Imagen: Adaptada de https://www.dipusevilla.es/temas/asuntos-sociales-e-igualdad/25n-2020-dia-internacional-de-la-eliminacion-de-la-violencia-hacia-las-mujeres/
A todas las mujeres. Por su libertad y dignidad
Ya he comentado en alguna otra ocasión que somos muy dados a ponerle etiquetas a los días del calendario. Bueno, realmente le ponemos etiquetas a todo y a todos. Como si los días por sí solos no fuesen suficientemente significativos como para tener que añadir algo más. Entre la iglesia que ya se encargó de poner santos/as a cada día del año, los días mundiales, los internacionales, los nacionales, los autonómicos… los calendarios acaban siendo un verdadero galimatías de nombres, celebraciones, acontecimientos o recuerdos. Algunos para celebrar y otros para no olvidar.
Sin embargo, no deja de ser triste que tengamos que seguir marcando días en el calendario para recordar lacras sociales que nos siguen cuestionando como personas civilizadas en sociedades supuestamente modernas y avanzadas.
Esos recuerdos anuales deberían servir para sensibilizarnos y hacernos reflexionar sobre qué somos, qué hacemos y qué queremos y no para mantenerlos como fecha fija, año tras año, como sucede con el santoral. Como si hubiese un cierto miedo a que nos olvidásemos de nuestro nombre. Como si hubiese cierto miedo a que no sepamos eliminar el recuerdo del sufrimiento, el dolor e incluso la muerte de algunas de esas fechas, y tengamos que recuperarla puntualmente para volver a olvidarlo de inmediato hasta el próximo año.
En ese calendario de recuerdos, el 25 de noviembre se encarga de recordarnos que se celebran los santos de Santa Catalina de Alejandría, San Adelardo, San Alano, San Dubricio, San García de Arlanza, San Gonzalo obispo, San Márculo, San Maurino, San Mercurio de Cesarea de Capadocia, San Moisés, San Pedro de Alejandría, San Pedro Yi Hoyong, San Riel.
Una mujer tan solo entre todo el elenco de santos. Santa de la que se dice que era una mujer dotada de una gran inteligencia, que destacó muy pronto por sus extensos estudios, situándola al mismo nivel que grandes poetas y filósofos de la época. Hasta que una noche se le apareció Cristo y decidió, en ese momento, consagrarle su vida, considerándose, desde entonces, su prometida. Sin embargo, la investigación no ha logrado identificar a Catalina con ningún personaje histórico y ha teorizado que Catalina fue un invento inspirado como contrapartida a la historia de la filósofa pagana Hipatia que parece ser debía tener su contrapunto sacro-religioso. Es decir, tan solo una mujer de dudosa existencia y que, además, está ligada a la abnegación como mujer y pensadora para unirse en “matrimonio” a Cristo, por lo que fue torturada, claro está, por hombres de su época, convirtiéndola además de en santa en mártir.
Dudo que se tomara la hagiografía de esta santa como referencia para instaurar el día internacional para la eliminación de la Violencia contra la Mujer, pero no dejar de ser “curioso” que se trate de alguien que ni tan siquiera se tiene certeza de su existencia, lo que le sitúa en el plano de la invisibilidad; que renunciase a su inteligencia y libertad para unirse a Cristo, lo que le sitúa en el plano de la abnegación y la renuncia para aceptar su condición de mujer sumisa y entregada; que esté sola entre tantos hombres, aunque sean santos, lo que la sitúa en un contexto de machismo y que fuese objeto de violencia por parte de los hombres ante su sabiduría, lo que la sitúa en el plano de la desigualdad y la debilidad.
En cualquier caso y al margen de analogías, lo que nadie debiera negar es que la existencia de la violencia contra la mujer es algo que se perpetúa a lo largo de la historia a pesar de las revoluciones, las civilizaciones o las culturas, formando parte inseparable de cualquier contexto con independencia de que la misma esté más o menos tolerada, más o menos justificada o más o menos reprobada.
Es como si los derechos, las libertades, las necesidades, el respeto, la dignidad, la seguridad… que denominamos universalmente como humanos, tan solo estuviesen reservados para los hombres y que las mujeres o no fuesen humanas o existiesen grados de humanidad en función del género, que las hace merecedoras de una violencia que regule sus intentos de igualdad y equidad con los hombres.
La evolución de los hombres, porque parece que las mujeres no deban evolucionar, no ha logrado eliminar las diferencias y con ellas la utilización de la violencia para mantenerlas. Dicha evolución lo único que ha logrado es modular el discurso para tratar de ocultar, maquillar, disimular, ignorar… la violencia que persiste, como se hace con el hematoma que la violencia provoca en la mujer con el uso de unas gafas de sol o de un maquillaje como si con ello desapareciese.
El lenguaje se manipula para transformar eufemísticamente en ocasiones y cínicamente en otras lo que se quiere situar tan solo como VIOLENCIA en cualquiera de sus modalidades, formas o variantes, o como parte de un todo irreal y manipulador como lo doméstico o familiar, apartándola de su relación unívoca con quienes son sus víctimas, LAS MUJERES, al hablar de la Violencia de Género. Es como cuando se trata de evitar nombrar el Cáncer utilizando expresiones como enfermedad maligna, como si alguna fuese benigna, negando una realidad que no contribuye a su curación.
La violencia de género que algunas/os niegan como quien niega que la tierra es redonda tildando a la misma como una invención ideologizada e interesada, no puede ocultar nunca el género de la violencia que siempre es machista y patriarcal, con independencia del género de quien lo defiende.
La violencia contra las mujeres que en gran medida permanece oculta por el miedo, la vergüenza o la frustración de quienes la padecen no puede ejercer una alianza con la violencia de género escondida o ignorada por la sociedad.
La violencia de género silenciosa de una artificial y mortal intimidad, no puede pasar a ser el refugio de una violencia silenciada que perpetúa su existencia.
El desprecio con que se comete la violencia contra las mujeres debe dejar de ser la violencia despreciada y no denunciada.
La denominada inocente violencia del lenguaje en forma de tópicos, estereotipos, latiguillos, refranes dichos y diretes se transforma en el lenguaje que sustenta, propaga, naturaliza y justifica la propia violencia.
La construcción de la violencia de género a través de permanentes mensajes implícitos o subliminales, reiterados o puntuales de comportamiento, actitud u omisión impiden la necesaria destrucción de la violencia en cualquiera de sus múltiples manifestaciones.
La violencia hacia las mujeres tolerada que provoca sufrimiento, dolor y muerte, debe dejar paso a la absoluta y rotunda intolerancia hacia la violencia.
La violencia machista no debe producirnos pena. La única pena debe ser la que cumplan los agresores.
La desigualdad en la que se apoya la violencia de género debe ser contrarrestada con la igualdad contra la violencia.
El castigo que infringe la violencia de género debe cambiar para que la violencia sea justamente, corregida, eliminada y castigada.
La violencia machista dolorosa no puede quedar tan solo en actos puntuales de reprobación o denuncia que no son capaces por sí solos de eliminar el dolor de la violencia.
La mirada que hacia la violencia de género se tiene no puede ser en una mirada esquiva, discreta o displicente que la convierta en invisible o natural.
Las señales que desde la violencia de género se producen y las que la propia violencia de género provoca, tienen que hacer que sea una violencia patente, visible y señalada.
El odio que provoca la violencia hacia las mujeres no puede nunca confundirse como efecto o consecuencia del amor.
La libertad que roba la violencia de género a las mujeres y a la propia sociedad, esclava de la misma, debe ser recuperada mediante la limitación de la de quienes la ejercen desde la idea de posesión que sobre ellas tienen.
El estigma social que crea la sociedad en las mujeres que sufren la violencia de género debe eliminarse por un comportamiento de aceptación, hacia ellas y de rechazo inequívoco hacia los agresores.
La educación engendrada por la cultura de la desigualdad tan solo puede combatirse con una cultura del respeto y la igualdad en cualquier ámbito o situación.
La actuación finalista ante la violencia de género no reduce, elimina ni modifica los comportamientos que la generan, al dar respuestas desde la judicialización o el asistencialismo sanitarista que hay que cambiar radicalmente.
Se dice, no sin razón, que la violencia de género que conocemos y reconocemos como tal es tan solo la punta del iceberg. Las muertes, con ser muy dolorosas e irreparables, finalmente acaban convirtiéndose en datos para la estadística estática que tan solo impresiona, pero no soluciona el problema.
No hay industria farmacéutica que pueda sacar una vacuna contra la violencia de género. No son eficaces los ensayos clínicos. No hay intervención quirúrgica posible. No existe tratamiento farmacológico. Pero existe la posibilidad de inmunizar, investigar, extirpar y tratar este mal que actúa como una pandemia para la que no son eficaces las mascarillas, ni la distancia social, ni el lavado de manos. Se trata de educación, libertad, igualdad y respeto en dosis adecuadas y mantenidas. Pero hay quien se sigue empeñando en llamar a esto adoctrinamiento, desde la manipulación y el machismo ideológico que son los que en realidad, mantienen viva la pandemia de la violencia contra las mujeres.
Las mujeres deben de dejar de tener miedo, sentimientos de culpa, frustración, vergüenza, anulación o resignación, que les paraliza y les conduce a mantener un silencio que les quema, les tortura y les impide hablar de lo que les sucede. Pero para ello deben identificar claramente que hay profesionales que las escuchen, las entiendan, las protejan, las ayuden, las acompañen y las cuiden y no tan solo las curen de las heridas físicas que les provoca una violencia que queda oculta o tristemente disimulada por las caídas, los accidentes o los descuidos que, o no se saben o no se quieren identificar como señales de la violencia de género.
Las enfermeras, en especial las enfermeras comunitarias, debemos ser referentes de la población en general y de las mujeres en particular. Y digo que debemos ser porque para ello debemos trabajar y actuar en consecuencia. No podemos, ni debemos esperar a que la población nos identifique como tales, sin más. Es nuestra obligación trabajar con las personas, las familias y la comunidad y no tan solo para ellas. Tenemos que establecer vínculos de confianza que favorezcan la empatía, la escucha activa y con ellas la confianza en nosotras. Tenemos que hacer de las consultas enfermeras un espacio de libertad y de mutua confianza y no nuestra atalaya defensiva desde la que oteamos las necesidades y nos parapetamos tras la muralla defensiva de la pantalla y el teclado. Debe ser un espacio de conexión con la realidad individual y colectiva que nos permita identificar cualquier indicio de sospecha de violencia de género que nos obligue a redoblar esfuerzos con la sensibilidad, la proximidad y el respeto que tanto la mujer como la situación que vive o sufre nos deben merecer. No podemos excusarnos ni en la falta de tiempo, ni en la poca formación, ni mucho menos en una recurrida y recurrente privacidad o confidencialidad que, siendo importantes, tan solo se utilizan como escudos protectores contra aquello que no queremos afrontar por entender que nos puede herir.
Como enfermeras tenemos la obligación de afrontar la violencia de género con determinación y valentía, con rigor y empatía, con audacia y prudencia, con delicadeza y firmeza, con coraje y sensibilidad, con observación y objetividad, con convicción y humildad, con calidez y calidad, con tiempo y dedicación, con profesionalidad y cuidados.
No, no es fácil, como no lo es para la mujer que tenemos enfrente y que debemos situar a nuestro lado y que trata de huir por el pánico que le produce contar lo que le pasa antes de que puedan golpearla o matarla o de que se lo hagan a sus hijos.
Pero es que ser enfermera no es fácil. Eso es lo que durante tanto tiempo han querido que identifiquemos y creamos.
Afrontar los sentimientos, las emociones, las vivencias, los temores, las incertidumbres, los dolores que van más allá del cuerpo… identificar los “gritos” silenciosos de alarma que nos trasladan las mujeres con un lenguaje encriptado lleno dolor, miedo y rabia contenida, evitar la huida ante el pánico, reconocer las negaciones como declaraciones de dolor y sufrimiento, abordar las situaciones más allá de la perspectiva sanitaria, anular los intentos de autodestrucción y falta de autoestima, huir de la derivación como respuesta a la asunción de responsabilidad… no es fácil, pero es nuestra obligación, porque es y forma parte de nuestras competencias.
Suturar una herida, inmovilizar una fractura, aliviar un dolor, se puede hacer con técnica y desde la distancia defensiva que evita la implicación. Ser una enfermera tecnológica si que es fácil. Incorporar la rutina mecánica sí que es sencillo. Pero que nadie se equivoque eso no es ser enfermera profesional. Eso no es lo que las personas, las familias y la propia comunidad necesitan y demandan. Precisamente por eso, posiblemente por eso, no seamos reconocidas, identificadas y valoradas como referentes para ellos.
Seamos coherentes con lo que somos. Con lo que hemos decidido ser porque nadie nos ha obligado a serlo. Seamos coherentes con lo que hacemos porque nos corresponde asumir nuestra responsabilidad profesional. Seamos coherentes con lo que representamos porque de nosotras depende que, en parte, podamos hacer frente a esta lacra miserable de la violencia.
No hacerlo, instalándonos en la simpleza conformista de cumplir un horario, ejecutar tareas y órdenes, mirar hacia otro lado, desde una ética de mínimos, nos sitúa, en el caso de la violencia de género, en cómplices de su existencia.
Nosotras que como enfermeras somos testigos clave de lo que ha supuesto la violencia de género profesional durante tanto tiempo y cuyos efectos aún perduran en nuestro desarrollo y evolución. Nosotras que hemos sido víctimas de un patriarcado asistencialista y medicalizado que ejerció una violencia de género profesional hacia la enfermería como profesión femenina que es, no podemos, con independencia del género de quienes la ejercemos, ser cómplices de una violencia que mata a las mujeres y a la sociedad. Nosotras tenemos la obligación como enfermeras de ser identificadas, sin ningún tipo de dudas, como garantes indiscutibles de la lucha contra la violencia contra las mujeres.
Con independencia de que sea 25 de noviembre o 2 de febrero. No hacerlo puede que nos aboque a que alguien se vuelva a inventar una nueva santa como Catalina de Alejandría que trate de amparar desde una falsa advocación, a las mujeres que son objeto de la violencia machista que alimenta una sociedad que también requiere cuidados para afrontar su incapacidad y desterrar su tolerancia. Pero los milagros, por mucho que se empeñen, no existen. El único y verdadero milagro contra la violencia de género está en nuestra determinación e implicación sin ambages contra quien la practica y lo que la alimenta. Cada cual desde su posición y su responsabilidad. La de las enfermeras es clara, quien no lo identifique tiene un problema y genera muchos problemas.
¿Cuántos más 25 de noviembre vamos a tener que seguir manteniendo este nefasto recuerdo?