¿TIENE IDEOLOGÍA LA SALUD? Una reflexión desde la ética, la política y los cuidados

“Intento comprender la verdad, aunque esto comprometa mi ideología.”

Graham Greene[1]

 

El concepto de salud no es meramente técnico ni exclusivamente biológico. Desde una mirada filosófica, la salud ha sido entendida como equilibrio, como virtud, como funcionalidad o como posibilidad de realización humana.

En el siglo XX, Michel Foucault desentrañó el carácter político del saber médico, mostrando cómo la medicina se articula con el poder disciplinario y biopolítico en las sociedades modernas[2]. Ivan Illich, por su parte, denunció los efectos deshumanizantes de una medicina industrializada y tecnocrática, y propuso repensar la salud como capacidad autónoma de las personas y comunidades[3].

Más allá de las perspectivas críticas, también existen visiones que entienden la salud desde una ética de la normalidad funcional, como lo propuso Canguilhem: no como ausencia de enfermedad, sino como la capacidad del organismo (y de la persona) para establecer nuevas normas ante condiciones cambiantes[4]. Esta visión dinámica, más que estática, permite concebir la salud como un proceso de adaptación, de creación de sentido, de agencia frente a lo incierto.

Desde la filosofía contemporánea, la salud se ha vinculado con la noción de justicia epistémica: ¿quién tiene el poder de definir qué es salud? ¿quiénes son escuchados o ignorados en ese proceso? Esto conecta con las epistemologías del Sur que denuncian la imposición de una visión biomédica occidental sobre otras formas de entender el cuerpo, la enfermedad y el cuidado[5].

La ética en salud no es una dimensión colateral, sino estructural. Determina el sentido de las decisiones clínicas, de las políticas sanitarias, de los modelos de atención. Frente a la pregunta sobre si la salud debe tener ideología, la ética obliga a preguntarse: ¿al servicio de qué valores se organiza un sistema de salud? ¿A quién prioriza? ¿Qué vidas considera valiosas?

Dos grandes corrientes éticas han influido en el pensamiento sanitario contemporáneo: la ética de la justicia y la ética del cuidado. La primera, vinculada a autores como John Rawls o Amartya Sen, pone el acento en la equidad distributiva, el acceso universal, la garantía de derechos[6]. En esta visión, la salud es un bien primario que debe distribuirse según principios de equidad, especialmente en contextos donde las desigualdades sociales estructuran el acceso a recursos y oportunidades.

La segunda, la ética del cuidado, planteada por Carol Gilligan y Nel Noddings, enfatiza la interdependencia, la vulnerabilidad y la responsabilidad mutua[7]. Desde esta perspectiva, cuidar no es un acto técnico sino una práctica moral que se enraíza en las relaciones humanas. En salud, esto implica reconocer que la dimensión afectiva, emocional y relacional del cuidado es tan importante como la técnica o la eficiencia.

La salud no es neutra. No lo ha sido nunca, aunque a veces queramos creerlo. Se construye desde visiones del mundo, desde marcos políticos, desde intereses. Y, también, desde valores. En tiempos de polarización, defender que la salud debe estar al margen de la política es, en sí mismo, una afirmación política. Por eso me pregunto: ¿tiene ideología la salud? ¿Debe tenerla? ¿Y qué papel tenemos los y las profesionales de la salud —especialmente las enfermeras— en este planteamiento que propongo?

Hablar de salud es hablar de personas, de vidas, de bienestar y de sufrimiento. Pero también es hablar, no podemos ni debemos negarlo ni olvidarlo- de presupuestos, de modelos organizativos, de derechos, de acceso y de exclusión, porque la salud no tiene precio, pero es muy costosa. Dicho lo cual, no es lo mismo pensar la salud desde una lógica curativa y hospitalaria, que, desde una mirada comunitaria, de promoción, preventiva, centrada en las personas. Tampoco es igual priorizar la eficiencia que la equidad, ni valorar la autonomía como libertad individual o como interdependencia solidaria.

La tensión entre la ética de la justicia y la ética del cuidado puede ser, en realidad lo es, profundamente complementaria. Mientras la justicia reclama reformas estructurales y equidad distributiva, el cuidado demanda reconocimiento de la vulnerabilidad, cercanía y vínculos. Ambas corrientes comparten una raíz progresista: colocan a las personas y sus derechos en el centro, y promueven una salud más justa y centrada en lo humano. Tal como señala Joan Tronto, el cuidado no es una alternativa apolítica a la justicia, sino una ética política en sí misma, con una potencia transformadora que desborda lo asistencial para convertirse en base de ciudadanía democrática[8].

Llegados a este punto es importante destacar que, a diferencia del modelo biomédico hegemónico, más próximo a lógicas conservadoras y mercantilizadas —centrado en la enfermedad, la intervención técnica y la gestión de recursos— estas éticas de la justicia y el cuidado ofrecen una mirada profundamente política y transformadora sobre la salud. No son neutrales, pero sí humanistas. Y, sobre todo, necesarias.

En este terreno lleno de matices, los discursos políticos toman posiciones. La derecha suele apostar por modelos privatizados y privatizadores, centrados en la gestión empresarial de la salud, la elección del usuario como consumidor/cliente, usuario o paciente y la responsabilidad individual. La izquierda, por su parte, reivindica la salud como derecho, apuesta por lo público, por la promoción y la prevención, por los determinantes sociales y morales, y por la participación comunitaria. Estas no son etiquetas cerradas, pero sí reflejan tendencias.

Y es que cuidar es profundamente político. Es sostener, acompañar, intervenir sobre lo que duele, o se teme, física o mental, social o espiritualmente y lo que falta. Es mirar lo que no se ve. Y eso tiene consecuencias.

En el cuidar y el cuidado profesional, las enfermeras tenemos una voz. Una voz que viene del hacer, del estar, del sentir, del vincularnos con las personas en su día a día, en su hogar, con su familia, en su escuela, en su trabajo, en su barrio. Pero muchas veces esa voz no llega a los espacios de poder. No por falta de capacidad, sino por estructuras que nos invisibilizan, que nos relegan, que no entienden, o no les interesa entender, que cuidar también es transformar.

Por eso creo que debemos estar. Debemos hablar. Debemos tomar posición. No para reproducir lógicas partidistas, sino para defender una ética del cuidado, de la justicia, de la dignidad. Porque cuando las enfermeras hablamos desde nuestra experiencia, desde nuestra ciencia, desde nuestra práctica, desde nuestro compromiso, estamos aportando una mirada imprescindible para una salud más humana y más democrática.

Y claro, esto genera resistencias. Porque molesta que quienes han sido históricamente subordinadas quieran ocupar espacios de decisión. Porque incomoda que el cuidado se nombre como una cuestión política. Porque tensiona un modelo que valora más lo técnico que lo relacional.

Pero justamente por eso hay que insistir. Porque si no estamos, otros decidirán por nosotras. Y probablemente no decidirán en favor de quienes más lo necesitan.

Además, la ética en salud también interpela la noción de neutralidad en contextos de profunda desigualdad y fragilidad. ¿Puede un sistema sanitario declararse apolítico cuando atiende de forma diferente a personas según su clase, género, origen o situación migratoria? ¿Es ético no posicionarse frente a políticas que reducen derechos o aumentan brechas?

Aunque con frecuencia se afirma que la salud “no debería tener ideología”, esta afirmación parte de una falsa premisa: que existen políticas sanitarias objetivas, neutras y técnicas, desvinculadas de valores y visiones del mundo. Sin embargo, todo sistema de salud refleja una ideología, aunque esta no se explicite. Elegir entre financiar hospitales o atención primaria, entre promover seguros privados o un sistema público universal, entre medicalizar o intervenir sobre determinantes sociales, son decisiones ideológicas, porque expresan prioridades políticas y éticas[9].

La historia de los sistemas sanitarios lo demuestra. Incluso la salud basada en la evidencia —frecuentemente presentada como neutral— se despliega dentro de marcos ideológicos. ¿Qué tipo de estudios se financian? ¿Qué resultados se consideran significativos? ¿Qué poblaciones se priorizan? ¿Qué se excluye de la evidencia? La ideología no se opone a la ciencia; más bien, condiciona qué ciencia se produce, cómo se interpreta y cómo se aplica[10].

El auge de los enfoques centrados en los determinantes sociales de la salud también revela una transformación ideológica: desde una visión centrada en la responsabilidad individual hacia una que reconoce las condiciones estructurales de salud y enfermedad[11]. Esta perspectiva, aunque sostenida por evidencia empírica, choca con visiones neoliberales que prefieren reducir la intervención del Estado y promueven una lógica de “auto-responsabilización” que no conlleva aportación alguna por parte del sistema y sus profesionales para que se logre, tan solo traslado de responsabilidad que exima de la misma a quienes la plantean desde esta perspectiva.

La salud no solo es un bien público, un derecho o una necesidad humana básica: también es un recurso simbólico y estratégico de enorme potencia política. En contextos de crisis —pandemias, guerras, desastres, recesiones económicas— la salud se convierte en uno de los principales instrumentos de disputa política. La pandemia de COVID-19 fue un claro ejemplo: los debates sobre atención primaria u hospitalaria, mascarillas, vacunas, confinamientos o reaperturas se convirtieron rápidamente en trincheras ideológicas[12]. Estos debates no solo revelaron divisiones políticas, sino también diferencias profundas en la confianza hacia la ciencia y las instituciones sanitarias, especialmente entre sectores ideológicamente conservadores[13]. Estudios recientes muestran que la desconfianza hacia la investigación en salud entre votantes de derecha afecta incluso su disposición a participar en ensayos clínicos o aceptar recomendaciones científicas[14].

En ese sentido, la salud se ha convertido en un terreno donde conceptos como «libertad individual» o «autonomía» son resignificados estratégicamente para oponerse a políticas públicas de protección colectiva, muchas veces bajo discursos promovidos por movimientos anti-ciencia[15].

En este escenario, las/os profesionales de la salud ocupan una posición ambivalente. Por un lado, pueden contribuir a la despolitización, adoptando un rol técnico, acrítico, centrado exclusivamente en la clínica y al margen de las determinaciones sociales. Esta postura, aún dominante en muchos entornos médicos, favorece la lógica de que “la salud no tiene ideología” y perpetúa modelos centrados en el individuo como paciente, cliente, la enfermedad y la solución farmacológica[16].

Por otro lado, existen profesionales que asumen una posición activa y crítica, conscientes de que su trabajo no es neutral, y que el ejercicio de la salud tiene implicaciones éticas y sociales. Es el caso de muchas enfermeras comunitarias, médicos de familia, profesionales de salud pública o trabajadores sociales que reivindican una práctica basada en derechos, justicia y equidad[17].

La disciplina también importa. La medicina, históricamente ligada al poder institucional y al saber experto, ha tendido a colocarse en posiciones más conservadoras, aunque esto varía según especialidades y contextos. La enfermería, las ciencias sociales, la psicología comunitaria o la salud pública han desarrollado marcos más críticos, sensibles a las estructuras de poder y a las desigualdades.

El desafío, en este sentido, no es evitar la politización, sino orientarla hacia una práctica ética, crítica y comprometida con el bien común. Asumir que toda práctica en salud tiene una dimensión política no implica partidismo, sino responsabilidad.

La creciente politización de la ciencia en sí misma —especialmente cuando toma posturas públicas en temas controvertidos— ha tenido el efecto paradójico de erosionar la confianza pública en sectores donde esa politización se percibe como partidista²⁷. Este fenómeno obliga a repensar cómo comunicar la ciencia y cómo sostener una salud pública con base ética y legitimidad social.

Una de las cuestiones más controvertidas —y a la vez más reveladoras— es la tendencia a identificar ciertos modelos de atención en salud con posiciones ideológicas concretas. ¿Existen aproximaciones “de derechas” y otras “de izquierdas” al organizar un sistema sanitario? Aunque cualquier simplificación conlleva riesgos, esta clasificación ayuda a visibilizar los valores implícitos que sustentan los distintos enfoques.

En este marco, no es casual que el modelo hospitalario, tecnificado, especializado y jerárquico se haya asociado con políticas más conservadoras, mientras que los enfoques comunitarios, horizontales, integradores y basados en los cuidados hayan sido abanderados por movimientos progresistas o alternativos.

La hospitalización concentra recursos, poder médico y tecnología, y suele reforzar una lógica centralizada y vertical. Además, se presta mejor a la privatización y segmentación del sistema. En cambio, la atención comunitaria apuesta por la proximidad, el trabajo intersectorial, la promoción y la prevención y la participación, lo cual implica una redistribución de poder y una revalorización de saberes no expertos[18].

Este binarismo no es absoluto: hay hospitales públicos con orientación social y programas comunitarios gestionados por fundaciones conservadoras. Sin embargo, como tendencias generales, reflejan visiones distintas sobre qué es la salud, quién debe garantizarla y cómo debe organizarse.

Particular atención merece el tema del cuidado. En muchos países, el reconocimiento de los cuidados —profesionales y familiares o informales— como parte central del sistema sanitario ha sido impulsado por movimientos feministas y de justicia social. Concebir el cuidado como una responsabilidad colectiva y no como una tarea privada o familiar implica transformar radicalmente la estructura del sistema7.

Este enfoque es claramente contracultural en contextos donde predomina la lógica del mercado, la productividad y la tecnificación. Por ello, los cuidados, más que “de izquierdas”, pueden considerarse profundamente humanistas y democráticos. Su politización no es opcional, sino necesaria para garantizar su reconocimiento y sostenibilidad.

La politización de la salud, por otra parte, no ocurre de la misma manera en todos los países. Existen marcadas diferencias según el nivel de desarrollo, la historia política, el modelo de Estado y la cultura cívica.

En este sentido, la politización de la salud en el Sur global no es simplemente un fenómeno partidista: es, en muchos casos, una forma de resistencia frente a la colonialidad del poder y del saber4. Pero también hay riesgos. En contextos de fragilidad institucional, la politización puede derivar en clientelismo, instrumentalización electoral o captura corporativa de los sistemas sanitarios. La defensa del derecho a la salud debe, por tanto, estar acompañada de mecanismos de control democrático, transparencia y participación real.

Asimismo, la cooperación internacional en salud —frecuentemente impulsada desde organismos multilaterales o fundaciones privadas— no está exenta de sesgos ideológicos. Las prioridades impuestas desde el Norte (como ciertos programas verticales de vacunación o control de enfermedades específicas) muchas veces ignoran las agendas locales o debilitan los sistemas de salud primarios[19].

Una propuesta ética para la salud debe sustentarse en la dignidad de todas las vidas, la equidad, la solidaridad intergeneracional y comunitaria, la sostenibilidad, la autonomía relacional.

Las enfermeras tenemos un papel crucial en esta tarea. Debemos ser críticas, éticas, capaces de nombrar las injusticias y de construir alternativas. En el quehacer diario, en las decisiones profesionales, en la organización colectiva, en el vínculo con la comunidad, las enfermeras debemos contribuir a una salud más justa y democrática.

Las enfermeras poseemos un conocimiento propio, relacional y comunitario que es esencial para transformar la salud desde una perspectiva de justicia y cuidados. La cercanía con las personas, el trabajo transversal en múltiples ámbitos (clínico, comunitario, educativo, institucional) y el compromiso ético nos posicionan como agentes fundamentales de cambio.

Algunos estudios recientes destacan cómo las enfermeras que acceden a espacios de toma de decisión introducen una visión más centrada en la justicia social, el trabajo comunitario y la sostenibilidad de los cuidados, en contraposición a modelos puramente biomédicos o economicistas[20]. Aun así, persisten barreras culturales y estructurales, como la escasa representación en los órganos colegiados o la falta de formación política en los planes de estudio de enfermería[21].

Darle lugar a esa voz no es solo una cuestión de justicia profesional, sino una necesidad democrática.

Construir una salud ética implica politizarla… pero con conciencia crítica. No se trata de instrumentalizar la salud para intereses ideológicos, sino de iluminar su dimensión política para defender el bien común.

Necesitamos una salud con valores. Con ética. Con visión crítica. Con compromiso. Una salud que no tema tener ideología, si eso significa defender la vida con dignidad. Una salud que abrace los cuidados, no como complemento, sino como fundamento.

Esa salud no se construye sola. Se construye con las enfermeras. Y para eso, necesitamos dar un paso al frente. Sin miedo. Con orgullo. Con voz propia.

 

[1] Escritor, guionista y crítico literario británico (1904-1991)

[2] Foucault M. El nacimiento de la clínica. México: Siglo XXI; 2006.

[3] Illich I. Némesis médica: la expropiación de la salud. Barcelona: Barral; 1975.

[4] Canguilhem G. Lo normal y lo patológico. Buenos Aires: Siglo XXI; 2009.

[5] Santos B de S. Epistemologías del Sur. Madrid: Akal; 2014.

[6] Sen A. La idea de la justicia. Madrid: Taurus; 2010.

[7] Gilligan C. La ética del cuidado. Madrid: Cátedra; 1993.

[8] Tronto JC. Moral Boundaries: A Political Argument for an Ethic of Care. Nueva York: Routledge; 1993.

[9] Navarro V. El subdesarrollo social de España. Barcelona: Anagrama; 2006.

[10] Marmot M. The Health Gap. Londres: Bloomsbury; 2015.

[11] WHO. Framework on integrated people-centred health services. Geneva: WHO; 2016.

[12] Kickbusch I, Leung GM, Bhutta ZA, Matsoso MP, Galvani A, Gitahi G. Covid-19: how a health crisis became a global political crisis. BMJ. 2020;369:m1932.

[13] Friesen P, Kearns L, Redman B, Caplan AL. Political ideology and trust in science: how ideology shapes the willingness to participate in biomedical research. Sci Rep. 2021;11(1):14889.

[14] Kahan DM, Landrum AR, Carpenter K, Helft L, Jamieson KH. Science curiosity and political information processing. Polit Psychol. 2017;38(S1):179–99.

[15] Hoffman BL, Felter EM, Chu KH, Shensa A, Hermann C, Wolynn T, et al. It’s not all about autism: The emerging landscape of anti-vaccination sentiment on Facebook. Vaccine. 2019;37(16):2216–23.

[16] Menéndez EL. El modelo médico hegemónico: transacciones y resistencias. Cuadernos Médico Sociales. 1985;36:107-124.

[17] Starfield B. Primary Care: Balancing Health Needs, Services, and Technology. New York: Oxford University Press; 1998.

[18] Almeida C, Báscolo E. Equidad y reforma de los sistemas de salud en América Latina y el Caribe. Rev Panam Salud Publica. 2006;20(1):1-6.

[19] Packard RM. A History of Global Health: Interventions into the Lives of Other Peoples. Baltimore: Johns Hopkins University Press; 2016.

[20] Turkel MC, Ray MA. A theory of relational complexity grounded in caring science. Nurs Sci Q. 2020;33(2):115–23.

[21] Larios Serrato B, García-Mayor S, Espinosa-González AB. La participación política de las enfermeras: una asignatura pendiente. Enferm Clin. 2022;32(5):257–64.

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