“Cuando revisas tu propia mente correctamente, dejas de culpar a otros por tus problemas”
Thubten Yeshe[1]
A Albert Cortés por su incansable y valioso trabajo de humanización
Hoy escuchaba en la radio una noticia sobre la propuesta llevada al parlamento por parte de una parlamentaria para reconocer a las personas no binarias. Con independencia del tema, no porque lo considere irrelevante sino porque no es motivo de mi reflexión, la respuesta que se le ha dado a la diputada proponente es, cuanto menos y desde mi punto de vista, preocupante. La respuesta en cuestión ha sido que no se iba a tratar el tema en esta legislatura por no estar entre los acuerdos de gobierno suscritos entre las partes. Es decir, los problemas, las necesidades, las inquietudes, los intereses… de la población, de la ciudadanía, nos deja claro esta diputada quedan circunscritos a los acuerdos de gobierno y, por tanto, todo aquello que previamente no se haya acordado deja de ser relevante o prioritario.
Posiblemente se deba a mi falta de experiencia política lo que genere no entender, e incluso rechazar, este tipo de planteamientos ante propuestas que afectan a las personas y que requieren de un tratamiento y ordenamiento jurídico que les permita vivir y convivir de acuerdo a su identidad, en este caso, o a cualquier otra situación o determinante que afecte a su vida y a su salud. Posiblemente se deba también a mi condición como enfermera lo que dificulte mi comprensión sobre las acciones, reacciones, sensibilidades, interés… de las/os políticas/os en relación con la vida de las personas, más allá de la macropolítica. Como si atender los aspectos que afectan la cotidianeidad de las personas en sus relaciones, su soledad, su sufrimiento, su salud, su bienestar… no tuviese cabida en sus agendas políticas. Posiblemente sea eso. Pero me resisto a admitirlo y mucho menos a asumirlo, aunque reconozco que poco más puedo hacer que expresarlo y tratar de no replicar dicho comportamiento en otros ámbitos como, por ejemplo, el de la atención a las personas, en mi caso, con relación a la salud individual y colectiva y a la prestación de cuidados profesionales, aunque sería deseable que se extendiese a cualquier otro que directa o indirectamente afecte a su vida o su salud.
Últimamente se está hablando mucho sobre la necesidad de humanizar la atención a la salud y el sistema en el que se presta. Algo que realmente, en sí mismo, nos debería hacer pensar sobre qué es lo que hemos hecho hasta ahora para que se esté planteando algo que debería ser inherente, inseparable e indiscutible a la atención que, no olvidemos, se presta a las personas. A no ser, claro está, que se haya asumido la deshumanización como característica de la actividad profesional.
Característica deshumanizadora de la sociedad que se traduce en comportamientos de absoluto individualismo y de falta de solidaridad que conduce irremediablemente a respuestas nada alentadoras a las demandas de las personas. Pero, además, nuevamente desde mi punto de vista, es el germen o el caldo de cultivo de determinados comportamientos y de las reacciones que los mismos provocan y se traducen en muchas ocasiones en agresiones verbales e incluso físicas hacia las/os profesionales de la salud. De tal manera que el entorno en el que se generan las interacciones de salud se ve afectado de manera progresiva y colectiva por la deshumanización.
Pretender, como se hace, trasladar la culpa de las agresiones a las/os profesionales tan solo a quienes las realizan es una respuesta absolutamente simplista y que no contribuye en absoluto a solucionar el problema que las genera. Situar a las/os profesionales como autoridades de tal manera que las agresiones que sufran estén castigadas con penas mayores como único intento para solucionar el problema, es realmente triste y demuestra la ausencia de intención alguna en abordar una situación de deterioro que nunca debiera pasar por la culpabilidad y el carácter punitivo que de manera exclusiva se le da. Seguir en este camino de culpa y castigo tan solo conducirá a perpetuar las causas que alimentan las agresiones. No querer analizar el tema tratando de identificar las verdaderas causas del mismo, es muy poco eficaz y edificante y no supone una mejora de las relaciones interpersonales entre profesionales y ciudadanía.
En ningún caso estoy justificando agresión alguna, sea verbal, física o incluso actitudinal, de nadie y hacia nadie. Esto está fuera de toda discusión. Pero si que considero imprescindible que reflexionemos sobre cómo estamos actuando como profesionales y que trato, imagen, mensaje… estamos trasladando a la población a la que atendemos. Que pensemos sobre cómo deben sentirse las personas, en situaciones de sufrimiento, duda, incertidumbre, dolor, pérdida… ante determinados comportamientos o actitudes por nuestra parte. Que tratemos de entender cómo reaccionar ante listas de espera que nadie les explica razonablemente; ante la falta de empatía que no se suple con simpatía; ante la mecanización rutinaria de la atención recibida; ante unos consentimientos informados cuando lo único que se persigue es que sean firmados; ante la negativa a poder acceder a derechos amparados legalmente con la excusa poco creíble y muchas veces mercantilizada de una objeción de conciencia que tan solo tiene en cuenta su conciencia y no la de quienes tienen derecho a una atención digna que debiera quedar al margen de creencias religiosas individuales, respetables pero poco razonables. Que recapacitemos sobre cómo invisibilizamos la identidad de las personas convirtiéndolas en objetos, cosificándolas en base a su enfermedad; utilizándolas como sujetos de investigación; eliminando su capacidad de decisión; considerándolas incapaces de entender lo que tan solo nosotros creemos tener capacidad de hacer.
Tampoco quiero trasladar la idea de que las/os profesionales en su conjunto y las enfermeras en particular, actúan de manera premeditada con el fin de hacer daño y, por tanto, vulnerando el principio ético de no maleficencia. Creo que el sistema, como modelo de organización y estructura caduco y deshumanizado, contagia una forma de actuar que finalmente se traduce y mimetiza en comportamientos viciados, rutinarios, mecanizados… que deshumanizan en su conjunto la atención prestada y el ambiente en el que se presta. Pero esto no nos exculpa, ni nos exime de responsabilidad, porque nadie nos obliga a actuar así por mucho que el sistema induzca a ello. Nos podemos y nos debemos resistir a una forma de atender, escuchar, mirar, cuidar… que se transforma en asistir, oír, ver, curar… invisibilizando a la persona y lo que la misma siente.
Finalmente, la persona acaba por identificarse y sentirse como objeto y al mismo tiempo ve e identifica al profesional como otro objeto con el que no tan solo no empatiza, sino que visibiliza como culpable e insensible a su situación y esa sensación no siempre se canaliza emocionalmente de manera adecuada y conduce a respuestas inapropiadas y, por supuesto rechazables, pero que no por ello debieran ser relegadas a la consideración exclusiva de un hecho delictivo. Porque eso no tan solo no va a resolver el problema, sino que lo va a agravar.
Así pues, el entorno sanitario en lugar de ser un entorno humanizado de salud y saludable se convierte en un contexto de estrés, tensión, enfrentamiento, aislamiento, desconfianza… que alimenta las tensiones y contribuye a la generación de respuestas negativas entre los diferentes actores que intervienen en la relación que se establece.
Si a ello añadimos que, por una parte, las/os profesionales no se sienten motivados, ni implicados, ni con ilusión por prestar una actividad profesional que no vaya más allá del cumplimiento estricto y, en la mayoría de ocasiones, insuficiente para dar respuesta a las demandas de la población, sintiéndose recursos de un sistema por el que se sienten maltratados y olvidados. Y por otra, las personas con necesidades de salud cada vez dan más sentido a su condición de pacientes, dada la paciencia que se les exige; a su condición de objeto pasivo dada la asistencia que reciben anulando su capacidad de decisión; a su pérdida de identidad individual y personal que es suplantada por la enfermedad que padecen y por la que se les clasifica y asiste sin tener en cuenta el afrontamiento de la misma y a sus consecuencias.
En base a todo ello y a más factores, podemos hacernos una mínima composición de lugar sobre el ambiente, el contexto, la relación, la comunicación… que se genera y cómo, cualquier acción, en apariencia nimia o intrascendente, puede llegar a ser el detonante de una explosión final que se traduce, en ocasiones, en agresiones evidentes, pero, en otras muchas, en micro agresiones por ambas partes, que contribuyen al deterioro progresivo de la relación profesional/persona; a la incomprensión que en ambos sentidos se tiene hacia el comportamiento de la otra parte, sea la que sea; a la huida de quienes pueden hacia recursos privados que, al menos en apariencia, ofrecen mejor servicio y atención, pero que contribuyen al deterioro del ya maltrecho sistema que se abandona; a la permanencia obligada de otros que al no poder huir provoca en ellos desigualdad; de una exigencia de respeto en sentido único, según la cual unos, los profesionales, consideran que lo merecen por su condición de protagonismo profesional y otros, los denominados pacientes, por su condición de clientes según la cual siempre tienen razón, lo que acaba por anular el respeto debido y exigido de ambos; de una actitud defensiva constante ante la sensación de ataque permanente; de una pérdida de ilusión que desangra al sistema con el abandono de sus profesionales.
Ante este panorama, hablar de humanizar o rehumanizar el sistema de salud es tan solo una etiqueta, un eslogan, una iniciativa sin recorrido, una declaración de intenciones vacía y, posiblemente, interesada, un eufemismo, una falacia… que no permite solucionar lo que es un problema de base, estructural, de organización, de voluntad política, de compromiso profesional, de responsabilidad colectiva… Resultando más fácil, más efectista que no efectivo, más oportunista que no oportuno, de más interés que no interesante… actuar desde la prohibición, la sanción, el delito, la pena, el castigo … y no desde el abordaje integral del problema y la identificación y reconocimiento claro de la parte de responsabilidad que cada cual tiene y aporta al problema.
La existencia de principios éticos, de códigos deontológicos, de protocolos, de procesos… no son más que herramientas útiles que no tienen reflejo final en la actuación profesional sino las conocemos, interiorizamos, asumimos y nos concienciamos de su utilidad y su cumplimiento. No se trata, pues, de conocer que es lo que debemos o no hacer. Se trata de hacer o no hacer con el fin último de dar la atención de mayor calidad y calidez.
La humanización, y con ella, la atención cercana, de escucha activa, de empatía, de respeto… no se puede imponer, ni protocolizar, ni normativizar. La humanización debe ser consecuencia de la actitud de todas las partes en el logro de un contexto que lo propicie y lo nutra en lugar de reprimirlo y limitarlo. De una voluntad firme de incorporarla como parte esencial de la formación y la actividad profesional y no como un adorno o una opción que se utiliza cuando se puede, se quiere o se tiene el voluntarismo para hacerlo. De un planteamiento participativo y de salud que contrarreste, minimice o anule, la influencia deshumanizada y deshumanizadora de la perspectiva mecanicista, biologicista y asistencialista que impregna a los sistemas de salud. De una focalización en la salud que se aleje de posicionamientos dicotómicos con la enfermedad y la sanidad. De una puesta en valor de los cuidados profesionales enfermeros, pero también de los familiares, que se identifiquen como elemento esencial de la humanización y no tan solo como un acompañamiento subsidiario de la curación o la tecnología situados tan solo en el ámbito doméstico. De una capacidad dinámica, innovadora, realista… de cambio que sitúe a la persona en el centro del mismo y no de los intereses políticos o económicos, corporativos y corporativistas o de los lobbies. De una actitud participativa, abierta y comprometida de la ciudadanía que rompa con las inercias de pasividad a las que ha sido sometida. De un abandono del protagonismo profesional que de paso al protagonismo comunitario e intersectorial.
Todas/os somos responsables de lo que pasa y del por qué pasa. Que nadie intente eludir su parte de responsabilidad. Que nadie trate de dar consejos aleccionadores. Que nadie utilice el victimismo como forma de defensa y ataque. Que nadie tenga la tentación de no sentirse implicada/o. Que nadie crea que la humanización no es parte de su competencia, actividad o actitud. Que nadie asuma la deshumanización como parte ineludible del sistema. Porque en la búsqueda de excusas, finalmente, desaparece o se difumina la responsabilidad.
Tan solo aprendiendo, entendiendo, investigando, actuando, compartiendo, asumiendo… la humanización seremos capaces de ser parte activa e indiscutible de la misma. Sin que sea una opción sino una obligación que merece nuestra profesión, la población y el sistema de salud y sin la que todo se convierte en un mero trámite que tan solo genera insatisfacción, frustración y conflicto.
Hablar de abogacía por la equidad, igualdad, derechos humanos, libertad, accesibilidad… sin una humanización de nuestra actividad profesional individual y una contribución real a la del sistema en el que la desarrollamos, es tan solo una manera burda y cobarde de renunciar a lo que, al menos como enfermeras, estamos obligadas a hacer. No se pueden entender ni la enfermería ni los cuidados profesionales enfermeros sin la atención humanizada que corresponde a la dignidad humana de las personas, las familias y la comunidad y que, además, en ningún caso supone una merma en la eficacia o eficiencia de la atención prestada, tal como se llega a plantear por parte de algunas personas interesadas en que nada cambie al entender que el rigor y la ciencia no casan bien con la humanización.
La Humanización es un hecho humano, hermoso, holístico, honesto, hospitalario… que requiere de habilidades, honestidad y humildad. Su ausencia nos hace ser a todas/os víctimas y culpables.
[1] Lama tibetano gelugpa que, durante su exilio en Nepal, cofundó junto con Lama Zopa Rimpoché el monasterio de Kopán y la Fundación para la Preservación de la Tradición Mahayana (1935-1984).