Un error no se convierte en verdad por el hecho de que todo el mundo crea en él.
Mahatma Gandhi[1]
A las enfermeras que empoderan a la población para hacerla participe de su salud.
Dicen que el hombre es el único animal que tropieza dos veces con la misma piedra.
El ser humano no siempre sabe discernir conforme a la razón, que por otra parte es lo que, paradójicamente, le distingue del resto de seres vivos, y por esa causa no aprende de la experiencia y vuelve a equivocarse en una situación semejante.
Sería interminable relatar los hechos, acontecimientos, decisiones… en los que las equivocaciones se han repetido a pesar de los errores iniciales. Por eso me voy a detener en un ejemplo paradigmático y actual como es el de la culpabilización hacia la juventud por su falta de responsabilidad en la situación de pandemia, lo que está provocando en las últimas fechas repuntes importantes de contagios en la población española.
Pero antes de nada es importante que nos situemos en los inicios de la pandemia. El estado de alarma y su consiguiente confinamiento por decreto, supuso un duro golpe para toda la comunidad. Pero no es difícil identificar, aunque lamentablemente no se ha hecho, o se ha hecho de manera muy sesgada y tendenciosa, lo que supuso para la juventud, alejada, no precisamente de manera voluntaria, del ámbito económico o de empleo que es la otra variable que determina muchas de las decisiones y de los tropiezos repetidos.
Se ha tendido de manera generalizada a considerar que la pandemia ha actuado de forma igualitaria en toda la población, con independencia de su clase social, género, marginalidad, educación, edad… como si el virus fuese equitativo en su contagio y supiese discernir las consecuencias que ocasiona en función de dichas variables. Nada más alejado de la realidad.
Posiblemente el caso que a todos nos viene a la cabeza sea el de las personas adultas mayores, con especial mención a las institucionalizadas. Ha sido el grupo etario más castigado por el contagio y la muerte, por razones que se han querido transmitir como naturales o lógicas relacionadas con su edad y las dolencias que padecen y les hacen vulnerables. Sin embargo, fueron las condiciones en que vivían y convivían en las instituciones, las principales y devastadoras razones de su sufrimiento. Este es otro claro ejemplo de la reiteración en los errores cometidos, por políticos y gestores, traducidos en las respuestas que este grupo de población recibe a sus necesidades de salud y sociales, mercantilizando y medicalizando su cuidado.
Pero no es este el caso en el que me quiero centrar. Como decía, la juventud también ha padecido de manera muy singular los efectos de la pandemia. La diferencia está en que ellas/os no reúnen las características que se han instaurado como patrón de referencia y de resultado de la pandemia y que socialmente, ayudados por algunos medios de comunicación, han sido identificados e interiorizados como los únicos que realmente se corresponden con la COVID 19. Es decir, los problemas respiratorios, la anosmia, la ageusia, la hospitalización, los respiradores, la muerte…se relacionan de inmediato con la pandemia y se identifican casi como los únicos efectos que provoca en las personas, como consecuencia de la atención medicalizada que se limita al ámbito exclusivo de la enfermedad, sin identificar nada más allá de la misma. De tal manera que socialmente acaba por considerarse que quien no cumple este patrón se ha librado de los efectos del virus y no le puede ocasionar problema alguno de salud, lo que es claramente inexacto al tiempo que peligroso.
No es necesario relatar ahora lo que caracteriza a la adolescencia y la juventud. Lo que les hace singulares, pero también lo que les hace frágiles ante determinados factores sociales y culturales que no siempre identifican y mucho menos controlan. El difícil equilibrio que supone estar en permanente búsqueda de su personalidad y, lo que es más importante, sentirse identificado con la misma; la autorrealización; la aceptación de sus iguales; el rechazo a lo normativo o lo identificado como impuesto; el miedo a sentirse diferentes; la necesidad de agradar a unos y al mismo tiempo desagradar a otros como forma de reivindicar su ego; la tentación por el riesgo y lo prohibido; la constante búsqueda de la libertad, su libertad, que no siempre coincide con el concepto social y solidario de libertad, son tan solo algunos de los comportamientos y rasgos que acompañan a la juventud.
La considerada normalidad ya era y es un contexto considerado como hostil y rechazable por parte de la juventud, que la identifica como impuesta y que trata permanentemente de salvar, legal o ilegalmente.
Así pues, la irrupción de la pandemia, supone un cambio radical de esa considerada normalidad para pasar a una normalidad impuesta, vigilada y sancionadora que limita la libertad de acción y lo que es más doloroso la libertad de socialización tribal con su círculo de amistades o relaciones sociales.
Cambios, que afectan también a su actividad académica y suponen perder prácticamente cualquier contacto con la realidad exterior, la que se ubica fuera de su ámbito familiar, que en muchos casos es identificado como un contexto opresor del que quieren huir o aislarse. De repente se ven recluidos, en el mejor de los casos, en el reducido espacio de su habitación teniendo que compartir todo el tiempo, su tiempo, con quienes en muchos casos considera sus opresores, sus enemigos e incluso sus competidores, padres/madres y hermanos/as. Por otra parte, la actividad académica, válvula de escape para muchas/os, a pesar de que puedan odiarla, queda limitada a una pantalla en la que ni se dejan ver ni escuchar, ahondando en el aislamiento impuesto. Los incentivos, motivaciones, ilusiones… se reducen a los videojuegos, los chats, las redes sociales, la adicción a las series que consumen compulsivamente…
A todo ello hay que añadir la permanente sensación de estar al margen de todo cuanto sucede con relación a la pandemia. Aparentemente, ni les afecta ni la entienden, porque lamentablemente nadie se ha preocupado en explicarles, por qué tienen que sufrir idénticas restricciones al resto de la población, si ellos como parece, están al margen de los contagios. No son ni tan siquiera tenidos en cuenta para la vacunación, salvo ahora que se dan circunstancias previsibles pero que, al no haber sido previstas ni prevenidas, han desembocado en una nueva y peligrosa situación epidemiológica.
Pero a pesar de todo, la juventud ha tenido, como la gran mayoría de la población, un comportamiento ejemplar en el cumplimiento estricto del confinamiento que resultó fundamental en el control de la pandemia.
El problema a partir de aquí viene determinado por la actitud de la población en la denominada corresponsabilidad que permita mantener a raya al virus en una hipotética recuperación de la libertad que, sin embargo, es identificada por muchas/os como vigilada e incluso injustificada y por lo tanto susceptible de utilizarla como mejor entienden y que supuso la relajación de las medidas de protección individual y colectiva en diferentes fases de la pandemia.
Y es en este momento en el que la ansiada y esperada libertad es interpretada por la juventud de manera diferente al resto de la población. Pero no porque tuviese una intención manifiesta de provocar daño, sino simplemente como una forma diferente de ver la realidad pandémica que nadie ha tenido, ni el tiempo ni la necesidad, de explicarles para que ellos mismos, en base a una educación para la salud capacitadora y participativa, hubiesen tenido la oportunidad de canalizar de otra forma a como lo han hecho en un desesperado intento por recuperar su libertad. No la de la sociedad, no la de su familia, no la de su entorno, sino la suya y la de su grupo.
Es a partir de este comportamiento, considerado por la sociedad en general y por algunos medios de comunicación en particular, como errático e irresponsable, sin más análisis al respecto, cuando se traslada, de manera absolutamente irresponsable, mezquina y propagandística, la carga de culpabilización por lo que sucede con la incidencia de contagios, el aumento de hospitalizaciones y muertes y las nuevas medidas restrictivas, estigmatizando a la juventud y convirtiéndola en el foco de todas las miradas y las culpas. Cuando, realmente, no hay jóvenes malos, sino jóvenes mal orientados[2].
Disociar aquello que caracteriza a la juventud para arremeter contra ella, es un ataque a su dignidad y una falta de respeto a su capacidad, propia de la incompetencia, la hipocresía y la ignorancia de quien así actúa. Es como tratar de comprender o identificar a Peter sin Pan, a Ramón sin Cajal, a Robin sin Hood o a Ortega sin Gasset, pierden sentido al perder parte de su identidad.
La juventud ha demostrado en repetidas ocasiones su capacidad de participación, su solidaridad, su responsabilidad… pero lo ha hecho cuando se le ha dado la oportunidad de aportar ideas, de innovar, de crear, de movilizar… sin mandamientos impuestos, sin normas sancionadoras, sin restricciones incomprensibles, sin órdenes impuestas, no quedando excluidos en la toma de decisiones al ser identificados como meros ejecutores de aquello que se les ordene por parte de quienes se consideran en posesión de la verdad no tan solo absoluta sino incluso exclusiva.
Las enfermeras comunitarias, por su parte, han sido obligadas a recluirse en los centros de salud o ser trasladadas a hospitales sin dejarles la capacidad ni la libertad de llevar a cabo intervenciones comunitarias a través de las cuales lograsen, no tan solo hacer comprensible la pandemia y su comportamiento sino también en cómo, dónde, cuándo, con quién… poder intervenir la juventud de tal manera que se sintieran útiles, capaces y promotores de ideas y acciones que contribuyeran a controlar la pandemia pero también a ayudar a quienes más la padecían. Intervenciones que permitiesen a la juventud la posibilidad de canalizar su ansiada y comprensible libertad sin caer en el único reducto que la sociedad les deja, como las reuniones clandestinas, los botellones, los bailes… que posteriormente son utilizados como armas arrojadizas para culpabilizarlos y mostrarlos como responsables del descontrol, cuando lo que hacen es utilizar las únicas válvulas de escape que les dejan para sentirse libres y que tristemente acaban siendo cepos en los que quedan atrapados y heridos.
Las enfermeras comunitarias, de alguna manera, han sido igualmente retenidas, vigiladas y reducidas para acatar lo que se dicta, sin permitirles lo que tantas veces y a tantos estamentos han trasladado como una necesidad a desarrollar con el fin de contribuir a controlar la pandemia más allá de los hospitales, la tecnología y la medicación, pero también para facilitar que la comunidad en su conjunto y la juventud de manera muy especial se convirtiese en parte activa de la acción promotora que empodera a la población contra la pandemia.
Cuando se creía controlada la pandemia, los mensajes precipitados, confusos e incluso con un claro interés centrado en la economía más que en la salud, como ya sucediera cuando se quiso salvar la navidad en lugar de la sanidad, el comportamiento de la juventud, contagiada de dicha información que quedaba sujeta a la interpretación, vuelve a situarse en el centro de todas las críticas, las iras y las culpas, incrementando el estigma que sobre ella se establece y que permite desviar la atención de lo que realmente provoca estas situaciones de descontrol y de quienes son sus verdaderos responsables, las/os decisoras/es reales.
Una vez más se demuestra que la incomprensible tozudez en impedir que las enfermeras, que son las más competentes en la materia, ocupen puestos de responsabilidad desde los que tomar las mejores decisiones para lograr alcanzar la autogestión, la autodeterminación, la autonomía y el autocuidado de la población y no tan solo para ser consideradas rastreadoras, vacunadoras o técnicas, impide actuar de manera diferente a la oficialmente impuesta.
Mientras se sigan manteniendo comportamientos derivados del patriarcado asistencialista, medicalizado y hospitalcentrista que impregna el modelo de nuestro SNS y persista la invisibilización de las enfermeras y los cuidados profesionales que prestan. Mientras se siga considerando a la población como pacientes obedientes de lo ordenado por el sistema, anulando su capacidad decisora, seguirán persistiendo sectores de población, como el de la juventud, que sean utilizados para exculpar al SNS de sus carencias, su ineficacia e ineficiencia, o mejor dicho a quienes mantienen y alimentan el modelo caduco en el que se sustenta, con sus decisiones sujetas a intereses alejados de la salud comunitaria y centradas en lobbys profesionales y económicos.
No deja de ser curioso que en esta situación de repunte se exponga como razonamiento de menor gravedad la contención de hospitalizaciones y de ocupación de las UCI, aunque la Atención Primaria esté saturada como efecto, no de la pandemia, sino de la gestión hospitalcentrista que sigue identificándola como un ámbito de atención menor, subsidiario y residual, al igual que a sus profesionales en general y a las enfermeras comunitarias en particular.
Los botellones tan solo son la consecuencia de la incapacidad y la mediocridad de decisores políticos y gestores que muchas veces los consintieron e incluso promovieron, siendo ahora la principal excusa para disfrazarlos y hacer de los mismos el principal argumento contra una juventud olvidada y relegada. Los botellones se combaten con policía y represión, cuando lo que se requiere es afrontarlos con empatía y educación.
La Atención Primaria, que representa la juventud del SNS, se dignifica con más inversiones y menos aplausos. Con más acciones y menos omisiones. Con más iniciativa y menos pasividad. Con más autonomía y menos dependencia.
Uno de los mayores errores humanos es el de creer que hay sólo un camino para llegar a dónde se quiere. Lo importante es saber a dónde se quiere ir y a partir de ahí elegir el mejor camino, tal como le dijera el gato Cheshire a Alicia en el cuento de Lewis Carroll[3]. Pero para eso hay que saber y querer planificar y eso ya resulta muy difícil para quienes nunca lo consideran ni tan siquiera como una opción.
Y como dijese John Wooden[4] “la juventud necesita modelos, no críticos” que les inspiren y en quienes puedan confiar para desarrollar su creatividad e iniciativa.
El hombre, queda claro, es el único animal capaz de tropezar dos veces, o más, en la misma piedra. Y, después de todo… culpar a la piedra.
[1] Político y pensador indio (1869-1948).
[2] San Juan Bosco
[3] Diácono anglicano, lógico, matemático, fotógrafo y escritor británico. Sus obras más conocidas son Alicia en el país de las maravillas y su continuación, A través del espejo y lo que Alicia encontró allí.
[4] Entrenador de baloncesto estadounidense considerado el mejor entrenador de la historia de la NCAA