Conferencia en el 2º Congreso Latinoamericano del proceso del cuidado de Enfermería en México el 18 de mayo de 2020 a cargo del Dr. José Ramón Martínez Riera, Profesor Titular de la Universidad de Alicante y Presidente de la Asociación de Enfermería Comunitaria (AEC), con el título «Ética y Humanización de los cuidados enfermeros en la Pandemia COVID-19. Menos heroínas y más enfermeras.
Enfermera y amigo que inspiró y participó en esta entrada.
El lenguaje y las palabras que lo componen nunca son inocentes, están cargados de intenciones y de sentido. La utilización de las palabras, por tanto, nunca puede considerarse intrascendente ni casual, pues el mensaje que se transmite va a estar muy condicionado a la utilización de unas u otras palabras.
Por tanto, el lenguaje como símbolo que es, crea, modela e inventa pensamiento a la par que es el instrumento que lo “cuenta”.
Cuando la medicina fagocitó la asistencia sanitaria con el modelo biologicista y la hizo exclusiva de su competencia, su ciencia y su poder, para transformar la organización de las instituciones sanitarias a organizaciones médicas que se adaptasen a sus necesidades corporativas, profesionales y científicas con absoluto y exclusivo protagonismo, impusieron un código de comportamiento y un discurso médico propios que imponía la subsidiaridad tanto de otros profesionales como de las propias personas a las que asistía descomponiéndolas en órganos, aparatos, sistemas o patologías y estableciendo con ellos un canal de comunicación que pivotaba alrededor de la orden médica.
Así pues, se anulaba la voluntad, la opinión y la decisión de las personas, que pasaban a convertirse en meros receptores de las órdenes que recibían y debían seguir con escrupulosa obediencia si querían alcanzar la curación que las mismas supuestamente les garantizaba. De igual manera las/os profesionales subsidiarios a los médicos acataban órdenes y asumían como propio el paradigma médico que imponía su ley y su discurso.
Las personas a las que asistían pasaron a denominarse pacientes. La denominación de Paciente lleva implícita, dada su genealogía tanto semiótica como semántica, la subordinación y mucho más dentro del modelo médico hegemónico occidental, cargada de la visión biologicista del concepto salud.
Paciente viene de paz. La persona que debe tener paciencia. En latín «patiens», o «patientis» es el participio presente del verbo «pati» que significa sufrir o aguantar, el que sufre calladamente, lo que, por otra parte, forma parte de la resignación cristiana que predica el catolicismo, muy especialmente para las mujeres. Pues bien, este concepto se contrapone al de persona y se transforma en una herramienta, un medio o un instrumento sobre el que trabajan los profesionales de la enfermedad.
Teniendo en cuenta que la enfermedad se instala en el centro de atención de quien la estudia, analiza, diagnostica y trata, es decir, el médico, la persona pasaba a un segundo plano, en el mejor de los casos, o simplemente se anulaba, al anular igualmente su voluntad que quedaba supeditada a su capacidad de sufrir, obedecer y esperar.
Sustituida la persona y lo que la misma significa como miembro de una comunidad con derechos y obligaciones determinados por el ordenamiento jurídico, el paciente quedaba supeditado a la voluntad paternalista y absolutista del médico y de quienes mimetizaban su comportamiento desde la subsidiaridad, quien para diferenciarlo le añadía el “apellido” de su patología o incluso le nombraba en exclusiva por ella. Así las personas perdían su identidad, su dignidad y su personalidad para pasar a ser pacientes hipertensos, pacientes hepáticos, pacientes diabéticos o, simplemente hipertensos, hepáticos, diabéticos… que, además, las/os pacientes asumían, interiorizaban y utilizaban para identificarse (soy hipertenso, hepático o diabético…).
En su capacidad de anulación los médicos incorporan a las/os pacientes en sus investigaciones como material (material y método) o en un alarde de generosidad les convierten en sujetos (sujetos y método), es decir en aquellos que dependen de otra persona o cosa, o están expuestos o sometidos a lo que se indica por parte del investigador o bien como persona cuyo nombre no se indica, pues lo que interesa no es la persona sino la enfermedad, síndrome o síntoma que portan y que son objeto y principal objetivo del interés y estudio al que se incorporan.
Esta progresiva e implacable anulación de las personas arrastra no tan solo su identidad sino también todo el bagaje de saber popular que durante muchos años ha sido el que ha permitido afrontar de manera empírica los procesos de salud enfermedad en el ámbito familiar y que proviene de la trasmisión oral de generación en generación. Anulado dicho saber, la dependencia con el sistema sanitario y en particular con los médicos es absoluta y conduce a una veneración casi idolátrica hacia quienes son identificados como salvadores o protectores de sus vidas.
La evolución del sistema sanitario y en particular la irrupción de la Atención Primaria como modelo más próximo, democrático, accesible y equitativo en contraposición al modelo hospitalario altamente jerarquizado, tradicional e incluso castrense en su organización, permiten cierta recuperación de la identidad perdida por las personas que aún siguen ocultas como pacientes, a pesar de que la salud es, al menos en teoría, el principal objetivo del citado modelo de Atención Primaria de Salud.
En un intento de liberarles de la obscena denominación como pacientes pasan a denominárseles en algunos casos como individuos, es decir, como alguien considerado independientemente de los demás. De alguna manera se trata de recuperar su singularidad, pero no se logra retornarle su dignidad y sus derechos. Además, la palabra, tiene connotaciones negativas o despectivas en el lenguaje popular, ya que se utiliza para resaltar las cualidades negativas de alguien (menudo individuo).
Así mismo la confusión y el intento por adaptar nuevas tendencias conducen a incorporar dos términos que no tan solo no consiguen devolverles a las personas su identidad, sino que la enmascaran en un ejercicio liberal y mercantilista propio de las corrientes neoliberales que invaden la sociedad y con ella a los servicios de salud. Usuario y cliente, tratan de aparentar cierto respeto hacia la capacidad de decisión de las personas desde la perspectiva economicista que impregna las políticas del momento.
Usuario es la persona que usa habitualmente un servicio o que se le otorga el derecho a usar un servicio ajeno con determinadas limitaciones. Es decir, la persona se integra en el sistema de salud como consumidor habitual y por tanto como dependiente del mismo, lo que excluye al resto de la población que por no usarlo no tiene dicha consideración. Pero además lo hace con limitaciones que imponen el propio sistema o los profesionales que en el mismo trabajan y dominan.
Por su parte como cliente se entiende a la persona que utiliza o compra los servicios de profesionales o empresas y que lo hace regularmente. El cliente, que por su condición de tal en el mercado de libre competencia tiene capacidad de elección y decisión, en el sistema público de salud, que actúa como una agencia imperfecta, quedan anuladas y tan solo adquieren su condición de clientela por el uso regular que de los servicios profesionales o del sistema hagan. Por lo tanto, estamos ante un nuevo caso de ocultación de identidad y de pérdida de dignidad que, en este caso, se enmascaran desde una perspectiva economicista y rentista.
Paciente, individuo, usuario o cliente se utilizan de manera aleatoria y sin que se sepa realmente lo que unas u otras palabras significan ni para el/la profesional ni para la propia persona que, por otra parte, tiene interiorizada su definición como paciente con la que se autodenomina.
Con las tendencias de cambio en las que se pretende que la participación y responsabilidad individual y comunitaria se incorporen en la dinámica de los servicios de salud, surgen nuevas propuestas que tratan de ejemplificar o destacar la importancia de las personas en su relación con el sistema de salud. Pacientes activos, Pacientes expertos, escuela de pacientes… tratan de poner el foco en los pacientes y desplazarlo de los profesionales. Sin embargo, de nuevo el uso de las palabras es intencional y casual y no obedece ni a la casualidad ni a la improvisación.
Recuperar y reforzar la palabra paciente, relaciona a la persona de nuevo con la enfermedad, fraccionada en aparatos, órganos y sistemas, con capacidad para sufrir y esperar. Desde esta perspectiva, pues, hablar de paciente activo es tanto como que se le motive para ser paciente o, en todo caso, partícipe de su cosificación patológica y su fragmentación anatómico-sintomatológica. Si de lo que se habla es de paciente experto ya es como querer otorgar el “doctorado” de la paciencia a la persona para que esta pueda diseminar su expertez entre quienes configuran el universo de los pacientes, usuarios, clientes o individuos a través de las escuelas creadas al efecto y apoyadas por profesionales que, desde una falsa apariencia de respeto, mantienen el paternalismo y el control de las personas al ligarlas a sus enfermedades.
Y todo esto sucede en un movimiento que se denomina de humanización o rehumanización de la sanidad, lo que claramente significa que se acepta el hecho de que no se está ejerciendo una atención humanitaria. Pero en esa humanización, parece que no tienen cabida las personas al ser denominadas como pacientes con los apellidos que se les quiera aportar dependiendo, en cada caso, de quien reclama su paternidad.
Este recorrido por la simple, o no tan simple, denominación de las personas a las que el sistema de salud y sus profesionales debe atender tanto en la salud como en la enfermedad, pone en evidencia la clarísima influencia del paradigma médico-asistencialista imperante.
Desde una perspectiva enfermera, sustentada en un paradigma propio en el que los cuidados integrales, integrados e integradores hacia la persona bio-psico-social y espiritual, deben ser el núcleo de toda su acción cuidadora profesional, no es lícito, ni coherente, ni digno el uso del término paciente. Las enfermeras atendemos, cuidamos, interrelacionamos, consensuamos… con personas que tienen dignidad individual, derechos, capacidad de decisión… en la salud y en la enfermedad y que, por tanto, no se les puede pedir la resignación y la paciencia de los pacientes, la simplificación de los individuos, la mercantilización de los clientes o el consumo regular de los usuarios. Precisan del respeto y la acción autónoma a las que como personas tienen derecho. Hablemos pues de personas con nombres y apellidos, con familia, con identidad propia, con necesidades y demandas individualizadas, con afrontamientos diferentes, con normas, valores y fortalezas que les permiten ser activas, expertas y participativas, pero como personas libres y con derechos y no subyugadas a su patología, a los profesionales y al sistema que, en teoría, deben resolverla.
Tan solo cuando seamos capaces de anteponer a la persona ante cualquier otra consideración médico asistencialista podremos hablar con propiedad de humanización, dignidad y respeto. Hacerlo y contagiarlo al resto de profesionales y del sistema es algo posible que tan solo o, sobre todo, requiere de la voluntad, la implicación y el convencimiento de las enfermeras. Y el hecho de que esto lo tengamos que hacer las enfermeras por coherencia, convicción y formación, no excluye a que otros profesionales lo hagan también. Finalmente, la dignidad, la libertad, los derechos… de las personas, no pertenecen a ninguna ciencia, profesión o disciplina, pero sí que les corresponde a estas el promoverlas y defenderlas.
En estos momentos de crisis sanitaria y social en los que el COVID-19 ha vuelto a anteponer la enfermedad a la salud y los pacientes a las personas, se han vulnerado principios fundamentales de la bioética como el principio de autonomía a nivel individual y el de beneficencia a nivel colectivo, generando una gran desconfianza del sistema de salud hacia las personas y de estas hacia el sistema de salud, determinadas por la incertidumbre que hace que las exigencias del tratamiento de la enfermedad recobre protagonismo y con él la focalización en el paciente y no tanto en la persona que sufre y en su familia.
Tenemos un gran reto. Pero para ello debemos situarnos en el ámbito de nuestro propio paradigma. En el que los cuidados profesionales enfermeros, que deben aunar ciencia, humanización y técnica, al servicio de las personas, tanto sanas como enfermas o con problemas de salud, aúnen dos de los aspectos que los sitúan como un bien social: el compromiso con el bienestar y la solidaridad. El restablecimiento o construcción de una normalidad o realidad post pandemia no requiere de pacientes, sino de personas responsables y autónomas. Lo contario no dejará de ser un vano intento de aparentar lo que no se es y lo que es peor, abandonar lo que realmente se es, pero posiblemente no se siente.
Antes de que la Pandemia del COVID-19 lo invadiese todo, existían problemas de salud, como la migración, que continúan existiendo. Pablo Miranda, Pau Buigues, Víctor Lloret y José Aurelio Lorca, estudiantes de 4º de Enfermería de la Universidad de Alicante, nos presentan su visión sobre la migración y cómo afecta a la salud en este vídeo.
Ahora que tanto se está hablando de la nueva normalidad a la que nos tendremos que incorporar cuando el COVID-19 nos lo permita, parece razonable que tratemos de reflexionar sobre lo que queremos, podemos, intentamos, presentimos o deseamos que sea esa nueva normalidad.
Pero claro, para ello, deberíamos antes pararnos a pensar de qué normalidad partimos y quiénes encajamos en dicha normalidad y cuáles de ellos lo haremos o harán en la denominada nueva normalidad.
Sin embargo, hacer un análisis semejante supondría disponer de un espacio y un tiempo del que no dispongo y para el que se requiere algo más que voluntad para hacerlo. Por lo tanto, me circunscribiré a un ámbito como es el de la discapacidad y dentro del mismo a algunos aspectos muy concretos, con el único objetivo de reflexionar y, a ser posible, despertar el interés de quienes lo lean.
Para empezar, me gustaría distinguir claramente entre discapacidad y quienes la padecen y discapacitados.
La discapacidad se define como la falta o limitación de alguna facultad física o mental que imposibilita o dificulta el desarrollo normal de la actividad de una persona. En la misma definición ya nos encontramos con la normalidad al referir el “desarrollo normal”. Es decir, sería como decir que es la falta o limitación de alguna facultad física o mental que imposibilita o dificulta el desarrollo “que ocurre, se hace o se repite con frecuencia o por hábito” en la actividad de una persona. Con ello ya en la propia definición se está haciendo una clara discriminación, al entender que lo que es habitual o frecuente es lo normal y todo aquello que no se haga con dicha frecuencia, por cualquier razón, no es normal. Sin embargo, la discapacidad no tiene por qué impedir llevar a cabo una vida normal. Nuevamente la normalidad se vuelve a incorporar al concepto que tenemos sobre nuestra capacidad de desarrollar actividades a lo largo de nuestro ciclo vital. Ante lo que me pregunto, si alguien a quien le falta una pierna y, por tanto, tiene una discapacidad, realiza un deporte y compite en el mismo, ¿debe ser considerado normal por hacer lo que otras personas, identificadas como normales, por no tener aparentemente ninguna discapacidad, suelen hacer habitualmente, es decir, deporte, o por el contrario, su discapacidad lo aparta de la normalidad impuesta socialmente?
Por otra parte, cabe preguntarse también si cualquier discapacidad separa, de la supuesta normalidad, a las personas que las padecen. Así pues, una persona con miopía o con pies planos, por ejemplo, que son discapacidades, ¿estarían ya excluidas de la “vida normal” que establecemos en base a patrones más ligados a modas que a normas de convivencia?
¿Debe ser considerada la vejez una discapacidad por el hecho de que limita ciertas capacidades, aunque aumente o potencie otras?
Y en base a todo lo dicho, a las personas con discapacidad, sea la que sea, ¿es ético que se les etiquete de discapacitadas? Entendiendo por persona discapacitada, según la definición de discapacidad, aquella que tiene una falta o limitación de alguna facultad física o mental que imposibilita o dificulta el desarrollo normal de la actividad de una persona. Porque podríamos decir, en base a dicha definición, que alguien con miopía no es discapacitada porque con gafas o lentillas es capaz de corregir su discapacidad y situarse en la normalidad, aunque por ejemplo no pueda pilotar un avión, aunque adquiriera la habilidad y capacidades para hacerlo. Sin embargo, a alguien a quien le falte una pierna si se le consideraría discapacitada, aunque pueda andar como cualquier otra persona con una prótesis, por ejemplo. De tal manera que en “nuestra normalidad social” establecemos también una especie de “eugenesia social” en la que catalogamos como discapacitadas a todas aquellas personas que impidan el perfeccionamiento de la normalidad impuesta. Incluso incorporamos ciertas prótesis como normas de la moda, como las gafas, con el fin de maquillar esa discapacidad que se admite como normal y no hacemos lo propio, por ejemplo, con las sillas de ruedas. Por lo tanto, ya tenemos personas normales, personas normales con discapacidad y discapacitadas que separamos de la normalidad, de tal manera que las cosificamos, despersonalizamos y anulamos, situándolas en el ámbito de la anormalidad y generando sentimientos de compasión que tan solo contribuyen a alejarles aún más de la normalidad. Aunque últimamente se esté intentando corregirse esta normalidad anormal clasificando, como personas con diversidad funcional, a quienes hasta ahora considerábamos discapacitadas. Lo que mejora la apariencia, pero continúa estableciendo diferencias en la normalidad.
Hecha la aclaración clasificatoria, que tenemos interiorizada como normal, cabe preguntarse qué es lo que pasa con personas con diversidad funcional o discapacidad, aunque para la normalidad continúan siendo discapacitadas, en esta pandemia.
Por ejemplo, imaginemos una persona con discapacidad visual, es decir ciega, que el confinamiento la ha impedido salir de casa, como venía siendo habitual. Su aislamiento, por mucho que podamos pensar, no le afecta en igual medida que a cualquier otra persona sin dicha discapacidad. Porque el confinamiento le aísla de los sonidos, ruidos y demás percepciones sensoriales que le permitían integrarse en esa supuesta normalidad socialmente impuesta a pesar de su discapacidad. Por tanto, su incorporación a la nueva normalidad no será la misma que la de cualquier otra persona aparentemente normal. Pero, además, la distancia social que impone la nueva normalidad, para esta persona, supondrá una nueva barrera ya que no podrá utilizar el tacto que tanto le ayudaba a desenvolverse en la anterior “normalidad”.
Así mismo una persona con discapacidad auditiva, es decir, sorda, y que utilice la lectura de labios para la comprensión verbal, el uso obligatorio de mascarillas le aísla en esta nueva normalidad, al menos mientras su uso siga siendo obligatorio. De tal manera que se plantea el dilema de entenderse o el peligro de contagiarse como consecuencia de una discapacidad que en la anterior normalidad había sido capaz de salvar gracias a la lectura de labios, al igual que un miope logra salvar la suya con el uso de gafas o lentillas.
Podríamos seguir con nuevos ejemplos, pero sirvan estos como muestra de lo que la pandemia genera como efectos colaterales a su infección vírica.
Este no es más que un nuevo y claro ejemplo de la también denominada normalidad de un sistema de salud caduco, basado en la enfermedad, el asistencialismo, el biologicismo o el hospital y que da la espalda a cualquier problema de salud que no esté estandarizado como “normal” en los patrones de la medicalización y del aislamiento comunitario impuestos como parte de dicha normalidad. Normalidad en la que la equidad, la igualdad, la accesibilidad acaban siendo realidad tan solo para las personas que encajan en la normalidad, por mucho que queramos disfrazar la anormalidad impuesta con eufemismos que para nada resuelven los problemas de fondo y, que no van mucho más allá del lenguaje inclusivo como sucede con la igualdad de género, por ejemplo.
Falta por saber si en la nueva normalidad que se quiere construir seremos capaces de identificar estas discapacidades del sistema y corregir, aunque sea inicialmente con prótesis, las desigualdades que genera y la normalidad en la que está instalado. No hacerlo supondrá la generación de nuevas discapacidades o la incorporación de nuevas barreras para las ya existentes. Seguir dando respuestas tan solo desde la normalidad social creada, aceptada e interiorizada, es una forma, como otra cualquiera, de discriminación que no puede quedar oculta en la normalidad patológico-asistencialista que se ha impuesto con la pandemia.
Las enfermeras en general y las comunitarias en particular, no podemos situarnos en el paradigma médico en el que se asienta y del que se sustenta la normalidad del sistema sanitario. Desde nuestro paradigma enfermero propio, debemos ser capaces, a través de la observación, la innovación, el inconformismo, la motivación, la implicación… de adaptar la nueva normalidad a los problemas de salud anteriores y a los que la propia situación ha generado y generará, mediante la prestación de cuidados profesionales enfermeros que permitan, junto a las personas, familias y comunidad a las que atendemos, encontrar, crear, desarrollar respuestas en base a los recursos y las limitaciones existentes, de tal manera que integremos a la discapacidad en la nueva normalidad y no, la situemos como un elemento de compasión, diferencia o separación que repliquen o empeoren los comportamientos que se arrastran de la normalidad de la que partimos.
No enmascaremos la discapacidad intentando ocultarla con el pretexto de su protección.
[1] Americano nacido en 1969 con espina bífida y luchador incansable por la integración.
Cualquier tipo de violencia es reprobable, pero la llevada a cabo contra las/os niñas/os, lo es, si cabe, mucho más. En este vídeo realizado por Alejandra Mández Selva, Laura Lara Cerezo, Miriam Lahoz Guzmán y María Lucas Coves, nos hacen reflexionar sobre un problema de salud muchas veces invisible u oculto, al que las enfermeras comunitarias debemos dar respuesta, no como una opción si no como una obligación.
Todos piensan en cambiar el mundo, pero nadie piensa en cambiarse a sí mismo.
Alexei Tolstoi (1882-1945) Novelista soviético.
Había hecho el firme propósito de no escribir más sobre el coronavirus, el COVID-19, la pandemia, el confinamiento, la desescalada, las nuevas realidades, porque ya hay más de una, la normalidad, los héroes y heroínas… pero no he podido cumplir con mi compromiso.
No sé, sino me estaré contagiando de los medios de comunicación que tan solo tienen ojos, voz, oídos, tiempo y espacio para ello, pero el caso es que estoy de vueltas con la actualidad vírica.
Sin embargo, en esta ocasión, mi reflexión va dirigida a compartir una duda, un temor, un presentimiento, un pálpito… no sé bien cómo llamarlo. Pero, lo bien cierto, es que algo me induce a pensar que estamos ante una nueva clase de contagio que, me temo, va tener consecuencias muy graves para la sociedad en su conjunto y en muy diversos sectores de la misma.
Se ha venido hablando desde hace tiempo del riesgo potencial y no descartable de que el COVID-19 pudiese mutar, si no lo ha hecho ya, con todas las consecuencias que, dicha alteración del material genético del virus, podría tener para la salud individual y colectiva.
Sin embargo, no es a esa mutación a la que ahora mismo quiero hacer referencia, sino a la que provoca un cambio de naturaleza, estado, opinión… de una persona. En concreto a la mutación de políticas/os.
Si algo está dejando al descubierto esta crisis, entre otras muchas cosas, es la falta de coherencia, sentido común, responsabilidad, inteligencia… de muchas/os políticas/os que, desgraciadamente, tienen la capacidad de tomar decisiones que nos afectan a todas/os y que en el caso concreto que nos ocupa va mucho más allá de consecuencias económicas, sociales o de infraestructuras, al incidir de manera directa en la salud de las personas y de la propia comunidad a la que representan y dicen defender con tan poca credibilidad como desvergüenza.
En el caso del virus las mutaciones son de carácter biológico e inciden en la forma como contagia, infecta, se expande… que siendo aspectos complejos permiten su estudio, investigación y posibles remedios que controlen o frenen las alteraciones de su material genético. Es decir, existe la esperanza cierta de que la ciencia sea capaz de hacerlo.
Sin embargo, en el caso de las/os políticas/os las mutaciones no obedecen a una alteración genética, que en algunos casos incluso parece que ya llevan incorporada y es inalterable. Se trata de derivaciones, desviaciones, regates, aceleraciones o parálisis, producto de la falta de criterio, la ignorancia y, lo que posiblemente sea más peligroso, de los intereses personales o partidistas que sitúan por encima de los que siempre debieran prevalecer, es decir, los del conjunto de la ciudadanía que, paradójicamente, las/os han elegido para ello.
Es tanto el engreimiento, la autocomplacencia, el egocentrismo… apoyados en un poder que magnifican y utilizan para su propio beneficio que acaban, como los virus, invadiendo el tejido social y comunitario como si de células se tratase para poder replicar su virulencia destruyendo dicho tejido y provocando, en muchos casos, efectos con graves consecuencias.
Nada, o muy pocas cosas, resultan más peligrosas que un/a tonto/a activo/a, por muy listas/os que puedan parecer. Esto es lo que pasa con algunas/os de estas/os políticas/os que, desde su ignorancia y mediocridad, aplican el absolutismo más radical con argumentos, por llamarlos de alguna manera, tan peregrinos y falsos, como excluyentes. Generan sus propias “verdades” que acaban por creerse, imponiéndolas desde ese absolutismo patriotero de todo para el pueblo pero sin el pueblo, que revisten de falsa democracia, aunque para ello tengan que pactar con el propio diablo. Reniegan, descalifican y apartan a cualquiera que vaya en contra de su pensamiento o planteamientos por mi coherentes o científicos que sean. Se rodean de mediocres que no sean capaces de hacerles sombra y que tan solo obedecen y acatan lo que, desde su atalaya, dictan como órdenes supremas. Manipulan, deforman u ocultan información que pueda poner en tela de juicio sus decisiones. Anteponen la apariencia, el lucimiento, la notoriedad o el protagonismo superfluos, artificiosos e intrascendentes de cámaras, focos y audiencias, a la discreción, el trabajo y la reflexión de los asuntos que puedan conducir a ofrecer soluciones reales y no tan solo discursos vacuos, simplistas, demagógicos, falaces y adaptados a su lucimiento, como si de influencers se tratase. Utilizan el victimismo como defensa a su incapacidad manifiesta de pensar y actuar con diligencia. Consumen los recursos públicos que gestionan, por decir algo, con el único criterio de sacar rédito personal o hacerse la foto oportunista. Se contradicen en breves espacios temporales como resultado de su ignota ignorancia. Usan, a quienes dicen representar, tan solo con una utilidad desechable según cada momento, es decir, usar y tirar. Aplauden o denigran a los funcionarios públicos en función de los intereses de audiencia mediática en cada situación. Se desdicen bajo pretexto de sabiduría, siendo realmente producto de su absoluta incapacidad. Descalifican, insultan y desacreditan a quienes consideran sus enemigos al no disponer de un discurso crítico, inteligente y propositivo.
Esta permanente mutación conduce a una sucesión de despropósitos, barbaridades, atropellos… sin sentido ni rigor alguno que acaban por infectar de manera irremediable a la sociedad que observa con perplejidad, en algunos casos y, con temor, preocupación, incredulidad e incluso rechazo… en otros, las terribles consecuencias de tan sorpresivas mutaciones. Sin embargo, posiblemente lo más peligroso sea la complacencia, cuando no vehemencia popular, de una parte de la ciudadanía, a estos comportamientos políticos que no tan solo apoyan, sino que aplauden, jalean y animan, contagiados de idéntica actitud irreflexiva y acrítica que va más allá de ideologías, y que anestesia el pensamiento crítico y la capacidad de pensar por sí mismos, convirtiéndose en hooligans ideológicos cuyo único referente es el/la “líder” y quienes les sustentan o igualmente manejan.
Como sucede con el COVID-19, su peligro y letalidad, se ven reforzados por su poder expansivo. La estupidez política y lo que la misma conlleva, se impone en amplísimos territorios de todo el mundo, provocando cierta sinergia cuando no mimetismo, de la misma, a partir de la cual parece que se estableciese una competencia sin límites por ver quien dice, traslada o ejecuta la mayor barbaridad, producto de la mutación intelectual.
Ante este nuevo, o no tan nuevo, peligro, la humanidad debería ser consciente que el verdadero riesgo no es ya lo que sean capaces de hacer, con todo lo que destructivo tiene, sino la imposibilidad de generar anticuerpos que sean capaces de detener su avance. Porque el sistema inmunitario social ha quedado, en gran medida, seria y gravemente afectado e infectado, como consecuencia de las mutaciones de estas/os personajes que, además, se replican en un caldo de cultivo socialmente propicio para hacerlo.
El COVID-19, será vencido con tratamientos eficaces y/o con una vacuna, más pronto que tarde. Pero la mutación política, es resistente a cualquier tratamiento contra la ignorancia, la petulancia, la hipocresía, el cinismo, el desprecio… de quienes, aún sin estar coronados, son mucho más letales que cualquier coronavirus. Su carga vírica actúa de manera implacable provocando alienación y pensamiento único con signos evidentes de nacionalismo disfrazado de patriotismo, individualismo, radicalidad, intransigencia… que no responden a respiradores ni para los que sirven las EPI. Porque el contagio se alimenta básicamente de la ignorancia que previamente ha sido inoculada con la carga vírica del negacionismo, radicalismo e intolerancia que generan las mutaciones políticas.
Tan solo desde una recuperación de la libertad, la equidad, la justicia, la cultura, la educación… seremos capaces de recuperar la salud perdida, que tratan de disfrazar con planteamientos de falsos e idílicos escenarios competitivos, consumistas, mercantilistas y reduccionistas.
Más allá de cualquier lícita y respetable ideología, lo realmente peligroso, es la mutación política interesada exclusivamente en alcanzar un poder desde el que manipular la voluntad ciudadana con falsos discursos populistas. Esta pandemia que llevamos ya tiempo padeciendo se ha hecho claramente visible con la sorpresiva irrupción del coronavirus.
Si al menos la vuelta tras esta situación de crisis, a eso que llaman nueva normalidad o realidad, supusiese también una acción reactiva contra la mutación de las/os políticas/os, desde la serenidad reflexiva y no desde la violencia intelectual que como hooligans se viene aplicando, alcanzaríamos unos niveles de inmunidad que nos permitirían anular, o cuanto menos contener, la infección de dichas/os políticas/os. Si, por el contrario, no somos capaces de asumir con responsabilidad la necesaria huida del conformismo, acabaremos con una infección de rebaño que nos llevará irremediablemente al matadero.
De todas/os depende pues que seamos capaces de identificar las mutaciones políticas y rechazarlas. Nadie escapa al riesgo de infección que las mismas provocan. Las enfermeras tampoco. Ya hemos podido comprobar como hemos sido utilizadas, manoseadas, manipuladas… con falsos halagos de heroicidad, como antesala al desprecio, el olvido o el despido. Pero desde nuestra competencia política también se pueden vencer los efectos de las mutaciones.
Para muestra, tan solo un botón. Pero hay toda una colección.
Primer episodio de la serie de documentales que se van a ir emitiendo y que serán presentados a diferentes festivales y muestras. Participo en ellos como Presidente de la Asociación de Enfermería Comunitaria (AEC). Espero que os guste.
Trabajo de vídeo realizado por María Alfonso, Irema Durán, Isabel Miralles y María Galiana, estudiantes de 4º de Grado Enfermería de la Universidad de Alicante, sobre el papel de las enfermeras comunitarias ante la migración.
Pasada la primera fase de contagio y enfermedad de la pandemia e iniciada la del denominado postconfinamiento, dejo de realizar entradas diarias en torno al coronavirus y su voracidad, para retomar la periodicidad semanal con entradas más diversas, aunque no descarto alguna relacionada con los efectos colaterales que, seguro, provocará el COVID-19.
Inicio esta recuperación con un tema que, aunque indirectamente, también tiene relación con todo lo que está pasando. Pero no adelanto acontecimientos, como en las series que devoramos en este confinamiento, estrenamos nueva temporada, acomódense y procedan a leer… luego, analicen, reflexionen y si así lo consideran, opinen.
Se produce una relación casi automática entre enfermería y vocación, como si una fuese condición de la otra o la otra consecuencia de la una. Sin embargo, no sé bien si esta unidad es imprescindible, necesaria, importante o en ocasiones se trata tan solo de una impostura o una adaptación a la norma establecida que hace inseparables ambos términos.
La verdad es que en mi caso particular no identifico mi vocación, entendida esta como la inclinación o interés que una persona siente en su interior para dedicarse a una determinada forma de vida o un determinado trabajo. Nunca tuve esa inclinación o interés, al menos inicialmente. Como ya he comentado en otras ocasiones mi elección por la enfermería fue más bien casual que no causal debida a influencia familiar o a especial motivación por aquello que elegí estudiar. Por lo tanto, al menos en mi caso, no hubo vocación. Y como quiera que no me considero especialmente diferente o raro, creo que muchas enfermeras no sentirían esa vocación a la que sistemáticamente se alude y que también sistemáticamente se acepta como válida o cierta, porque no hacerlo puede trasladar la percepción de cierto desprecio hacia lo que se ejerce, la enfermería.
Así pues, siempre he tenido la incertidumbre de si mi dedicación y pasión por la enfermería, que si que son una realidad, estaban desvalorizadas o devaluadas por no tener esa vocación, que nunca logré percibir, sentir o entender o que posiblemente rechazara por relacionarla con la acepción que el diccionario hace a la misma como la llamada o inspiración que una persona siente procedente de Dios para llevar una forma de vida, especialmente de carácter religioso. Es por ello que este dilema siempre me decantó a pensar que no tenía vocación.
Y es que, durante mucho tiempo, las enfermeras, en este país, hemos estado ligadas a la religión como una parte casi inseparable de la misma. Las órdenes religiosas marcaban, dictaban y regulaban lo que debía ser o no ser una enfermera, sobre todo, en relación con el médico a quien se consideraba un ser superior al que se le debía veneración, obediencia y sumisión. De ahí una regla nemotécnica, citada ya por mí en otras entradas, que las citadas órdenes religiosas utilizaban frecuentemente para que toda futura enfermera tuviese claro cuál era su cometido y con relación a quien. Se decía que toda enfermera debía ser Dócil, Íntegra, Obediente y Sumisa, lo que daba como resultado el acrónimo de DIOS, estableciendo una clara relación entre lo humano y lo divino que se concretaba finalmente en esa advocación religiosa a la vocación enfermera, como elemento de cohesión de esos adjetivos con los que se determinaba la acción, más bien omisión, de las enfermeras que, además, por el hecho de ser mujeres adquiría una mayor trascendencia y gravedad. Los hombres, entonces practicantes que no enfermeras, no estaban sujetos a esas reglas de comportamiento y, por tanto, tampoco se les relacionaba con la vocación hacia su profesión que, en muchos casos, era tan solo un ejercicio que practicaban por no poder acceder a los estudios de medicina, tal como se recoge profusamente en la literatura tanto científica como popular. De alguna manera seguían el patrón cultural por el cual las mujeres entraban en la iglesia para asistir a misa, mientras los hombres esperaban fuera tomando una caña, fumando o charlando con otros hombres en idéntica espera, y ambos, mujeres y hombres, se consideraban católicos practicantes, aunque en este caso las practicantes fuesen, realmente, las mujeres.
En base a lo dicho, sucede, en más ocasiones de las deseadas, lo que dijera Carmelo Birmajer[1] que, “Dios hace a veces esos chistes: darnos una vocación para la que no tenemos talento “
Vemos pues, como la vocación también queda ligada de manera inexorable a la condición de género y a lo que la misma representa en cuanto a dedicación abnegada y silenciosa hacia los demás, y en especial hacia los hombres, fuese en el ámbito doméstico, como madres, esposas o hijas, o en el laboral como enfermeras, para cuyos cometidos debía existir una clara vocación de servicio y entrega.
Estoy convencido que la vocación, de existir, no es condición imprescindible para ser una buena enfermera, pudiendo serlo al margen de dicha relación vocacional.
Dicho todo lo cual, no es mi intención desvalorizar o menospreciar a quienes realmente sienten o perciben que su condición como enfermeras está íntimamente relacionada con la vocación, que fue lo que los llevó a ser enfermeras. Pero también quisiera que se contemplase la posibilidad de que se puede ser una extraordinaria enfermera sin que para ello se tenga que asumir, de manera irrenunciable, que se es por vocación.
Llegados a este punto quisiera plantear una alternativa a la vocación que, a lo mejor, resulta que acaba siendo lo mismo, pero que al no estar ligada semánticamente a ella es percibida de otra manera, no por ello menos intensa o importante para ser y sentirse enfermera.
Planteo pues, la siguiente relación, ¿eres o sientes aquello a lo que te dedicas o te dedicas a lo que eres y sientes? Es decir, ¿eres o te sientes enfermera porque trabajas como enfermera o ejerces como enfermera porque es lo que eres y como te sientes?
Trabajar como enfermera, nunca va a asegurar que quien lo haga sea o se sienta como tal. Lamentablemente existen personas que trabajan como enfermeras siendo (por título) pero sin sentirlo, haciéndolo tan solo como una forma de ganar un sueldo a fin de mes. Sin embargo, a algunas de estas enfermeras si se les preguntase asegurarían que lo son enfermeras por vocación.
Sin embargo, quien trabaja como enfermera, por ser lo que es o ha querido ser y siente que lo es, lo hace más allá del interés, lícito y necesario, de lograr una remuneración por su ejercicio profesional, aunque no identifique que su acción esté ligada con la vocación.
Se trata, por tanto, de ser y sentirse enfermera mucho más allá de un interés, inclinación, llamada o designio. Se trata de creer en lo que se es y por lo que se es, no por una cuestión de fe, sino por una convicción científica, profesional y humanista que trasciende a lo vocacional, aunque, repito, no lo anula, pero tampoco lo hace irrenunciable.
Algo similar a lo que Ana María Matute[2] dice de que “Escribir no es solamente una profesión y una vocación: es una forma de ser y de estar.“
Precisamente ha sido, en nombre de esa vocación, desde la que, en muchas ocasiones, se han anulado derechos de las enfermeras para su crecimiento, desarrollo y autonomía, al entender que con tener vocación todo lo demás estaba de más o era, incluso, pretencioso e innecesario tratar de alcanzarlo al ir en contra de esos principios de subsidiariedad con los que se relacionaba a las enfermeras.
Y es, o ha sido, desde esa llamada a la vocación, desde la que se ha tratado de mantener de manera sistemática la idea de que ser enfermera era algo intelectualmente fácil de lograr y para lo que tan solo hacía falta vocación y dedicación plena. Lo que situaba a los cuidados tan solo en el ámbito de lo doméstico, desde el que no se identificaba, por parte de las propias enfermeras, el verdadero valor de los cuidados, al asimilarlos a un acto de entrega, amor, compasión y simpatía, sin fundamentos científicos.
Ser enfermera, como ser ingeniero, arquitecto o médico, es fácil, tan solo se trata de aprobar los exámenes que finalmente te habilitan para ello. Ser una buena enfermera es extremadamente difícil y supone creer y sentirse enfermera para poder prestar cuidados profesionales, individualizados, próximos, humanos, con confianza, empatía, escucha activa, criterio, competencia, firmeza, ciencia… que den respuesta a las necesidades sentidas de las personas, las familias y la comunidad a las que atendemos y que esperan de nosotras como enfermeras, yendo más allá de una necesaria y sincera sonrisa o una impostada simpatía.
Estamos acostumbrados a que las normas establecidas, los tópicos y los estereotipos, se incorporen de manera natural en la percepción de una realidad que va mucho más allá de los mismos y que enmascara el verdadero valor de lo que es y significa ser enfermera.
Es por eso que considero imprescindible que la vocación no sea tan solo una excusa, una muletilla o un pretexto fácil para argumentar el por qué hemos querido ser enfermeras. Que nos sintamos verdaderamente convencidas de que aquello que somos y queremos ser, enfermeras, lo es porque nos lo creemos y lo sentimos y por ello nos dedicamos a trabajar, actuar y mostrarnos como enfermeras más allá de un centro de salud, de un hospital o de una consulta. Sin artificios, siglas que enmascaran la realidad (ATS, DUE), o utilizando el nombre de la disciplina/profesión (Enfermería) para evitar nombrarnos como enfermeras. No entiendo una vocación que anula, precisamente, lo más esencial, el orgullo de nombrarnos como lo que somos, ENFERMERAS.
Si a pesar de todo o por todo lo expuesto, entendemos que somos lo que somos porque sentimos vocación, perfecto, pero también si lo hacemos porque realmente lo sentimos, aunque no le llamemos vocación.
[1] Escritor argentino 1966 Las nieves del tiempo: El policial