Como enfermeras comunitarias atendemos y prestamos cuidados a personas, familias y comunidad. Pero esto es algo que ya se sabe o cuanto menos se intuye. La verdadera cuestión es cómo atendemos y prestamos esos cuidados.
Evidentemente no es momento ni lugar para disertar sobre las competencias enfermeras y de cómo las desarrollamos. Pero sí que lo es de explicar lo difícil que resulta, muchas veces, poder identificar los problemas de salud de las personas con las que interactuamos diariamente.
Sería absurdo pensar que las personas manifiestan sus sentimientos, emociones, frustraciones, tristezas, fracasos, miedos, incertidumbres… de manera abierta, directa y espontánea, por mucha confianza que exista con la enfermera.
Precisamente, en ese clima de confianza que se ha ido trabajando entre la enfermera y las personas atendidas es en el que, de manera sutil y con la excusa de algún signo o síntoma no siempre real, las personas que hablan con una enfermera trasladan ciertos mensajes que tratan de llamar su atención, para ver si es capaz, cuanto menos, de darse cuenta de que está tratando de decirnos que tiene un problema. Y es la enfermera la que a través de la observación, la escucha activa, la empatía… debe ser capaz de identificar esa señal de alarma para llegar a donde la persona desea que lleguemos.
Las enfermeras hemos tenido que formarnos en estas difíciles competencias para tratar no tan solo de identificar las necesidades y demandas reales de las personas, sino para saber qué cuidados son los que deberemos consensuar con ellas para tratar de solucionar o cuanto menos apaciguar sus problemas.
Entre los innumerables problemas que afrontamos las enfermeras el de la violencia de género y sus consecuencias guarda una especial dificultad. No tanto por lo que supone su identificación, que también, como por el abordaje que al mismo hay que darle teniendo en cuenta los miedos, la ansiedad, la vergüenza, la frustración… al que están sometidas las mujeres y que les impide hablar con libertad de lo que les sucede.
Las enfermeras, hemos tenido que aprender a valorar la trascendencia de identificar el más leve indicio que nos esté trasladando, directa o indirectamente, una mujer y que pueda suponer violencia de género, por lo que supone de peligro para la propia mujer el que no lo hagamos y de fracaso social el que lo podamos ignorar.
Pero es que además sufrimos la presión de tener que discernir las señales que nos son trasladadas para evitar errores que pueden significar daños colaterales muy importantes para la mujer, su entorno familiar y la propia comunidad.
Se nos insiste en la importancia que tiene nuestra actuación. Pero también en la gravedad de no actuar o no hacerlo con la eficacia que de nosotras se espera.
Todo ello, por tanto, supone una gran responsabilidad que asumimos como profesionales guiados por nuestro código deontológico, pero también por el respeto que nos merece la libertad y la dignidad de las mujeres a las que atendemos.
No actuar como de nosotras se espera ante un problema de tal magnitud, peligro, y sensibilidad social, supone una falta muy grave por la que podemos ser incluso enjuiciadas. Lo asumimos y tratamos de ser excelentes enfermeras que es lo que debemos hacer.
Por lo tanto, las enfermeras, estamos sensibilizadas y actuamos en consecuencia ante la violencia de género. Tanto en su promoción, como en su prevención, detección y actuación directa, con todo lo que ello supone de esfuerzo para lograr revertir este problema de salud pública. Nos formamos y nos comprometemos y nos implicamos, aún a sabiendas que en muchas ocasiones resulta muy difícil actuar dado el marcado carácter machista de nuestra sociedad que impone barreras ideológicas, educacionales, de comportamiento, de lenguaje y de hechos cotidianos que no tan solo dificultan el que las víctimas hablen de ello sino que logran que se perpetúe el modelo y de naturalice socialmente.
Y ante todo este panorama cuando una mujer se reviste de la poca fortaleza que le han dejado sus agresores, se sobrepone a la vergüenza a la que la han sometido, se aventura a superar la frustración que siente como mujer, lucha por recuperar su atropellada dignidad… y comparte con su enfermera una violación, que es uno de los más execrables actos de la violencia machista, y esta afronta la difícil situación, acogiendo, poniéndose en su lugar, escuchándole, amparándole y ayudándole para que haga lo que tiene que hacer, es decir, denunciar con todo lo que ello supone de exposición, suspicacia, duda, incredulidad… entonces empieza un calvario hasta que su/s agresor/es son, primeramente, acusados y posteriormente y en el mejor de los casos encausados. Y en ese periplo en el que sigue siendo cuestionada hasta que sale la sentencia, su vida sufre una verdadera convulsión que provoca daños individuales, familiares y en su entorno social que serán difícilmente revertidos sin que, además, dejen secuelas indelebles en ella.
Y unos señores, sí, porque son hombres, los que van a decidir sobre lo que le sucedió y lo que le sucederá a partir de su decisión, finalmente sentencian que aquello no fue realmente violencia de género sino tan solo abusos o incluso alguno de ellos incluso se atreve a decir que ni tan siquiera eso, que se trató de una orgía consentida. Y esto amparados en sus togas, en su juicio subjetivo por mucho que traten de convencernos de que lo es en base a leyes o normas, en su posición de privilegio que impide que se les revoque porque su verdad es sentencia. Y además se nos traslada que hay que respetar la decisión que para eso la dictan los jueces.
Y esta sentencia supone un mazazo tanto para la víctima como para su entorno y la propia sociedad. Con ella contribuyen a que salga “barato” violar, a que se instale el miedo de manera permanente en las mujeres a la hora de denunciar porque van a tener que sufrir tanto o más que con la propia violación, a que las enfermeras y el resto de profesionales de la salud nos cuestionemos si vale la pena convencer a una mujer a que denuncie o a hacerlo nosotros mismos, a que la sociedad no tan solo no avance y elimine su machismo sino a que se haga más fuerte y se extienda como una mancha de aceite entre la población más joven, a que se ensalcen los comportamientos sexistas, violentos y criminales. Pero, eso sí, tenemos que respetar la sentencia aunque no la compartamos y aunque una gran mayoría de gente decente, preocupada, implicada, comprometida… esté convencida de lo que ha sido un claro ejemplo de brutalidad contra una mujer y no lo que nos intentan vender como abuso.
Y estos jueces imparciales, ecuánimes, sesudos… ¿a qué esperan para respetar la dignidad de las mujeres y a que su juicio trascienda a su condición de masculinidad? ¿Qué tiene que pasar para que se instaure la justicia y no la interpretación hormonal de la misma por parte de unos magistrados que han necesitado cinco meses para rebajar a abuso lo que es una clara violación?, convirtiendo su decisión en un verdadero abuso y un insulto a la inteligencia y a la dignidad humana.
Y ahora a ellos ¿quién los juzga por el daño infligido? Y a los políticos que con su pasividad legislan con perspectiva machista ¿quién los juzga? Y no vale decir que los votos, porque ya se encargan, unos y otros, de amedrentar, mentir, esconder y manipular para que sigan manteniendo su poder, por muy separados que quieran vendérnoslos. El poder machista, por supuesto, que además atenta contra la libertad y la democracia al debilitarlas y ponerlas en cuestión.
Con todo respeto: ¿Quiénes son la verdadera manada?
Os felicito por la reflexión y el posicionamiento, la sociedad debe reaccionar delante situaciones como la que comentáis y las enfermeras tenemos mucho a decir y hacer.
Gracias Carmen. Y gracias por multiplicarme al hablarme en plural.
Un abrazo
Muchas gracias Carme
Saludos
Gracias
Gracias Montse
Un abrazo