Son muchísimas las reflexiones que en torno a la visibilidad enfermera se han realizado y se siguen realizando.
Sin duda, se trata de un tema que ocupa y preocupa a las enfermeras. Se repite de manera sistemática, en ocasiones incluso como si de un mantra se tratase, la falta de reconocimiento derivado de la invisibilidad enfermera. Es curioso, porque incluso desde los primeros cursos, las/os estudiantes de enfermería tienen interiorizada dicha carencia y la recitan de manera automática. Sin embargo, resulta paradójico que, ante dicha percepción, dichas/os estudiantes, no sean capaces de reconocer y nombrar a ningún referente que vaya más allá de Florence Nightingale o Virginia Henderson, lo que demuestra que la invisibilidad no nos es ajena al ser incapaces de vernos y reconocernos.
Por visibilidad se define la cualidad de aquello que es evidente o manifiesto. Así pues y en base a dicha definición podemos concluir que no generamos, como profesionales, la suficiente evidencia o claridad que permita ser reconocidas y valoradas como enfermeras.
La interrogante que esta falta de visibilidad genera es la de si se trata realmente de una invisibilidad propia o inducida. Es decir, ¿tenemos, las enfermeras, suficientes cualidades para que se hagan evidentes y manifiestas nuestras aportaciones? o, ¿existen causas externas que favorecen nuestra invisibilidad a pesar de nuestras aportaciones?
Las respuestas no son unívocas ni sencillas y siempre van a estar sujetas a cierta subjetividad corporativa que se incorpora como claro sesgo que nos impide ver la realidad de una situación que limita nuestra autoestima y con ella nuestro desarrollo.
Pero yo incorporaría un nuevo elemento que considero no se identifica o tratamos de eludir por resultar molesto y difícil de abordar. ¿No será que en lugar de invisibilidad lo que existe es ceguera? Porque la situación cambia radicalmente. Ya no se trataría tanto de que no tengamos cualidades como enfermeras, como de que seamos incapaces de percibirlas, valorarlas y darlas a conocer como consecuencia de nuestra propia ceguera y la de la sociedad.
Falta saber, si como sucede con las patologías oftálmicas, la ceguera que padecemos se debe a cataratas, a una degeneración macular o a un glaucoma. Porque de ello dependerá que se pueda recuperar la agudeza visual o no.
La pérdida de visión, por tanto, es lo que hace que no se logre visibilizar con claridad lo que nos rodea y que, en muchas ocasiones, la borrosa realidad que percibimos nos haga identificar como tal realidad lo que simplemente es el resultado de nuestra imaginación o de la construida de manera interesada por otros ocultando la nuestra propia.
Así pues mientras las cataratas se trata de una opacidad del cristalino que hace que se vaya perdiendo visibilidad, en el caso de la ceguera profesional podemos decir que dicha opacidad genera como resultado una acomodación visual que se adapta a una realidad en la que nosotras como enfermeras quedamos excluidas de la misma o bien quedamos difuminadas en borrosas e indefinidas sombras que finalmente acaban por pasar desapercibidas o incorporadas en un fondo difuso de luces y sombras. Fondo que no nos permite identificar con la claridad necesaria, ni su contorno ni su contenido, es decir, tan solo resalta finalmente la imagen central que ocupan otros y que tanto nosotras como enfermeras como la sociedad en su conjunto es lo que identifican, visibilizan y valoran. Aunque también es cierto que sin ese fondo de cuidados en el que estamos incorporadas no resaltaría esa otra imagen virtual que se ha construido en torno a la curación y a la enfermedad. Lo cual, sin embargo, no es suficiente como para obtener una adecuada visión.
En las cataratas, por otra parte, la edad es la principal causa de su aparición y progresión. En el caso con el que trato de hacer la semblanza, la edad viene determinada por el paso del tiempo de unas instituciones caducas, opacas y rígidas que favorecen la pérdida de agudeza visual y con ella la posibilidad de distinguir con claridad la aportación de los cuidados profesionales enfermeros, lo que provoca la invisibilidad en paralelo de las enfermeras que los prestan.
Pero el problema es aún más grave en quienes, como las enfermeras, su ceguera viene determinada no por la edad y la opacidad de su visión, sino por el conformismo y naturalización de una visión deteriorada, deformada e incluso manipulada que finalmente acaban por identificar como normal y propia, aunque la misma suponga su anulación como referentes de los cuidados que lleva ineludiblemente emparejada la falta de reconocimiento tanto profesional (de la propia profesión y de otras profesiones) como social, que mantiene o incluso refuerza los tópicos y estereotipos que en torno a esa visión borrosa se tiene de las enfermeras.
Así pues las cosas, resultará poco efectivo el tratar de corregir la opacidad visual institucional si lo que se visibiliza tras la corrección son profesionales que continúan con una persistente ceguera que les incapacita para trasladar una imagen acorde a sus competencias y responsabilidades. Al contrario, dicha visión conducirá a las/os responsables de las instituciones sanitarias a tomar decisiones que traten de paliar la falta de respuestas visibles aportadas por las enfermeras y a que sean otras figuras con mayor visión quienes den respuestas a las necesidades que existen y que no pueden quedar ocultas por la ceguera de unos y otros.
Llegados a este punto considero que es fundamental analizar cuáles son o pueden ser las causas de la ceguera enfermera, pues la institucional y social con ser evidentes son consecuencia en gran medida a la primera.
Para ello, es importante que el análisis lo llevemos a cabo como una intervención enfermera y no como un diagnóstico médico centrado en exclusiva en la ceguera como patología a analizar. En base a ello el análisis que planteo es valorar la citada ceguera como un problema de salud en el que habrá que tener en cuenta la perspectiva física, psíquica, social y espiritual, el contexto en el que se produce y la intervención que se plantea.
Dichos componentes es evidente que van a requerir un abordaje integral que se ajuste a la realidad que analizamos desde el paradigma enfermero.
Hecha la aclaración, considero que, a nivel físico, podríamos identificar la edad media de las enfermeras, que actualmente trabajan en las organizaciones sanitarias, como una edad elevada que en breve va a requerir de un masivo reemplazo para el que, considero, no se están previendo las necesarias intervenciones que permitan una saludable y equilibrada transición. Si bien es cierto, que la edad no determina, per se, un comportamiento negativo ante la profesión y su identidad, no es menos cierto que el mismo está muy influenciado por condicionantes externos que han provocado, en muchas ocasiones, un evidente conformismo o inacción de desarrollo que influye en la proyección profesional que se traslada a la organización, el equipo de profesionales y la sociedad, sin que hayan existido respuestas correctoras por parte de las/os gestoras, tanto enfermeras como institucionales, que contribuyen a anular la visión de la acción enfermera.
La perspectiva psíquica está claramente determinada por el clima laboral y el entorno medicalizado, asistencialista y paternalista poco saludable en el que se desarrolla la actividad enfermera y que se acompaña de una clara y manifiesta presión determinada por las inadecuadas ratios profesionales que no tan solo se han mantenido sino que incluso se han empeorado con el paso del tiempo, influyendo de manera claramente negativa en la imagen de las enfermeras y su visibilidad, al mermar o impedir acciones autónomas enfermeras, en beneficio de las delegadas o propias de otros colectivos.
La perspectiva social tiene una especial significación en esta ceguera profesional. Por una parte, las enfermeras nos quejamos permanentemente de nuestra invisibilidad y la ausencia de referencia social, aunque no salimos del lamento lastimero que nos permita actuar con decisión para aportar soluciones reales al problema. No sabiendo finalmente si son las lágrimas las que no dejan ver la realidad.
Por su parte, la sociedad es incapaz de percibir y diferenciar el valor añadido que aportan los cuidados profesionales enfermeros al quedar estos ocultos por la técnica, la medicalización y la enfermedad que asumen como propios y tras los que ocultan su imagen muchas enfermeras en su actuación diaria.
Por último, la espiritualidad, entendida como la conciencia, el autoconcepto, el modo de vida y el bienestar de las enfermeras, y las normas o valores que permiten alcanzarlos, está seriamente deteriorada cuando no anulada. La visión de una enfermera “multiusos” como si de una navaja suiza se tratase, oscurece las aportaciones específicas que en cada caso se requieren y que ni tan siquiera las enfermeras son capaces de poner en valor y visibilizarlas, quedando ocultas en medio de su eficaz pero invisible aportación, cuyos resultados o se desvanecen en el olvido o son acaparados por otros profesionales como parte de su producto, contribuyendo a una clara suboptimización del producto enfermero.
La ceguera, en este caso, es por tanto colectiva y deberíamos preguntarnos si la misma la hemos integrado como una discapacidad permanente a la que nos hemos adaptado, aunque nos quejemos de ella, o si, por el contrario, entendemos que depende básica y principalmente de nosotras el eliminar la opacidad que impide identificar y asumir con orgullo nuestra imagen enfermera y lo que la misma supone y representa para las personas a las que cuidamos. Si ello fuese posible y eliminásemos el miedo a nuestra propia imagen e identidad, como si de una anorexia profesional se tratase, no tan solo captaríamos lo que somos, y nos sentiríamos orgullosas de ello, sino que nos permitiría proyectarnos para que la sociedad nos visibilizase también y supiese otorgar valor tanto a nuestra presencia como a la esencia de nuestros cuidados.
Se trata de abandonar el paradigma médico en el que nos sitúan y del que, no nos equivoquemos, nos resistimos a salir por habernos acomodado a él. Como le sucede a la rana que se mete en un cazo con agua que se va calentando progresivamente hasta que esta muere cocida sin presentar resistencia. En dicho paradigma nuestra aportación es subsidiaria de quien calienta “el agua” del mismo a su voluntad para que nos sintamos cómodas, hasta que llega un momento en que perdemos toda capacidad de reacción y morimos profesionalmente hablando.
Asumir nuestra responsabilidad desde el paradigma enfermero que nos corresponde es lo que permitirá eliminar la ceguera profesional que padecemos. Dar respuestas en base a cuidados profesionales enfermeros que respondan a las necesidades por nosotras identificadas y que se ajusten a las demandas sentidas de las personas, familias y comunidad permitirá, así mismo, que la sociedad identifique que nuestra imagen tiene luz e identidad propias y no precisa de la luz y la aportación de nadie para hacernos visibles y reconocibles. Ni nosotras somos la luna, con su cara oculta incluida, ni precisamos de la supuesta luz solar de quienes se han venido considerando el astro rey, que ciega cualquier visión que no sea la suya propia.
Dejemos de utilizar el mantra de la invisibilidad y aceptemos la responsabilidad de mostrarnos como lo que somos, enfermeras. Y desde esa visibilidad seamos capaces de responder con determinación a la utilización interesada que desde otros colectivos, y desde las instituciones que controlan, hacen de nuestra aportación.
No caigamos, además, en la trampa que puede suponer la actual virtualidad parapetándonos tras una pantalla o un teléfono. La utilización de la tecnología debe ser utilizada, en todo caso, para reforzar y aumentar nuestra aportación y visibilidad, y no para evitar el contacto y la presencia tan necesarias en la prestación de los cuidados profesionales.
No servimos para todo y en cualquier parte. Tenemos capacidades, habilidades y competencias específicas que deben desarrollarse en ámbitos y puestos de trabajo específicos. No hay que confundir, como maliciosamente se hace, la prestación de cuidados generales con la indefinición profesional que se utiliza para manejarnos como los peones en un tablero de ajedrez, tal como cantaban Mecano en su canción “el peón del Rey de negras” y que en sus estrofas iniciales decía:
Negro bajito y cabezón
solo pude ser peón
de negras
Lo más chungo en ajedrez
Luego con arrojo, tesón
y la estricta observación
de las reglas
llegué hasta peón del rey
Pero de peón
la única salida
es la revolución.
Revolución que pasa por no ser, como también se dice en la canción, “el picha” de nadie. No es ir contra nada ni contra nadie. Es, simplemente, creerse lo que somos y para lo que valemos. Y, por supuesto, no dejarnos manejar por los estrategas de ese juego en el que siempre acaban por identificarnos como peones que sirven para todo y para nada, o sí, para morir en el intento de subsistir o de defender a otras piezas del tablero sanitario, sin que realmente se nos identifique un valor real.
En este hipotético tablero tenemos capacidad de ser Reina, torres, caballos, Rey o alfiles, tanto de blancas como de negras y de ganar batallas con intervenciones bien planificadas y ejecutadas en un juego que es un deporte de estrategia, inteligencia y paciencia, como los cuidados lo son de ciencia, técnica y humanización. Se trata básicamente de realizar los movimientos adecuados en los momentos oportunos, tanto en tableros reales como virtuales.
Brillemos con luz propia, salgamos de la oscuridad y movamos con maestría nuestras fichas.
Pero para ello, lo primero que tenemos que hacer es ponernos las pilas, dejarnos ver como lo que somos y jugar con inteligencia para que no nos maten a la primera de cambio. A partir de ahí podemos empezar a hablar de visibilidad y reconocimiento sin llorar.