
«Siempre hay un momento en la infancia cuando la puerta se abre y deja entrar el futuro
Graham Greene[1]
Para mis nietos Elven, Guillem y Léa
Me llamo Guillem, tengo siete años y quiero ser enfermera. Lo digo así, enfermera, porque lo aprendí en el cuento que escribió y me regaló mi yayo en mi cumple: “De mayor quiero ser enfermera comunitaria”. En ese cuento el niño, que se llama Ramón descubre que hay chicos que son enfermeras igual que hay jirafas macho que siguen siendo jirafas y focas macho que siguen siendo focas. No cambian de nombre por ser machos. A mí me encantó. Desde entonces, cuando me preguntan qué quiero ser de mayor, contesto: “Enfermera”. Y me quedo tan ancho.
Dicen que soy un niño alegre. Me gusta correr y jugar al fútbol en el patio y también dibujar con rotuladores y acuarelas. Pinto sobre todo casas con árboles grandes y personas, como mi familia, con los brazos abiertos. Me gusta hablar con la gente, incluso con las personas mayores del barrio que pasean despacito. Dicen que soy curioso porque pregunto mucho; a veces demasiado, según mi mamá. Pero es que si no pregunto me queda un nudo en la cabeza, como cuando se enredan las cuerdas.
Aunque lo de llamarme enfermera ya lo tengo clarísimo, hay cosas que no entiendo. Mi mamá me dice muchas veces: “Guillem, ve con cuidado, no te hagas daño”, o “Guillem, cuida a tu hermana mientras estoy en el baño”. Yo cuido a mi hermana, claro, y voy con cuidado cuando corro con las zapatillas nuevas que resbalan. Pero no sé si ese “cuidar” es el mismo del que habla mi yayo cuando cuenta lo que hacen las enfermeras. Además, en la tele vi un anuncio de un gel que “cuida la piel” y en la calle un cartel decía que la publicidad “cuida de ti”. Y yo pensé: si el gel cuida, ¿también es enfermera? Si la publicidad cuida, ¿es una enfermera gigante que vive en las farolas?
El otro día, en el recreo, una amiga me preguntó:
—¿Tú qué quieres ser de mayor?
—Enfermera —dije yo enseguida.
Se rio un poco, pero yo le conté lo del cuento del yayo y no siguió riéndose.
Entonces me dijo:
—Pues yo seré médico y te mandaré.
Yo me quedé sin palabras. Primero porque dijera que quería ser médico siendo una chica, pero no le dije nada porque yo le había dicho lo de ser enfermera. Y, segundo, no porque me mandara, que a veces mando yo a mi hermana y no pasa nada, sino porque no sabía si un médico manda a una enfermera, y si ser enfermera significa hacer caso y ya está. No me gusta hacer las cosas porque sí.
Con todas esas dudas, fui a buscar a mi yayo. Vive en la casa de la esquina, la que tiene un limonero en el patio. Siempre huele a limonada y a pan tostado. Toqué el timbre y me abrió con su sonrisa habitual.
—¿Qué tal, enfermera? —me dijo, como siempre, mientras me despeinaba con su mano frotando mi cabeza -con la rabia que me daba. Tengo que decirle que así no me cuida-.
—Bien, yayo. Pero tengo un lío gordo en la cabeza.
Se sentó conmigo en la cocina. Me puso un vaso de leche y un plato con pan tostado y aceite. Yo empecé a comerme el pan y me animé.
—Yayo, yo sé que quiero ser enfermera como tú, eso ya está. Pero… ¿qué hace de verdad una enfermera? O sea, ¿qué hace que no pueda hacer un gel de baño, o una mamá, o una maestra?
El yayo no respondió enseguida. Siempre hace eso, se queda callado un momento, como si ordenara las palabras para que no choquen.
—Buena pregunta —dijo al fin—. A ver. Empezamos por lo que conoces. Cuando mamá te dice “ve con cuidado”, está cuidando. Es un cuidado de familia, del día a día, que sirve para que no te hagas daño. Eso es muy importante. Pero ser enfermera es un trabajo profesional, significa que te tienes que preparar mucho, estudiar mucho, y usar lo que sabes para ayudar a las personas a vivir con más salud. Y lo del gel no sé de dónde te lo has sacado, pero es un cuidado más comercial, es decir, que lo dicen para vender más porque saben que el cuidado es muy importante y la gente lo valora mucho.
—Ahhh, vale, pero ahí viene otra duda —le interrumpí—. Si ser enfermera es enseñar a cuidarse y ayudar, ¿no hacen eso también las maestras? Mi seño me enseña a lavarme las manos antes de comer y a compartir.
—Las maestras enseñan a aprender y a convivir, y también ayudan a que adquieras costumbres saludables. Las enfermeras enseñan cosas parecidas, pero sobre la salud de las personas en muchas situaciones, como cuando están enfermas, cuando están bien, cuando cuidan de alguien, cuando tienen miedos, cuando viven solas, cuando acaban de llegar de otro país y no entienden el idioma, ni las costumbres, ni el sistema. Enseñan a respirar mejor a quien tiene asma, a saber cuidarse a sí mismos, a ordenar las pastillas para no confundirse, a pedir ayuda cuando algo preocupa. Y no solo enseñan, también acompañan, escuchan, miran y piensan junto a la persona para buscar la mejor manera de estar y vivir con salud. Y, además, hay veces, muchas, en las que enseñamos juntos enfermeras, maestras, bomberos, policías… porque la salud está en muchas partes y son muchas las personas y los profesionales que pueden y deben participar para cuidar y construir la salud.
—¡Qué lío, yayo! —me rasqué la cabeza—. Si todos enseñan, ¿cómo sé quién enseña qué? ¿No se repiten y se pisan?
El yayo se río bajito, como cuando sabe que la pregunta es buena.
—No es un lío, Guillem. Piensa cuando pintas un dibujo. Tú usas muchos colores, ¿verdad? El verde para el árbol, el azul para el cielo, el marrón para el tronco, el rojo para las flores o incluso los combinas para crear nuevos colores. Cada color tiene su sitio y hace falta para que el dibujo quede bonito. Si usas solo un color, el dibujo es aburrido. Pues con la salud pasa lo mismo. La maestra enseña a respetar en clase, el bombero a usar el extintor, la policía a cruzar la calle, y la enfermera a cuidar tu cuerpo, tu mente y tu vida. Cada uno aporta su color, y juntos hacen que el cuadro sea mucho mejor.
—Vale. Pero si las enfermeras enseñan y acompañan, ¿entonces son como amigas?
—A veces se parecen, porque dan confianza. Pero una enfermera no es tu amiga, es una profesional que se compromete contigo y con tu salud. Tiene deberes especiales como guardar lo que le cuentas, respetarte, no juzgarte, explicarte de forma que lo entiendas, y ayudarte a decidir. Una amiga te quiere; una enfermera te cuida, aunque no te conozca.
Me quedé un rato masticando pan.
—¿Y “salud” es no tener dolor de tripa? —pregunté.
—Salud, es mucho más. Es poder ir al cole, jugar, dormir bien, respirar sin ahogos, tener tiempo para dibujar, sentirte seguro en casa, tener con quién hablar si estás triste, jugar con tus amigos y respetarlos. Salud es también que en tu barrio haya parques y no solo coches, que puedas beber agua del grifo, que el aire no te enferme. Las enfermeras miran todas esas cosas, no solo la tripa.
—Entonces, si una enfermera mira tantas cosas, ¿cómo sabe por dónde empezar? —pregunté con los ojos muy abiertos.
—Escuchando primero. Preguntando después. Observando siempre. Y compartiendo lo que ve. Te cuento. Cuando yo trabajaba en el centro de salud, venía mucha gente distinta. Yo no empezaba dando consejos, ni diciendo “haz esto”. Empezaba por preguntar cómo se sentía la persona. Así me contaba lo que realmente era importante para ella. No si estaba bien, sino si estaba contenta, preocupada, cansada… Porque, a veces la persona venía porque le dolía la cabeza y lo importante era que no dormía bien ni suficiente porque cuidaba de su mamá y por eso le dolía la cabeza. De ahí que lo importante era el por qué le dolía la cabeza y no tanto que le doliera. Si no escucho, me equivoco.
—Pero si escuchas… ¿no tardas mucho? —pregunté—. En el cole, si la seño escucha mucho, se acaba el tiempo de plástica.
—Es verdad que escuchar lleva tiempo. Pero escuchar ahorra problemas. Si yo entiendo lo que te pasa porque te pregunto a qué crees que se debe, podemos elegir mejor qué hacer entre los dos. Si no, doy un consejo que a mi me puede parecer magnífico pero que no sirve y luego vuelves peor y aún gastamos mucho más tiempo. Escuchar es como afinar una guitarra antes de tocar. Si no afinas, suena raro, por mucho que toques rápido.
Eso me gustó. Yo tengo una guitarra en casa que desafina siempre.Tendré que aprender a afinarla.
—¿Y enseñas cosas como en clase, con pizarra? —seguí.
—A veces sí, con dibujos o les enseño vídeos. Otras veces uso las manos. Mira —puso su mano sobre la mía—: si te enseño a respirar con el diafragma, respiro contigo; si te enseño a curarte una herida, lo hacemos juntos; si hablamos de tristeza, quizá te enseño a ponerle nombre y a reconocerla.
¿Respirar con el dia… qué?
—Jajaja, diafragma. Es un músculo, como una membrana, que separa los pulmones de las tripas y con el que se puede regular la respiración. Perdona Guillem, a veces pienso que sabes más de lo que realmente debes… es lo que tiene que seas tan listo.
—Ahhh, vale, pero si al final la gente aprende a cuidarse sola… —fruncí el ceño—. ¿Para qué estarán las enfermeras?
—Para estar cuando hace falta y para irse cuando ya no hace falta, dejando a la persona más preparada, más fuerte. Una enfermera no hace que dependas de ella, al contrario, hace que las personas sean más libres, autónomas. Es como cuando yo te enseñé a atarte los cordones. Yo no te los ato ahora. Te enseñé hasta que supiste. Y ahora eres autónomo.
—Eso está bien —admití—. Pero si alguien se hace daño muy fuerte, ¿no vienen los médicos?
—Claro que sí. Y las enfermeras, y trabajamos juntos. Los médicos hacen su trabajo y las enfermeras el suyo. Nos complementamos, no competimos. Las enfermeras por ejemplo ayudamos a que la persona aprenda a comer lo que pueda, que entienda lo que le pasa, que su familia sepa cuidar sin hacerse daño, que se vacune a tiempo, que no se caiga. No es mandar y obedecer; es trabajo en equipo. Como en tu equipo de fútbol, si solo juega el delantero, perdéis seguro. Hace falta quien defienda, quien pase, quien anime, quien reparta el juego.
—Entonces mi amiga no me mandará si es médico —dije, más tranquilo.
—Trabajaréis a la par, cada cual con su saber. A veces tú liderarás algo; otras veces, ella. Lo importante es la persona, no el profesional.
—Vale —dije—. ¿Y tú, yayo, qué hacías exactamente cuándo ibas al centro de salud? Dime un día normal. Pero de verdad, no un resumen.
—A ver… —se rascó la barbilla—. Llegaba, saludaba a las compañeras y compañeros, miraba mi agenda, como cuando tú miras el cuaderno con tus horarios y tus deberes. Por ejemplo, podría tener, una revisión del niño sano, una cura de una herida, una atención en el domicilio de una señora que no podía salir de casa, una sesión con un grupo de personas con diabetes – las personas que tienen más azúcar en sangre de la que deben-, y un rato de trabajo con la escuela del barrio para trabajar sobre igualdad y salud, luego te explico.
—Demasiadas cosas —me reí.
—Por eso planificamos. Empecemos con el niño sano Se trataba de revisar el crecimiento y desarrollo del niño, por eso se dice del niño sano, porque no lo atendemos porque esté malo, sino para que siga manteniéndose sano. Le medía y le pesaba, revisaba sus oídos y ojos, preguntaba cómo dormía y comía, jugaba un rato con él o ella para ver cómo se movía y cómo hablaba. Conversaba con su familia y resolvíamos dudas en torno a vacunas, fiebre, pantallas, peleas entre hermanos… dependiendo de la edad del niño o la niña. Eso también te lo hicieron a ti, pero no te acuerdas porque eras muy pequeño.
—¿Y si los padres no estaban de acuerdo? —pregunté.
—Les escuchaba. Les explicaba por qué recomendaba lo que recomendaba. Les daba información y, si hacía falta, quedábamos otro día. No obligaba. Acompañaba y atendía, con paciencia, de que comprendieran y asimilasen lo que les trasladaba.
—Luego tocaba curar la herida. No era solo “cambiar gasas o poner pomadas”. Preguntaba cómo se había hecho la herida, si podía apoyarse, si alguien le ayudaba. Miraba la piel, limpiaba con cuidado, decidía con qué cubrirla y le informaba de por qué lo hacía con eso y de esa manera, enseñaba cómo hacerlo y cuándo volver. Y, sobre todo, miraba a la cara a la persona para ver si estaba asustada, si se mareaba, si fingía que todo iba bien para acabar pronto…
—¿Y por qué miras la cara? —pregunté.
—Porque la cara dice cosas que la boca calla. Cuidar no es solo tocar la herida; se trata de cuidar a la persona que lleva la herida, descubrir lo que sus gestos y silencios me trasladan.
—Luego, la atención en el domicilio. Cogía la mochila e iba a la casa de la señora. Saludaba y entraba con respeto. Preguntaba cómo se sentía -como antes, ¿recuerdas? Le tomaba la tensión (el aparato ese que le ponían a la yaya a veces y que se inflaba), revisaba su medicación, veía si bebía agua suficiente, cómo estaba el baño para evitar que se cayera, si la cama le permitía levantarse sin problemas, si su hija que la cuidaba estaba agotada. Valoraba si hacía falta que interviniese otra compañera o compañero (médico, trabajadora social…) para complementar la atención -¿recuerdas lo de pintar con colores diferentes que te contaba antes? Si la señora estaba triste, me sentaba un rato, escuchaba. A veces ese rato vale más que cualquier pastilla.
—¿Y si te contaban secretos? —pregunté bajito.
—Los guardaba. Las enfermeras tenemos confidencialidad. Eso significa que lo que nos cuentan es suyo, no nuestro. Solo lo compartimos con quien debemos y con permiso de la persona, para poder ayudar mejor.
—Luego volvía al centro para el grupo de diabetes. No daba una charla y ya está. Nos sentábamos en círculo, cada uno contaba su semana. Uno explicaba que caminó menos porque llovió; otra que se había pinchado el dedo y le dolía mucho; otra que cambiaba el pan por fruta. En conjunto buscábamos ideas, caminar por el pasillo del mercado, usar un dispositivo diferente, hacer un desayuno que no subiera tanto el azúcar. Yo moderaba, enseñaba, corregía si hacía falta, y celebrábamos juntos los pequeños o grandes logros. Pero, sobre todo, nunca reñía, ni reprochaba, no somos quienes para hacerlo, por mucho que creamos saber como enfermeras.
—¿Y por qué en grupo? —pregunté—. En clase a veces trabajo así, pero siempre acaba liándose.
—Porque en grupo aprendíamos unos de otros y nos sentíamos acompañados. Yo no podía estar todo el día en cada casa; en grupo nos multiplicábamos y las personas eran capaces de afrontar sus problemas, en este caso la diabetes.
—Si, ya, en mi clase hay un niño diabético.
—No, Guillem, en tu clase habrá un niño con diabetes. Pero ese niño tendrá un nombre. Eso es algo que también debemos hacer las enfermeras, no nombrar a las personas por su enfermedad, sino por su nombre, porque así las respetamos más.
—Pero ese niño, Joan, dice que es diabético. Entonces no se respeta a sí mismo, ¿no yayo?
—No Guillem, me dijo intentando despeinarme de nuevo, aunque en esta ocasión le esquivé a tiempo. Joan dice, lo que ha oído, se refiere a él mismo tal y como le han enseñado, mal enseñado. Porque Joan tiene diabetes, sí, pero es mucho más que diabético. ¿No te parece?
—Si, ahora sí lo entiendo. Se lo diré a Joan.
—Luego llamaba al cole del barrio. Imagina que teníamos que hablar de algo tan importante como la igualdad y el respeto. Con las maestras preparábamos una actividad para que los niños y las niñas entendiesen que da igual si eres chico o chica, si tienes un color de piel u otro, si rezas o no, si tu familia viene de aquí o de otro país. Todos merecen respeto. Jugábamos con dibujos y tarjetas para identificar situaciones, ¿qué pasa si a una niña no la dejaban jugar al fútbol? ¿qué pasaba si se reían de un niño porque decía que quería ser enfermera? ¿qué pasaba si a alguien no le invitaban a un cumpleaños por cómo hablaba?
Hablábamos de cómo todo eso influía en la salud. Porque cuando alguien se siente maltratado, su corazón se pone triste, su cabeza se llena de miedo y su cuerpo se puede enfermar. Aprendíamos juntos a valorar que respetar y cuidar a los demás es también cuidarse a uno mismo para sentirse bien y saludable.
—¿Y eso también lo hacen las enfermeras? —pregunté sorprendido.
—Claro —dijo el yayo—. La salud no depende solo de vacunas o heridas. También depende de cómo nos tratamos entre nosotros. Enseñar igualdad y respeto es enseñar a cuidar y a cuidarse.
—¿Y si nadie te hacía caso? —pregunté con el ceño fruncido.
—Insistía sin gritar. Buscaba aliados, la profe que se anima, la mamá que está en la AMPA -como la tuya-, el conserje que cuidaba de que todo estuviese en orden. Cuidar también es tejer red. Si cuido solo, no llego. Si tejemos juntos, llegamos lejos.
Me quedé callado un momento. Pensé en la red de la portería, que para parar el balón necesita todos los nudos bien atados.
—Yayo, has dicho “prevenir”. ¿Eso es como ser policía de las enfermedades?
—No detenemos a nadie —sonrió—. Prevenir es adelantarse. Es como en el fútbol cuando te colocas bien antes del pase. Si te vacunas, te adelantas a la gripe. Si te lavas las manos, te adelantas a los bichos -los virus o las bacterias-. Si duermes y comes bien, te adelantas al cansancio. Si el barrio tiene bancos y sombra, te adelantas a los problemas de calor. Pero también enseñamos a que la gente aprenda a comer saludablemente, a hacer actividad física… y a eso le llamamos promoción de la salud, es decir, les enseñamos a que aprendan y practiquen hábitos y conductas saludables, pero de eso tu mamá sabe mucho. Por eso te dice que no comas tantos dulces, que comas mucha fruta, que te sientes bien para hacer los deberes…
—¿Y si ya estoy enfermo? —le reté—. ¿No llegaste tarde?
—No, no siempre se puede evitar enfermar. Pero, si enfermas, acompañamos para que la enfermedad no te quite más de lo necesario. Tratamos de controlar el dolor, explicamos, facilitamos, ayudamos a que te muevas, a que respires mejor, a que te sientas seguro. Y miramos no solo el cuerpo, también la cabeza y el corazón. A veces lo que más duele no es la herida, sino el miedo.
Pensé en cuando me rompí un diente en el parque. El dolor era mucho, pero el susto era más.
—Y si alguien está triste… —me quedé en silencio—. ¿También cuidas?
—Sí. La tristeza también se cuida. No se cura con un esparadrapo, pero se cuida con presencia, palabras que no hacen daño, silencios que respetan, con palabras que acompañan y manos que no aprietan. A veces me siento y escucho. A veces, tan solo acompaño, depende de lo que en cada momento pueda serle de más ayuda a la persona. Cuidar no es arreglar todo; es estar y hacer posible que la persona siga.
—¿Y si te equivocas? —pregunté, medio asustado.
—Pido perdón, reviso, aprendo y vuelvo a cuidar. Ser enfermera no es ser perfecto; es ser responsable y humilde. Por eso es tan importante estar muy bien preparado y trabajar en equipo, miradas distintas reducen errores.
—Vale. Pero hay algo que me preocupa —dije con voz seria—. Si tú enseñas a que la gente se cuide sola, un día no te necesitarán y te quedarás sin trabajo.
—Ojalá me necesitaran menos —rio—. Significaría que la gente está más fuerte, es más autónoma y los barrios son más sanos. Siempre habrá quien necesite una enfermera, porque siempre habrá bebés que nacen, personas que envejecen, familias que cuidan, accidentes que pasan, dudas que aparecen. Y, además, si la gente se cuida más, yo tendré tiempo para llegar a los que más lo necesitan.
—¿Y cómo sabes quiénes son los que más lo necesitan?
—Miro los datos del centro de salud, salgo al barrio, hablo con la gente, con asociaciones, con el cole, con la gente que vive en la plaza. Veo dónde hay más soledad, más enfermedades, más escaleras sin ascensor. Allí pongo más energía. Cuidar también es mirar con justicia, dar más a quien más necesita.
—Eso me gusta —dije—. Es como cuando en el equipo el entrenador pone a dos defensas a cubrir al delantero más rápido.
—Exacto —asintió—. Tú y el fútbol. Y otra cosa, cuidar no es hacerlo todo por la persona. Es hacerlo con la persona. Yo no soy el protagonista. La protagonista es la persona que tengo delante y su vida.
—¿Y tú no te cansabas? —pregunté.
—Claro que me cansaba. Por eso las enfermeras también nos cuidamos entre nosotras. Cuidar sin cuidarnos no es un buen cuidado.
—¿Y si alguien te habla mal? —seguí—. A veces en el patio nos gritamos.
—Pongo límites con respeto. No acepto insultos, pero pregunto qué le pasa. Muchas veces la gente grita porque tiene miedo o dolor. Si el miedo baja, la voz baja.
—¿Y si alguien no quiere hacer lo que le dices?
—No mando. Propongo, explico, busco alternativas. Si no quiere, respeto. Lo anoto y le digo que puede volver cuando quiera. Cuidar también es respetar decisiones, aunque no me gusten.
—Yayo, ¿has tenido miedo alguna vez trabajando?
—Sí. Muchas veces. Por ejemplo, la primera vez que acompañé a una familia que se despedía de su abuelo, me temblaban las manos. Tenía miedo de decir algo torpe. Aprendí que a veces basta con estar, con sostener una mano, con dejar que las lágrimas salgan. El cuidado no huye de la muerte; la acompaña con dignidad.
—¿Eso también es ser enfermera?
—Sí. Estar en la vida y en la muerte, en la risa y en el llanto, en la vacuna y en la conversación larga, en el vendaje y en las palabras que calman. Ser enfermera es ser puente, entre lo que asusta y lo que se puede, entre lo que no entiendes y lo que comprendes, entre tú y los recursos que existen.
—¿Y por qué dijiste “enfermera comunitaria” en tu cuento? —pregunté—. ¿Qué es “comunitaria”? ¿Vive en una comunidad de vecinos como la de los papás?
—Algo parecido, pero no exactamente eso. Comunitaria significa que miramos a las personas en su comunidad, en su barrio, en el lugar donde conviven, juegan, estudian… su familia, su escuela, su barrio, su trabajo, sus parques, su mercado. No cuidamos islas; cuidamos archipiélagos. Si solo miro a una persona sin mirar su mundo, me pierdo la mitad.
—Entonces cuando dibuje una enfermera, ¿la pinto solo en un hospital?
—Puedes pintarla en muchos sitios, en un centro de salud, en una escuela, en una plaza hablando con la gente, en una casa cuidando a alguien, en una reunión con el ayuntamiento pidiendo más bancos y sombras. Las enfermeras también hablamos para mejorar las cosas y cuidamos en muchos lugares, no tan solo en los hospitales o los centros de salud.
—¿Y eso no es de políticos como lo dicen en la tele?
—Es de ciudadanía. Si vemos que algo hace daño a la salud, lo decimos. No para mandar, sino para proteger. Como cuando tú avisas de que el suelo está mojado y alguien puede resbalar.
—Me estoy aclarando —dije, y bebí un trago de leche—. Pero aún tengo dos dudas más.
—Dispara —sonrió.
—Primera. Si el médico sabe de enfermedades, ¿la enfermera sabe menos?
—Sabemos distinto. La médica estudia para diagnosticar enfermedades y tratar con fármacos o cirugías. La enfermera estudia para valorar necesidades de cuidado diagnosticando sus problemas de salud, sus malestares, que no solo sus enfermedades, y responder con acciones que ayuden a vivir mejor, educación, apoyo emocional, movilización, promoción, prevención, manejo de diferentes situaciones, coordinando recursos. No es saber menos; es otro saber. Si faltara uno de los dos, la atención cojearía.
—Pero entonces, ¿por qué para ser médico se estudia más?
—Diablo de chiquillo. ¿Quién te ha dicho todo eso? Vamos a ver, no se trata de estudiar más o menos tiempo, sino de estudiar lo que hace falta. I a unos les hace falta más tiempo será porque lo necesitan. ¿A que en tu clase no todos estudiáis el mismo tiempo? Pues algo parecido. El respeto y el saber responder a lo que de ti se espera no se mide con años de estudio solamente, sino con compromiso, actitud, implicación… ¿Me explico?
—Si yayo te explicas muy bien, jajaja. Segunda: si alguien te dice “solo eres la enfermera”, ¿qué le contestas?
—Que “solo” no. Que soy la enfermera, y que sin cuidado no hay salud que aguante. Que puedo cambiar una vida ayudando a que alguien comprenda su cuerpo, su miedo y su fuerza.
Me quedé en silencio. Me fijé en las manos del yayo, tenían líneas como ríos y la piel un poco áspera, como mis zapatillas cuando se hacen viejas. De pronto me acordé de la amiga del recreo.
—¿Y si un día un médico intenta mandarme sin escucharme?
—Respiras, le dices lo que ves, explicas por qué propones lo que propones, y recordáis que lo importante es la persona. No compites; colaboras con firmeza. El diálogo también es cuidado.
—¿Y si me río y me dicen que una enfermera no se ríe?
—Te ríes con respeto. La risa también cuida. Quita miedos, acerca, abre puertas. Igual que el dibujo. Lo malo no es reírse, sino hacerlo cuando no toca. Por cierto, cuando terminemos, ¿me harás un dibujo de una enfermera con brazos abiertos en medio de un parque?
—Con árboles grandes —añadí—. Y con una portería con todos los nudos bien atados.
El yayo se levantó, fue a un cajón y sacó un cuaderno de tapas azules.
—Esto lo usaba en el trabajo para apuntar pequeñas cosas de grandes días. ¿La quieres?
Me la acercó y la cogí con mucha alegría. Con el rotulador negro empecé a dibujar. Hice una enfermera con una sonrisa que no apretaba, un fonendo no (porque no me gustan los fonendos como bufandas para las enfermeras, como dice el yayo), y un barrio con bancos y un árbol que daba sombra. En una esquina, escribí: “Cuidar es estar y ayudar a estar”.
—Yayo —le dije sin mirarle, concentrado en la boca de la enfermera—. Creo que ya entiendo la diferencia entre el gel que “cuida la piel” y una enfermera. El gel deja la piel suave. La enfermera ayuda a que la persona viva mejor por dentro y por fuera.
—Exacto —respondió, y noté su mano en mi hombro y un brillo especial en sus ojos.
—Y también entiendo que cuando mamá dice “cuida a tu hermana”, está bien. Es un cuidado de hermano mayor. Pero ser enfermera es otra cosa, es saber, escuchar, enseñar, acompañar y hacer equipo. Es mirar a la persona y a todo su mundo. Es respetar y, si hace falta, hablar para cambiar lo que hace daño.
—Has hilado bien todos los nudos, enfermera —dijo el yayo.
Me reí. Me gusta cuando me llama así. Cerré el rotulador.
—Otra cosa yayo. ¿Por qué la mamá y el tío no quisieron ser enfermeras como tú?
—Pues, porque eligieron ser otra cosa. Esto no se hereda. Se tiene que elegir lo que cada cual quiera y le guste ser. Que es para toda la vida, dijo riéndose.
—Pero, entonces. ¿es porque no les gustaba?
—O porque no supe transmitirles lo que es y significa ser y sentirse enfermera como lo estoy haciendo contigo o, porque vieron que dedicaba demasiado tiempo a ser enfermera y se asustaron, se rio de nuevo con ganas.
—Vale, pues si mañana en el cole me preguntan otra vez qué quiero ser, diré: Enfermera, porque a mi no me da miedo y porque quiero ser como tú.
El yayo se levantó y me dio un abrazo de esos que aprietan, pero te alegran y un beso que traspasa la piel para llegar al corazón.
—El mundo necesita muchas enfermeras como tú, Guillem.
—Y yo necesito aprender mucho —admití—. ¿Me enseñarás a enseñar sin mandar? ¿A escuchar sin prisa? ¿A mirar sin olvidar el barrio?
—Te lo enseñará la vida y te acompañaré yo —dijo, y me guiñó un ojo—. Empezamos hoy, cuando salgamos, pasamos por la plaza y saludamos a la señora Carmen. Si quieres, le preguntas cómo se siente. Y si te cuenta otra cosa, la escuchas. Ya estás cuidando.
—¿Y si me equivoco?
—Volvemos, pensamos y lo intentamos de nuevo. Cuidar también es aprender siempre.
Guardé la hoja en mi mochila como si fuera un tesoro. Mientras bajábamos las escaleras, olía a limón del árbol del patio. Abrí la puerta y la calle estaba igual que siempre, pero yo la vi distinta, con bancos que podían ser cuidados, con sombras que podían ser salud, con voces que podían ser historias. Y con una idea muy clara, clavada en el pecho como una medalla que no pesa.
Yo, Guillem, tengo siete años, me gusta correr, jugar y pintar, pregunto mucho y me río a veces demasiado. Y de mayor quiero ser enfermera. No para mandar. Para estar, escuchar, enseñar y hacer equipo con la gente para que la vida les quepa mejor en el cuerpo y en el barrio.
Eso, para mí, es cuidar y ser enfermera. Y eso quiero hacer y ser.
[1] Escritor, poeta, ensayista y filósofo francés (1871-1945).
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