DE CUIDADORA A CUIDADORA Día Internacional de las Personas Cuidadoras

A todas aquellas personas que cuidan de otras

Cuando yo doy, me doy a mí mismo.

Walt Whitman[1]

 

Querida cuidadora, seas mujer u hombre, permíteme que me dirija a ti de esta manera. Soy enfermera, con independencia de que sea igualmente hombre o mujer y quería, desde hace mucho tiempo, escribirte estas palabras.

Ahora que el cuidado se ha puesto de moda. Cuando todos parecen querer y saber cuidar, creo que es más necesario que nunca compartir contigo lo que pienso y siento sobre el cuidado. Pero el CUIDADO con mayúsculas, es decir, el que tú prestas, y no al que se han apuntado, entre otros muchos, los yogures, los jabones, los pañales, el agua mineral… y algunos profesionales advenedizos que, hasta hace muy poco, lo menospreciaban por considerarlo doméstico y femenino.

Tú decidiste en algún momento que querías cuidar y pusiste en ello todo tu empeño, tu cariño, tu tiempo y tu vida. Lo hiciste en un acto de entrega, voluntad e incluso renuncia que permitían dar valor al cuidado prestado y armarte a ti de valor para poderlo hacer.

Se trata de un cuidado personal, íntimo, emocional, vivencial, sentido, querido, consentido, cercano… que traspasa cualquier otra valoración técnica, profesional, o como muchos se han atrevido en denominar formal, para de esta manera y en contraposición pasar a denominaros cuidadoras informales. Qué atrevimiento, qué desfachatez, qué incoherencia y, sobre todo, que ignorancia supone el denominaros y trataros como informales. Porque el diccionario define informal como la persona “que no cumple con los compromisos que ha establecido con alguien o algo” y precisamente sois todo lo contrario, comprometidas, implicadas, puntuales, eficaces, eficientes… con el cuidado y con la persona cuidada.

Querida cuidadora, el cuidado, como tantas otras cosas, conceptos o sentimientos, han sido manipulados, adaptados, modelados e incluso asignados, en función de intereses ligados a la educación, la cultura, la política o la religión. De esta manera el cuidado, en nuestro país, fue asignado normativa y socialmente a la mujer, de tal manera que el cuidado pasaba de ser un proceso de entrega voluntaria ligado a sentimientos de cariño y entrega a una imposición de la cual no podría escapar la mujer sin ser señalada en caso de incumplimiento. Por su parte esta asignación arbitraria, estereotipada y machista negaba al hombre la posibilidad de ejercer el cuidado al ser considerado y asumido socialmente como algo exclusivamente femenino, otorgándole, además, el privilegio y la potestad de mandarlo a hacer a las mujeres. A esta imposición social, transmitida de manera sistemática de generación a generación, se unía el sentimiento de culpabilidad que la simple posibilidad, no ya de renunciar al cuidado sino de compatibilizarlo dando respuesta a necesidades individuales y personales de las mujeres, afloraba como respuesta a una percepción de fracaso ante lo que la sociedad esperaba de ellas. La sociedad, por tanto, aseguraba con su “norma” disfrazada de valores, culturalmente manipulados, asegurar el cuidado en el seno de las familias que, a su vez, se enmarcaban también en los cánones de la estructura tradicional instaurada. Todo encajaba a la perfección para garantizar el cuidado y relegar a la mujer al ostracismo, la renuncia, el sometimiento y la invisibilidad. Pero con ello, además, arrastraban al cuidado al ámbito de la imposición, la obligación e incluso el castigo, con lo que ello suponía de desvalorización del mismo.

Esta situación creada y mantenida durante tantos años y que aún hoy no hemos sabido o podido modificar como merece, ha atrapado a muchas cuidadoras en una tela de araña en la que cualquier intento por abandonarla suponía quedar más paralizadas. El cuidado, por su parte, se ha desvalorizado, menospreciado, relegado e ignorado, como respuesta humana libre de prejuicios, imposiciones u obligaciones y lleno de entrega, voluntariedad y amor, para ser mercantilizado en ocasiones o planteado como un mal no deseado ni asumido, ni valorado.

El cuidado no debe plantearse nunca como una imposición que anule a la cuidadora; ni como una exigencia que genere renuncias imposibles; ni como un castigo o un deber ineludible heredado en función del sexo, la condición o el parentesco; ni como una manera de eliminar los espacios vitales y las relaciones sociales. El cuidado, para que alcance la categoría de cuidado y no tan solo de vigilancia o asistencia, debe ser voluntario y admitido desde la relación de afecto y de entrega, debe permitir el desarrollo de quien lo presta, debe fortalecer los vínculos afectivos y de familia, debe posibilitar espacios de respiro. Por lo tanto, el cuidado compartido, que no derivado, tiene tanta calidad y calidez como el que se presta en solitario y, lo que es peor, en soledad.

El cuidado que además supone hacer frente a situaciones y sentimientos tan complejos como el olvido, la incomprensión, la exigencia, la intolerancia, el despotismo, la tiranía e incluso a veces la violencia de quien lo recibe. A la incomunicación, los silencios, los reproches, el desprecio, la soledad… de quienes te rodean y forman parte de tu núcleo más cercano, querido y necesario. A la pérdida de autoestima, a la renuncia permanente, al perfeccionismo autoexigido, al aislamiento generado, a las lágrimas contenidas o derramadas, a la frustración personal que hacen que muchas veces las cuidadoras parezcáis personas frías, distantes y faltas de sentimientos, cuando lo que realmente sucede es que tenéis abundancia de decepciones.

Yo como enfermera, querida cuidadora, quería pedirte, antes de nada, perdón. Perdón por no darme cuenta, muchas veces, de tus necesidades y demandas sentidas y contenidas a pesar de las señales de alarma que tan sutil pero permanentemente me trasladabas con tu lenguaje no verbal, tu mirada, tus expresiones aparentemente inocentes, tus silencios o tu propia imagen, y que yo profesional FORMAL del cuidado ignoraba o en el mejor de los casos, si se puede decir así, no percibía, con lo que ello supone de falta de empatía y de proximidad a tus sentimientos y emociones. Perdón, además, por “utilizarte” como ayudante, soporte, sustituta, colaboradora… de mi trabajo formal, por el que me pagan y por el que espero ser reconocida. Perdón por olvidar que tú necesitas cuidados, mis cuidados, por los cuidados que tú prestas y que tan poco he sido capaz de valorar. Perdón por no saber dar las respuestas esperadas a tus dudas, incertidumbres y temores. Perdón por pensar que tu cuidado es menos importante que mi cuidado. Perdón por el tiempo que no te he dedicado, por las palabras no escuchadas y por las no dichas, por las miradas esquivas, por la falta de contacto, por la ausencia de empatía.

Querida cuidadora, como enfermera y cuidadora que soy, también necesito que sepas que identifico, valoro, reconozco, amo, el cuidado como identidad de mi esencia profesional, pero también como expresión íntima y familiar del que tú prestas. Que no veo posible ni logro imaginar mi cuidado sin tu cuidado. Que ahora entiendo, participo y siento las necesidades de mis cuidados para que los tuyos continúen siendo de calidad y sin que ello repercuta negativamente en tu salud. Que no entiendo el cuidado si no es consensuado, entendido, asimilado y compartido entre nosotras. Que tu tiempo es, cuanto menos, tan importante como el mío. Que lo que necesitas y solicitas no es ayuda sino apoyo, no son consejos sino escucha, no es adiestramiento sino acompañamiento, no es dependencia sino autonomía, no es entender sino comprender, no es mi respuesta sino aprender a obtener las tuyas. Porque, en definitiva, como decía Gabriel García Márquez, recordar es fácil para quien tiene memoria, olvidar, sin embargo, es difícil para quien tiene corazón. Y es que el corazón y el cuidado forman parte inseparable de quien decide, sea hombre o mujer, ser cuidadora.

Necesito tus cuidados porque sin ellos yo no sabría ni podría cuidar como enfermera. Necesito sentirte realizada, querida, fuerte y capaz de afrontar las situaciones derivadas del cuidado, porque ello me genera satisfacción personal y profesional. Necesito que dejes espacio para que otros cuiden contigo y puedan disfrutar de la satisfacción que genera cuidar. Necesito que abandones el cuidado para recuperar tu cuidado. Necesito que me exijas atención, respeto, comprensión, diálogo, es decir que te cuide.

No sé si habré sido capaz de transmitirte mis sentimientos, mis emociones y mis sufrimientos hacia ti y a lo mucho que me aportas. Pero te agradezco que siempre hayas estado pendiente de mí y de mis exigencias profesionales sin que yo entendiese que no era eso lo que necesitabas. Lamento que tu sufrimiento siempre dejase paso a tu sonrisa y a tu cálida acogida. Que tus silencios ocultasen tus necesidades. Que tus demandas fuesen siempre las de quien cuidas y no las tuyas. Que tu disponibilidad supusiese tus renuncias personales. Que tu seguridad ocultase tus temores… para que yo me sintiese cómoda y satisfecha. Y todo ello sin darme cuenta que al mismo tiempo que cuidabas a tu ser querido me estabas cuidando a mí, con idéntica entrega, cariño y calidad.

Gracias, por tanto y perdona por tan poco como yo te he dado a cambio en muchas ocasiones. Me has ayudado a entender y a respetar tu cuidado, el CUIDADO, y con ello a ser y sentirme mejor enfermera.

De cuidadora a cuidadora.

[1] Poeta, enfermero voluntario, ensayista, periodista y humanista estadounidense (1819-1892).