
Parece inevitable que tengamos que asistir, una vez más, a una contienda política por la presidencia del Partido Popular en la Comunitat Valenciana. Una pugna que, más que un debate de ideas o proyectos, se asemeja a un combate entre el pasado y el presente, aunque en realidad ambos compartan demasiadas sombras.
Por un lado, el pasado vuelve a escena disfrazado de redención. Francisco Camps se presenta de nuevo como el supuesto salvador de una Comunitat Valenciana que él mismo sumió en la bancarrota. Fue el artífice de una época marcada por los proyectos faraónicos —la Ciudad de las Artes y las Ciencias convertida en símbolo del despilfarro, la visita del Papa financiada con dinero público, la Fórmula 1, Terra Mítica o el aeropuerto sin aviones— y, sobre todo, por la corrupción más desvergonzada de la democracia. Una etapa en la que los casos Gürtel, Brugal, Emarsa o Cooperación no eran excepciones, sino la norma de un sistema podrido que alcanzó las más altas esferas del poder autonómico.
Bajo la presidencia de Camps se sentó en el banquillo medio gobierno, mientras él, paradójicamente, consiguió salir airoso de los tribunales. No como inocente, conviene recordarlo, sino como “no culpable” por falta de pruebas. Una diferencia sustancial, pues la ausencia de pruebas no equivale a la ausencia de hechos ni de responsabilidad política. Así funcionan las tramas tejidas para blindar al padrino, o en este caso, al president. Porque los nombres de “El Bigotes”, Correa, Rafael Blasco, Milagrosa Martínez o Serafín Castellanos no se borran con el paso del tiempo, fueron durante años sus amigos del alma, sus colaboradores más fieles, sus hombres y mujeres de paja.
No fue solo la corrupción económica la que definió aquella época, sino también la moral. Camps se negó a recibir a las víctimas del accidente del metro de Valencia, que costó la vida a 43 personas. Las denigró, las ignoró y las despreció, refugiándose en su soberbia y en una impunidad que creía eterna y divina. Acabó dimitiendo a su pesar, envuelto en un victimismo tan falso como indecente, mientras era jaleado por algunos de quienes hoy, vuelven a respaldarlo: Fabra, Castedo, Rus… toda una galería de ilustres condenados o imputados que hoy son su carta de presentación.
En la otra esquina del cuadrilátero, salvo que se haga justicia y dimita —o lo hagan dimitir—, está el actual president de la Generalitat, Carlos Mazón. Su trayectoria no carga todavía con causas judiciales, pero sí con una gestión tan pobre como la prosperidadque prometió y nunca llegó. Porque si bien la corrupción no lo ha rozado, al menos de momento, sí lo ha alcanzado la ineficacia dejando patente su mediocridad y sus miserias. Su respuesta ante la DANA es la mejor prueba: ausencia de liderazgo, descoordinación institucional, incapacidad de empatía y un desprecio a las víctimas impropio de quien presume de honorabilidad.
Entre el pasado que regresa y el presente que se desvanece, la ciudadanía valenciana se enfrenta a un dilema que no debería ser tal. ¿De verdad esto es lo mejor que puede ofrecernos el Partido Popular? ¿Una contienda para decidir quién tiene más cadáveres políticos o morales a sus espaldas, quién robó más o quién gestionó peor? Resulta insultante que el debate se reduzca a una comparación de miserias.
Mientras tanto, la izquierda observa el espectáculo desde la grada, dividida, desorientada, y en muchos casos paralizada por sus propias pugnas internas. Una izquierda incapaz de ofrecer un relato común, un liderazgo sólido o una alternativa convincente. Esa fragmentación no solo debilita al progresismo, sino que otorga a la derecha un poder que no se gana por méritos propios, sino por demérito ajeno. Así, los desmanes conservadores acaban naturalizándose, asumidos como males inevitables.
Y en medio del caos, agazapado, aparece VOX. Siempre dispuesto a capitalizar el desencanto, a sembrar el miedo y a vender su populismo barato como remedio a todos los males. Su estrategia es tan vieja como eficaz: bulos, mentiras y ruido, mucho ruido, para ocupar los vacíos que dejan la incompetencia y la cobardía de los demás.
El verdadero problema, por tanto, no es solo lo que sucede hoy, sino lo que se avecina. Porque cuando el pasado regresa disfrazado de presente y la oposición se diluye, el futuro se oscurece. La Comunitat Valenciana corre el riesgo de volver a ser laboratorio del cinismo político y del saqueo disfrazado de gestión. En solitario o sujeto a las imposiciones de su único socio posible VOX.
No hace falta ser adivino para prever lo que puede venir. Basta con tener memoria. Esa memoria que algunos pretenden borrar, minimizar o reescribir. Un trampantojo que nos presentan como una esperanza de futuro.
No sé si Dios nos pillará confesados, pero más nos vale estar despiertos, porque la historia —ya lo sabemos— tiende a repetirse.