Pasada la primera fase de contagio y enfermedad de la pandemia e iniciada la del denominado postconfinamiento, dejo de realizar entradas diarias en torno al coronavirus y su voracidad, para retomar la periodicidad semanal con entradas más diversas, aunque no descarto alguna relacionada con los efectos colaterales que, seguro, provocará el COVID-19.
Inicio esta recuperación con un tema que, aunque indirectamente, también tiene relación con todo lo que está pasando. Pero no adelanto acontecimientos, como en las series que devoramos en este confinamiento, estrenamos nueva temporada, acomódense y procedan a leer… luego, analicen, reflexionen y si así lo consideran, opinen.
Se produce una relación casi automática entre enfermería y vocación, como si una fuese condición de la otra o la otra consecuencia de la una. Sin embargo, no sé bien si esta unidad es imprescindible, necesaria, importante o en ocasiones se trata tan solo de una impostura o una adaptación a la norma establecida que hace inseparables ambos términos.
La verdad es que en mi caso particular no identifico mi vocación, entendida esta como la inclinación o interés que una persona siente en su interior para dedicarse a una determinada forma de vida o un determinado trabajo. Nunca tuve esa inclinación o interés, al menos inicialmente. Como ya he comentado en otras ocasiones mi elección por la enfermería fue más bien casual que no causal debida a influencia familiar o a especial motivación por aquello que elegí estudiar. Por lo tanto, al menos en mi caso, no hubo vocación. Y como quiera que no me considero especialmente diferente o raro, creo que muchas enfermeras no sentirían esa vocación a la que sistemáticamente se alude y que también sistemáticamente se acepta como válida o cierta, porque no hacerlo puede trasladar la percepción de cierto desprecio hacia lo que se ejerce, la enfermería.
Así pues, siempre he tenido la incertidumbre de si mi dedicación y pasión por la enfermería, que si que son una realidad, estaban desvalorizadas o devaluadas por no tener esa vocación, que nunca logré percibir, sentir o entender o que posiblemente rechazara por relacionarla con la acepción que el diccionario hace a la misma como la llamada o inspiración que una persona siente procedente de Dios para llevar una forma de vida, especialmente de carácter religioso. Es por ello que este dilema siempre me decantó a pensar que no tenía vocación.
Y es que, durante mucho tiempo, las enfermeras, en este país, hemos estado ligadas a la religión como una parte casi inseparable de la misma. Las órdenes religiosas marcaban, dictaban y regulaban lo que debía ser o no ser una enfermera, sobre todo, en relación con el médico a quien se consideraba un ser superior al que se le debía veneración, obediencia y sumisión. De ahí una regla nemotécnica, citada ya por mí en otras entradas, que las citadas órdenes religiosas utilizaban frecuentemente para que toda futura enfermera tuviese claro cuál era su cometido y con relación a quien. Se decía que toda enfermera debía ser Dócil, Íntegra, Obediente y Sumisa, lo que daba como resultado el acrónimo de DIOS, estableciendo una clara relación entre lo humano y lo divino que se concretaba finalmente en esa advocación religiosa a la vocación enfermera, como elemento de cohesión de esos adjetivos con los que se determinaba la acción, más bien omisión, de las enfermeras que, además, por el hecho de ser mujeres adquiría una mayor trascendencia y gravedad. Los hombres, entonces practicantes que no enfermeras, no estaban sujetos a esas reglas de comportamiento y, por tanto, tampoco se les relacionaba con la vocación hacia su profesión que, en muchos casos, era tan solo un ejercicio que practicaban por no poder acceder a los estudios de medicina, tal como se recoge profusamente en la literatura tanto científica como popular. De alguna manera seguían el patrón cultural por el cual las mujeres entraban en la iglesia para asistir a misa, mientras los hombres esperaban fuera tomando una caña, fumando o charlando con otros hombres en idéntica espera, y ambos, mujeres y hombres, se consideraban católicos practicantes, aunque en este caso las practicantes fuesen, realmente, las mujeres.
Vemos pues, como la vocación también queda ligada de manera inexorable a la condición de género y a lo que la misma representa en cuanto a dedicación abnegada y silenciosa hacia los demás, y en especial hacia los hombres, fuese en el ámbito doméstico, como madres, esposas o hijas, o en el laboral como enfermeras, para cuyos cometidos debía existir una clara vocación de servicio y entrega.
Estoy convencido que la vocación, de existir, no es condición imprescindible para ser una buena enfermera, pudiendo serlo al margen de dicha relación vocacional.
Dicho todo lo cual, no es mi intención desvalorizar o menospreciar a quienes realmente sienten o perciben que su condición como enfermeras está íntimamente relacionada con la vocación, que fue lo que les llevó a ser enfermeras. Pero también quisiera que se contemplase la posibilidad de que se puede ser una extraordinaria enfermera sin que para ello se tenga que asumir, de manera irrenunciable, que se es por vocación.
Llegados a este punto quisiera plantear una alternativa a la vocación que, a lo mejor, resulta que acaba siendo lo mismo, pero que al no estar ligada semánticamente a ella es percibida de otra manera, no por ello menos intensa o importante para ser y sentirse enfermera.
Planteo pues, la siguiente relación, ¿eres o sientes aquello a lo que te dedicas o te dedicas a lo que eres y sientes? Es decir, ¿eres o te sientes enfermera porque trabajas como enfermera o ejerces como enfermera porque es lo que eres y como te sientes?
Trabajar como enfermera, nunca va a asegurar que quien lo haga sea o se sienta como tal. Lamentablemente existen personas que trabajan como enfermeras siendo (por título) pero sin sentirlo, haciéndolo tan solo como una forma de ganar un sueldo a fin de mes. Sin embargo a algunas de estas enfermeras si se les preguntase asegurarían que lo son enfermeras por vocación.
Sin embargo, quien trabaja como enfermera, por ser lo que es o ha querido ser y siente que lo es, lo hace más allá del interés, lícito y necesario, de lograr una remuneración por su ejercicio profesional, aunque no identifique que su acción esté ligada con la vocación.
Se trata, por tanto, de ser y sentirse enfermera mucho más allá de un interés, inclinación, llamada o designio. Se trata de creer en lo que se es y por lo que se es, no por una cuestión de fe, sino por una convicción científica, profesional y humanista que trasciende a lo vocacional, aunque, repito, no lo anula, pero tampoco lo hace irrenunciable.
Precisamente ha sido, en nombre de esa vocación, desde la que, en muchas ocasiones, se han anulado derechos de las enfermeras para su crecimiento, desarrollo y autonomía, al entender que con tener vocación todo lo demás estaba de más o era, incluso, pretencioso e innecesario tratar de alcanzarlo al ir en contra de esos principios de subsidiariedad con los que se relacionaba a las enfermeras.
Y es, o ha sido, desde esa llamada a la vocación, desde la que se ha tratado de mantener de manera sistemática la idea de que ser enfermera era algo intelectualmente fácil de lograr y para lo que tan solo hacía falta vocación y dedicación plena. Lo que situaba a los cuidados tan solo en el ámbito de lo doméstico, desde el que no se identificaba, por parte de las propias enfermeras, el verdadero valor de los cuidados, al asimilarlos a un acto de entrega, amor, compasión y simpatía, sin fundamentos científicos.
Ser enfermera, como ser ingeniero, arquitecto o médico, es fácil, tan solo se trata de aprobar los exámenes que finalmente te habilitan para ello. Ser una buena enfermera es extremadamente difícil y supone creer y sentirse enfermera para poder prestar cuidados profesionales, individualizados, próximos, humanos, con confianza, empatía, escucha activa, criterio, competencia, firmeza, ciencia… que den respuesta a las necesidades sentidas de las personas, las familias y la comunidad a las que atendemos y que esperan de nosotras como enfermeras, yendo más allá de una necesaria y sincera sonrisa o una impostada simpatía.
Estamos acostumbrados a que las normas establecidas, los tópicos y los estereotipos, se incorporen de manera natural en la percepción de una realidad que va mucho más allá de los mismos y que enmascara el verdadero valor de lo que es y significa ser enfermera.
Es por eso que considero imprescindible que la vocación no sea tan solo una excusa, una muletilla o un pretexto fácil para argumentar el por qué hemos querido ser enfermeras. Que nos sintamos verdaderamente convencidas de que aquello que somos y queremos ser, enfermeras, lo es porque nos lo creemos y lo sentimos y por ello nos dedicamos a trabajar, actuar y mostrarnos como enfermeras más allá de un centro de salud, de un hospital o de una consulta. Sin artificios, siglas que enmascaran la realidad (ATS, DUE), o utilizando el nombre de la disciplina/profesión (Enfermería) para evitar nombrarnos como enfermeras. No entiendo una vocación que anula, precisamente, lo más esencial, el orgullo de nombrarnos como lo que somos, ENFERMERAS.
Si a pesar de todo o por todo lo expuesto, entendemos que somos lo que somos porque sentimos vocación, perfecto, pero también si lo hacemos porque realmente lo sentimos, aunque no le llamemos vocación.