«Los libros tienen los mismos enemigos que el hombre. El fuego, la humedad, los bichos, el tiempo, y su propio contenido»
Paul Valéry [1]
Esta semana acabé la lectura de la novela “La enfermera de Bellevue”[2] de Amanda Skenandore[3].
Cada vez son más los libros protagonizados por enfermeras (Historia de una Enfermera de Lola Montalvo; La enfermera de Christian Nocera; Mariela de Yolanda Guerrero; Un cuento de enfermera de Louisa May Alcott; Testamento de juventud de Vera Britain; Invierno en tu rostro de Carla Montero; Memorias de una enfermera de Cristina Francisco Rey; La enfermera del puerto de Melanie Metzenthin; La enfermera del enemigo de Laura Mars; 1921, diario de una enfermera de Eligio R. Montero; Las historias silenciadas de Nieves Muñoz de Lucas; La enfermera de Auschwitz de Anna Stuart…) . No es mi intención, en esta nueva entrada, hacer una crítica literaria sobre los mismos. No soy crítico literario y mi opinión como lector está claramente sesgada por mi condición de enfermera. Y es, precisamente, en este punto sobre el que quiero reflexionar. Sobre cómo es abordada la figura de la enfermera en la literatura. Teniendo en cuenta, por otra parte, que no todas/os las/os autoras/es que incorporan como protagonista a una enfermera en sus obras, son enfermeras.
Tan solo por el título de las obras podemos identificar la clara relación que se establece entre los conflictos bélicos y las enfermeras, al igual que sucede con la religión. De ahí que se identificara, durante mucho tiempo, a las enfermeras como mitad monjas, mitad soldados. En este sentido hay una copla tradicional española, “La enfermera y el militar”[4], que lo recoge de manera muy clara.
Pero, a parte de la guerra, otro de los ambientes en los que se incorporan con mayor asiduidad a las enfermeras como protagonistas de novelas, es el del misterio. Bien como asesinas o como sospechosas de asesinatos que les obliga a demostrar su inocencia.
Por lo tanto, la condición de enfermera es más un recurso literario oportunista con el que aderezar o adornar la trama en paralelo a la misma. Pero sin que dicha condición de enfermera sea, realmente, una forma que permita visibilizar el verdadero valor de su aportación profesional de manera tácita, real y objetiva. Suelen seguir muy presentes las historias almibaradas que les asimilan a dóciles y sumisas ángeles protectoras o, en contraposición, a profesionales de conductas desagradables y autoritarias e incluso deleznables y sibilinas criminales.
Por su parte, es muy difícil encontrar relatos en los que un hombre sea protagonista como enfermera y sigue siendo habitual que cuando aparece de manera secundaria su tratamiento sea muy confuso al asimilarlo a funciones de camillero o de celador, muy alejadas de su denominación, como enfermero.
Una de las pocas obras en que la enfermera protagonista es un hombre data de los años 60 en que, el entonces prolífico y célebre autor, José Luís Martín Vigil[5], incorpora en su novela “Alguien debe morir” (1964) a un practicante que es acusado de asesinato y debe demostrar su inocencia. En la misma el protagonista es practicante por no tener recursos para estudiar medicina, lo que finalmente logra gracias al buenismo de un médico que le costea los estudios de su verdadera vocación. Un relato muy de la época que refleja una realidad que, adaptada a los cambios sociales, sigue estando vigente hoy en día. Lo que sin duda es un elemento de distorsión y limitación para la verdadera identificación y valoración de la enfermería que es vista como un medio para el logro del fin y no como un fin en sí misma.
Así pues, las enfermeras parece que nos hemos convertido en un objetivo interesante para escritoras/es como eslabón importante de sus historias. De igual manera, cada vez más enfermeras, se deciden a introducirse en el mundo literario incorporando a enfermeras en sus obras. Pero, desde mi punto de vista, ni unas/os ni otras/os abordan, con la seriedad, respeto y rigor que correspondería y debería, la verdadera identidad de las enfermeras y de la enfermería. A las enfermeras se les sigue asignando un valor secundario, residual, subsidiario e incluso servicial y sumiso. Su perfil está muy alejado de una profesional universitaria y mucho menos de una científica o investigadora. Las tramas en las que se les incorpora siempre van ligadas, en mayor o menor medida e intensidad, a la figura de los médicos, a quienes sí se les identifica como profesionales capaces, resolutivos y con autoridad. Eso sin olvidar que en la mayoría de los escenarios siempre aparece una relación romántica o de simple atracción sexual entre enfermeras y médicos, en las que, las primeras sucumben a los encantos de los segundos, o las enfermeras seducen maliciosamente a los médicos, para lograr un estatus social-económico-profesional que, por sí mismas, como enfermeras, no son capaces de alcanzar.
Los escenarios de las historias, por otra parte, o son los hospitales de campaña de los conflictos bélicos, de los que no hemos escapado desde las carpas de la guerra de Crimea en que Florence Nightingale caminaba con su lámpara, que acabó siendo símbolo identitario de todas, o de hospitales civiles. En ninguna novela se describe un escenario diferente en el que situar a la enfermera.
Los cuidados, por su parte, o son una anécdota o se abordan desde una perspectiva que los asimila a la simpatía, la bondad o la caridad que, siendo destacables, son tan solo una parte y no la más importante, sin duda, de los cuidados profesionales. La técnica y la tecnología desplazan sistemáticamente a los cuidados a un segundo plano o simplemente logran ocultarlos.
En base a lo dicho, todas las obras están repletas de los mismos tópicos y estereotipos de siempre. Más o menos evidentes, disimulados o maquillados. Con mayor o menor acierto a la hora de tratarlos. Pero siguen siendo una losa que sepulta la verdadera identidad enfermera.
Preocupa, me preocupa al menos a mí, que las autoras enfermeras no escapen a ese rosario de tópicos y estereotipos que acaban por convertirse en un estigma tan triste como doloroso. Que ellas, como enfermeras, sigan replicando esa imagen manida, distorsionada, retórica de la imagen enfermera contribuye no tan solo a perpetuarla, sino a que acabe naturalizándose en el imaginario común como la única posible y verdadera. Por tanto, no sorprende el que autoras/es no enfermeras definan a sus protagonistas enfermeras desde esos parámetros tan caducos, pero al mismo tiempo tan presentes.
Es cierto que la historia es la que es y debe ser narrada de manera objetiva, sin interpretaciones que traten de adaptarla a intereses o situaciones concretas que la deformen. Incluso cuando se utiliza como trasfondo de una narración novelada. De hecho, es una manera muy interesante de conocer de dónde venimos. Siempre que la narración se amolde a la historia real y no a la inversa, como lamentablemente sucede muchas veces.
Otra cuestión es cuando la imagen de las enfermeras es utilizada como parte de la trama literaria, desde una perspectiva que no tan solo no se ajusta a la realidad, sino que incluso, en muchas ocasiones, es interesadamente deformada para servir a los intereses del/la autor/a o, simplemente, se hace desde el desconocimiento real de lo que es y significa ser enfermera.
¿Por qué, entonces, se recurre con tanta frecuencia a la figura de la enfermera en la literatura? Deben ser muchas las razones y no todas ellas es posible conocerlas y mucho menos entenderlas o justificarlas. Sin embargo, considero que existen algunas que, por recurrentes, resulta más fácil identificar.
La presencia de enfermeras en la narrativa literaria, en la mayoría de las ocasiones, va acompañada de la de médicos. Algo que no dejaría de ser una obviedad producto de la normalidad, si esa convivencia laboral y narrativa no se manipulase, como tan habitualmente se hace.
Sucede que, tanto si el protagonismo es de las enfermeras como si lo es de los médicos, la relación que se establece entre ellos por parte de las/os autoras/es, siempre es de subsidiariedad, cuando no de sumisión, de las enfermeras hacia los médicos. No se trata, o se hace de manera muy torpe, de establecer una relación profesional en la que no se imponga la autoridad o el poder a la interrelación y el consenso profesional. Posiblemente resulte más fácil para las/os autores esta correlación de desigualdad en la que se pueden desencadenar situaciones noveladas mucho más efectistas para las/os lectoras/es. Por otra parte, la permanente incorporación de las atracciones sentimentales o simplemente sexuales, entre unas y otros u otros y unas, son tan irreales e innecesarias como torpes, sórdidas o almibaradas. Parece que no sea posible el trabajo entre médicos y enfermeras sin que no haya un romance o un encuentro sexual que, además, siempre suele tener un trasfondo de admiración irrefrenable por la autoridad que, a modo de feromonas, transpiran los médicos seduciendo a las enfermeras o de obediencia de estas sobre los primeros ante la petición de favores de cualquier tipo a los que acaban sucumbiendo. Así pues, las/os autoras/es no tan solo no huyen de este recurso simplón, sino que lo utilizan con una reiteración que hace que la ficción deforme la realidad y naturalice como normal lo que no deja de ser un tópico más de los que habitualmente acompañan al ámbito sanitario, perpetuando las desigualdades y deformando la realidad de lo que son y aportan realmente enfermeras y médicos y que, desde luego, va mucho más allá de las atracciones físico-sentimentales.
Otra de las razones, sin duda, es el desconocimiento de lo que es y aporta profesionalmente una enfermera. Desde dicha ignorancia o desde la creencia de que lo que saben es lo que realmente se corresponde con la realidad, configuran una imagen distorsionada de la enfermera que encaja en alguno de los perfiles anteriormente descritos. Pero en el caso de autoras/es que además son médicos, esta imagen no es imputable a la ignorancia, sino a la firme convicción de que esa es la que consideran deben tener las enfermeras. Utilizando el recurso literario para reforzar su habitual actitud, en la relación profesional con las enfermeras, dejan patente su autoridad e influencia profesional y social. Tanto si es por ignorancia como si es por constancia, son múltiples las novelas en las que es claramente identificable esta imagen.
Por último, aunque menos frecuente a pesar del incremento que últimamente se está produciendo, es el caso de las enfermeras que deciden dedicarse al noble ejercicio literario. En este tema, bien como consecuencia de su decepción con la profesión enfermera que han abandonado o que incluso nunca han ejercido, o bien por su propia percepción distorsionada de lo que es y significa ser enfermera, les lleva a trasladar al papel una imagen igualmente distorsionada, novelesca o irreal de las enfermeras, aunque en este caso, por razones obvias, resulta, si cabe, mucho más triste y doloroso.
El caso es que, cuando no por unos o por otras, la literatura no nos resulta tampoco un espacio en el que poder corregir tanto desconocimiento sobre la imagen de las enfermeras,
Pero, más allá de la imagen que de médicos o enfermeras se traslada, resulta muy triste que la casi totalidad de las obras, tratando de dejar un resquicio en el que poder identificar alguna excepción que, yo al menos, desconozco, dibujan un escenario sanitario que está igualmente deformado desde una mirada medicalizada que tamiza toda la realidad y la traslada a las/os lectoras/es como si fuese la única posible. Por no hablar del escaso o nulo abordaje que de los cuidados profesionales se realiza.
Y yo, me pregunto, tan destacadas/os autoras/es ¿no podrían buscarse asesoras/es que les trasladasen una información, que no por oculta deja de ser auténtica, sobre aquello que tratan de escribir? Porque, de hacerlo, y siempre que las asesorías fuesen eficaces y rigurosas, su contribución no tan solo se centraría en el relato literario que atrajese la atención de las/lectoras/es para su distracción, sino que ayudaría a que la realidad profesional de las enfermeras y del contexto en el que desarrollan su actividad profesional, en el caso que nos ocupa, se ajustase más a una realidad que, o bien desconocen, o bien les interesa bien poco o nada conocer.
Ahora bien, habría que preguntarse igualmente, si las enfermeras contribuimos con nuestra actividad, actitud y actuación, a que la imagen que trasladamos sea diferente a la que se sigue captando y difundiendo de manera generalizada, tanto en la literatura sobre la que hoy reflexiono como en otros medios de difusión e información. Porque a lo mejor, o a lo peor, resulta que nosotras mismas somos las primeras responsables de esa estereotipación naturalizada e instalada en la sociedad, que acaba por ser compartida, de manera igualmente generalizada, por quienes se deciden a hablar de nosotras, bien sea de manera real o ficticia, logrando crear finalmente una estigmatización identitaria de la que no somos capaces de desprendernos y nos acompaña en todos los escenarios en los que, de una u otra forma, somos situadas.
No es mi intención, ni tampoco mi ilusión que se otorgue y difunda una imagen de las enfermeras, idílica, falsamente modélica o irreal de nuestra capacidad profesional, científica o investigadora. Sería tanto como intentar trasladar un modelo artificial que para nada ayudaría a corregir las inexactitudes existentes que permean en la sociedad. Porque, entre otras cosas, si bien es cierto que “Quien escribe lo que le gusta a los demás puede ser un buen escritor, pero nunca será un artista” (Juan Carlos Onetti)[6], no es menos cierto que, quien escribe lo que se ajusta a la realidad, además de ser un buen escritor, será también un riguroso artista.
Yo, mientras tanto, coincido con lo que tan bien expresó Ana María Matute[7], cuando decía que “Escribir es siempre protestar, aunque sea de uno mismo” y, parafraseando a Virginia Woolf[8], de autodescubrimiento en busca de mi propia verdad y autenticidad sobre la Enfermería y las enfermeras. Posiblemente por eso, cuanto más cerca estoy, o creo estar, de dicha autenticidad, más insatisfecho me siento con lo que otros expresan y/o trasladan. Espero encontrar pronto, puntos de concordancia que limiten mi protesta y descontento. Hasta entonces seguiré practicando la escritura, como la mejor manera que conozco de generar resistencia, compartir mis sentimientos y sentirme realizado, a través de las palabras. Si, además, logro que alguien se sienta partícipe de lo expresado, sería fantástico.
[1] Escritor, poeta, ensayista y filósofo francés (1871-1945).
[2] https://www.maeva.es/colecciones/novela-historica/la-enfermera-del-bellevue
[3] https://www.maeva.es/autores/amanda-skenandore
[4] https://corpusdeliteraturaoral.ujaen.es/archivo/0230r-la-enfermera-y-el-militar
[5] https://es.wikipedia.org/wiki/Jos%C3%A9_Luis_Mart%C3%ADn_Vigil
[6] Escritor uruguayo, considerado uno de los narradores más importantes de su país y de la literatura hispanoamericana (1909-1994).
[7] Novelista española miembro de la Real Academia Española (1925-2014)
[8] Escritora británica, autora de novelas, cuentos, obras teatrales y demás obras literarias; considerada una de las más destacadas figuras del vanguardista modernismo anglosajón del siglo XX y del feminismo internacional (1882-1941).