Más allá de cualquier otra valoración, análisis, estudio o reflexión que se pueda llevar a cabo en torno al COVID 19, que ya son muchos los que se han hecho y se siguen haciendo, lo que no cabe ninguna duda y está fuera de cualquier discusión o debate, es que la pandemia que ha provocado ha dejado al descubierto muchas carencias, deficiencias y limitaciones en el ámbito sanitario, social, educativo, judicial… lo que sin duda, nos obliga, cuanto menos, a pensar sobre ellas para tratar de eliminarlas o minimizarlas si realmente queremos alcanzar una normalidad, la que sea posible, en condiciones más favorables y, sobre todo, menos vulnerables.
No es mi intención, ni por espacio disponible ni por conocimientos necesarios, reflexionar sobre todo ello. Pero si que quisiera detenerme en un aspecto que, por cercano, por interés y por preocupante, no quisiera pasar por alto, sin que ello signifique que cualesquiera otro de los aspectos derivados de la pandemia sea menos interesantes, importantes o preocupantes. No es, por tanto, una cuestión de prioridades, sino, en este caso, de interés personal.
Tanto a los estudiantes de enfermería como a las enfermeras, siempre se les ha trasladado o nos hemos preocupado por la continuidad de cuidados.
Teniendo en cuenta que los cuidados profesionales son los que nos dan identidad y valor profesional específicos como bien intrínseco, es razonable que intentemos que los mismos no sufran las incoherencias y deficiencias de un modelo sanitario que en sí mismo está fragmentado y centra su asistencia, que no atención, más a la enfermedad, sus signos, síntomas, síndromes, aparatos y sistemas, que a las personas que son quienes realmente requieren de dichos cuidados. Ello, sin contar con la división por niveles de asistencia que el propio sistema sanitario establece y con la que define su organización. Porque según el diccionario, nivel es la “altura a la que está situada una cosa”. Es decir que ya se parte de la premisa de que existen diferentes alturas entre los ámbitos en los que se presta asistencia en el sistema sanitario, lo que conlleva dificultades de accesibilidad y, por tanto, de continuidad de cualquier acción que entre dichos niveles se quiera llevar a cabo y a los que no escapan, desde luego, los cuidados. Esto, provoca que no se atienda de manera integral a las personas sino únicamente, y con muchísima más frecuencia de lo deseado y esperado, se preste tan solo asistencia puntual, patológica y alejada de lo que requiere una eficaz prestación de cuidados profesionales y por derivación una necesaria continuidad de los mismos.
Pero con ser importante este desnivel entre los ámbitos de atención del sistema sanitario, mi reflexión va dirigida a otro nivel. Y digo otro nivel porque es evidente que también nos hemos encargado de establecer esta diferencia de altura entre el sistema sanitario y el sistema docente e investigador, es decir, la Universidad. Y entre ambos y la sociedad en la que están presentes, pero no necesariamente integrados, ni mucho menos articulados.
Se ha hablado y escrito mucho sobre la brecha entre asistencia y docencia. Y a pesar de ello, o precisamente por ello, tal brecha no tan solo no se ha reducido o eliminado, sino que incluso ha incrementado, tanto la distancia entre ambos lados como la profundidad de la sima que tal brecha deja al descubierto, con lo que supone de peligro para docentes, discentes, asistentes y pacientes (en este caso se entiende la utilización del término). Ni tan siquiera los puentes que se han tratado de construir han logrado salvar las diferencias y, o bien quienes tenían la responsabilidad de hacerlo no la asumieron o pensaron que siempre era el otro quien debía llevarlo a cabo; o bien no fueron construidos con las mínimas garantías de seguridad ni con los materiales adecuados, lo que condujo a que se derrumbaran por la presión ejercida en uno u otro lado; o bien se han deteriorado por la falta de uso y mantenimiento; o bien se ha tenido miedo a cruzarlos por el riesgo o el miedo que supuestamente los mismos generaban; o bien por las “tasas” que había que asumir para utilizarlos y que nadie quiso, supo o se atrevió a eliminar. El caso es que tender puentes ha venido siendo, más una declaración de intenciones que una verdadera voluntad de lograrlo con las garantías exigibles para eliminar dicha brecha. Ni tan siquiera se ha hecho el esfuerzo real de intentar buscar otro recorrido en el que no existiese dicha brecha y que, aunque hubiese que recorrer una mayor distancia, los peligros de la misma se eliminaran y permitieran el flujo, entre uno u otro ámbito, de manera mucho más fluida y sin los riesgos del abismo que tal brecha deja al descubierto.
Pero esto, tan evidente, tan conocido, tan interiorizado e incluso naturalizado, aunque oculto e invisibilizado, la pandemia, como en tantos otros aspectos, ámbitos o contextos, se ha encargado de sacarlo a la superficie y con ello dejar al descubierto los problemas que tal brecha ocasiona en esa imprescindible continuidad de cuidados que se requiere también entre los ámbitos de la atención y la docencia.
Alguien describió de manera muy icónica la diferencia entre las enfermeras docentes y asistenciales hablando de enfermeras de moqueta y enfermeras de zueco[1]. Sin duda el intento, lo era más en el sentido de ahondar en la brecha que en el de estrecharla o eliminarla. Porque ni todas las enfermeras docentes pisan moqueta, entre otras cosas, porque no la hay ni en el sentido literal ni el figurativo, ni todas las enfermeras asistenciales llevan zuecos, como si además dicho elemento fuese un signo de clase o de inferioridad, cuando realmente tan solo es una parte de la indumentaria de ciertas enfermeras y otros profesionales sanitarios para trabajar de manera más cómoda, confortable y segura. Por lo tanto, las diferencias si se quieren buscar se encuentran. Otra cosa bien diferente es que las mismas sean realmente coherentes, razonables e incluso formen parte del sentido común.
Pero más allá de estos intentos de clasificación de clase profesional, tanto en el ámbito de la atención como en el de la docencia, lo que verdaderamente nos tendría que preocupar es si realmente lo que hacemos en uno u otro ámbito favorece no tan solo la continuidad de los cuidados que prestamos a estudiantes, personas, familias o comunidad, sino también nuestro crecimiento profesional y científico, con independencia de donde nos situemos, nuestro prestigio y reconocimiento social y nuestra capacidad de ser respetadas por las comunidades científicas y profesionales en su conjunto.
La respuesta, creo que es evidente. Y aunque pueda doler, el negar la evidencia tan solo nos conducirá a perpetuar la carencia.
Como decía, la pandemia ha actuado como una tormenta que descarga sus torrenciales aguas para posteriormente y cuando parece que la calma se instaura dejar al descubierto los lodos que todo lo invaden y provocan tanta desolación como frustración. Lodos que cuestan de retirar y que cuando se logra aparecen los daños provocados, así como la impotencia y rabia que los mismos generan en quienes los padecen. Y a partir de ese momento comienza una lucha por identificar culpables y exigir respuestas, sin darse cuenta que lo más eficaz sería aplicar medidas que evitasen o minimizasen los efectos de dichos fenómenos o trabajar conjuntamente en solucionar los efectos provocados.
Tormenta, la de la COVID 19, que ha arrastrado los débiles puentes tendidos para dejar una insalvable brecha al descubierto. Tormenta con riegos evidentes de nuevas descargas, en este caso no de agua sino víricas, que nos ha dejado hundidos en el lodo dificultando nuestros movimientos y provocando el cruce de acusaciones entre las orillas del ámbito docente y del asistencial, como si los mismos fuesen a permitir restaurar la imprescindible comunicación entre ambas.
La saturación de las enfermeras por la avalancha vírica en sus fragmentados e incomunicados niveles asistenciales unida a la desesperante adaptación de las enfermeras docentes a una realidad universitaria nueva y sorpresiva, para la que, ni el modelo universitario ni ellas mismas, estaban preparadas, ha dejado sin la necesaria continuidad de cuidados tanto a la comunidad en su conjunto como a la comunidad universitaria en particular y concretamente al estudiantado.
Estudiantado, el de enfermería, que requiere y al que se le exige un cumplimiento práctico que la pandemia se ha encargado de inutilizar cubriéndolo con el lodo arrastrado por esta.
Al abismo de la brecha se une pues el lodo de la tormenta y la comunicación se vuelve más tensa y menos tolerante, y con ella se dificulta la continuidad de cuidados que las prácticas que las/os futuras enfermeras deben realizar para adquirir competencias se fragmente aún más. Las enfermeras de los centros asistenciales se resisten a tutorizar estudiantes argumentando saturación y cansancio. Las enfermeras docentes exigen compromiso a las asistenciales, por quienes antes no se habían preocupado, entendiendo, además, que forma parte de su actividad profesional asumir dicha tutorización. Las/os estudiantes, mientras tanto, observan con perplejidad y sorpresa como se debilita su “salud” formativa ante la falta de una continuidad de cuidados de la que se les ha hablado en aulas poniendo énfasis en su importancia.
Al contrario de lo que sucede con la docencia teórica, para la que se ha logrado una cierta respuesta virtual, en la docencia práctica la virtualidad tan solo cubre algunos aspectos de la misma, por lo que se requieren innovadoras estrategias que permitan que las/os estudiantes puedan realizar sus prácticas sin quedar atrapados en el lodo pandémico que permanece presente y con perspectivas muy desalentadoras en cuanto a su posible desaparición, al menos a corto plazo. Pero para ello la continuidad de cuidados que fue sistemáticamente olvidada, cuando no rechazada, entre docencia y asistencia, resulta imprescindible y restaurarla se antoja complicado cuando los posicionamientos por “defender” los contextos específicos de uno u otro lado se tornan rígidos e inflexibles a lo que contribuyen las/os políticas/os con medidas de aislamiento de estudiantes impidiendo su asistencia a centros sanitarios. Paradójicamente durante la primera ola, se les solicitaba voluntariedad para incorporarse como “auxiliares de atención”. Como si la incidencia de contagio y su etiología hubiesen mutado de una ola a la que ahora vivimos.
A todo ello hay que añadir la miopía permanente del ámbito docente al identificar como escenarios casi exclusivos de prácticas los centros asistenciales de las organizaciones sanitarias, despreciando la multitud de recursos comunitarios en los que pueden adquirirse las competencias necesarias y exigidas por los planes de estudio que, a su vez, van a requerir de una profunda revisión que permita adaptarlos a la realidad tanto del sistema sanitario como de la propia sociedad.
Todo ello nos lleva a una situación de confusión, alarma e incertidumbre que, además, se incrementa con la evidente falta de enfermeras que requieren un sistema sanitario y universitario que de manera sistemática han estado ignorando y negando. Otro elemento, por tanto, a añadir a la ineficaz o inexistente continuidad de cuidados que requiere nuestro estudiantado, pero también nuestras enfermeras con independencia de que sean docentes o asistenciales.
Creer que la enfermería es diferente en función del ámbito en donde se desarrolle, ha provocado graves problemas de identidad científico profesional entre las enfermeras y entre estas y la sociedad. A ello hay que añadir que tanto el modelo sanitario como el docente, actuales no han sido capaces de resistir las acometidas provocadas por la pandemia como consecuencia de las propias debilidades de sus modelos, así como las provocadas, consentidas y alimentadas con actitudes intransigentes y clasistas de las propias enfermeras. Acompañadas, por la falta de decisión de quienes, como gestoras/es, debían marcar las estrategias a seguir para garantizar la continuidad de cuidados profesionales, tanto docentes como de atención.
Tendremos que reconocer, por tanto, que es momento de quitarnos los zuecos y retirar las moquetas, para ponernos a trabajar desde la única Enfermería que existe, aunque los cuidados profesionales que de la misma se derivan se tengan, necesariamente, que adaptar a los diferentes escenarios, pero sin perder de vista que requieren de una continuidad que garantice no tan solo la adquisición de competencia sino su consolidación y puesta en práctica.
Sería bueno que las enfermeras aplicásemos la resiliencia que nos permita recuperar una continuidad de cuidados que tanta falta nos hace y que es necesario y exigible para ser capaces de aplicar, mimar y desarrollar.
Hablar, escuchar y respetar se configuran como parte de la mejor estrategia para lograr una continuidad de cuidados que nos acerque a la excelencia y nos aleje del aislamiento que su ausencia genera.
[1] Tomado del título de una comunicación de la Profesora Mª Victoria Antón Nárdiz en unas Jornadas de la Asociación Española de Enfermería Docente. Ella lo planteaba como un juego sobre las diferentes miradas de las enfermeras. Yo he reinterpretado su significado.