VIRTUALIDAD vs REALIDAD DOCENTE ENFERMERA

A todas las enfermeras docentes

La pandemia, recurrente tema que todo lo impregna y contagia, ha provocado en la docencia universitaria en general y en la de enfermería en particular un gran impacto.

En general, la docencia, al igual que la convivencia de la comunidad universitaria, se han visto afectadas de muy diversas maneras.

Uno de los principales activos vitales que marcan las vidas de las/os estudiantes es precisamente esa convivencia cercana, comprometida, solidaria, con una gran complicidad, que une a personas que, en la mayoría de las ocasiones no se conocía previamente. Amistad e incluso relaciones de pareja son habituales durante el periodo de estudios en los campus. Que perduran en el tiempo o no, pero que se mantienen vivas en la memoria siempre. Pisos, juegos, viajes, horas de estudio en biblioteca, fiestas… compartidos y vividos intensamente. Nervios, agobios, ansiedades, temores, incertidumbres, experimentados en compañía. Alegrías, emociones, vivencias, pensamientos, secretos… participados y comunicados en horas de conversaciones tan intensas como íntimas.

La pandemia obligó a las universidades a ponerse mascarillas que ocultaban muchas de esas relaciones. A mantener una distancia social que recortaba la intensidad de la complicidad, el compromiso e incluso la amistad. A asumir en soledad las emociones que provoca y evoca el tiempo universitario.

Nada es lo mismo. Todo cambia. Los campus vacíos, la señalética conductual reguladora de una movilidad que se torna también mecánica, las aulas despobladas, las cafeterías sin rastro del habitual bullicio, las bibliotecas anhelando el silencio presencial… como en una película con trama inquietante e incierta que, como suele suceder, la realidad acaba por superar, engullendo el dinamismo, la intensidad, el trasiego, las prisas… generando un silencio ensordecedor y una quietud perturbadora que provoca escalofríos.

En cuanto a la docencia, esta situación sobrevenida nos ha hecho valorarla de manera muy significativa, como sucede con la salud, que tan solo parece que valoremos cuando la perdemos.

La virtualidad, que antes de que llegara la pandemia ya actuaba de manera similar en cuanto a la capacidad de contagio, diseminación y efectos de aislamiento e individualismo, acompañó a la misma como remedio preventivo a su avance.

El confinamiento inicial y las posteriores medidas de seguridad dieron paso a la “invasión” de la virtualidad y con ella al secuestro de la presencialidad con todo lo que ello supone.

Los planes de estudio, las infraestructuras, las/os docentes, las/os propias/os estudiantes, tuvieron que “resetear” para incorporar nuevas metodología, técnicas, actitudes, contenidos… tratando de llenar los vacíos a través de la virtualidad aparentemente salvadora.

Este panorama “infectó” a toda la universidad, a todos los estudios, a toda la comunidad universitaria sin excepción. Pero, sin duda, a unas titulaciones les generó mayores daños, tanto directos como colaterales, que a otros.

La docencia enfermera se ha visto gravemente infectada y afectada. Sus constantes vitales se han debilitado. El conocimiento, la técnica y la humanización, que configuran la esencia de los cuidados, tienen serias dificultades para llegar con fluidez a las/os estudiantes que, a su vez, perciben dicha dificultad para incorporarlos, generando una sensación de fatiga que los equipos virtuales, a semejanza de ventiladores mecánicos, no siempre logran recuperar.

Toda relación entre docentes y discentes se ha visto condicionada y limitada por unas técnicas que se empeñan en denominar de la comunicación cuando realmente tan solo son técnicas de flujo de información (TFI), La comunicación requiere de ciertas condiciones que lamentablemente no pueden ofrecer los equipos informáticos por muy avanzados y sofisticados que estos sean.

El sonido distorsionado y entrecortado y la imagen a través de una pantalla de plasma tan impersonal como agresiva, esconden, enmascaran, deforman y anulan, los sentimientos, las emociones, las vivencias, las actitudes… para convertirlas en bits y píxeles tan mecánicos como impersonales.

La pantalla se convierte en un parapeto ideal para evitar el contacto y la comunicación contribuyendo a la recuperación de clases “magistrales” que se asemejan a un informativo televisivo estático en el que se proyecta un flujo informativo donde, la mayoría de las/os estudiantes a modo de “telespectadores” que se encuentran al otro lado de la pantalla, no se sabe bien si oyen, escuchan, entienden, asimilan o les interesa lo que un estático y perplejo docente recita contagiado de la mecánica que transmite la pantalla. El listado de nombres inerte, despersonalizado e inútil que aparece en el monitor tan solo permite intuir que hay alguien al otro lado, porque realmente tan solo nos garantiza que están conectados. Micrófonos y cámaras inactivadas para mantener un absurdo anonimato que se resisten a interrumpir y que traslada una sensación de estar actuando como un/a “teleoperador/a” que es consciente de que, si logra mantener al oyente conectado, sabe que su mensaje ni es escuchado ni atendido, ni entendido, permaneciendo activo por pena, solidaridad o simplemente apariencia. Las/os pocas/os que trasladan ciertas señales de interés lo hacen por el todavía más impersonal chat. Chat que si se solicita no usar para que lo hagan por audio, genera una inmediata, triste e incomprensible actitud de rechazo que ni tan siquiera se dignan a justificar. Simplemente se refugian de nuevo en el anonimato de la oscuridad y en el silencio tecnológico.

En estas condiciones tratar de transmitir conceptos como la empatía, la escucha activa, la retroalimentación, los sentimientos, la atención integral, los cuidados… se convierte en un verdadero acto artificial y artificioso que se reduce a la transmisión mecánica de conceptos y definiciones que tratarán de memorizar para un examen que lo único que permitirá identificar es si son aptos para que se les entregue el ansiado título que les facultará como enfermeras. Con la esperanza de que, al menos la experiencia como madre de todas las ciencias que le decía el Quijote a Sancho o como magistralmente reflejó Patricia Benner en su teoría para la transición de estudiante a profesional[1], les permita serlo realmente. Nos convertimos en autoescuelas de la sanidad que preparan a sus alumnas/os para aprobar los exámenes. La diferencia es, que a quienes lo hagan en la universidad, no se les requerirá que porten la “L” en la espalda durante un período determinado.

Me aterra cuando oigo que la tecnología ha venido para quedarse. Porque si lo va a hacer en estas condiciones no sé si me merece la pena seguir con una docencia que se convierte en conocimientos en conserva que por mucho que nos esforcemos no logran mantener la frescura, naturalidad, proximidad, personalidad… que los mismos requieren y por los que se ha diferenciado claramente la universidad presencial.

No seré yo quien ponga en duda los beneficios de la tecnología. Pero sí que cuestiono que la misma sea identificada como el remedio a todos los males o incluso la única solución para alguno de ellos.

Al margen de identificar los beneficios que aporta y que son por todos conocidos, no podemos obviar las amenazas que la incorporación sistemática y estandarizada que algunos están solicitando pueden reportar en ámbitos como la docencia de la enfermería y la atención de las enfermeras.

La presencialidad en las aulas, tan necesaria como deseada, se ha visto cercenada y posiblemente sea difícil recuperar cuando se logre esa normalidad que tan lejana e incierta identificamos. Se ha tratado de maquillar con eufemismos como docencia dual en un intento desesperado y poco efectivo de querer mantener cierta sensación de presencialidad que la mayoría de las veces se traduce en aulas desiertas o con una presencia tan residual como, por otra parte, de agradecer ante la posibilidad de poderle ver la cara a alguien que transmite sensaciones e incluso aportaciones.

Una vez que la virtualidad, a modo de sustancia adictiva, se incorpora en la dinámica de la docencia, desprenderse de sus efectos aparentemente “placenteros” no tan solo será sencillo, sino que generará efectos que permanecerán activos en las futuras enfermeras. Porque cuando logren aprobar sus exámenes y se incorporen en las organizaciones sanitarias para las que las Universidades se han convertido en proveedoras, como si no hubiese vida más allá de las mismas, se encontrarán con una réplica de escenarios tecnológicos en los que la telemedicina, telesalud, teleasistencia… y todas las teles que se les ocurran, habrán logrado imponer las pantallas y sistemas de audio a través de los que se seguirán perpetuando los efectos adictivos de esta tecnología para la atención a las personas. Ya ni tan siquiera se tendrá la posibilidad de mirar, de vez en cuando, a la cara de la persona que se atienda salvando la pantalla para hacerlo. Porque ya no se le permitirá acudir al centro, al tener que hacerlo telemáticamente, aunque no disponga de los conocimientos, de los dispositivos o ambas cosas a la vez para poder hacerlo.

Como los cajeros y la atención on line de los bancos que acabará con las sucursales de atención directa, los centros de salud pasarán a ser centros tecnológicos de atención telemática en los que obtener diagnósticos y tratamientos on line que posteriormente se podrán retirar de “cajeros dispensadores de medicamentos” en las farmacias. Posiblemente esta visión de futuro sea la que esté llevando a las/os farmacéuticas/os de oficinas de farmacia a reclamar para sí cualquier actividad o competencia que les permita seguir manteniendo sus negocios y sus beneficios económicos.

Pero lamentablemente, ni los ordenadores, ni los teléfonos, ni los cajeros, podrán planificar ni mucho menos dispensar cuidados profesionales. Ante este no tan distópico panorama deberíamos reflexionar sobre el futuro de las enfermeras y los cuidados profesionales que, al menos en teoría y hasta que la misma se pueda transformar en chips que la sustituyan, son competencia y responsabilidad de las enfermeras su prestación directa y personalizada.

Pensar que esto nunca sucederá y, por tanto, no actuar en consecuencia para que no llegue a pasar, consolidando humanística y científicamente los cuidados profesionales y utilizando la técnica y la tecnología y no a la inversa, es contribuir a que finalmente se produzcan hechos que luego resultan totalmente irreversibles.

La ciencia avanza que es una barbaridad[2], y evidentemente no hay que paralizarla, pero si saber dónde situarla en cada momento, situación, contexto o circunstancia.

            Estas/os mismas/os estudiantes telemáticas/os a las/os que la situación pandémica les ha impedido incluso llevar a cabo sus asignaturas de practicum, van a tener que procesar lo que es y significa el cuidado y el cuidar. Van a tener que visibilizar su aportación enfermera cuando no han sido capaces ni tan siquiera de visibilizarse como estudiantes. Van a tener que afrontar situaciones de salud cuando han sido recluidos y apartados por una de dichas situaciones sin posibilidad de interactuar en la misma. Van a tener que comunicarse directamente con personas cuando lo han estado haciendo a través de dispositivos tecnológicos. Van a tener que trabajar en equipo cuando han permanecido en la soledad del confinamiento. Van a tener, por tanto, que tener las ideas muy claras para desengancharse de una adicción tecnológica que, a pesar de haber asumido con la naturalidad que les otorga ser nativos tecnológicos, han sido abocados involuntariamente a la misma.

La Universidad y el Sistema Sanitario deberán reflexionar sobre el escenario que nos dejará la pandemia y cómo afrontarlo para que seguir formando y contratando enfermeras no se convierta también en un proceso mecánico en el que los denominados mercantilmente recursos humanos no pasen a engrosar los procesos de producción universitarios como si de cadenas de montaje y compra de mercancía se tratasen.

Las enfermeras, pero sobre todo la población, merecen poder prestar y recibir respectivamente cuidados profesionales científicos, cercanos, humanos y por supuesto reales. La virtualidad no puede ni debe subyugar los cuidados a una conexión, un enlace, una App, una web, un podcast… desde los que suplantar a las enfermeras como únicas profesionales competentes de dichos cuidados que son.

La formación y la atención enfermeras deben ser rescatadas de los nuevos hackers informáticos que se dedican a programar de forma entusiasta cualquier tipo de actividad. Porque la actividad, la acción, la atención enfermeras no son susceptibles de ningún tipo de virtualidad o programación que pretenda sustituir los cuidados profesionales enfermeros y con ellos a las enfermeras.

Adaptarse, desarrollarse, avanzar… no pueden establecer una dicotomía con la virtualidad, como si no existiesen otras posibilidades de hacerlo con las garantías, la calidad y el rigor que quiere acaparar en exclusividad. Existen alternativas y complementariedades que permiten respetar la realidad sin que las mismas sean excluyentes de la citada virtualidad.

La existencia de virus informáticos no ha sido capaz de limitar o impedir el desarrollo virtual. De igual modo, no tiene por qué, el coronavirus impedir el desarrollo de una realidad de cuidados tan necesaria y real.

Seguro que somos capaces de situar a la técnica en su lugar más adecuado para mantener la calidad y calidez de los cuidados profesionales enfermeros, porque vacuna para ello ni está ni se le espera.

[1] Benner, P., Tanner, C. y Chelsa, C. (2009). Expertise in nursing practice: Caring, clinical judgment and ethics. Segunda ed. Nueva York: Springer. https://doi.org/10.1891/9780826125453.

[2] Esta expresión es una deformación de ‘Hoy las ciencias adelantan que es una barbaridad’ y se la debemos a una canción de la famosísima zarzuela (estrenada en el año 1894), ‘La verbena de la Paloma’, con música compuesta por Tomás Bretón y cuyo libreto escribió Ricardo de la Vega.

 

ENTREVISTA CADENA SER ALICANTE

Entrevista realizada por Carlos Arcaya en el programa «Hoy por hoy Alicante» de la Cadena SER Alicante

25 NOVIEMBRE: VIOLENCIA CONTRA LAS MUJERES. DÍA INTERNACIONAL Y SANTORAL

Imagen: Adaptada de https://www.dipusevilla.es/temas/asuntos-sociales-e-igualdad/25n-2020-dia-internacional-de-la-eliminacion-de-la-violencia-hacia-las-mujeres/

A todas las mujeres. Por su libertad y dignidad

Ya he comentado en alguna otra ocasión que somos muy dados a ponerle etiquetas a los días del calendario. Bueno, realmente le ponemos etiquetas a todo y a todos. Como si los días por sí solos no fuesen suficientemente significativos como para tener que añadir algo más. Entre la iglesia que ya se encargó de poner santos/as a cada día del año, los días mundiales, los internacionales, los nacionales, los autonómicos… los calendarios acaban siendo un verdadero galimatías de nombres, celebraciones, acontecimientos o recuerdos. Algunos para celebrar y otros para no olvidar.

Sin embargo, no deja de ser triste que tengamos que seguir marcando días en el calendario para recordar lacras sociales que nos siguen cuestionando como personas civilizadas en sociedades supuestamente modernas y avanzadas.

Esos recuerdos anuales deberían servir para sensibilizarnos y hacernos reflexionar sobre qué somos, qué hacemos y qué queremos y no para mantenerlos como fecha fija, año tras año, como sucede con el santoral. Como si hubiese un cierto miedo a que nos olvidásemos de nuestro nombre. Como si hubiese cierto miedo a que no sepamos eliminar el recuerdo del sufrimiento, el dolor e incluso la muerte de algunas de esas fechas, y tengamos que recuperarla puntualmente para volver a olvidarlo de inmediato hasta el próximo año.

En ese calendario de recuerdos, el 25 de noviembre se encarga de recordarnos que se celebran los santos de Santa Catalina de Alejandría, San Adelardo, San Alano, San Dubricio, San García de Arlanza, San Gonzalo obispo, San Márculo, San Maurino, San Mercurio de Cesarea de Capadocia, San Moisés, San Pedro de Alejandría, San Pedro Yi Hoyong, San Riel.

Una mujer tan solo entre todo el elenco de santos. Santa de la que se dice que era una mujer dotada de una gran inteligencia, que destacó muy pronto por sus extensos estudios, situándola al mismo nivel que grandes poetas y filósofos de la época. Hasta que una noche se le apareció Cristo y decidió, en ese momento, consagrarle su vida, considerándose, desde entonces, su prometida. Sin embargo, la investigación no ha logrado identificar a Catalina con ningún personaje histórico y ha teorizado que Catalina fue un invento inspirado como contrapartida a la historia de la filósofa pagana Hipatia que parece ser debía tener su contrapunto sacro-religioso. Es decir, tan solo una mujer de dudosa existencia y que, además, está ligada a la abnegación como mujer y pensadora para unirse en “matrimonio” a Cristo, por lo que fue torturada, claro está, por hombres de su época, convirtiéndola además de en santa en mártir.

Dudo que se tomara la hagiografía de esta santa como referencia para instaurar el día internacional para la eliminación de la Violencia contra la Mujer, pero no dejar de ser “curioso” que se trate de alguien que ni tan siquiera se tiene certeza de su existencia, lo que le sitúa en el plano de la invisibilidad; que renunciase a su inteligencia y libertad para unirse a Cristo, lo que le sitúa en el plano de la abnegación y la renuncia para aceptar su condición de mujer sumisa y entregada; que esté sola entre tantos hombres, aunque sean santos, lo que la sitúa en un contexto de machismo y que fuese objeto de violencia por parte de los hombres ante su sabiduría, lo que la sitúa en el plano de la desigualdad y la debilidad.

En cualquier caso y al margen de analogías, lo que nadie debiera negar es que la existencia de la violencia contra la mujer es algo que se perpetúa a lo largo de la historia a pesar de las revoluciones, las civilizaciones o las culturas, formando parte inseparable de cualquier contexto con independencia de que la misma esté más o menos tolerada, más o menos justificada o más o menos reprobada.

Es como si los derechos, las libertades, las necesidades, el respeto, la dignidad, la seguridad… que denominamos universalmente como humanos, tan solo estuviesen reservados para los hombres y que las mujeres o no fuesen humanas o existiesen grados de humanidad en función del género, que las hace merecedoras de una violencia que regule sus intentos de igualdad y equidad con los hombres.

La evolución de los hombres, porque parece que las mujeres no deban evolucionar, no ha logrado eliminar las diferencias y con ellas la utilización de la violencia para mantenerlas. Dicha evolución lo único que ha logrado es modular el discurso para tratar de ocultar, maquillar, disimular, ignorar… la violencia que persiste, como se hace con el hematoma que la violencia provoca en la mujer con el uso de unas gafas de sol o de un maquillaje como si con ello desapareciese.

El lenguaje se manipula para transformar eufemísticamente en ocasiones y cínicamente en otras lo que se quiere situar tan solo como VIOLENCIA en cualquiera de sus modalidades, formas o variantes, o como parte de un todo irreal y manipulador como lo doméstico o familiar, apartándola de su relación unívoca con quienes son sus víctimas, LAS MUJERES, al hablar de la Violencia de Género. Es como cuando se trata de evitar nombrar el Cáncer utilizando expresiones como enfermedad maligna, como si alguna fuese benigna, negando una realidad que no contribuye a su curación.

La violencia de género que algunas/os niegan como quien niega que la tierra es redonda tildando a la misma como una invención ideologizada e interesada, no puede ocultar nunca el género de la violencia que siempre es machista y patriarcal, con independencia del género de quien lo defiende.

La violencia contra las mujeres que en gran medida permanece oculta por el miedo, la vergüenza o la frustración de quienes la padecen no puede ejercer una alianza con la violencia de género escondida o ignorada por la sociedad.

La violencia de género silenciosa de una artificial y mortal intimidad, no puede pasar a ser el refugio de una violencia silenciada que perpetúa su existencia.

El desprecio con que se comete la violencia contra las mujeres debe dejar de ser la violencia despreciada y no denunciada.

La denominada inocente violencia del lenguaje en forma de tópicos, estereotipos, latiguillos, refranes dichos y diretes se transforma en el lenguaje que sustenta, propaga, naturaliza y justifica la propia violencia.

La construcción de la violencia de género a través de permanentes mensajes implícitos o subliminales, reiterados o puntuales de comportamiento, actitud u omisión impiden la necesaria destrucción de la violencia en cualquiera de sus múltiples manifestaciones.

La violencia hacia las mujeres tolerada que provoca sufrimiento, dolor y muerte, debe dejar paso a la absoluta y rotunda intolerancia hacia la violencia.

La violencia machista no debe producirnos pena. La única pena debe ser la que cumplan los agresores.

La desigualdad en la que se apoya la violencia de género debe ser contrarrestada con la igualdad contra la violencia.

El castigo que infringe la violencia de género debe cambiar para que la violencia sea justamente, corregida, eliminada y castigada.

La violencia machista dolorosa no puede quedar tan solo en actos puntuales de reprobación o denuncia que no son capaces por sí solos de eliminar el dolor de la violencia.

La mirada que hacia la violencia de género se tiene no puede ser en una mirada esquiva, discreta o displicente que la convierta en invisible o natural.

Las señales que desde la violencia de género se producen y las que la propia violencia de género provoca, tienen que hacer que sea una violencia patente, visible y señalada.

El odio que provoca la violencia hacia las mujeres no puede nunca confundirse como efecto o consecuencia del amor.

La libertad que roba la violencia de género a las mujeres y a la propia sociedad, esclava de la misma, debe ser recuperada mediante la limitación de la de quienes la ejercen desde la idea de posesión que sobre ellas tienen.

El estigma social que crea la sociedad en las mujeres que sufren la violencia de género debe eliminarse por un comportamiento de aceptación, hacia ellas y de rechazo inequívoco hacia los agresores.

La educación engendrada por la cultura de la desigualdad tan solo puede combatirse con una cultura del respeto y la igualdad en cualquier ámbito o situación.

La actuación finalista ante la violencia de género no reduce, elimina ni modifica los comportamientos que la generan, al dar respuestas desde la judicialización o el asistencialismo sanitarista que hay que cambiar radicalmente.

Se dice, no sin razón, que la violencia de género que conocemos y reconocemos como tal es tan solo la punta del iceberg. Las muertes, con ser muy dolorosas e irreparables, finalmente acaban convirtiéndose en datos para la estadística estática que tan solo impresiona, pero no soluciona el problema.

No hay industria farmacéutica que pueda sacar una vacuna contra la violencia de género. No son eficaces los ensayos clínicos. No hay intervención quirúrgica posible. No existe tratamiento farmacológico. Pero existe la posibilidad de inmunizar, investigar, extirpar y tratar este mal que actúa como una pandemia para la que no son eficaces las mascarillas, ni la distancia social, ni el lavado de manos. Se trata de educación, libertad, igualdad y respeto en dosis adecuadas y mantenidas. Pero hay quien se sigue empeñando en llamar a esto adoctrinamiento, desde la manipulación y el machismo ideológico que son los que en realidad, mantienen viva la pandemia de la violencia contra las mujeres.

Las mujeres deben de dejar de tener miedo, sentimientos de culpa, frustración, vergüenza, anulación o resignación, que les paraliza y les conduce a mantener un silencio que les quema, les tortura y les impide hablar de lo que les sucede. Pero para ello deben identificar claramente que hay profesionales que las escuchen, las entiendan, las protejan, las ayuden, las acompañen y las cuiden y no tan solo las curen de las heridas físicas que les provoca una violencia que queda oculta o tristemente disimulada por las caídas, los accidentes o los descuidos que, o no se saben o no se quieren identificar como señales de la violencia de género.

Las enfermeras, en especial las enfermeras comunitarias, debemos ser referentes de la población en general y de las mujeres en particular. Y digo que debemos ser porque para ello debemos trabajar y actuar en consecuencia. No podemos, ni debemos esperar a que la población nos identifique como tales, sin más. Es nuestra obligación trabajar con las personas, las familias y la comunidad y no tan solo para ellas. Tenemos que establecer vínculos de confianza que favorezcan la empatía, la escucha activa y con ellas la confianza en nosotras. Tenemos que hacer de las consultas enfermeras un espacio de libertad y de mutua confianza y no nuestra atalaya defensiva desde la que oteamos las necesidades y nos parapetamos tras la muralla defensiva de la pantalla y el teclado. Debe ser un espacio de conexión con la realidad individual y colectiva que nos permita identificar cualquier indicio de sospecha de violencia de género que nos obligue a redoblar esfuerzos con la sensibilidad, la proximidad y el respeto que tanto la mujer como la situación que vive o sufre nos deben merecer. No podemos excusarnos ni en la falta de tiempo, ni en la poca formación, ni mucho menos en una recurrida y recurrente privacidad o confidencialidad que, siendo importantes, tan solo se utilizan como escudos protectores contra aquello que no queremos afrontar por entender que nos puede herir.

Como enfermeras tenemos la obligación de afrontar la violencia de género con determinación y valentía, con rigor y empatía, con audacia y prudencia, con delicadeza y firmeza, con coraje y sensibilidad, con observación y objetividad, con convicción y humildad, con calidez y calidad, con tiempo y dedicación, con profesionalidad y cuidados.

No, no es fácil, como no lo es para la mujer que tenemos enfrente y que debemos situar a nuestro lado y que trata de huir por el pánico que le produce contar lo que le pasa antes de que puedan golpearla o matarla o de que se lo hagan a sus hijos.

Pero es que ser enfermera no es fácil. Eso es lo que durante tanto tiempo han querido que identifiquemos y creamos.

Afrontar los sentimientos, las emociones, las vivencias, los temores, las incertidumbres, los dolores que van más allá del cuerpo… identificar los “gritos” silenciosos de alarma que nos trasladan las mujeres con un lenguaje encriptado lleno dolor, miedo y rabia contenida, evitar la huida ante el pánico, reconocer las negaciones como declaraciones de dolor y sufrimiento, abordar las situaciones más allá de la perspectiva sanitaria, anular los intentos de autodestrucción y falta de autoestima, huir de la derivación como respuesta a la asunción de responsabilidad… no es fácil, pero es nuestra obligación, porque es y forma parte de nuestras competencias.

Suturar una herida, inmovilizar una fractura, aliviar un dolor, se puede hacer con técnica y desde la distancia defensiva que evita la implicación. Ser una enfermera tecnológica si que es fácil. Incorporar la rutina mecánica sí que es sencillo. Pero que nadie se equivoque eso no es ser enfermera profesional. Eso no es lo que las personas, las familias y la propia comunidad necesitan y demandan. Precisamente por eso, posiblemente por eso, no seamos reconocidas, identificadas y valoradas como referentes para ellos.

Seamos coherentes con lo que somos. Con lo que hemos decidido ser porque nadie nos ha obligado a serlo. Seamos coherentes con lo que hacemos porque nos corresponde asumir nuestra responsabilidad profesional. Seamos coherentes con lo que representamos porque de nosotras depende que, en parte, podamos hacer frente a esta lacra miserable de la violencia.

No hacerlo, instalándonos en la simpleza conformista de cumplir un horario, ejecutar tareas y órdenes, mirar hacia otro lado, desde una ética de mínimos, nos sitúa, en el caso de la violencia de género, en cómplices de su existencia.

Nosotras que como enfermeras somos testigos clave de lo que ha supuesto la violencia de género profesional durante tanto tiempo y cuyos efectos aún perduran en nuestro desarrollo y evolución. Nosotras que hemos sido víctimas de un patriarcado asistencialista y medicalizado que ejerció una violencia de género profesional hacia la enfermería como profesión femenina que es, no podemos, con independencia del género de quienes la ejercemos, ser cómplices de una violencia que mata a las mujeres y a la sociedad. Nosotras tenemos la obligación como enfermeras de ser identificadas, sin ningún tipo de dudas, como garantes indiscutibles de la lucha contra la violencia contra las mujeres.

Con independencia de que sea 25 de noviembre o 2 de febrero. No hacerlo puede que nos aboque a que alguien se vuelva a inventar una nueva santa como Catalina de Alejandría que trate de amparar desde una falsa advocación, a las mujeres que son objeto de la violencia machista que alimenta una sociedad que también requiere cuidados para afrontar su incapacidad y desterrar su tolerancia. Pero los milagros, por mucho que se empeñen, no existen. El único y verdadero milagro contra la violencia de género está en nuestra determinación e implicación sin ambages contra quien la practica y lo que la alimenta. Cada cual desde su posición y su responsabilidad. La de las enfermeras es clara, quien no lo identifique tiene un problema y genera muchos problemas.

¿Cuántos más 25 de noviembre vamos a tener que seguir manteniendo este nefasto recuerdo?

¿VISIBILIDAD O CEGUERA? PARADIGMAS, LUCES Y PEONES

Son muchísimas las reflexiones que en torno a la visibilidad enfermera se han realizado y se siguen realizando.

            Sin duda, se trata de un tema que ocupa y preocupa a las enfermeras. Se repite de manera sistemática, en ocasiones incluso como si de un mantra se tratase, la falta de reconocimiento derivado de la invisibilidad enfermera. Es curioso, porque incluso desde los primeros cursos, las/os estudiantes de enfermería tienen interiorizada dicha carencia y la recitan de manera automática. Sin embargo, resulta paradójico que, ante dicha percepción, dichas/os estudiantes, no sean capaces de reconocer y nombrar a ningún referente que vaya más allá de Florence Nightingale o Virginia Henderson, lo que demuestra que la invisibilidad no nos es ajena al ser incapaces de vernos y reconocernos.

            Por visibilidad se define la cualidad de aquello que es evidente o manifiesto. Así pues y en base a dicha definición podemos concluir que no generamos, como profesionales, la suficiente evidencia o claridad que permita ser reconocidas y valoradas como enfermeras.

            La interrogante que esta falta de visibilidad genera es la de si se trata realmente de una invisibilidad propia o inducida. Es decir, ¿tenemos, las enfermeras, suficientes cualidades para que se hagan evidentes y manifiestas nuestras aportaciones? o, ¿existen causas externas que favorecen nuestra invisibilidad a pesar de nuestras aportaciones?

            Las respuestas no son unívocas ni sencillas y siempre van a estar sujetas a cierta subjetividad corporativa que se incorpora como claro sesgo que nos impide ver la realidad de una situación que limita nuestra autoestima y con ella nuestro desarrollo.

            Pero yo incorporaría un nuevo elemento que considero no se identifica o tratamos de eludir por resultar molesto y difícil de abordar. ¿No será que en lugar de invisibilidad lo que existe es ceguera? Porque la situación cambia radicalmente. Ya no se trataría tanto de que no tengamos cualidades como enfermeras, como de que seamos incapaces de percibirlas, valorarlas y darlas a conocer como consecuencia de nuestra propia ceguera y la de la sociedad.

            Falta saber, si como sucede con las patologías oftálmicas, la ceguera que padecemos se debe a cataratas, a una degeneración macular o a un glaucoma. Porque de ello dependerá que se pueda recuperar la agudeza visual o no.

            La pérdida de visión, por tanto, es lo que hace que no se logre visibilizar con claridad lo que nos rodea y que, en muchas ocasiones, la borrosa realidad que percibimos nos haga identificar como tal realidad lo que simplemente es el resultado de nuestra imaginación o de la construida de manera interesada por otros ocultando la nuestra propia.

            Así pues mientras las cataratas se trata de una opacidad del cristalino que hace que se vaya perdiendo visibilidad, en el caso de la ceguera profesional podemos decir que dicha opacidad genera como resultado una acomodación visual que se adapta a una realidad en la que nosotras como enfermeras quedamos excluidas de la misma o bien quedamos difuminadas en borrosas e indefinidas sombras que finalmente acaban por pasar desapercibidas o incorporadas en un fondo difuso de luces y sombras. Fondo que no nos permite identificar con la claridad necesaria, ni su contorno ni su contenido, es decir, tan solo resalta finalmente la imagen central que ocupan otros y que tanto nosotras como enfermeras como la sociedad en su conjunto es lo que identifican, visibilizan y valoran. Aunque también es cierto que sin ese fondo de cuidados en el que estamos incorporadas no resaltaría esa otra imagen virtual que se ha construido en torno a la curación y a la enfermedad. Lo cual, sin embargo, no es suficiente como para obtener una adecuada visión.

            En las cataratas, por otra parte, la edad es la principal causa de su aparición y progresión. En el caso con el que trato de hacer la semblanza, la edad viene determinada por el paso del tiempo de unas instituciones caducas, opacas y rígidas que favorecen la pérdida de agudeza visual y con ella la posibilidad de distinguir con claridad la aportación de los cuidados profesionales enfermeros, lo que provoca la invisibilidad en paralelo de las enfermeras que los prestan.

            Pero el problema es aún más grave en quienes, como las enfermeras, su ceguera viene determinada no por la edad y la opacidad de su visión, sino por el conformismo y naturalización de una visión deteriorada, deformada e incluso manipulada que finalmente acaban por identificar como normal y propia, aunque la misma suponga su anulación como referentes de los cuidados que lleva ineludiblemente emparejada la falta de reconocimiento tanto profesional (de la propia profesión y de otras profesiones) como social, que mantiene o incluso refuerza los tópicos y estereotipos que en torno a esa visión borrosa se tiene de las enfermeras.

            Así pues las cosas, resultará poco efectivo el tratar de corregir la opacidad visual institucional si lo que se visibiliza tras la corrección son profesionales que continúan con una persistente ceguera que les incapacita para trasladar una imagen acorde a sus competencias y responsabilidades. Al contrario, dicha visión conducirá a las/os responsables de las instituciones sanitarias a tomar decisiones que traten de paliar la falta de respuestas visibles aportadas por las enfermeras y a que sean otras figuras con mayor visión quienes den respuestas a las necesidades que existen y que no pueden quedar ocultas por la ceguera de unos y otros.

            Llegados a este punto considero que es fundamental analizar cuáles son o pueden ser las causas de la ceguera enfermera, pues la institucional y social con ser evidentes son consecuencia en gran medida a la primera.

            Para ello, es importante que el análisis lo llevemos a cabo como una intervención enfermera y no como un diagnóstico médico centrado en exclusiva en la ceguera como patología a analizar. En base a ello el análisis que planteo es valorar la citada ceguera como un problema de salud en el que habrá que tener en cuenta la perspectiva física, psíquica, social y espiritual, el contexto en el que se produce y la intervención que se plantea.

            Dichos componentes es evidente que van a requerir un abordaje integral que se ajuste a la realidad que analizamos desde el paradigma enfermero.

            Hecha la aclaración, considero que, a nivel físico, podríamos identificar la edad media de las enfermeras, que actualmente trabajan en las organizaciones sanitarias, como una edad elevada que en breve va a requerir de un masivo reemplazo para el que, considero, no se están previendo las necesarias intervenciones que permitan una saludable y equilibrada transición. Si bien es cierto, que la edad no determina, per se, un comportamiento negativo ante la profesión y su identidad, no es menos cierto que el mismo está muy influenciado por condicionantes externos que han provocado, en muchas ocasiones, un evidente conformismo o inacción de desarrollo que influye en la proyección profesional que se traslada a la organización, el equipo de profesionales y la sociedad, sin que hayan existido respuestas correctoras por parte de las/os gestoras, tanto enfermeras como institucionales, que contribuyen a anular la visión de la acción enfermera.

            La perspectiva psíquica está claramente determinada por el clima laboral y el entorno medicalizado, asistencialista y paternalista poco saludable en el que se desarrolla la actividad enfermera y que se acompaña de una clara y manifiesta presión determinada por las inadecuadas ratios profesionales que no tan solo se han mantenido sino que incluso se han empeorado con el paso del tiempo, influyendo de manera claramente negativa en la imagen de las enfermeras y su visibilidad, al mermar o impedir acciones autónomas enfermeras, en beneficio de las delegadas o propias de otros colectivos.

            La perspectiva social tiene una especial significación en esta ceguera profesional. Por una parte, las enfermeras nos quejamos permanentemente de nuestra invisibilidad y la ausencia de referencia social, aunque no salimos del lamento lastimero que nos permita actuar con decisión para aportar soluciones reales al problema. No sabiendo finalmente si son las lágrimas las que no dejan ver la realidad.

Por su parte, la sociedad es incapaz de percibir y diferenciar el valor añadido que aportan los cuidados profesionales enfermeros al quedar estos ocultos por la técnica, la medicalización y la enfermedad que asumen como propios y tras los que ocultan su imagen muchas enfermeras en su actuación diaria.

            Por último, la espiritualidad, entendida como la conciencia, el autoconcepto, el modo de vida y el bienestar de las enfermeras, y las normas o valores que permiten alcanzarlos, está seriamente deteriorada cuando no anulada. La visión de una enfermera “multiusos” como si de una navaja suiza se tratase, oscurece las aportaciones específicas que en cada caso se requieren y que ni tan siquiera las enfermeras son capaces de poner en valor y visibilizarlas, quedando ocultas en medio de su eficaz pero invisible aportación, cuyos resultados o se desvanecen en el olvido o son acaparados por otros profesionales como parte de su producto, contribuyendo a una clara suboptimización del producto enfermero.

            La ceguera, en este caso, es por tanto colectiva y deberíamos preguntarnos si la misma la hemos integrado como una discapacidad permanente a la que nos hemos adaptado, aunque nos quejemos de ella, o si, por el contrario, entendemos que depende básica y principalmente de nosotras el eliminar la opacidad que impide identificar y asumir con orgullo nuestra imagen enfermera y lo que la misma supone y representa para las personas a las que cuidamos. Si ello fuese posible y eliminásemos el miedo a nuestra propia imagen e identidad, como si de una anorexia profesional se tratase, no tan solo captaríamos lo que somos, y nos sentiríamos orgullosas de ello, sino que nos permitiría proyectarnos para que la sociedad nos visibilizase también y supiese otorgar valor tanto a nuestra presencia como a la esencia de nuestros cuidados.

            Se trata de abandonar el paradigma médico en el que nos sitúan y del que, no nos equivoquemos, nos resistimos a salir por habernos acomodado a él. Como le sucede a la rana que se mete en un cazo con agua que se va calentando progresivamente hasta que esta muere cocida sin presentar resistencia. En dicho paradigma nuestra aportación es subsidiaria de quien calienta “el agua” del mismo a su voluntad para que nos sintamos cómodas, hasta que llega un momento en que perdemos toda capacidad de reacción y morimos profesionalmente hablando.

            Asumir nuestra responsabilidad desde el paradigma enfermero que nos corresponde es lo que permitirá eliminar la ceguera profesional que padecemos. Dar respuestas en base a cuidados profesionales enfermeros que respondan a las necesidades por nosotras identificadas y que se ajusten a las demandas sentidas de las personas, familias y comunidad permitirá, así mismo, que la sociedad identifique que nuestra imagen tiene luz e identidad propias y no precisa de la luz y la aportación de nadie para hacernos visibles y reconocibles. Ni nosotras somos la luna, con su cara oculta incluida, ni precisamos de la supuesta luz solar de quienes se han venido considerando el astro rey, que ciega cualquier visión que no sea la suya propia.

            Dejemos de utilizar el mantra de la invisibilidad y aceptemos la responsabilidad de mostrarnos como lo que somos, enfermeras. Y desde esa visibilidad seamos capaces de responder con determinación a la utilización interesada que desde otros colectivos, y desde las instituciones que controlan, hacen de nuestra aportación.

            No caigamos, además, en la trampa que puede suponer la actual virtualidad parapetándonos tras una pantalla o un teléfono. La utilización de la tecnología debe ser utilizada, en todo caso, para reforzar y aumentar nuestra aportación y visibilidad, y no para evitar el contacto y la presencia tan necesarias en la prestación de los cuidados profesionales.

            No servimos para todo y en cualquier parte. Tenemos capacidades, habilidades y competencias específicas que deben desarrollarse en ámbitos y puestos de trabajo específicos. No hay que confundir, como maliciosamente se hace, la prestación de cuidados generales con la indefinición profesional que se utiliza para manejarnos como los peones en un tablero de ajedrez, tal como cantaban Mecano en su canción “el peón del Rey de negras” y que en sus estrofas iniciales decía:

Negro bajito y cabezón

solo pude ser peón

de negras

Lo más chungo en ajedrez

Luego con arrojo, tesón

y la estricta observación

de las reglas

llegué hasta peón del rey

Pero de peón

la única salida

es la revolución.

            Revolución que pasa por no ser, como también se dice en la canción, “el picha” de nadie. No es ir contra nada ni contra nadie. Es, simplemente, creerse lo que somos y para lo que valemos. Y, por supuesto, no dejarnos manejar por los estrategas de ese juego en el que siempre acaban por identificarnos como peones que sirven para todo y para nada, o sí, para morir en el intento de subsistir o de defender a otras piezas del tablero sanitario, sin que realmente se nos identifique un valor real.

            En este hipotético tablero tenemos capacidad de ser Reina, torres, caballos, Rey o alfiles, tanto de blancas como de negras y de ganar batallas con intervenciones bien planificadas y ejecutadas en un juego que es un deporte de estrategia, inteligencia y paciencia, como los cuidados lo son de ciencia, técnica y humanización. Se trata básicamente de realizar los movimientos adecuados en los momentos oportunos, tanto en tableros reales como virtuales.

            Brillemos con luz propia, salgamos de la oscuridad y movamos con maestría nuestras fichas.

            Pero para ello, lo primero que tenemos que hacer es ponernos las pilas, dejarnos ver como lo que somos y jugar con inteligencia para que no nos maten a la primera de cambio. A partir de ahí podemos empezar a hablar de visibilidad y reconocimiento sin llorar.

ENFERMERA DE ZUECO vs ENFERMERA DE MOQUETA CONTINUIDAD DE CUIDADOS

Más allá de cualquier otra valoración, análisis, estudio o reflexión que se pueda llevar a cabo en torno al COVID 19, que ya son muchos los que se han hecho y se siguen haciendo, lo que no cabe ninguna duda y está fuera de cualquier discusión o debate, es que la pandemia que ha provocado ha dejado al descubierto muchas carencias, deficiencias y limitaciones en el ámbito sanitario, social, educativo, judicial… lo que sin duda, nos obliga, cuanto menos, a pensar sobre ellas para tratar de eliminarlas o minimizarlas si realmente queremos alcanzar una normalidad, la que sea posible, en condiciones más favorables y, sobre todo, menos vulnerables.

No es mi intención, ni por espacio disponible ni por conocimientos necesarios, reflexionar sobre todo ello. Pero si que quisiera detenerme en un aspecto que, por cercano, por interés y por preocupante, no quisiera pasar por alto, sin que ello signifique que cualesquiera otro de los aspectos derivados de la pandemia sea menos interesantes, importantes o preocupantes. No es, por tanto, una cuestión de prioridades, sino, en este caso, de interés personal.

Tanto a los estudiantes de enfermería como a las enfermeras, siempre se les ha trasladado o nos hemos preocupado por la continuidad de cuidados.

Teniendo en cuenta que los cuidados profesionales son los que nos dan identidad y valor profesional específicos como bien intrínseco, es razonable que intentemos que los mismos no sufran las incoherencias y deficiencias de un modelo sanitario que en sí mismo está fragmentado y centra su asistencia, que no atención, más a la enfermedad, sus signos, síntomas, síndromes, aparatos y sistemas, que a las personas que son quienes realmente requieren de dichos cuidados. Ello, sin contar con la división por niveles de asistencia que el propio sistema sanitario establece y con la que define su organización. Porque según el diccionario, nivel es la “altura a la que está situada una cosa”. Es decir que ya se parte de la premisa de que existen diferentes alturas entre los ámbitos en los que se presta asistencia en el sistema sanitario, lo que conlleva dificultades de accesibilidad y, por tanto, de continuidad de cualquier acción que entre dichos niveles se quiera llevar a cabo y a los que no escapan, desde luego, los cuidados. Esto, provoca que no se atienda de manera integral a las personas sino únicamente, y con muchísima más frecuencia de lo deseado y esperado, se preste tan solo asistencia puntual, patológica y alejada de lo que requiere una eficaz prestación de cuidados profesionales y por derivación una necesaria continuidad de los mismos.

Pero con ser importante este desnivel entre los ámbitos de atención del sistema sanitario, mi reflexión va dirigida a otro nivel. Y digo otro nivel porque es evidente que también nos hemos encargado de establecer esta diferencia de altura entre el sistema sanitario y el sistema docente e investigador, es decir, la Universidad. Y entre ambos y la sociedad en la que están presentes, pero no necesariamente integrados, ni mucho menos articulados.

Se ha hablado y escrito mucho sobre la brecha entre asistencia y docencia. Y a pesar de ello, o precisamente por ello, tal brecha no tan solo no se ha reducido o eliminado, sino que incluso ha incrementado, tanto la distancia entre ambos lados como la profundidad de la sima que tal brecha deja al descubierto, con lo que supone de peligro para docentes, discentes, asistentes y pacientes (en este caso se entiende la utilización del término). Ni tan siquiera los puentes que se han tratado de construir han logrado salvar las diferencias y, o bien quienes tenían la responsabilidad de hacerlo no la asumieron o pensaron que siempre era el otro quien debía llevarlo a cabo; o bien no fueron construidos con las mínimas garantías de seguridad ni con los materiales adecuados, lo que condujo a que se derrumbaran por la presión ejercida en uno u otro lado; o bien se han deteriorado por la falta de uso y mantenimiento; o bien se ha tenido miedo a cruzarlos por el riesgo o el miedo que supuestamente los mismos generaban; o bien por las “tasas” que había que asumir para utilizarlos y que nadie quiso, supo o se atrevió a eliminar. El caso es que tender puentes ha venido siendo, más una declaración de intenciones que una verdadera voluntad de lograrlo con las garantías exigibles para eliminar dicha brecha. Ni tan siquiera se ha hecho el esfuerzo real de intentar buscar otro recorrido en el que no existiese dicha brecha y que, aunque hubiese que recorrer una mayor distancia, los peligros de la misma se eliminaran y permitieran el flujo, entre uno u otro ámbito, de manera mucho más fluida y sin los riesgos del abismo que tal brecha deja al descubierto.

Pero esto, tan evidente, tan conocido, tan interiorizado e incluso naturalizado, aunque oculto e invisibilizado, la pandemia, como en tantos otros aspectos, ámbitos o contextos, se ha encargado de sacarlo a la superficie y con ello dejar al descubierto los problemas que tal brecha ocasiona en esa imprescindible continuidad de cuidados que se requiere también entre los ámbitos de la atención y la docencia.

Alguien describió de manera muy icónica la diferencia entre las enfermeras docentes y asistenciales hablando de enfermeras de moqueta y enfermeras de zueco[1]. Sin duda el intento, lo era más en el sentido de ahondar en la brecha que en el de estrecharla o eliminarla. Porque ni todas las enfermeras docentes pisan moqueta, entre otras cosas, porque no la hay ni en el sentido literal ni el figurativo, ni todas las enfermeras asistenciales llevan zuecos, como si además dicho elemento fuese un signo de clase o de inferioridad, cuando realmente tan solo es una parte de la indumentaria de ciertas enfermeras y otros profesionales sanitarios para trabajar de manera más cómoda, confortable y segura. Por lo tanto, las diferencias si se quieren buscar se encuentran. Otra cosa bien diferente es que las mismas sean realmente coherentes, razonables e incluso formen parte del sentido común.

Pero más allá de estos intentos de clasificación de clase profesional, tanto en el ámbito de la atención como en el de la docencia, lo que verdaderamente nos tendría que preocupar es si realmente lo que hacemos en uno u otro ámbito favorece no tan solo la continuidad de los cuidados que prestamos a estudiantes, personas, familias o comunidad, sino también nuestro crecimiento profesional y científico, con independencia de donde nos situemos, nuestro prestigio y reconocimiento social y nuestra capacidad de ser respetadas por las comunidades científicas y profesionales en su conjunto.

La respuesta, creo que es evidente. Y aunque pueda doler, el negar la evidencia tan solo nos conducirá a perpetuar la carencia.

Como decía, la pandemia ha actuado como una tormenta que descarga sus torrenciales aguas para posteriormente y cuando parece que la calma se instaura dejar al descubierto los lodos que todo lo invaden y provocan tanta desolación como frustración. Lodos que cuestan de retirar y que cuando se logra aparecen los daños provocados, así como la impotencia y rabia que los mismos generan en quienes los padecen. Y a partir de ese momento comienza una lucha por identificar culpables y exigir respuestas, sin darse cuenta que lo más eficaz sería aplicar medidas que evitasen o minimizasen los efectos de dichos fenómenos o trabajar conjuntamente en solucionar los efectos provocados.

Tormenta, la de la COVID 19, que ha arrastrado los débiles puentes tendidos para dejar una insalvable brecha al descubierto. Tormenta con riegos evidentes de nuevas descargas, en este caso no de agua sino víricas, que nos ha dejado hundidos en el lodo dificultando nuestros movimientos y provocando el cruce de acusaciones entre las orillas del ámbito docente y del asistencial, como si los mismos fuesen a permitir restaurar la imprescindible comunicación entre ambas.

La saturación de las enfermeras por la avalancha vírica en sus fragmentados e incomunicados niveles asistenciales unida a la desesperante adaptación de las enfermeras docentes a una realidad universitaria nueva y sorpresiva, para la que, ni el modelo universitario ni ellas mismas, estaban preparadas, ha dejado sin la necesaria continuidad de cuidados tanto a la comunidad en su conjunto como a la comunidad universitaria en particular y concretamente al estudiantado.

Estudiantado, el de enfermería, que requiere y al que se le exige un cumplimiento práctico que la pandemia se ha encargado de inutilizar cubriéndolo con el lodo arrastrado por esta.

Al abismo de la brecha se une pues el lodo de la tormenta y la comunicación se vuelve más tensa y menos tolerante, y con ella se dificulta la continuidad de cuidados que las prácticas que las/os futuras enfermeras deben realizar para adquirir competencias se fragmente aún más. Las enfermeras de los centros asistenciales se resisten a tutorizar estudiantes argumentando saturación y cansancio. Las enfermeras docentes exigen compromiso a las asistenciales, por quienes antes no se habían preocupado, entendiendo, además, que forma parte de su actividad profesional asumir dicha tutorización. Las/os estudiantes, mientras tanto, observan con perplejidad y sorpresa como se debilita su “salud” formativa ante la falta de una continuidad de cuidados de la que se les ha hablado en aulas poniendo énfasis en su importancia.

Al contrario de lo que sucede con la docencia teórica, para la que se ha logrado una cierta respuesta virtual, en la docencia práctica la virtualidad tan solo cubre algunos aspectos de la misma, por lo que se requieren innovadoras estrategias que permitan que las/os estudiantes puedan realizar sus prácticas sin quedar atrapados en el lodo pandémico que permanece presente y con perspectivas muy desalentadoras en cuanto a su posible desaparición, al menos a corto plazo. Pero para ello la continuidad de cuidados que fue sistemáticamente olvidada, cuando no rechazada, entre docencia y asistencia, resulta imprescindible y restaurarla se antoja complicado cuando los posicionamientos por “defender” los contextos específicos de uno u otro lado se tornan rígidos e inflexibles a lo que contribuyen las/os políticas/os con medidas de aislamiento de estudiantes impidiendo su asistencia a centros sanitarios. Paradójicamente durante la primera ola, se les solicitaba voluntariedad para incorporarse como “auxiliares de atención”. Como si la incidencia de contagio y su etiología hubiesen mutado de una ola a la que ahora vivimos.

A todo ello hay que añadir la miopía permanente del ámbito docente al identificar como escenarios casi exclusivos de prácticas los centros asistenciales de las organizaciones sanitarias, despreciando la multitud de recursos comunitarios en los que pueden adquirirse las competencias necesarias y exigidas por los planes de estudio que, a su vez, van a requerir de una profunda revisión que permita adaptarlos a la realidad tanto del sistema sanitario como de la propia sociedad.

Todo ello nos lleva a una situación de confusión, alarma e incertidumbre que, además, se incrementa con la evidente falta de enfermeras que requieren un sistema sanitario y universitario que de manera sistemática han estado ignorando y negando. Otro elemento, por tanto, a añadir a la ineficaz o inexistente continuidad de cuidados que requiere nuestro estudiantado, pero también nuestras enfermeras con independencia de que sean docentes o asistenciales.

Creer que la enfermería es diferente en función del ámbito en donde se desarrolle, ha provocado graves problemas de identidad científico profesional entre las enfermeras y entre estas y la sociedad. A ello hay que añadir que tanto el modelo sanitario como el docente, actuales no han sido capaces de resistir las acometidas provocadas por la pandemia como consecuencia de las propias debilidades de sus modelos, así como las provocadas, consentidas y alimentadas con actitudes intransigentes y clasistas de las propias enfermeras. Acompañadas, por la falta de decisión de quienes, como gestoras/es, debían marcar las estrategias a seguir para garantizar la continuidad de cuidados profesionales, tanto docentes como de atención.

Tendremos que reconocer, por tanto, que es momento de quitarnos los zuecos y retirar las moquetas, para ponernos a trabajar desde la única Enfermería que existe, aunque los cuidados profesionales que de la misma se derivan se tengan, necesariamente, que adaptar a los diferentes escenarios, pero sin perder de vista que requieren de una continuidad que garantice no tan solo la adquisición de competencia sino su consolidación y puesta en práctica.

Sería bueno que las enfermeras aplicásemos la resiliencia que nos permita recuperar una continuidad de cuidados que tanta falta nos hace y que es necesario y exigible para ser capaces de aplicar, mimar y desarrollar.

Hablar, escuchar y respetar se configuran como parte de la mejor estrategia para lograr una continuidad de cuidados que nos acerque a la excelencia y nos aleje del aislamiento que su ausencia genera.

[1] Tomado del título de una comunicación de la Profesora Mª Victoria Antón Nárdiz en unas Jornadas de la Asociación Española de Enfermería Docente. Ella lo planteaba como un juego sobre las diferentes miradas de las enfermeras. Yo he reinterpretado su significado.

CRISIS, CAMBIOS SOCIALES Y EXCLUSIÓN LA REVOLUCIÓN DE LOS CUIDADOS

No cambias las cosas combatiendo la realidad existente. Cambias algo construyendo un nuevo modelo que hace el modelo existente obsoleto. (Buckminster Fuller)

 

Dicen los historiadores que de las grandes crisis surgen grandes cambios sociales.

Tenemos muchos ejemplos.

Los cambios producidos en siglos precedentes con la aparición del dinero y de los mercados, la conquista del llamado nuevo mundo, la irrupción de la imprenta, la supremacía de la Iglesia, dieron paso al siglo XVII. La Revolución Científica, en la que se acabó con las supersticiones que fueron sustituidas por teorías científicas. La teoría geocéntrica que se encargó Galileo de rebatirla, la medicina evolucionó y las evidencias científicas se impusieron progresivamente.

En el siglo XVIII la Revolución Francesa de 1789, se constituyó como referente de los movimientos que luchaban por la igualdad. También consiguió que un gran número de pensadores europeos teorizaran sobre temas como los derechos humanos, la igualdad política y los derechos de las mujeres.

El siglo XIX fue el del desarrollo de las comunicaciones, destacando el telégrafo, que permitió comunicarse con cualquier parte del mundo. A la comunicación se sumaron los viajes y la distribución de alimentos que se incrementaron con la aparición de los trenes, los buques a vapor y el teléfono.

En el siglo XX se fraguó la idea de que el futuro sería mucho mejor gracias a la tecnología que permitiría hacer nuestras vidas más sencillas. El clima, la arquitectura y algunos de los logros que constituyeron el llamado estado de bienestar, como las pensiones, se sumaron a dicho futuro de esperanza. Aunque también hay que destacar algunos factores como la dependencia de los combustibles fósiles, el aumento por seis en la población mundial y el calentamiento global que se identificaron como importantes alarmas.

En medio de dichos cambios sociales, políticos, económicos o industriales se intercalaron pandemias como la peste o la gripe, guerras mundiales, crecimiento armamentístico, peligro de guerra nuclear… entre otras muchas que incidieron de manera significativa en las desigualdades sociales.

Cuando aún no ha transcurrido ni una cuarta parte del actual siglo XXI, ya nos hemos encontrado con una pandemia global que está empezando a plantear serias dudas sobre nuestro actual estado de vida y cómo mantenerlo.

Se ha pasado de una sociedad de clases a una sociedad con multiplicidad de ejes de desigualdad, que provocan que la distribución de la riqueza genere nuevos espacios de exclusión social, lo que obliga a incorporar cambios en los sistemas públicos como la salud.

Por otra parte, la globalización ha tenido un gran impacto en las políticas de empleo, causando procesos de precarización generalizada, y con constantes cambios en las prestaciones por desempleo, por despido, o en los horarios y la jornada de trabajo, que tienen una clara incidencia en la salud de las personas y la comunidad.

La evolución de la estructura familiar ha significado, así mismo, una dimensión de cambio muy importante en las relaciones de género, por ejemplo. El predominio de la familia nuclear, con esquemas rígidos y estables de relación entre los ámbitos doméstico y profesional, sobre la base de relaciones patriarcales de género, ha ido dejando paso a una pluralidad de nuevas formas de convivencia, con altos índices de monoparentalidad, y a nuevas lógicas de relación empleo-familia a partir del cuestionamiento de los roles tradicionales por sexo. Cambios como, por ejemplo, la incidencia en la prestación de cuidados familiares que se prestaban, casi de manera exclusiva, por parte de las mujeres en el ámbito doméstico como parte de la asignación de dichos roles sociales en el seno de la estructura familiar y que repercuten de manera significativa en el equilibrio de cuidados entre el ámbito doméstico/familiar y el profesional de los sistemas de salud[1].

Por lo tanto, en un contexto de creciente heterogeneidad e individualización social, la exclusión va más allá de las desigualdades verticales presentes en el modelo industrial. La sociedad actual facilita una exclusión que implica fracturas en el tejido social y la dilución de elementos básicos de integración, lo que provoca la aparición de una nueva clase social en términos de dentro/fuera, que nos lleva a identificar nuevos colectivos excluidos. Colectivos que, por tanto, tienen que ver con la vulnerabilidad y el ser conocidos o reconocidos como vulnerables o vulnerados[2]

La desestabilización familiar en un escenario de cambio relacional entre hombre-mujer, el miedo a quedar desfasado en una sociedad tecnológica acelerada, la precariedad e infrasalarización en el marco de unas relaciones cambiantes en el mundo laboral, etc., son solo algunos de los riesgos que facilitan o pueden arrastrar a las personas hacia zonas de vulnerabilidad y exclusión a lo largo de su ciclo vital. Lo que nos lleva a una metafórica democratización de la exclusión y a una naturalización de estos problemas de salud, que no enfermedad, que impide o dificulta su abordaje.

A ello hay que añadir, al contrario de lo que sucedió en tiempos pasados, que, a los grupos sociales con una gran heterogeneidad derivada, entre otros factores de la multiculturalidad, les resulta muy complicado organizarse para conformar referentes de cambio histórico que les haga visibles y les movilice en la definición de una praxis que les permita salir de dicha exclusión.

Ante esta realidad, muchas veces olvidada, relegada o simplemente ignorada, hace falta llevar a cabo estrategias que tengan como denominador común abordajes integrales, integrados, integradores, intersectoriales y trasndisciplinares. Pero además hay que tener en cuenta que, para actuar frente a la exclusión responsable de muchos problemas de salud, es imprescindible no tan solo el qué se hace, sino también cómo se hace, es decir, las diferentes maneras de trabajar y abordar el dinamismo que impone la exclusión.

Desde una perspectiva salutogénica resulta imprescindible no eliminar de las políticas de salud aspectos relacionados con la universalización de servicios fundamentales; los que se vinculan a la exclusión laboral, a la calidad del empleo; a la vivienda social y la regeneración integral de barrios; iniciativas en el campo sociosanitario; políticas educativas integrales comunitarias, con especial incidencia en alfabetización de salud y en temas de fractura cognitiva y digital; iniciativas en el campo de los derechos de ciudadanía e interculturalidad; políticas con perspectiva de género; políticas integrales de ciclo de vida con especial atención en la infancia, la adolescencia y la gente mayor vulnerable; políticas que fomenten el ámbito relacional y la creación de capital social y políticas de cuidados integrales, integrados e integradores que contribuyan a salir de la exclusión desde la autoestima, la autonomía personal, la participación activa en la toma de decisiones, la cohesión social y la dinámica comunitaria.

Para ello resulta imprescindible devolver a las personas el control sobre su propia vida, es decir, devolverles sus responsabilidades, yendo más allá de sentirse responsable de uno mismo, y se sitúe en sentirse responsable con y entre los otros.

Este proceso de participación comunitaria, en el sector de la salud, por ejemplo, es competencia clara de las enfermeras en el ámbito de la Atención Primaria de Salud y Comunitaria (APSyC) y más concretamente en el marco de cada una de las Zonas Básicas de Salud (ZBS), pues resulta muy difícil llevar a cabo abordajes de este tipo en escenarios geográficos muy extensos, dado que existe el riesgo de perder el sentido de comunidad y de responsabilidad colectiva. La atención integral, integrada e integradora de la que hablo requiere de una implicación de la comunidad y de una inteligencia emocional que se diluye en territorios muy amplios y que por el contrario se potencia y adquiere relevancia en el ámbito local que favorece la proximidad.

Así pues, es en las ZBS donde es posible llevar a cabo estrategias de intervención comunitaria en las que se identifiquen, articulen y racionalicen los diversos recursos comunitarios existentes para generar o potenciar el necesario capital social como eje fundamental para el desarrollo de dinámicas de inclusión sostenibles en el tiempo que garanticen generar autonomía y no dependencia, sin que ello signifique la dejación de responsabilidades de las/os profesionales de la salud en general y de las enfermeras en particular, para afrontar los problemas de salud actuales.

Intervención comunitaria que debe vertebrar la sociedad, a través de la interrelación y comunicación fluida y permanente entre profesionales y las personas, familias y comunidad, en sus diversos contextos (vecindario, comunidad, barrio, ciudad) y ámbitos de convivencia (escuelas, empresas, asociaciones, órganos de representación ciudadana…), para permitir que reconozcan su aportación singular y que recuperen la condición de agente de salud comunitario que el actual modelo de patriarcado sanitarista, androcéntrico, medicalizado y de paternalismo asistencialista del Sistema Nacional de Sanidad, les usurpó.

Para esto, sin duda, las enfermeras, junto al resto de profesionales del Equipo de Atención Primaria (EAP) deben conocer los recursos comunitarios de la ZBS y darse a conocer a ellos, con el fin de movilizarlos y aprovecharlos al máximo. Esto exige cambiar radicalmente, no ya el modelo de la APS, que ya se contempla en el Marco Estratégico de APSyC[3], sino también la actitud y las aptitudes de las enfermeras comunitarias, abandonando el Centro de Salud (CS) como atalaya o nicho ecológico de su actividad e incorporándose en y con la comunidad para lograr no tan solo un proceso de inclusión y de reconstrucción de vínculos y relaciones, sino también un proceso compartido, no exclusivamente profesionalizado, que facilite que la comunidad, reconozca los problemas que generan exclusión, convirtiendo que el problema de unos pocos se incorpore en un diálogo público que afecta a todos y que entre todos debe ser abordado. Es decir, pasar de una concepción individualista y liberal a otra colectiva y participativa.

Pero este proceso de reconversión requiere también de un cambio importante en los contenidos que configuran los planes de estudio de enfermería, tanto de grado como de postgrado o especialización, asumiendo en los mismos este nuevo paradigma de cuidados que se aleja, del aún próximo al paradigma médico, desde el que se sigue trabajando tanto en las aulas como en los ámbitos laborales en los que se integran las enfermeras. No hacerlo aboca a este proceso al voluntarismo y con él a que dichas intervenciones no pasen de ser un anécdota puntual y efímera.

Por todo ello, la lucha contra la exclusión no puede ni debe considerarse una acción al margen de la competencia profesional enfermera y la de los cuidados profesionales que permitan habilitar y capacitar a las personas, las familias y la comunidad. Pero así mismo debe formar parte fundamental de las políticas públicas incorporando como ejes fundamentales de las mismas procesos e instrumentos de participación, de activación de roles personales y comunitarios, y de fortalecimiento del capital humano y social. La inclusión debe dejar de ser identificada como una aventura personal, en la que el “combatiente” va superando obstáculos hasta lograr la meta fijada u ordenada por las/os profesionales. El diálogo y el consenso de los objetivos debe formar parte indispensable de la interacción entre enfermeras y las personas, familias y comunidad, a quienes se debe dar la oportunidad de participar desde el principio en el diseño y puesta en práctica de las medidas que les permitan salir de su situación de exclusión, sea esta la que sea, y para ello, si no pueden hacerlo por ellos mismos, es fundamental que, cuanto menos, puedan participar escuchándolos (escucha activa) y haciéndolos partícipes de su problema (empatía) para alcanzar el consenso de objetivos en los que todos los implicados, participan y asumen riesgos y responsabilidades, identificando dicha acción como un compromiso colectivo en el que todos pueden ganar y todos pueden perder, lo que nos aleja de los comportamientos de protagonismo profesional que ha venido siendo habitual.

Así pues, este es el cambio, o al menos uno de los cambios del presente siglo. La revolución de los cuidados. Revolución que está llamada a ser liderada por las enfermeras y compartida con la ciudadanía. Esto no es un sueño, no es un deseo, ni tan quiera una utopía. Es una realidad que la pandemia ha venido a dejar al descubierto y que los decisores políticos deben identificar y dar las respuestas oportunas para su implementación. Por su parte las enfermeras debemos asumirla desde la responsabilidad de nuestro compromiso con el cuidado profesional. La profesión enfermera y la sociedad nos lo reclaman y no entenderían que nuestra respuesta no fuese otra que la implicación y motivación por hacer de dicha revolución una nueva concepción de la salud. Asumiendo para ello también la competencia política que nos sitúe en los puestos de responsabilidad y toma de decisiones y no tan solo como meras ejecutoras de lo que otros deciden y dictan.

En anteriores revoluciones fueron otros los actores que lideraron las mismas. Médicos, conquistadores, ingenieros, astrónomos, filósofos… cambiaron paradigmas y modificaron realidades que han sido impulsoras de la sociedad actual. Nos toca ahora a las enfermeras liderar ese cambio y encontrar nuestro lugar en la sociedad de los cuidados, alejándonos de posiciones centrales de poder que no nos corresponden y que ya fueron colonizadas en su momento. Nuestro liderazgo de cuidados está en la comunidad y con la comunidad. Se trata de una posición periférica, pero no por ello menos importante y decisiva para la salud comunitaria, desde la que debemos dar sentido profesional, científico, técnico y humanizado a los cuidados profesionales que nos corresponde prestar.

No se trata de una revolución violenta, ni contra nada o contra nadie. Se trata de una necesidad social y sanitaria que favorezca la inclusión desde premisas universales y en base a un paradigma, el enfermero, que ofrece las mejores respuestas siempre que sepamos articularlas con otros sectores, disciplinas y, por supuesto, con la ciudadanía para contribuir al desarrollo e implementación de políticas de salud participativas e inclusivas.

Caer en el error de esquivar nuestra responsabilidad nos conducirá al ostracismo y la subsidiariedad. De nosotras depende. No es una opción, es nuestra obligación.

La revolución ya ha comenzado y sería deseable que la historia venidera nos sitúe al frente de la misma. No hacerlo significará que no supimos o no quisimos asumir el reto y por lo tanto caeremos en la exclusión. Las necesidades están ahí y los cuidados están siendo demandados.

Ser parte de la historia requiere determinación, no nos defraudemos y no defraudemos. Para ello y tal como dijera Marie Lu[4], “si te quieres rebelar, rebélate desde el interior del sistema. Eso es mucho más poderoso que rebelarte desde el exterior”. Rebelémonos pues, desde dentro, quienes conocemos muy bien el sistema y como funciona o lo hacen funcionar.

[1] JOAN SUBIRATS. 2010 Los grandes procesos de cambio y transformación social. Algunos elementos de análisis en: Cambio social y cooperación en el siglo XXI. P.: 8-20 https://docplayer.es/23875859-Cambio-social-y-cooperacion-en-el-siglo-xxi-1joan-subirats-los-grandes-procesos-de-cambio-y-transformacion-social-algunos-elementos-de-analisis.html

[2] KOTTOW, M.H. 2004. Vulnerability: What kind of principle is it? Medicine, Health Care and Philosophy 7: 281 287

SCHRAMM, F.R. 2008. Bioethics of protection:a proposal for the moral problems of

developing countries? Journal international de bioéthique = International journal of bioethics (J Int Bioethique) 19: 73-86.

VULNERABLE Característica universal de cualquier organismo, vista como potencialidad, fragilidad, y no estado de daño. Esa vulnerabilidad es disminuida respetando los derechos humanos básicos en un orden social justo.

Requiere acciones negativas por parte del Estado, tendiendo a la protección equitativa de los individuos contra daños para impedir que su vulnerabilidad sea transformada en una lesión a su integridad.

VULNERADO Se refiere a una situación de hecho, de daño actual, que tiene consecuencias relevantes al momento de la toma de decisión. Atendiendo a los daños sufridos, las vulneraciones requieren cuidados especiales por parte de instituciones sociales organizadas. Es decir, es necesario que la sociedad instale servicios terapéuticos y de protección, como servicios sanitarios, asistenciales, educacionales, etc., para disminuir y remover daños con el fin de empoderar a los desfavorecidos. Requiere de parte del Estado acciones afirmativas y reparadoras que interfieran en la autonomía, la integridad y la dignidad de los vulnerados.

[3] Resolución de 26 de abril de 2019, de la Secretaría General de Sanidad y Consumo, por la que publica el Marco estratégico para la atención primaria y comunitaria. «BOE» núm. 109, de 7 de mayo de 2019, páginas 48652 a 48670

[4] Escritora estadounidense

SR SIMÓN

Buenos días Sr. Simón. Transcurridas algunas horas de la repercusión mediática que tuvieron sus palabras en un entorno de relativa privacidad, me dirijo a usted como enfermera, sí, enfermera, a pesar de ser hombre me considero, reconozco y siento como tal, para trasladarle con total respeto lo que siento al respecto.

            Sin duda la privacidad en la que tuvieron lugar sus palabras, deja de serlo desde el momento en que alguien, desconozco si con su consentimiento o no, decidió hacerlo público en redes sociales. Por lo tanto, este es el primero de los aspectos que me gustaría que considerase. Porque con independencia de que sus palabras no pierden ni el significado ni la trascendencia de lo que inequívocamente expresan, no es lo mismo hacerlo en la privacidad que compartirlo por redes sociales, siendo usted quien es y representando lo que representa. La conversación de contenido claramente machista adquiere a partir de ese momento una dimensión que escapa a su control por mucho que pretenda, que no lo sé dado su silencio, enmarcarlo en ese ámbito de privacidad y de conversación informal (sobre algo tan formal…).

            Está claro que todos cometemos errores y que de los mismos se puede aprender. Pero mire, para aprender de ellos lo primero que hay que hacer es reconocerlos y solicitar humildemente perdón por el daño que los mismos hayan podido provocar. Si además quien comete los errores es un personaje público y un representante político, por muy al margen que al respecto se quiera mantener, su reconocimiento de error debiera de haberse producido de manera inmediata sin esperar a que la petición se convirtiese en tremendig topic y en contenido de todos los medios de comunicación. Porque con su actitud de atrincheramiento lo único que consigue es aumentar las dudas sobre su intencionalidad en las manifestaciones y sobre su capacidad de arrepentimiento.

            Sus palabras, Sr Simón, a parte de ofender a las enfermeras, que lo hacen, lo que verdaderamente encierran es un claro comportamiento machista que bajo ningún concepto debe admitirse y mucho menos reírse, ni en público ni en privado. Porque hacerlo es contribuir al contagio de esa lacra social en la que todos tenemos que sentirnos implicados y para la que la única vacuna posible es la educación, el respeto y la tolerancia cero. Usted que nos habla diariamente desde hace más de 7 meses de los riesgos de contagio y del necesario cumplimiento de las medidas de protección, debería saberlo mejor que nadie y predicar con el ejemplo.

            Dicho lo cual tampoco considero que de esto deba hacerse una cruzada contra usted, pues no es la solución. Desviar la atención hacia el ataque, muchas veces interesado y oportunista, hacia su persona hace que el verdadero problema, su comportamiento, quede diluido y que su arrepentimiento acabe pareciendo más una obligación necesaria e impuesta que un sentimiento personal y sincero de arrepentimiento.

            Ni usted, ni nadie, tienen la capacidad de hacerme sentir menospreciado, ni vulnerado, como enfermera, por sus lamentables palabras, porque usted, posiblemente, no entienda lo que es y significa ser y sentirse enfermera. Pero sí que me preocupa e inquieta muchísimo que un personaje público de tanta resonancia mediática como la suya contribuya a extender una pandemia tan peligrosa como la violencia de género con unas palabras que nunca son ni inocentes ni menores y que, además, adquieren mayor peligro si, como en su caso, se esconde en el silencio para evitar reconocer el error y solicitar perdón. Porque de esta manera usted está trasladando a la opinión pública en general y a las enfermeras en particular, que ni se arrepiente ni quiere aprender de su error. Y esto, créame, aún me preocupa mucho más.

            Como enfermera considero que es importante que reconozca que tiene un problema de salud que no tan solo le afecta a usted y que por lo tanto es importante que le cuiden y se deje cuidar para tratar de afrontarlo con responsabilidad.

            Sr. Simón, no lo piense más, pida perdón. De verdad que ni duele ni tiene efectos secundarios. Se lo dice una enfermera, de hombre a hombre.

 

                                                           José Ramón Martínez Rier

Buenos días Sr. Simón. Transcurridas algunas horas de la repercusión mediática que tuvieron sus palabras en un entorno de relativa privacidad, me dirijo a usted como enfermera, sí, enfermera, a pesar de ser hombre me considero, reconozco y siento como tal, para trasladarle con total respeto lo que siento al respecto.

            Sin duda la privacidad en la que tuvieron lugar sus palabras, deja de serlo desde el momento en que alguien, desconozco si con su consentimiento o no, decidió hacerlo público en redes sociales. Por lo tanto, este es el primero de los aspectos que me gustaría que considerase. Porque con independencia de que sus palabras no pierden ni el significado ni la trascendencia de lo que inequívocamente expresan, no es lo mismo hacerlo en la privacidad que compartirlo por redes sociales, siendo usted quien es y representando lo que representa. La conversación de contenido claramente machista adquiere a partir de ese momento una dimensión que escapa a su control por mucho que pretenda, que no lo sé dado su silencio, enmarcarlo en ese ámbito de privacidad y de conversación informal (sobre algo tan formal…).

            Está claro que todos cometemos errores y que de los mismos se puede aprender. Pero mire, para aprender de ellos lo primero que hay que hacer es reconocerlos y solicitar humildemente perdón por el daño que los mismos hayan podido provocar. Si además quien comete los errores es un personaje público y un representante político, por muy al margen que al respecto se quiera mantener, su reconocimiento de error debiera de haberse producido de manera inmediata sin esperar a que la petición se convirtiese en “tremendig topic” y en contenido de todos los medios de comunicación. Porque con su actitud de atrincheramiento lo único que consigue es aumentar las dudas sobre su intencionalidad en las manifestaciones y sobre su capacidad de arrepentimiento.

            Sus palabras, Sr Simón, aparte de ofender a las enfermeras, que lo hacen, lo que verdaderamente encierran es un claro comportamiento machista que bajo ningún concepto debe admitirse y mucho menos reírse, ni en público ni en privado. Porque hacerlo es contribuir al contagio de esa lacra social en la que todos tenemos que sentirnos implicados y para la que la única vacuna posible es la educación, el respeto y la tolerancia cero. Usted que nos habla diariamente desde hace más de 7 meses de los riesgos de contagio y del necesario cumplimiento de las medidas de protección, debería saberlo mejor que nadie y predicar con el ejemplo.

            Dicho lo cual tampoco considero que de esto deba hacerse una cruzada contra usted, pues no es la solución. Desviar la atención hacia el ataque, muchas veces interesado y oportunista, hacia su persona hace que el verdadero problema, su comportamiento, quede diluido y que su arrepentimiento acabe pareciendo más una obligación necesaria e impuesta que un sentimiento personal y sincero de arrepentimiento.

            Ni usted, ni nadie, tienen la capacidad de hacerme sentir menospreciado, ni vulnerado, como enfermera, por sus lamentables palabras, porque usted, posiblemente, no entienda lo que es y significa ser y sentirse enfermera. Pero sí que me preocupa e inquieta muchísimo que un personaje público de tanta resonancia mediática como la suya contribuya a extender una pandemia tan peligrosa como la violencia de género con unas palabras que nunca son ni inocentes ni menores y que, además, adquieren mayor peligro si, como en su caso, se esconde en el silencio para evitar reconocer el error y solicitar perdón. Porque de esta manera usted está trasladando a la opinión pública en general y a las enfermeras en particular, que ni se arrepiente ni quiere aprender de su error. Y esto, créame, aún me preocupa mucho más.

            Como enfermera considero que es importante que reconozca que tiene un problema de salud que no tan solo le afecta a usted y que, por tanto, es importante que le cuiden y se deje cuidar para tratar de afrontarlo con responsabilidad.

            Sr. Simón, no lo piense más, pida perdón. De verdad que ni duele ni tiene efectos secundarios. Se lo dice una enfermera, de hombre a hombre.

 

                                                           José Ramón Martínez Riera

NAVIDAD, SANIDAD Y CUIDADOS

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En esta segunda ola de la pandemia en la que cualquier medida restrictiva ya es cuestionada e incluso rechazada abiertamente, son muchos los que están pendientes de la Navidad.

Unos quieren saber si podrán disfrutar de las fiestas en compañía de familiares y amigos. Otros si podrán viajar. Están los que se interesan por las fiestas que podrán organizar. Los comerciantes temen no vender sus productos, sobre todo los de temporada como juguetes, turrones, alimentación en general, ropa… Pero, por si acaso, la iluminación navideña de las calles de pueblos y ciudades ya está lista para llenar de luz y color unas calles que no sabemos si podrán ser transitadas como de costumbre en esas fechas.

Mientras estos pensamientos impregnan los mensajes de una gran parte de la población, incluidos políticos y periodistas, la pandemia sigue su curso devastador y con él la tremenda presión sobre el sistema sanitario y sus profesionales. Pero parece que ahora lo verdaderamente importante es la NAVIDAD y no tanto la SANIDAD. Tan solo dos letras diferencian a una de la otra, pero son muchas las vidas que, sin embrago, marcan la diferencia entre ellas.

Navidad lo será todos los años, pero sin una Sanidad fuerte y de calidad muchos no podrán disfrutarla tal como se está reclamando, como si no existiese un mañana e incluso con manifestaciones en las que se exige una libertad que ellos mismos están atacando con su comportamiento salvaje, destructor y exento de coherencia y de conciencia ciudadana.

Pero parece como si todos los problemas de la Sanidad ya se hubiesen solucionado y lo importante sea ocuparse de la Navidad. Ya nadie repara en qué es lo que está pasando en Atención Primaria o en la Hospitalaria. Como si las Residencias de personas mayores ya no tuviesen riesgo alguno. Como si los profesionales ya no estuviesen agotados. Como si el sistema hubiese modificado su modelo de atención. Y, sin embargo, todo esto continua presente e incluso agravado por la situación actual.

Nadie cuestiona la dificultad de tomar decisiones en momentos de tanta gravedad. Pero esto no puede ni debe ser excusa para aparcar la imprescindible puesta en marcha de cambios en el Sistema Nacional de Salud que ha demostrado graves carencias a pesar de su supuesta excelencia y que recuerdo, ya existen documentos en los que se exponen claramente las mejoras necesarias y su prioridad. Otra cosa es que no se quieran hacer públicos por razones que desconozco, aunque pueda sospechar.

No se trata tan solo de infraestructuras o equipamientos que siendo importantes no logran modificar las deficiencias del sistema. Aunque parece que es lo único que les importa a determinados políticos que se apresuran en mandar construir mega hospitales en tiempo récord, aunque luego pretendan que sean los mismos profesionales que ya existen en otros centros quienes den cobertura al mismo en un ejercicio de indecente soberbia política y que supone un esfuerzo sobreañadido a los ya saturados profesionales.

El modelo sanitarista, asistencialista, medicalizado y hospitalcentrista del que disponemos se ha mostrado claramente ineficaz ante una pandemia como la que estamos padeciendo y que va mucho más allá de la asistencia a la enfermedad y el control de los contagios.

La salud es un concepto multidimensional que trasciende, quieran o no algunos, a la enfermedad. Y esta pandemia ha venido a demostrar que dicha percepción y su consiguiente respuesta en base a la misma no tan solo es fallida, sino altamente peligrosa para la salud comunitaria.

Basándose en este modelo las instituciones sanitarias han ejercido durante lustros un maltrato sistemático a los profesionales sanitarios en general pero muy concretamente a las enfermeras y a los cuidados profesionales que prestan y que nunca han sido institucionalizados al circunscribirlos exclusivamente al ámbito doméstico. Cuidados que la pandemia se ha encargado de identificar como imprescindibles y que quienes los denostaban ahora los reclaman.

La falta de enfermeras que desde hace mucho tiempo vienen denunciando las principales organizaciones internacionales, a las que nunca se ha prestado atención, ahora se hacen patentes y dejan al descubierto las consecuencias de tal desfachatez con el sistema sanitario y con la ciudadanía.

Además, las enfermeras están ya muy cansadas de tanto desprecio acumulado, de tanta falta de reconocimiento, de tanto ninguneo… por parte de políticos y gestores. Por lo tanto, o bien, deciden irse a otros países donde les reconocen e incentivan o bien se plantean seriamente abandonar su profesión.

Al mismo tiempo se está trasladando el discurso, interesado o fallido o ambos a la vez, de que el virus no entiende de clases sociales, económicas o culturales. Lo que no tan solo es falso, sino científicamente una aberración y socialmente un desprecio a una parte muy importante de la ciudadanía. La pandemia se ceba en colectivos vulnerados y en poblaciones vulnerables, tanto patológicamente como socialmente. Pretender hacer creer que todos somos iguales ante la COVID 19 es un insulto a la inteligencia y un desprecio a la ciencia y a la dignidad humana.

Precisamente esta diferencia es la que debe marcar la actuación de cualquier sistema de salud con el fin de dar respuestas equitativas que minimicen las diferencias de atención.

Llegados pues a este punto tenemos que pensar seriamente si exigir volver a casa por navidad es seguro o merece la pena esperar y reclamar ahora una sanidad que nos permita hacerlo en próximos años con total normalidad y contando con el número de enfermeras necesario para garantizar unos cuidados profesionales de calidad