Enfermería aúna la extraña dualidad de la vejez y la juventud. La vejez determinada por la prestación de cuidados que se pierde en la memoria de la historia como definitoria de nuestra identidad. Juventud por el tiempo en el que se ha definido como ciencia y como profesión y que en la actualidad la sitúa al mismo nivel que cualquier otra disciplina a pesar de las diferencias de edad con sus compañeras.
Sin embargo esa dualidad hace que en muchas ocasiones tenga conflictos generacionales que no acaba de resolver muy bien.
La necesidad y demanda de cuidados ha existido siempre, y ahí es donde reclama y se sitúa la vetusta enfermería. Sin embargo la forma en cómo prestarlos no acaba de resolverlo la joven disciplina enfermera y quien la ejerce, las enfermeras. Las enfermeras continuamos pensando que nuestro trabajo, los cuidados de enfermería, es poco reconocido más allá de los aspectos afectivos, que sin dejar de ser satisfacciones muy dignas, no pueden y no deben quedar relacionadas tan sólo a ellos. Al reivindicar exclusivamente como éxito las satisfacciones subjetivas estamos limitando al círculo de lo afectivo, doméstico y privado el espectro de posibilidades de realización con que cuenta todo ser humano y, por lo tanto, limitando las posibilidades de realización con que cuenta la Enfermería.
Y en este panorama de confusión la técnica continúa siendo, en gran medida, lo que prevalece y deslumbra al situarse como principal razón de ser para los jóvenes estudiantes y para muchas enfermeras. La técnica aislada tan solo en una rutina con mecanismos aprendidos que automatizan la conducta permitiendo realizarla con facilidad y perfección sin necesidad de prestar atención, pero que conducen a Enfermería a una esclavitud de los hábitos y, consecuentemente a una incapacidad para tomar decisiones en el desarrollo de su pensamiento. Con estas falacias no se crea una «nueva enfermería», como se pretende y lo que es peor, no se genera identidad enfermera. La producción de algo tan malo como esa «nueva enfermería» no es creación sino destrucción. Desde el aprovechamiento de las experiencias pasadas, las enfermeras debemos ser capaces de conducir el pensamiento alejándonos de posicionamientos de fanatismo que tan sólo someten a cautiverio a la inteligencia al impedirle aprender. Pero posicionándonos con claridad y firmeza en lo que nos identifica como disciplina y profesión y nos permite ser, sentirnos y decirnos enfermeras.
En el difícil y complejo avance del pensamiento enfermero, las enfermeras debemos progresar reconociendo los errores y la equivocación, para hacer de los mismos una oportunidad que permita aprovecharlos. La ausencia del necesario análisis introspectivo conduce a reacciones imprevisibles que deben evitarse, pero teniendo en cuenta que el exceso de análisis o crítica puede llegar a ser paralizante. El equilibrio entre la crítica y la autoestima nos deben conducir a reconocernos como enfermeras.
Hechas estas consideraciones hay que destacar la falta de pensamiento crítico de muchas enfermeras, que resulta imprescindible para avanzar y reforzar nuestra identidad. Pensamiento crítico que no se caracteriza como tal en el sentido destructivo o demoledor, sino más bien como un pensamiento reflexivo que fundamente debidamente las afirmaciones. Saber hacia dónde vamos como enfermeras requiere del imprescindible conocimiento e identificación de los objetivos y de si son o no contradictorios para evitar fracasar.
Las enfermeras, emulando a Ortega, somos nosotras mismas y nuestra circunstancia –el cuidado–, pero es preciso concluir la frase de Ortega para saber que si no salvamos nuestra circunstancia –el cuidado–, no nos salvamos nosotras –enfermeras–.
Y llegados a este punto, nos encontramos en una encrucijada en la que coinciden en el tiempo ATS, DUEs y Enfermeras, con unos intereses, unas expectativas y una identidad de la Enfermería muy diferentes, que desembocan en unos planteamientos, muchas veces antagónicos, que dificultan, cuando no impiden, un posicionamiento unitario imprescindible para poder avanzar.
Y es que resulta muy difícil avanzar si no se hace con una clara identidad profesional y disciplinar.
Seguimos ocultándonos en la disciplina y la profesión para evitar verbalizar nuestra identidad. Enfermería hace… Las consultas de enfermería… la Directora de Enfermería… Los Colegios de Enfermería… Como si al decir que somos enfermeras nos desvalorizáramos o perdiésemos credibilidad. Si no somos capaces de sentirnos orgullosos de lo que somos, difícilmente podremos avanzar y dignificar lo que representamos, y por tanto si no somos capaces de reconocernos y respetarnos a nosotros mismos ¿cómo pretendemos que nos reconozca la sociedad? ¿Cómo queremos que nos respeten? ¿Cómo pensamos que nos identifiquen?
Así pues, esta visualización como programación colectiva de la mente constituye la cultura enfermera formada por patrones del pensamiento que transmitimos los profesores a los alumnos, los profesionales entre sí, las personas a sus amigos, los líderes a sus seguidores y éstos a sus líderes… y que finalmente debería trascender a la sociedad. La identidad enfermera finalmente se manifiesta en los significados que la gente atribuye a diversos aspectos de la profesión; su manera de concebir la profesión y su rol en él, sus valores, sus creencias e incluso su imagen, y para ello las enfermeras debemos tener claro que lo somos y queremos ser reconocidas como tales.
Así pues y si tal como afirma Lluís Duch la palabra supone para el ser humano la construcción de su realidad, parece evidente que ejercer como enfermera equivaldría, de hecho, a dar consistencia verbal a nuestra realidad como enfermera.
Definir y expresar lo que entendemos por ser y sentirse enfermera, debería permitir delimitar con precisión el marco en el que las acciones enfermeras van a tener lugar, así como las relaciones teóricas entre los elementos implicados que pueden establecerse no sólo para explicarla, sino para entenderla, comprenderla, amarla, practicarla y sentirse orgullosas de hacerlo.