LA PAZ QUE MATA LA MEMORIA

El pasado 13 de octubre se escenificó el acuerdo de paz entre Israel y Palestina. En teoría, ese gesto debía significar el fin de los bombardeos indiscriminados, de los asesinatos masivos y de las restricciones a la ayuda humanitaria. Pero lo que parecía el comienzo de la esperanza se ha transformado rápidamente en el inicio del olvido. Porque lo que está en cuestión no es cómo se reconstruirá un territorio devastado, sino cómo podrá recomponerse un pueblo destrozado por un genocidio planificado y ejecutado con la complicidad de demasiados silencios.

Desde el anuncio del acuerdo, los focos mediáticos se apagaron. Ya no se habla de Palestina en los informativos, ya no se denuncia el genocidio, ya no se muestran imágenes de ruinas, hambre o miedo. Al cesar el ruido de las bombas, también cesó el interés. Y con el silencio, llega la amnesia. La reconstrucción, presentada como un proyecto humanitario, se perfila más bien como un nuevo negocio geopolítico donde las potencias que permitieron la destrucción ahora compiten por los contratos de su “reconstrucción”. La paz se convierte así en otra forma de colonización, sin ruido, sin sangre visible, pero igual de asimétrica, igual de injusta.

Mientras tanto, el pueblo palestino sigue bajo control israelí, sin un Estado propio, sin soberanía y con el beneplácito —cuando no la tutela— de Estados Unidos. Nadie habla ya del muro, ni de las familias desplazadas, ni de los miles de niños huérfanos, ni de los hospitales destruidos. La tragedia se archiva con la misma rapidez con la que se cambia de canal. El silencio informativo y el silencio social suelen ir de la mano: lo que no se muestra, no existe. Y lo que no existe, no duele.

Se pasa página. Y enseguida llegan otros temas, más rentables, más morbosos, más fáciles de consumir. Cambian las portadas, cambian los titulares, cambia la causa por la que indignarse. Porque eso —la indignación— también se ha convertido en un producto. Los medios marcan el ritmo, la política decide el guion y la ciudadanía interpreta su papel. Así, la realidad se convierte en una sucesión de escenarios donde el dolor solo importa mientras resulta útil. Vivimos una teatralización de los sentimientos, una representación donde todo se mide por su rentabilidad política o mediática. Ya no sentimos, actuamos que sentimos. Aplaudimos cuando se nos convoca, lloramos cuando la cámara enfoca, callamos cuando se apagan los focos. Somos espectadores dóciles de un drama ajeno, títeres de un guion escrito por el poder, el dinero y la apariencia. Y mientras tanto, el pueblo palestino —como tantos otros pueblos olvidados— sigue esperando justicia, memoria y palabra. Pero la escena se ha vaciado, el telón ha caído y el público ya se ha ido a casa. El problema no es solo de los medios; también es nuestro. La población ha aprendido a sincronizar su sensibilidad con los ciclos informativos.

Así, la tragedia palestina se diluye entre otras urgencias más recientes: un escándalo político, una DANA, un incendio, una crisis ministerial. Todo sirve para ocupar el espacio del olvido. La atención colectiva se dispersa, y con ella se desvanece la responsabilidad moral. El horror se archiva como un episodio superado. Pero la paz que se construye sobre el olvido no es paz, es anestesia.

El acuerdo de octubre ha sido presentado como un éxito diplomático, pero lo que realmente se ha firmado es una tregua de conveniencia. Una pausa necesaria para recomponer intereses, no conciencias. La ocupación continúa, la humillación persiste, la desigualdad se mantiene intacta. Y lo más grave, la comunidad internacional, tan presta a condenar cuando le conviene, calla ahora con una complicidad que insulta la memoria de quienes murieron. La paz que mata la memoria es una forma de impunidad. Sin memoria no hay justicia, y sin justicia no hay futuro.

No podemos permitir que el olvido se convierta en el precio de la tranquilidad. Las catástrofes —sean naturales, políticas o morales— no se pueden apagar como si fueran una notificación molesta en nuestros dispositivos. Mantener viva la memoria no es un ejercicio de nostalgia, sino un deber cívico y ético. Significa resistir al conformismo, negarse a que el sufrimiento ajeno se convierta en materia desechable. Palestina no puede ser solo un tema de guerra. También debe ser un símbolo de dignidad y de resistencia frente a la manipulación del relato.

Quizá la verdadera paz empiece cuando aprendamos a no olvidar. Cuando seamos capaces de mirar más allá del titular, de no cerrar los ojos cuando se apagan las cámaras. Cuando entendamos que la memoria no se mide en trending topics, sino en la capacidad de sostener la mirada ante el dolor del otro sin volver la cara. Porque la paz que borra la memoria no es paz. Es una forma elegante de continuar la guerra por otros medios.

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