“Unirte a gente mediocre es unirte a gente tóxica, sin darte cuenta de que el aire viciado entra por tus poros y te enferma.”
BERNARDO STAMATEAS
En esta pandemia estamos asistiendo a una clara exaltación de mediocridad, hipocresía y cinismo por parte de muchas de las personas que deberían ser, precisamente, el claro ejemplo de todo lo contrario.
El problema es que, como sucede con la propia pandemia, el aumento generalizado de casos, los picos, las olas… de estas tristes y lamentables manifestaciones acaban por naturalizarse como si fuesen parte de la propia situación que estamos viviendo y que incluso nos lleva a identificarlas como anécdotas del proceso.
Sin embargo es importante que tratemos de visibilizarlas y otorgarles el valor de gravedad que las mismas tienen y que afectan de manera significativa tanto a la evolución de la propia pandemia como a la salud comunitaria y los derechos fundamentales en los que se sustenta (libertad, equidad, igualdad, democracia…).
La impunidad, social y legal, no puede incorporarse como respuesta a la inacción o a la acción mediocre, ineficaz e ineficiente de quienes, desde la autoridad de sus puestos o cargos o de quienes les respaldan en los mismos, contribuyen a generar una atmósfera de confusión, incertidumbre, alarma, confrontación… con decisiones oportunistas e interesadas o con la inhibición absoluta en la toma de dichas decisiones en espera de que sean otros quienes las tomen, con el agravante de, posteriormente, situarse en posición de ataque hacia las mismas y quienes deciden.
La situación que estamos viviendo, sin duda, es compleja. Pero, precisamente por eso, resulta imprescindible que se tomen decisiones. Decisiones que ineludiblemente pasan por un análisis pormenorizado de la situación. Una identificación clara de las posibles consecuencias de las mismas. Un conocimiento exhaustivo de los recursos con los que se cuenta. Una elección pormenorizada de las/os responsables que tienen que desarrollarlas. Un canal permanente y permeable que facilite el trasvase de información bidireccional. Un posicionamiento de transparencia y coherencia que limite la confusión y las interpretaciones, interesadas o no. Es decir, básicamente, planificación.
Para ello se precisa de personas, no tan solo preparadas, sino íntegras, coherentes, éticas y comprometidas con la responsabilidad inherente a los cargos que ocupan y no al agradecimiento hacia quien les ha situado y mantienen en los mismos.
Sin embargo, las decisiones y sus decisoras/es se comportan, generalmente, de manera totalmente divergente a lo planteado. Parece que nadie quiere asumir el compromiso de tomar las decisiones. Que siempre hay alguien a quien mirar y señalar como responsable de que no se tomen o se hagan a destiempo y mal. Que el “yo soy un/a mandaó/dá” es la mejor de las excusas para esquivar la responsabilidad que corresponde y seguir derivando en cascada dicha responsabilidad en quien finalmente tiene que ejecutarla y que, habitualmente, acaba siendo quien asume las consecuencias de esta cadena de mediocridad hasta el punto que se le acuse de irresponsable. Es lo que popularmente se conoce como “matar al mensajero”. Mensajero, que ni ha escrito ni conoce el mensaje.
En dicha cadena de despropósitos, consecuencia de la mediocridad político-gestora imperante, sin embargo, suele haber espacio siempre para dar respuesta a necesidades propias, aunque las mismas se salgan de manera inequívoca de lo estrictamente establecido o moralmente recomendable.
Y, claro está, si son pillados en su impúdico comportamiento, siempre hay a quienes culpar de su decisión. Justo todo lo contrario de lo que sucede si se obtiene un resultado positivo, que inmediatamente se atribuye como propio y de exclusiva autoría, aunque ni tan siquiera sepa capaz de identificar qué y cómo se ha logrado.
Pero si algo caracteriza a esta especie de gestores/políticos es su fobia a la excelencia, la eficacia, la brillantez… de quienes le rodean, tal como dice Miguel Campion “Los mediocres aman la mediocridad y odian lo original, lo excepcional y lo diferente.”. Hasta el punto que les hace la vida imposible hasta que hartos de tanta miseria acaban abandonando sus puestos o sus responsabilidades o bien son apartados de los mismos por el mediocre, que no tolera que nadie sobresalga o le haga sombra. Situación que, además, se consiente manteniendo al mediocre, sin tan siquiera extrañarse por la fuga o expulsión de talento. De tal manera que el mediocre se rodea de mediocres o de quienes incorporan el silencio para protegerse al estilo de la omertá mafiosa.
Llegados a este punto cabe plantearse alguna cuestión relativa a lo que está sucediendo en el proceso de vacunación en nuestro país. La aparición, cada vez más numerosa, de quienes haciendo uso de su autoridad la utilizan para saltarse las reglas y beneficiarse de privilegios que no les corresponden.
Alcaldes, concejales, consejeros, gerentes…se hacen vacunar de la COVID 19 y cuando son identificados, lejos de asumir su error y las consecuencias que del mismo deberían derivarse, de inmediato, tratan de justificar su actuación mintiendo sobre la supuesta prioridad que su cargo les otorga para vacunarse o lo que, si cabe, resulta más indigno e indignante, que es tratar de culpar de su decisión a quienes considera sus súbditos.
Se aferran a su sillón y a las prebendas que el mismo les facilita y de las que se benefician de manera tan patética como reprobable. En una firme decisión como, posiblemente, nunca antes hubiese tomado alguna otra, siendo además respaldada por quien o quienes le auparon en el cargo, en una claro y patético escenario de compadreo corporativo, partidista o político.
Ahora bien. En este caso de la vacunación, que no es ni excepcional ni aislado, aunque sí muy sensible a la opinión pública, cabe preguntarse si quien lleva a cabo la vacunación y por tanto es conocedor/a de las prioridades establecidas para vacunar a unas u otras personas, tiene que asumir la responsabilidad de no haberse negado a vacunar al “jefe” o si por el contrario es lícito, aceptable, comprensible o incluso perdonable que no lo hiciese por el hecho de ser “un mandaó/dá”.
A nadie se le escapa que lo fácil, aunque no estemos de acuerdo o inclusive estemos totalmente en contra de aquello que se nos pide, es asumirlo y evitar problemas derivados del enfrentamiento con la autoridad impuesta/establecida, yendo contra los propios principios de ética y coherencia, profesional y personal, exigibles y deseables.
Me cuesta asumir que nadie se haya plantado ante peticiones o imposiciones tan irregulares. Es más, me consta que no tan solo se han producido dichos plantes o negativas, sino que se han razonado de manera clara y rotunda con la consiguiente “reprimenda” cuando no castigo por tan “descarada e inadmisible” actitud.
No trato de establecer quien es héroe o villano. Primero porque no soy quien para hacerlo y segundo porque no me corresponde establecer este tipo de juicios de valor sin un análisis mucho más riguroso del que yo estoy haciendo con mi reflexión. Pero considero que tampoco podemos esconder la cabeza y hacer como si nada estuviese pasando, pretendiendo hacer ver que la única responsabilidad es de quien manda y no de quien, en teoría, tiene que ejecutar.
Porque quien vacuna, al menos hasta ahora y con el permiso de quienes pretenden hacer ver que vacunar lo puede hacer cualquiera de los considerados como sanitarios, tales como veterinarios, farmacéuticos, podólogos… son enfermeras. Y las enfermeras son profesionales universitarios con conocimientos propios de su ciencia, con competencias definidas, con responsabilidad, autonomía y capacidad para tomar decisiones en base, tanto a evidencias científicas como a planteamientos deontológicos. Por lo tanto, lo que hagan o dejen de hacer en ningún caso puede amparase, tan solo, en el ser “un mandaó/dá”, que les convierte automáticamente en “vacunadoras”.
Quien asume responsabilidades de gestión y de toma de decisiones debería tener claro que no manda, sino que gestiona, que son cosas muy diferentes pero que se confunden con mucha frecuencia.
Quien asume su condición de profesional, en este caso de enfermera, debería tener claro que no se limita a obedecer, sino que toma decisiones en base a las cuales desarrolla su actividad como tal, asumiendo las consecuencias que de su acción autónoma, su omisión consciente o su obediencia al margen de la ética o de la ciencia se deriven.
Lo contrario dará argumentos a quienes a la ciencia enfermera le llaman pericia, a la educación adiestramiento, al conocimiento información, a la experiencia rutina, a la empatía simpatía, a la capacidad voluntad, al cuidado técnica, para seguir situándonos en una permanente subsidiariedad, un ensordecedor silencio y una deslumbrante invisibilidad, que ni tan siquiera el disfraz de heroínas que se nos ha intentado poner logra disimular.
Asumir aquello que se nos dicta sin valorar su pertinencia, legalidad o justificación científica no se traduce en un mero acto de obediencia debida sino en una clara irresponsabilidad con consecuencias que debemos asumir. Ni somos soldados sujetos a la disciplina castrense ni religiosas obligadas a los cánones de fe, de ninguna fe.
El respeto se logra, no se otorga. Ni merecen respeto quienes desde una supuesta y prestada autoridad quieren imponer su criterio de cualquier manera, ni lo merecen quienes acatan dichos criterios siendo conscientes de su irregularidad.
La mediocridad en la toma de decisiones no debe admitirse como algo consustancial a la gestión y a lo que de la misma se derive. Hacerlo contribuye a perpetuarla y, lo que es peor, asumir como propia parte de dicha mediocridad.
La visibilidad, el respeto, el reconocimiento… de las enfermeras debe estar avalado por un comportamiento ético y una actuación científico-profesional al margen de cualquier otra respuesta de complacencia, complicidad, ignorancia u obediencia.
Resulta muy triste naturalizar el dolor, el sufrimiento y la muerte por el simple hecho de repetirse durante tanto tiempo en esta pandemia. No hagamos lo mismo con la mediocridad, incorporándola como algo inevitable y que acaba por contagiarnos.
La pandemia, a pesar de sus miserias, está aportando una visibilidad y reconocimiento, nunca antes visto, de las enfermeras y sus cuidados profesionales, por méritos propios. Que la mediocridad de unos pocos no estropee este logro colectivo y compartido de tantas y tan excelentes enfermeras. Nunca más Mandaos/das.