
Durante la dictadura franquista se instauró una práctica delictiva e inhumana que perduró más allá de la muerte del dictador. Se trató del robo de niñas y niños a mujeres vinculadas o relacionadas con la República o movimientos de izquierdas, a quienes se consideraba portadoras del “gen rojo” que, según los delirios del psiquiatra militar Vallejo Nájera, contaminaba a sus descendientes. Aquel disparate científico sirvió de coartada para la depuración ideológica a través del secuestro de criaturas inocentes. Más tarde, el horror se amplió a mujeres vulneradas por no considerarlas dignas de ser madres y como negocio lucrativo para quienes cometían tan execrables acciones amparados por la religión que procesaban y por la profesión que practicaban en perfecta y deleznable sincronización delictiva. El cuerpo de esas mujeres se convirtió en territorio de castigo, y sus hijos, en moneda de redención para familias afines al régimen o protegidas por la Iglesia.
En esta maquinaria criminal no actuaron personajes anónimos. Los médicos que asistían los partos fueron piezas esenciales. Ellos firmaban los certificados de defunción falsos y facilitaban la sustracción de los recién nacidos y el resto de profesionales que intervenían, por acción u omisión, actuando como cómplices silenciosos y necesarios para el éxito de las sustracciones y “donaciones” o ventas posteriores. Las monjas que ejercían como personal sanitario bajo el amparo tanto de la Iglesia católica como de la Administración sanitaria completaban la operación con una frialdad tan metódica como despiadada. A la inacción de la Iglesia y la Administración se sumó la de los colegios profesionales, que jamás adoptaron iniciativa alguna para desenmascarar a los criminales que actuaban bajo sus propios códigos éticos y deontológicos. Su silencio fue también una forma de complicidad y de legitimación del horror. Nadie quiso mirar, nadie quiso saber. Y lo que no se nombra, no existe. Así se construyó la impunidad.
Pero si hay un escenario que simboliza esta ignominia en la provincia de Alicante, ese es el hospital público que fue primero Residencia 20 de Noviembre, luego Hospital General y hoy Hospital Dr. Balmis. Según la Asociación de Víctimas de Niños Robados de Alicante (AVA), casi la mitad de los robos de bebés documentados en la provincia se produjeron allí. En el cementerio de Alicante, las exhumaciones en las parcelas 12 y 19 revelan ataúdes vacíos, restos que no corresponden con las identidades declaradas o féretros rellenos con ladrillos para simular peso. Las familias siguen buscando a sus hijas e hijos y la verdad, mientras las instituciones miran hacia otro lado. A cada nuevo hallazgo, a cada nombre que aflora entre los archivos, se reabre una herida colectiva que no cicatriza por culpa de dicha actitud y de una justicia que lejos de colaborar entorpece o impide los procesos.
El Hospital de Alicante fue un engranaje indispensable de la trama. En sus dependencias se planificó, ejecutó y encubrió el robo de niñas y niños. No fue un lugar inocente ni ajeno, sino un espacio de poder donde se impuso la ley del miedo y del silencio. Durante décadas, quienes debieron velar por la vida, destruyeron vínculos; quienes debieron salvaguardar la dignidad, la denigraron. Y lo más intolerable es que, a día de hoy, el hospital y la Conselleria de Sanitat siguen sin colaborar plenamente con las investigaciones ni abrir sus archivos, como si la historia se pudiera tapar con el olvido y el silencio institucional. Pero la verdad no se borra con una reforma, ni la memoria se silencia con comunicados tibios.
El silencio del Hospital Balmis y de la administración sanitaria lo convierte en cómplice necesario de aquel crimen. No hacerlo es perpetuar la infamia. Porque el tiempo no borra la culpa ni el dolor. Los muros de ese hospital guardan aún los ecos de llantos sofocados, las mentiras de religiosas y médicos con sotana o bata, y el miedo de madres y padres a quienes, incluso, se les negó el derecho a despedirse de sus hijas e hijos supuesta y falsamente muertos. Cada historia callada es una verdad robada, cada documento oculto es una forma de impunidad. La salud institucional solo es posible cuando se reconoce la enfermedad moral que la corroe.
Resulta insoportable que el principal hospital de la provincia siga aferrado al silencio, incapaz de afrontar su propia historia. No basta con cambiar de nombre ni con modernizar las instalaciones. La memoria no se rehabilita con obras, sino con verdad. Un hospital público no puede ser cómplice del olvido ni refugio de la impunidad. Debe abrir sus archivos, asumir su responsabilidad y pedir perdón por haber formado parte de una trama que destruyó vidas y familias enteras. Solo así podrá recuperar la dignidad perdida y reconciliarse con la sociedad a la que debe servir.
Una sociedad que calla ante un crimen así, que tolera la indiferencia institucional y el encubrimiento, no puede considerarse sana. Porque no hay salud posible sobre cimientos de mentira ni justicia donde el dolor se sepulta bajo losas de indiferencia. Alicante merece saber, las víctimas merecen verdad, y el Hospital Balmis tiene la obligación moral —y ya inaplazable— de hablar. Solo cuando se rompa el silencio, podrá comenzar verdaderamente la cura.
Porque todo esto también es memoria histórica. Aquella que quieren eliminar quienes siguen sin reconocer el horror y el error de una dictadura criminal que continua extendiendo su sombra y justificando su silencio.