FEMINISMO Y SALUD Por una igualdad sin trampas

“No estoy aceptando las cosas que no puedo cambiar, estoy cambiando las cosas que no puedo aceptar.”.

Angela Davis[1]

 

Desde sus orígenes, el feminismo ha sido un motor de transformación social, política y cultural. Surgido como movimiento de denuncia de la exclusión de las mujeres del espacio público, ha evolucionado hasta convertirse en una crítica global al orden patriarcal que estructura nuestras sociedades. Las distintas olas del feminismo han ampliado progresivamente su mirada: desde la conquista de derechos civiles básicos —como el sufragio o la educación— hasta la crítica a las formas simbólicas del poder, las violencias estructurales, la desigualdad laboral, la medicalización del cuerpo femenino o la invisibilización del trabajo de cuidados. En cada etapa, el feminismo ha desenmascarado las jerarquías que naturalizan la desigualdad, y ha planteado una ética alternativa: la de la justicia relacional, la equidad sustantiva y el cuidado como principio organizador.

No obstante, la feminización de las instituciones y de los espacios profesionales ha seguido un curso más ambiguo. En muchos ámbitos, como el sanitario, se ha producido una feminización numérica —las mujeres son mayoría en las plantillas— sin que eso haya conllevado una feminización estructural, es decir, un cambio en los modos de ejercer el poder, de organizar el trabajo, de reconocer los saberes o de establecer prioridades[2]. Esta disociación entre presencia y transformación es especialmente evidente en el sistema sanitario: uno de los espacios más feminizados y, sin embargo, más resistentes al cambio cultural[3].

En un momento histórico en el que la mayoría de los profesionales de la salud son mujeres, se mantiene, sin embargo, un modelo de sistema de salud profundamente masculinizado[4]. Esta aparente contradicción —la convivencia entre una feminización numérica de las profesiones y una persistencia estructural del poder masculino— no es un fenómeno anecdótico ni coyuntural, sino la expresión más clara de una tensión aún no resuelta entre presencia y transformación. Las mujeres están, pero no deciden. Protagonizan, pero no definen. Sostienen, pero no lideran Y cuando lo hacen, en demasiadas ocasiones asumen modelos de ejercicio del poder heredados de un sistema que continúa reproduciendo valores patriarcales bajo nuevas formas.

Esta realidad es especialmente evidente en el campo de la enfermería, profesión históricamente feminizada tanto en términos de composición como en su imaginario social[5]. A pesar de ello —o quizás precisamente por ello— la enfermería ha sido tratada durante décadas como una disciplina subsidiaria, invisible, instrumental y subordinada al poder médico, paradigma indiscutido, que no indiscutible, de autoridad en el mundo sanitario[6]. La subordinación enfermera, sin embargo, no responde a una lógica científica o técnica, sino a una lógica de género profundamente arraigada[7]. Lo masculino se asocia a saber, poder y liderazgo; lo femenino a apoyo, cuidado y ejecución desvalorizados y menospreciados. Así, aunque enfermeras y médicas (aunque una gran mayoría hayan decidido denominarse como médicos) sean hoy mayoría en las instituciones sanitarias, las estructuras que las rodean siguen rigiéndose por jerarquías, epistemologías y dinámicas que perpetúan la hegemonía masculina[8].

Este fenómeno se refuerza por múltiples vías. La formación universitaria orientada a la técnica y al diagnóstico en detrimento de lo relacional; los sistemas de evaluación del desempeño centrados en la productividad y los resultados cuantificables; la escasa representación de la enfermería en los espacios de decisión política; y el peso simbólico que aún conserva la medicina como ciencia rectora, son algunas de ellas. Incluso en los discursos institucionales, el lenguaje empleado revela con claridad las prioridades del sistema: se habla de eficacia, rentabilidad, innovación tecnológica, pero rara vez se habla de escucha, vínculo, acompañamiento o comunidad y mucho menos de cuidados[9].

Sorprende que, incluso en una medicina que hoy cuenta con una mayoría de mujeres, los patrones decisionales, los estilos de liderazgo, la lógica del ascenso profesional y la producción científica sigan marcados por una fuerte impronta masculina[10]. No se trata simplemente de la herencia de siglos de dominio patriarcal, sino de una reproducción activa, sostenida muchas veces también por las propias mujeres que, al llegar a posiciones de poder, ven en la adopción de modelos masculinos la única vía para ser reconocidas y respetadas. Esto configura un sistema profundamente contradictorio. Se demanda feminización, pero solo en términos cuantitativos; cuando lo que se necesita es una transformación cualitativa de fondo, una redefinición del poder, del liderazgo, del conocimiento y de los cuidados.

El cuidado profesional —núcleo histórico de la enfermería— ha sido sistemáticamente invisibilizado en la arquitectura sanitaria. Este silenciamiento no es neutro. Implica una deslegitimación simbólica, una negación política de su valor y una marginación en términos presupuestarios, jerárquicos y epistémicos[11]. Feminizar el sistema no significa, en este sentido, simplemente «valorar más el cuidado», sino reconocer que el cuidado es una forma de conocimiento, de intervención y de organización institucional y social[12]. Es entender que el paradigma del cuidado no es secundario, sino central para construir sistemas de salud más humanos, justos, eficaces y sostenibles. Y, que sea central, no significa, en ningún caso, que desplace la centralidad de la intervención médica. Se trata simplemente de otra forma diferente y no excluyente de centralidad que puede y debe coexistir sin que ello signifique enfrentamiento ni, mucho menos, tenga que ser identificado como una amenaza para el que, desde siempre, ha sido considerado el centro único y exclusivo. Su coexistencia, por tanto, no tan solo es posible, sino que es muy necesaria[13].

Feminizar el sistema implica también desmontar una concepción biologicista, fragmentada y centrada en la enfermedad, para dar paso a una visión más integral, centrada en la vida, la comunidad y los determinantes sociales y morales de la salud[14]. Implica reconocer que las decisiones en salud deben considerar no solo los protocolos clínicos, sino también las trayectorias vitales de las personas, sus contextos, sus vulnerabilidades, sus proyectos y, sobre todo, sus necesidades sentidas y demandas[15]. En ese sentido, las enfermeras desde su paradigma centrado en el terreno de lo cotidiano, puede ofrecer una perspectiva profundamente transformadora, siempre que logre hacerlo desde su propio lugar, sin mimetismos ni subordinaciones.

Por otra parte, la influencia de las nuevas masculinidades en este proceso puede ser significativa si se entienden no como una corrección estética del patriarcado, sino como una revisión radical de lo que significa ser hombre en contextos profesionalmente feminizados[16]. Cuando los varones que trabajan en enfermería o en medicina se desmarcan de la lógica de dominación y adoptan posturas de horizontalidad, escucha y corresponsabilidad, contribuyen a erosionar los pilares simbólicos del sistema jerárquico. Pero para ello deben renunciar a las ventajas que el género masculino aún les concede: reconocimiento inmediato, ascensos acelerados, autoridad tácita[17]. Deben aceptar ser uno más, no para liderar sobre, sino para cuidar.

En muchos casos, sin embargo, se interpreta que la entrada de los hombres en enfermería genera un reforzamiento del prestigio de la profesión, pero no necesariamente una transformación de su cultura[18]. Más aún, se ha documentado que los varones tienden a concentrarse en áreas de gestión, docencia o técnicas avanzadas, mientras las mujeres siguen predominando en la atención directa, en los cuidados complejos y en los espacios más expuestos emocionalmente. Esta dinámica reproduce, de forma soterrada, la misma lógica de género que se necesita desmontar.

Por otra parte, resulta urgente subrayar que la feminización del sistema sanitario no puede suponer una feminización asimilada a modelos masculinos. Si el poder de las enfermeras se construye a imagen y semejanza de la autoridad médica tradicional —controladora, jerárquica, tecnocrática— se pierde la oportunidad de transformación. Por el contrario, si las enfermeras se empoderan desde su feminidad, reconociendo el valor político y epistémico del cuidado, integrando la diversidad de género sin claudicar a los modelos dominantes, entonces sí puede hablarse de un verdadero cambio de paradigma[19].

Esto implica una revalorización de los saberes propios, una apuesta por la investigación cualitativa y participativa, una presencia activa en los espacios de decisión y, sobre todo, una conciencia clara de que el cuidado no es un “complemento emocional” a la técnica médica, sino una forma de construir salud. Implica también que las enfermeras no renuncien a su feminidad por temor a ser estigmatizadas como “blandas”, “emocionales” o “menos científicas”. La feminidad, lejos de ser un obstáculo, es una fuente de liderazgo transformador si se articula con conciencia crítica, formación sólida y acción política[20].

El reto es construir un sistema de salud donde el liderazgo no se mida por la distancia respecto al sufrimiento, sino por la capacidad de estar presente en él. Donde la gestión no se limite a indicadores económicos, sino que incluya el bienestar de quienes cuidan y de quienes son cuidados. Donde la autoridad no emane del rango o la disciplina, sino de la capacidad competencial, la coherencia ética, del compromiso social y de la capacidad de generar vínculos de confianza.

En esta transformación, el lenguaje no es un elemento menor. La manera en que se nombra o se omite a las enfermeras en los discursos institucionales y académicos refleja y perpetúa estructuras de poder simbólicas. Suele omitirse, de manera consciente y exenta de inocencia la denominación de enfermeras en favor de la errónea de enfermería, que es ciencia, disciplina y profesión. La Real Academia Española, por su parte, institución aún configurada desde una lógica fuertemente masculina y elitista que se manifiesta en su composición (más del 80% de los académicos son hombres), mantiene definiciones obsoletas y excluyentes en relación con la enfermería y las enfermeras[21]. Su negativa reiterada a actualizar los términos “enfermera y enfermería” en el diccionario, a pesar de la evidencia científica, del clamor profesional y del cambio social, no solo invisibiliza la evolución disciplinar de la profesión, sino que contribuye activamente a sostener el patriarcado lingüístico y epistemológico. Este inmovilismo institucional, además, no es neutro. Incide en la percepción pública, en la legitimidad profesional y en el reconocimiento académico de las enfermeras. Es un claro ejemplo de cómo el lenguaje también puede ser una trinchera de resistencia al cambio, y cómo el feminismo debe seguir disputando, también ahí, el sentido de lo justo.

Resulta además paradójico que, desde una lógica lingüística profundamente simbólica, la palabra “curación” —asociada culturalmente al poder médico— sea gramaticalmente femenina, mientras que “cuidados” —identificación histórica de la práctica enfermera— adopten una forma masculina. Esta aparente contradicción pone de relieve cómo las convenciones gramaticales no escapan a las tensiones de género, y cómo incluso en el plano del lenguaje se reproducen o invierten, consciente o inconscientemente, los marcos culturales que asignan valor, centralidad y jerarquía a ciertas prácticas profesionales sobre otras[22]. Ese sistema no es una utopía, es una posibilidad política concreta que exige voluntad, conciencia y una relectura crítica del rol de las enfermeras.

Para que esta transformación sea viable, no basta con que las enfermeras asuman un discurso de empoderamiento; es necesario que el entorno institucional y legislativo lo respalde. Esto supone revisar normativas, planes de estudio, estructuras de gobernanza y sistemas de evaluación que penalizan lo relacional y premian lo técnico. Supone también redefinir qué entendemos por liderazgo en salud: no como ejercicio de autoridad unidireccional o de poder corporativista, sino como capacidad de sostener procesos colectivos, interdisciplinares y orientados al bienestar integral. Una feminización coherente del sistema implica, por tanto, modificar no solo los sujetos que lideran, sino los criterios con los que evaluamos el éxito y el impacto de sus liderazgos.

Existen experiencias internacionales que muestran el potencial transformador de este enfoque. En países como Canadá, Nueva Zelanda o los países nórdicos, donde se ha dado una mayor integración del modelo enfermero en los sistemas públicos de salud, los cuidados se han situado en el centro de las políticas sanitarias[23]. Esto no ha supuesto una pérdida de calidad técnica, sino un aumento de la pertinencia, la accesibilidad y la satisfacción de las personas. La promoción de redes comunitarias, la inclusión de perspectivas intersectoriales en salud pública y la consolidación de equipos interprofesionales liderados por enfermeras han contribuido a resultados en salud más equitativos y sostenibles.

En contraposición, los sistemas más fuertemente medicalizados y jerarquizados —como los de tradición francófona o hispanoamericana— presentan mayores resistencias a este cambio de paradigma. En ellos, el rol de las enfermeras permanece confinado a la ejecución subordinada, y cualquier intento de liderazgo se enfrenta a barreras institucionales, culturales y simbólicas. La feminización allí ha sido más numérica que política. Las consecuencias de este estancamiento no son menores: burnout profesional, desafección institucional, baja retención del talento joven, y un alejamiento progresivo de la ciudadanía respecto a los servicios de salud[24].

La clave, por tanto, no reside solo en quiénes ocupan los puestos, sino en qué estructuras, valores y prácticas se activan o se neutralizan cuando esos puestos se ocupan. Si una mujer llega a un puesto de gestión y debe comportarse como su antecesor masculino para ser aceptada, el sistema sigue intacto. Si una enfermera accede a una dirección de centro, pero debe invisibilizar el cuidado para “demostrar su autoridad gestora”, no hay transformación real. Feminizar el sistema implica permitir otras formas de estar, otras formas de liderar, otras formas de valorar.

No se trata de reemplazar el dominio de unos por el de otras, ni de aplicar una inversión de roles, sino de desactivar la lógica misma del dominio. De abrir paso a un sistema basado en la cooperación, la reciprocidad y la escucha. La autoridad basada en el mérito técnico debe abrirse a una legitimidad más amplia, que incluya el conocimiento específico, la sensibilidad relacional, la experiencia profesional y la construcción de confianza. Esto exige redefinir también los modelos de formación, rompiendo con currículos androcéntricos que aún hoy priorizan la competencia técnica sobre la competencia ética y relacional.

Una feminización bien entendida del sistema de salud tendría efectos concretos: mayor interdisciplinariedad, menos medicalización de la vida cotidiana, más protagonismo de la atención primaria, mejor integración comunitaria, políticas de salud más inclusivas y una redefinición de los indicadores de éxito[25]. Implicaría también que la formación de profesionales de la salud, incluyendo médicos, enfermeras, terapeutas y gestores, incorporara desde el inicio una ética del cuidado como pilar estructural, y no como complemento.

Finalmente, esta transformación requiere valentía. No bastan los diagnósticos ni los discursos bien intencionados. Es necesario confrontar inercias, resistencias y privilegios, tanto en lo institucional como en lo personal. Implica revisar nuestras propias prácticas, nuestras formas de comunicarnos, de organizarnos, de priorizar. Y hacerlo sabiendo que lo que está en juego no es solo una mejor atención, sino un modo más justo y humano de entender la salud.

Las enfermeras tienen, en este escenario, una responsabilidad histórica. No se trata solo de exigir reconocimiento, sino de liderar la transformación con conciencia y con solvencia. De abandonar toda forma de dependencia simbólica de la medicina y reivindicar su lugar no como profesión secundaria, sino como profesión rectora del cuidado. Y hacerlo desde una identidad que no reniega de su feminidad, sino que la convierte en fuerza crítica, en propuesta política y en ética profesional[26].

Por todo ello, feminizar el sistema se salud no es una opción ideológica ni una concesión a la igualdad. Es una necesidad estratégica, una exigencia democrática y una condición de posibilidad para construir salud con sentido, con justicia y con dignidad. Desde el cuidado, con las enfermeras, para y con toda la comunidad.

[1]  Filósofa, política feminista marxista y antirracista y académica estadounidense. (1944).

[2] Kuhlmann E, Annandale E. The Palgrave Handbook of Gender and Healthcare. London: Palgrave Macmillan; 2010.

[3] WHO. Delivered by women, led by men: A gender and equity analysis of the global health and social workforce. Geneva: World Health Organization; 2019.

[4] Hegewisch A, Hartmann H. Women in Health Care: Occupational Segregation and Workforce Diversity. Institute for Women’s Policy Research; 2020

[5] Traynor M. Critical Resilience for Nurses. London: Routledge; 2017.

[6] Pérez-Bustos T, Forero-Pineda C. Epistemologías del cuidado en salud. Rev Colomb Sociol. 2021;44(2):19–44.

[7] Bonet C. Lenguaje, poder y exclusión. Rev Estud Género. 2020;26(1):45–62.

[8] Real Academia Española. Diccionario de la lengua española. Madrid: RAE; [consultado 2024 may 15]. Disponible en: https://dle.rae.es

[9] Simpson R. Masculinity at work. Work Employ Soc. 2004;18(2):349–368.

[10] Hooks b. Feminism is for everybody. Cambridge: South End Press; 2000.

[11] Leininger M. Culture Care Diversity and Universality. New York: National League for Nursing Press; 1991

[12] Allen D. The Invisible Work of Nurses. London: Routledge; 2014.

[13] Martínez-Riera, JR. Enfermeras.  Una voz para liderar. Liderando con voz propia. Revista ROL de Enfermería. 2019.41: 417 – 421.

[14] Marmot M. The Health Gap. London: Bloomsbury; 2015.

[15] Barry CA et al. Patients’ understandings of health and illness. Sociol Health Illn. 2001;23(1):29–50.

[16] Connell RW. Masculinities. Berkeley: University of California Press; 1995.

[17] Messner MA. Politics of Masculinities. Thousand Oaks: Sage; 1997.

[18] Evans J. Men nurses. J Adv Nurs. 2004;47(3):321–328.

[19] Gilligan C. Joining the Resistance. Cambridge: Polity Press; 2011.

[20] Harding S. The Science Question in Feminism. Ithaca: Cornell University Press; 1986.

[21] Lledó E. El silencio de la palabra. Madrid: Cátedra; 1991.

[22] Cameron D. Verbal Hygiene. London: Routledge; 1995.

[23] Delamaire ML, Lafortune G. Nurses in Advanced Roles. OECD Health Working Papers. 2010;54.

[24] Aiken LH et al. Nurse staffing and education and hospital mortality in nine European countries. Lancet. 2014;383(9931):1824–1830.

[25] WHO. Framework on integrated people-centred health services. Geneva: World Health Organization; 2016.

[26] Martínez-Riera JR. Cuidar desde la política. Index Enferm. 2021;30(1–2):4–8.

1 thoughts on “FEMINISMO Y SALUD Por una igualdad sin trampas

  1. Excelente artículo.Refleja autenticidad en la profesión.
    Debe seguir divulgando, fomentar diálogos. Conversatorios desde las univerdidad4s y agencias institucionales.

    Felicitaciones José Ramón.

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