un acto cada vez más revolucionario.
4 – Liderar el cuidado en la era de la inteligencia artificial: entre la herramienta y el horizonte]
Toda transformación profunda de la humanidad acaba por ser también una transformación de los valores.
La tecnología no posee conciencia; obedece a quien la diseña. Por eso, el futuro del cuidado no dependerá de los algoritmos, sino de las decisiones humanas que definan su propósito[25].
En este contexto, las enfermeras están llamadas a desempeñar un papel decisivo. No se trata solo de adaptarse a los cambios, sino de liderarlos desde una perspectiva ética y humanista. La historia muestra que las profesiones que asumen el cambio como una oportunidad son las que consolidan su autonomía. En cambio, las que se aferran a funciones rutinarias acaban siendo desplazadas. Las enfermeras tienen ahora la posibilidad —y la responsabilidad— de demostrar que el cuidado es más necesario que nunca precisamente porque la tecnología multiplica la distancia entre los cuerpos y las conciencias.
Por otra parte, liderar en la era de la IA no significa dominar la tecnología, sino comprenderla críticamente y orientarla hacia fines humanos. Una enfermera alfabetizada digitalmente, pero guiada por los valores del cuidado, puede ser el mejor garante de que la tecnología sirva a las personas y no al revés[26]. En cambio, una enfermera que ignore la IA o que la contemple con miedo será una profesional a la defensiva, vulnerable a la colonización de su propio campo.
El liderazgo enfermero, en este contexto, exige tres transformaciones: conceptual, formativa y política.
La primera es conceptual: reconocer que el cuidado no compite con la tecnología, sino que la trasciende. El cuidado no se mide en eficiencia ni en resultados inmediatos, sino en bienestar, equidad y sentido. Incorporar la IA al cuidado no debería significar renunciar al juicio profesional ni a la mirada integral, sino ampliarlos con nuevas herramientas. La tecnología debe estar al servicio del paradigma enfermero, no al revés.
La segunda transformación es formativa. Es imprescindible una alfabetización digital que vaya más allá del mero manejo instrumental. Las nuevas generaciones de enfermeras deben aprender no solo a usar herramientas de IA, sino a interrogarlas críticamente. Quién las diseña, con qué datos, con qué sesgos, con qué implicaciones éticas y sociales. No basta con saber programar; hay que saber discernir. En este sentido, la formación enfermera debería incorporar la ética digital como competencia básica, del mismo modo que hoy se enseña la bioética o la comunicación terapéutica[27].
Y la tercera es política: las enfermeras deben participar en los espacios donde se deciden las políticas tecnológicas y los marcos regulatorios de la IA en salud. No para vigilar desde fuera, sino para cocrear desde dentro. Si el futuro del cuidado se diseña sin enfermeras, ese futuro nacerá incompleto. Los equipos interdisciplinares que desarrollan sistemas de IA en salud necesitan la voz de quienes mejor conocen la complejidad de lo humano en el contexto de la vulnerabilidad.
Este liderazgo no implica una postura romántica o idealista. Se trata de realismo crítico. La IA no desaparecerá, pero tampoco puede crecer sin guía moral. El papel de las enfermeras será precisamente ese, ser intérpretes éticas del progreso, mediadoras entre la precisión algorítmica y la incertidumbre humana.
Los informes de la OMS y de la International Council of Nurses (ICN) ya subrayan la necesidad de formar a las enfermeras en competencias digitales que incluyan no solo el uso de la IA, sino la capacidad de evaluar su impacto ético, social y cultural[28]. En muchos países se están desarrollando proyectos piloto donde las enfermeras trabajan junto a ingenieros en el diseño de sistemas predictivos de riesgo, aportando una mirada centrada en la persona, no solo en el dato. Esta colaboración no debilita el rol enfermero: lo enriquece.
La incorporación de la IA a los cuidados puede ofrecer beneficios extraordinarios.Alertas tempranas, diagnósticos más precisos, reducción de errores, personalización de intervenciones. Pero el peligro es que esos beneficios se conviertan en fines por sí mismos, desplazando el objetivo principal de la enfermería: cuidar para vivir mejor, no simplemente para funcionar mejor. Cuando los indicadores sustituyen al sentido, el cuidado se convierte en trámite.
En este punto, conviene recordar que el acto de cuidar no es solo técnico ni afectivo: es también epistemológico y político. Cuidar es interpretar el mundo desde la vulnerabilidad, reconocer la interdependencia que nos constituye y actuar desde la responsabilidad hacia el otro[29]. En un tiempo en que la IA tiende a homogeneizar y clasificar, el cuidado se erige como un acto de resistencia humanista, una defensa de la diversidad, la subjetividad y la dignidad.
Frente a la IA, las enfermeras no deberían replegarse en la nostalgia del pasado, sino reivindicar su potencial transformador para el futuro. La IA no destruye los cuidados, los redefine, los obliga a crecer, los dirige a ser más conscientes, más éticos, más humanos. Pero esa redefinición solo será positiva si las enfermeras asumen el protagonismo que les corresponde. De lo contrario, otras profesiones, o incluso las corporaciones tecnológicas, ocuparán su lugar y dictarán qué significa cuidar.
El dilema, en definitiva, no es tecnológico, sino moral. ¿Queremos un sistema de salud gobernado por indicadores o por relaciones humanas? ¿Queremos enfermeras que ejecuten órdenes de algoritmos o que interpreten contextos y acompañen procesos de vida? ¿Queremos que la IA nos diga qué hacer o que nos ayude a decidir mejor cómo cuidar?
Responder a estas preguntas no depende de la tecnología, sino de la conciencia profesional y política de quienes ejercen el cuidado.
En esta encrucijada, las enfermeras tienen la posibilidad de reivindicar su papel como brújula ética de la sociedad tecnológica. Así como en su origen histórico fue pionera en la organización del cuidado y en la educación para la salud, hoy puede ser referente en la humanización de la innovación. Una enfermera que entiende la IA como aliada y no como amenaza puede liderar un cambio de paradigma donde la tecnología amplifique, en lugar de anular, la humanidad del cuidado.
Quizá la pregunta más profunda no sea qué hará la IA con las enfermeras, sino qué harán las enfermeras con la IA. Si la ignoran, otros decidirán por ella. Si la combaten, se agotarán en una lucha perdida. Pero si la integran con sabiduría y ética, la convertirán en un instrumento de justicia, de equidad y de vida digna.
En última instancia, el reto es asegurar que la inteligencia artificial no sustituya la inteligencia del corazón. Que el futuro no se mida por la velocidad de los algoritmos, sino por la calidad de los vínculos. Que las enfermeras, lejos de temer a las máquinas, sean la voz que recuerde que el progreso sin cuidado no es progreso, sino extravío.
Porque ninguna máquina sabrá ofrecer la calma de una mano, la serenidad de una mirada o el poder transformador de una presencia que dice sin palabras: “Estoy contigo”. Esa será siempre la frontera donde termine la inteligencia artificial y comience el arte del cuidar.
[1]Etóloga inglesa y Mensajera de la Paz de la Organización de las Naciones Unidas. Pionera en el estudio de los chimpancés salvajes(1934-2025)
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