“La tragedia es en esencia una imitación no de las personas, sino de la acción y la vida, de la felicidad y la desdicha.”
Aristóteles[1]
Tras la tragedia que supuso la pandemia de la COVID, el tiempo transcurrido ha actuado como un inmenso borrador de lo ocurrido. La memoria humana es selectiva. Posiblemente como mecanismo de defensa ante acontecimientos dolorosos. Pero más allá de esa comprensible defensa, también existe una incomprensible actitud de olvido premeditado y consciente que nada tiene que ver con la protección individual y colectiva y sí, y mucho, con un intento por recuperar una falsa normalidad obviando e incluso eliminando cualquier vestigio de recuerdo sobre lo sucedido y el daño causado. Ni el dolor, la muerte, la soledad, la angustia, la falta de información, las negligencias, las omisiones imperdonables, las actitudes canallescas, pero tampoco los sacrificios, la empatía, los cuidados terapéuticos, la entrega, la solidaridad, la profesionalidad, aunque fuese mal asimilada con heroicidad… perduran en la memoria colectiva. Simplemente se ha pasado página, se ha corrido un tupido velo de olvido.
Hemos incorporado una terrible naturalización de los desastres a los que asistimos. Nos escandalizan, duelen, paralizan… durante los primeros momentos de su desarrollo, para pasar a ser parte natural e inalterable de nuestras vidas. Las guerras, las pandemias, los desastres naturales… se suceden como secuencias de una película de horror que inquietan pero que, una vez vistas, son eliminadas de nuestra memoria, hasta el siguiente estreno, palomitas incorporadas.
Asistimos, con parecida naturalidad a la descrita, al esperpento diario de la confrontación política, convertida en una lucha de fango, sin reglas ni treguas, por parte de quienes de autodenominan defensores públicos o protectores de una patria muy particular y exclusiva para algunos.
Mientras tanto, se producía un nuevo, desolador y trágico desastre natural que arrasaba pueblos enteros provocando destrucción y muerte en la provincia de València (España) y en otras provincias, aunque muchísimo menor efecto.
Un acontecimiento que, nuevamente, ha conmovido a la población general y ha puesto en evidencia determinadas actitudes y decisiones de las/os responsables políticas/os. Una nueva página que ha hecho pasar las de las guerras de Israel contra Gaza y Líbano o la de Rusia contra Ucrania. Es evidente que nos toca mucho más de cerca, pero ¿cuánto durará el recuerdo del horror activado inicialmente con esta nueva desgracia? Mejor no hagamos pronósticos ni apuestas al respecto.
Pero esta mención a la selectividad de nuestra memoria y también de nuestros sentimientos no trata de ser una denuncia, ni un reproche. Tan solo reflexiono sobre cuál es el tipo de sociedad, de comunidad, en que vivimos y convivimos.
Es en esta sociedad y comunidad en las que también trabajamos y prestamos cuidados las enfermeras. Y más allá de otras consideraciones me quiero detener en cuál considero es y debe ser nuestra respuesta como enfermeras, particularmente las comunitarias, en este nuevo escenario de sufrimiento, dolor y muerte.
No pretendo dar lecciones de nada ni a nadie. Tan solo comparto mis reflexiones sobre cuál es mi sentimiento como enfermera y cómo siento que deberíamos actuar.
No pongo en duda, en ningún momento, la respuesta sanitaria que se está dando desde el minuto cero par parte de las enfermeras en cada uno de los lugares afectados por la tragedia junto a la del resto de profesionales. Está siendo ejemplar como siempre que se producen situaciones de peligro para la salud de la población.
Pero me planteo si más allá de la asistencia sanitarista que se da como respuesta estándar, se plantean otro tipo de intervenciones.
Porque, está claro, que la asistencia a la supervivencia y a la prevención de riesgos que ocasionen más víctimas es prioritaria. Pero la situación de caos generada, la desesperación creada por la falta de información, el aislamiento, la incertidumbre, el miedo, la pérdida de enseres y vivienda… provocan un impacto y unos efectos sobre la población que no pueden ni deben ser relegados a un segundo plano. Resulta prioritaria la intervención comunitaria que permita atender con calidad y calidez las necesidades provocadas de manera tan abrupta por el desastre. Las enfermeras comunitarias deberían asumir la responsabilidad y la iniciativa de liderar estas acciones sin tener que esperar a que a alguien se le ocurra, que lamentablemente no se le va a ocurrir, cómo actuar. ¿Por qué entonces no se generan este tipo de respuestas?
Son múltiples las razones que podría plantear. Pero me quiero detener en analizar y reflexionar sobre la que considero es una de las principales.
La formación de las enfermeras, como la del resto de profesionales de la salud, está centrada en la asistencia a las situaciones de enfermedad en entornos con una supuesta y normotípica normalidad social y en el marco de las organizaciones sanitarias. Ya he comentado en múltiples ocasiones la focalización de la formación enfermera dirigida a la demanda generada por los sistemas sanitarios, olvidando el compromiso social que la universidad tiene con la comunidad de la que forma parte al no centrar sus esfuerzos y recursos a formar enfermeras para la comunidad. Para una comunidad que no podemos olvidar, es dinámica, cambiante y diversa y, por tanto, requiere de respuestas adaptadas a las necesidades que la misma genera y no tan solo a las que emergen de los sistemas sanitarios caducos en los que mayoritariamente se integran las enfermeras para sucumbir a la dinámica médico asistencialista que los impregnan.
Esta rutina organizativa conduce a que se anulen las posibilidades de acción, intervención e iniciativa ante hechos que no se incorporan en la formación reglada como estándares, normales o habituales. Se forma ante urgencias y emergencias, pero tan solo desde una perspectiva de asistencialismo ante lesiones, rescates, resucitación cardiopulmonar… pero poco o nada sobre cómo actuar en y con la comunidad para afrontar el desastre y sus consecuencias.
Por ejemplo, ante la situación provocada por la Dana en València. Más allá de la asistencia sanitaria, repito que necesaria y comprensible, ¿nos planteamos las enfermeras comunitarias, que tenemos datos de la población asignada, la situación de soledad, aislamiento, desprotección, miedo, ansiedad… de muchas personas con discapacidad o pérdida de autonomía y de sus familiares? ¿activamos las posibilidades de coordinar recursos comunitarios? ¿identificamos posibles riesgos potenciales tras el desastre como la aparición de infecciones por la falta de agua potable, el estancamiento de agua y lodo, la descomposición de cadáveres de animales…? ¿tratamos de coordinar acciones intersectoriales que respondan a la destrucción de recursos y activos para la salud elementales como escuelas, parques, centros sociales…? ¿impulsamos acciones de intervención comunitaria tendentes a organizar a la comunidad y que sea capaz de afrontar el inmenso problema al que se enfrenta? ¿pensamos en las consecuencias que para la salud mental tendrá un contexto tan terrible?… Son tan solo algunas posibilidades de acción que deberían formar parte de una respuesta inmediata y autónoma de las enfermeras comunitarias. Quedarse en los centros de salud, si es que no han sido igualmente destruidos por los efectos de la Dana, esperando a que vaya alguien a ser asistido no es la respuesta. Esperar, como decía, a que alguien les diga que salgan a la comunidad tampoco. Pero no lo hacen porque, por una parte, tienen miedo, por otra inseguridad y por otra generan resistencia.
No se trata de llevar a cabo actos de voluntarismo. Es una obligación la que, como enfermeras, tenemos con la salud comunitaria. Que nadie se confunda. Quien considere que su acción enfermera se limita a asistir la enfermedad o a actuar cuando se le diga, debería pensar seriamente en dedicarse a otra actividad que genere menos daño a la población y a la disciplina de la que se beneficia sin responder como la disciplina le exige.
Planificar, organizar, actuar, evaluar, liderar, son parte inseparable de la acción enfermera. Pero para ello hay que tener pensamiento crítico, asumir responsabilidad (que conlleva asumir riesgos) y responder autónomamente ante situaciones de cualquier índole.
Por su parte quienes, teniendo las responsabilidades políticas de tomar decisiones, no identifican como prioritario contratar o destinar a enfermeras especialistas en enfermería familiar y comunitaria, que posiblemente tengan contratadas en hospitales, para llevar a cabo este tipo de intervenciones, están actuando con irresponsabilidad manifiesta. Se pide la intervención del ejército, de protección civil… pero ni tan siquiera se piensa en la posibilidad de que las enfermeras puedan aportar algo a esta situación, más allá, claro está, de la asistencia a heridos, desde una mentalidad alienada con el modelo asistencialista del sistema sanitario. Se despliegan psicólogos, pero se ignora la intervención de enfermeras de salud mental. Se abandona a su suerte a las residencias de personas adultas mayores sin reparar en la importante aportación de enfermeras especialistas en geriatría y gerontología.
Estamos ante una sociedad enferma. Cada vez tengo menos dudas y más certezas. Y la sociedad lo está porque quienes la rigen la contagian con sus actitudes y decisiones. Está enferma porque solo tiene mirada para la enfermedad en una supuesta y falaz búsqueda de la salud desde una perspectiva dicotómica y antagonista que no se ajusta a la realidad. Está enferma porque se actúa tan solo ante las consecuencias y no tratando de que no se produzcan. Está enferma porque se anteponen las necesidades de los lobbies a las de la sociedad. Está enferma porque el individualismo, el hedonismo, la inmediatez o la falta de solidaridad (salvo de manera puntual y excepcional), son los síntomas permanentes que configuran su cronicidad. Está enferma porque se anula la capacidad de pensar de la ciudadanía. Está enferma porque se silencia o se ignora constantemente la disparidad de criterios. Está enferma porque se priorizan los beneficios económicos a los de la salud y el bienestar. Está enferma porque destruye el entorno en el que se desarrolla y niega las consecuencias de su acción. Está enferma porque juega a los equilibrios imposibles y evita los imprescindibles. Está enferma porque se destruyen derechos y se limita la equidad en nombre de la libertad y la democracia.
Una sociedad enferma que precisa respuestas globales, atención integral, integrada e integradora, nuevos agentes de salud, participación ciudadana, toma de decisiones compartida, abogacía por la salud, ética y estética, humanización, cuidados profesionales y respeto por la dignidad humana.
. Una sociedad que necesita que se le dé la voz para tomar sus propias decisiones en lugar de obedecer o acceder con pasividad, desde la falsa creencia de hacerlo en libertad porque le dejan votar periódicamente. Una sociedad que debe concienciarse de la necesidad de cuidar su entorno para que sea saludable y no tan solo bonito desde un patrón urbano. Una sociedad que asume su destino con resignación en lugar de hacerlo desde la resistencia. Una sociedad que precisa que las universidades formen enfermeras para la comunidad. Una sociedad que requiere enfermeras que respondan a sus necesidades en lugar de hacerlo a la de las organizaciones sanitarias o a las de quienes las rigen y maniatan en un modelo caduco, ineficaz e ineficiente.
Las enfermeras, debemos entender, asumir e interiorizar que tenemos una responsabilidad con la población que no podemos eludir o ignorar. Que tenemos que posicionarnos clara, rigurosa y permanentemente ante situaciones que afectan la salud de las personas, las familias y la comunidad más allá de la biología humana. Que de nosotras y de nuestras decisiones depende que la calidad de los cuidados que prestamos sea real y no tan solo una actitud ligada a la simpatía. Que de nosotras depende que el afrontamiento ante el dolor, el sufrimiento y la muerte sea una prioridad de intervención individual y colectiva. Que de nosotras depende que las conductas, hábitos y comportamientos se traduzcan en resultados de salud y no tan solo en riesgos de enfermedad. Que de nosotras depende que respondamos con determinación ante situaciones de emergencia más allá de la asistencia.
Lo que está sucediendo en València no puede ni debe quedar tan solo en un impacto mediático que se diluya con el tiempo y con el entierro de las víctimas. Porque las consecuencias de lo sucedido perdurarán en las familias y requerirán que la memoria selectiva no elimine el recuerdo de las múltiples necesidades que demandará la comunidad. Porque, lamentablemente, ya no serán objeto de programaciones especiales, ni de intervenciones efectistas. Y ahí deberán estar las enfermeras comunitarias para atender, que no tan solo asistir, las necesidades de las personas, las familias y la comunidad.
Una tragedia que debe hacernos reflexionar sobre qué y cómo estamos actuando las enfermeras de manera global y no tan solo local.
Está en nuestras manos y en nuestra voluntad llevar a cabo transformaciones radicales que permitan sanar a esta sociedad enferma en la que vivimos. Para ello, las enfermeras, tenemos una responsabilidad que debemos asumir desde una acción colectiva en un contexto iberoamericano de enfermería cada vez más necesario.
Que las lágrimas no nos impidan ver la luz de la realidad que demanda nuestra atención.
[1] Filósofo, polímata y científico griego (384 a.c.-322 a.c.).